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Es por tanto la alquimia una casta meretriz, que tiene muchos amantes, pero que a todos defrauda y a ninguno se entrega. Transforma a los necios en insensatos, a los ricos en miserables, a los filósofos en tontos, y a los burlados en elocuentes burladores…

(Tritemio, Annalium Hirsaugensium Tomi II, St. Gallen, 1690, 141)

De repente la sala cayó en la penumbra y las paredes se iluminaron. Descubrí que estaban recubiertas por tres lados con una pantalla semicircular en la que iban a proyectarse unas imágenes. Apenas aparecieron me di cuenta de que parte del cielo raso y del suelo era de material reflectante y reflectantes eran también los objetos que antes me habían impresionado por su ordinariez, las lentejuelas, la balanza, un escudo, algunas copas de cobre. Quedamos sumergidos en un ambiente acuoso donde las imágenes se multiplicaban, se segmentaban, se fundían con las sombras de los presentes, el suelo reflejaba el cielo raso, éste el suelo, y ambos las figuras que aparecían en las paredes. Junto con la música se difundieron por la sala unos olores sutiles, primero inciensos indios, y luego otros, más imprecisos, a veces desagradables.

Primero la penumbra declinó hasta una oscuridad absoluta, luego, mientras se oía un borboteo viscoso, un hervor de lava, nos encontramos en un cráter, en el que la materia oscura y pegajosa latía al resplandor intermitente de unas llamaradas amarillas y azuladas.

Un agua densa y aceitosa se evaporaba hacia lo alto para luego descender en forma de rocío o de lluvia, y en derredor flotaba un olor a tierra fétida, un tufo mohoso. Respiraba el sepulcro, el tártaro, las tinieblas, y a mi alrededor caía una secreción venenosa que fluía entre lenguas de estiércol, limo, polvo de carbón, fango, menstruo, humo, plomo, guano, costra, espuma, nafta, negro más negro que el negro, que ahora empezaba a aclararse para mostrar dos reptiles, uno azulado y otro rojizo, abrazados en una especie de cópula, mordiéndose mutuamente la cola hasta formar una única figura circular.

Era como si hubiese bebido más alcohol de la cuenta, ya no veía a mis compañeros, desaparecidos en la penumbra, no reconocía las figuras que se deslizaban a mi lado y sólo alcanzaba a verlas como siluetas desarticuladas y fluidas… Fue entonces cuando sentí que me cogían de una mano. Sé que no era cierto, mas entonces no me atreví a volverme para no descubrir que me había engañado. Pero sentía el perfume de Lorenza y sólo entonces comprendí hasta qué punto la deseaba. Tenía que ser ella. Estaba allí, para reanudar aquel diálogo hecho de crujidos, de roces de uñas en la puerta, que había dejado en el aire la noche anterior. Azufre y mercurio parecían mezclarse en un calor húmedo que me hacía palpitar la ingle, pero sin violencia.

Esperaba al Rebis, al efebo andrógino, la sal filosofal, la coronación de la obra en blanco.

Tenía la impresión de saberlo todo. Quizá volvían a aflorar a mi mente lecturas de los últimos meses, quizá Lorenza me comunicaba su saber a través del contacto de su mano, y sentía su palma un poco sudada.

Y me sorprendía murmurando nombres remotos, nombres que sin duda, lo sabía, los filósofos habían dado al Blanco, pero con los que yo, quizá, estaba llamando angustiosamente a Lorenza, no lo sé, o quizá me limitaba a repetir para mis adentros una suerte de letanía propiciatoria: Cobre blanco, Cordero inmaculado, Aibathest, Alborach, Agua bendita, Mercurio purificado, Azarnefe, Azoch, Baurach, Cambar, Caspa, Albayalde, Cera, Chaia, Comerisson, Electro, Eufrates, Eva, Fada, Favonio, Fundamento del Arte, Piedra preciosa de Givinis, Diamante, Zibach, Ziva, Velo, Narciso, Azucena, Hermafrodita, Hae, Hipóstasis, Hyle, Leche de Virgen, Piedra única, Luna llena, Madre, Aceite vivo, Legumbre, Huevo, Flema, Punto, Raíz, Sal de la Naturaleza, Tierra laminada, Tevos, Tincar, Vapor, Estrella Vespertina, Viento, Virago, Cristal del Faraón, Orina de Niño, Buitre, Placenta, Menstruo, Siervo fugitivo, Mano izquierda, Esperma de los Metales, Espíritu, Estaño, Zumo, Azufre untuoso…

En aquella pez, ahora grisácea, se estaba dibujando un horizonte de rocas y de árboles resecos, en el que naufragaba un sol negro. Después brotó una luz casi cegadora y aparecieron imágenes refulgentes que se reflejaban por todas partes produciendo un efecto caleidoscópico. Los efluvios ahora eran litúrgicos, eclesiásticos, empezó a dolerme la cabeza, sentí como un peso en la frente, vislumbraba una sala suntuosa, cubierta de tapices dorados, quizá un banquete nupcial, con un esposo principesco y una esposa vestida de blanco, y luego un rey anciano y una reina, sentados en sus tronos, y a su lado un guerrero, y otro rey oscuro de piel. Delante del rey, un pequeño altar donde reposaban un libro forrado en terciopelo negro y una luz en un candelabro de marfil. Junto al candelabro un globo giratorio y un reloj coronado por una pequeña fuente de cristal de la que manaba un líquido color sangre. Sobre el surtidor quizá había una calavera, por las órbitas se arrastraba una serpiente blanca…

Lorenza me estaba susurrando palabras al oído. Pero no oía su voz.

