57

En cada tercer árbol, a ambos lados, había colgada una linterna, y una hermosa doncella, también vestida de azul, las encendió con una antorcha resplandeciente y yo me demoré más de lo necesario para admirar el espectáculo, que era de una belleza indecible.

(Johann Valentin Andreae, Die Chymische Hochzeit des Christian Rosencreutz, Strassburg, Zetzner, 1616, 2, p. 21)

Hacia mediodía Lorenza apareció, sonriente, en la terraza y anunció que había descubierto un tren perfecto que pasaba por *** a las doce y media, y que con una sola correspondencia la dejaría en Milán esa misma tarde. Preguntó si la llevábamos a la estación.

Belbo continuó hojeando unas notas y dijo:

—Creía que Agliè también te esperaba a ti, y que incluso había organizado toda la expedición sólo por ti.

—Pues peor para él —dijo Lorenza—. ¿Quién me lleva?

Belbo se puso de pie y nos dijo:

—Vuelvo en seguida. Después podemos quedarnos todavía un par de horas. ¿No traías una bolsa, Lorenza?

No sé si se dijeron algo más durante el trayecto. Belbo regresó al cabo de veinte minutos y reanudó el trabajo sin aludir al incidente.

A las dos encontramos un agradable restaurante en la plaza del mercado, y la selección de los platos y de los vinos fue ocasión para que Belbo evocara otros acontecimientos de su infancia. Pero hablaba como si estuviese citando la biografía de otra persona. Había perdido la felicidad narrativa del día anterior. A media tarde nos pusimos en camino para reunirnos con Agliè y Garamond.

Belbo conducía hacia el sudoeste, y el paisaje iba cambiando poco a poco, a cada kilómetro. Las colinas de ***, incluso en el otoño tardío, eran suaves y menudas; ahora, en cambio, a medida que avanzábamos, el horizonte se iba ampliando, aunque a cada curva aparecían más picos, con algún pueblo encaramado allá en lo alto. Pero entre pico y pico se abrían horizontes ilimitados: el sublime espacioso llano, como observaba Diotallevi, que verbalizaba juiciosamente nuestros descubrimientos. Así, mientras subíamos en tercera, a cada recodo surgían vastas extensiones de perfil ondulado y continuo, que en el límite de la landa ya esfumaba en una neblina casi invernal. Parecía una llanura modulada por dunas, y era ya montaña. Como si la mano de un demiurgo desmañado hubiese aplastado algunas cimas que le parecieron excesivas y las hubiera transformado en un membrillo giboso sin intervalos, hasta el mar, quién sabe, o hasta las vertientes de otras cadenas más ásperas y decididas.

Llegamos al pueblo donde teníamos la cita con Agliè y Garamond, en el bar de la plaza. Al enterarse de que Lorenza no había venido con nosotros, Agliè, aunque contrariado, no dejó traslucir nada.

—Nuestra exquisita amiga no quiere compartir con otros los misterios que la definen. Un pudor muy especial, que no dejo de apreciar —dijo.

Y eso fue todo.

Proseguimos, en cabeza el Mercedes de Garamond y en la cola el Renault de Belbo, por valles y colinas, hasta que, mientras menguaba la luz del sol, divisamos una extraña construcción en lo alto de una colina, una especie de castillo del siglo XVIII, amarillo, desde el que descendían, eso creí percibir en la distancia, terrazas arboladas y floridas, exuberantes a pesar de la estación.

Al llegar al pie de la pendiente nos encontramos en una explanada donde ya había muchos coches estacionados.

—Aquí nos detenemos —dijo Agliè—. Ahora hay que seguir a pie.

El crepúsculo ya se estaba convirtiendo en noche. La cuesta se nos aparecía a la luz de una multitud de antorchas, encendidas a lo largo de las laderas.

Es extraño, pero de todo lo que sucedió entre aquel momento y la madrugada me han quedado recuerdos a la vez límpidos y confusos. Pensaba en ello la otra noche en el periscopio, no sin advertir un aire de familia entre ambas experiencias. Y bien, decía para mis adentros, ahora estás aquí en una situación anómala, atontado por un imperceptible tufo de madera vieja, con la impresión de estar en una tumba, o en el vientre de un recipiente donde estuviera consumándose una transformación. Sólo con asomar la cabeza fuera de la cabina, verías en la penumbra objetos, esos, que hoy se te aparecían inmóviles, los verías agitarse como sombras eleusinas entre los vapores de un encantamiento. Y así había sido la velada en el castillo: las luces, las sorpresas durante el recorrido, las palabras que oía, y más tarde sin duda los inciensos, todo conspiraba para hacerme creer que estaba soñando un sueño, pero no un sueño normal: como cuando estamos por despertar y soñamos que estamos soñando.