La serpiente se movía al ritmo de una música triste y lenta. Los ancianos monarcas vestían ahora trajes negros y ante ellos se alineaban seis ataúdes cubiertos. Se oyeron unos toques opacos de tuba, y apareció un hombre con capucha negra. Al principio fue una ejecución hierática, como en cámara lenta, que el rey aceptaba con dolorosa beatitud, inclinando la cabeza dócil. Después el encapuchado cimbró un hacha, una media luna, y fue la zancada rápida de un péndulo, el impacto de la hoja se multiplicó por cada una de las superficies reflectantes, y en cada superficie por cada superficie, fueron miles las cabezas que rodaron, y a partir de entonces las imágenes se sucedieron sin que ya me fuese dado seguir la historia. Creo que poco a poco todos los personajes, incluido el rey de piel oscura, fueron decapitados y dispuestos en los ataúdes, y después toda la sala se transformó en una orilla marina, o lacustre, y vimos atracar seis bajeles iluminados en los que se cargaron los féretros, los bajeles se alejaron deslizándose por el espejo de agua hasta perderse en la noche, todo sucedió mientras los inciensos se iban haciendo tangibles en forma de vapores espesos, por un momento temí ser uno de los condenados, mientras muchos a mi alrededor susurraban: «las bodas, las bodas…»

Había perdido contacto con Lorenza, y sólo entonces me volví para buscarla entre las sombras.

Ahora la sala era una cripta, o una tumba suntuosa, con la bóveda iluminada por un jacinto oriental de extraordinarias proporciones.

En todos los rincones surgían mujeres en hábitos virginales, alrededor de un caldero de dos pisos, un castillete con una base de piedra, cuyo pórtico parecía un horno, dos torres laterales de las que salían sendos alambiques rematados por una redoma ovoide, y una tercera torre en el centro, que acababa en forma de fuente…

En la base del castillete se veían los cuerpos de los decapitados. Una de las mujeres traía una cajita de la que sacó un objeto redondo que depositó sobre la base, en una ojiva de la torre central, y en seguida la fuente de la cumbre empezó a borbotear. Alcancé a reconocer el objeto, era la cabeza del moro, que ahora ardía como un tuero haciendo hervir el agua de la fuente. Vapores, bufidos, gorgoteos…

Esta vez Lorenza me estaba poniendo la mano en la nuca, acariciándola como se lo había visto hacer, furtivamente, a Jacopo en el coche. La mujer estaba trayendo una esfera de oro, abría un grifo en el horno de la base y dejaba fluir sobre la esfera un líquido rojo y espeso. Después se abrió la esfera y en lugar del líquido rojo contenía un huevo grande y bello, blanco como la nieve. Las mujeres lo cogieron y lo depositaron en el suelo, sobre un cúmulo de arena amarilla, hasta que el huevo hizo eclosión y surgió un pájaro, todavía deforme y ensangrentado. Pero abrebado con la sangre de los decapitados, empezó a crecer ante nuestros ojos y se volvió hermoso y resplandeciente.

Ahora estaban decapitando al pájaro y reduciéndolo a cenizas encima del pequeño altar. Algunos se dedicaban a amasar las cenizas y a verter la masa en dos moldes, que luego ponían a cocer en un horno, soplando sobre el fuego con unos tubos. Finalmente, se abrieron los moldes y aparecieron dos figuras pálidas y graciosas, casi transparentes, un muchacho y una muchacha, de no más de cuatro palmos de estatura, blandos y carnosos como criaturas vivas, pero con ojos aún vítreos, minerales. Los pusieron sobre dos cojines y un anciano vertió gotas de sangre en sus bocas…

Llegaron otras mujeres con trompetas doradas, y adornadas con coronas verdes, y le tendieron una al anciano, quien la acercó a las bocas de las dos criaturas, suspendidas aún en una languidez vegetal, en un dulce sueño animal, y empezó a insuflar alma en sus cuerpos… La sala se llenó de luz, la luz se extinguió en la penumbra, luego en oscuridad interrumpida por relámpagos de color naranja, hasta que fue una inmensa claridad de aurora, mientras trompetas emitían sonidos agudos y brillantes, y fue un resplandor de rubí, insoportable. Entonces volví a perder a Lorenza, y comprendí que ya no volvería a encontrarla.

Después fue un rojo vivo que lentamente se redujo a índigo, a violeta, y se apagó la pantalla. El dolor de la frente se había vuelto insoportable.

—Mysterium Magnum —estaba diciendo Agliè en voz alta y serena a mi lado— El renacimiento del hombre nuevo a través de la muerte y la pasión. Debo reconocer que ha sido una buena representación, aunque el justo por lo alegórico ha perjudicado un poco la precisión de las fases. Acaban de asistir a una representación, desde luego, pero esa representación expresaba una Cosa. Y nuestro anfitrión afirma que ha producido esa Cosa. Vengan, vayamos a ver el milagro realizado.