No tendría que recordar nada. Pero lo recuerdo todo, como si no lo hubiese vivido yo, y me lo hubiese contado otra persona.

No sé si lo que recuerdo, con tanta confusa lucidez, es lo que sucedió o lo que deseé que hubiese sucedido, pero sin duda fue entonces cuando el Plan cobró forma en nuestra mente, como voluntad de dar una forma cualquiera a esa experiencia informe, transformando en realidad fantaseada esa fantasía que alguien había querido que fuese real.

—El recorrido es ritual —nos estaba diciendo Agliè mientras subíamos—. Son jardines colgantes, los mismos (o casi) que Salomon de Caus ideó para los jardines de Heidelberg; quiero decir, para el elector palatino Federico V, en el gran siglo rosacruciano. La luz es escasa, pero así debe ser, porque es mejor intuir que ver: nuestro anfitrión no ha reproducido con fidelidad el proyecto de Salomon de Caus, lo ha concentrado en un espacio más reducido. Los jardines de Heidelberg imitaban el macrocosmos, pero quien los ha reconstruido aquí ha imitado sólo aquel microcosmos. Vean esa gruta, construida en rocalla… Decorativa, sin duda. Pero de Caus tenía presente aquel emblema de la Atalanta Fugiens de Michael Maier, donde el coral es la piedra filosofal. De Caus sabía que a través de la forma de los jardines es posible influir en los astros, porque hay caracteres cuya configuración imita la armonía del universo…

—Prodigioso —dijo Garamond—. ¿Pero cómo puede influir un jardín en los astros?

—Hay signos que se vuelven los unos hacia los otros, que se miran entre sí y que se abrazan, e incitan al amor. Y no tienen, no deben tener, una forma precisa y definida. Cada uno, según los impulsos de su furor, o el ímpetu de su espíritu, experimenta determinadas fuerzas, como era el caso de los jeroglíficos de los egipcios. No puede haber relación entre nosotros y los seres divinos si no es a través de sellos, figuras, caracteres y otras ceremonias. Por la misma razón, las divinidades nos hablan a través de sueños y enigmas. Y eso mismo sucede en estos jardines. Cada elemento de esta terraza reproduce un misterio del arte alquímico, pero lamentablemente ya no estamos en condiciones de leerlo, ni siquiera nuestro anfitrión. Singular dedicación al secreto, me darán la razón, la de este hombre que gasta lo que ha acumulado durante años para hacer dibujar ideogramas cuyo sentido ya no conoce.

Íbamos subiendo, y de terraza en terraza cambiaba la fisonomía de los jardines. Algunos tenían forma de laberinto, otros figura de emblema, pero el dibujo de las terrazas inferiores sólo podía verse desde las terrazas superiores, de esa manera pude descubrir la silueta de una corona y muchas otras simetrías que no había podido apreciar mientras las recorría, y que de todas formas era incapaz de descifrar. Cada terraza, vista por el que se movía entre sus setos, mostraba, por efecto de perspectiva, algunas figuras, pero al volver a verla desde la terraza superior se asistía a nuevas revelaciones, incluso de sentido opuesto; y de este modo cada grado de aquella escala hablaba en dos idiomas distintos al mismo tiempo.

Divisamos, a medida que ascendíamos, pequeñas construcciones. Una fuente con estructura fálica, que se abría bajo una especie de arco o pequeño pórtico, con un Neptuno que pisoteaba a un delfín, una puerta con columnas vagamente asirias, y un arco de forma imprecisa, como si hubieran superpuesto triángulos y polígonos a polígonos, y en cada vértice la estatua de un animal, un alce, un mono, un león…

—¿Y todo esto revela algo? —preguntó Garamond.

—¡Desde luego! Basta leer el Mundus Symbolicus de Picinelli, que Alciato anticipó con singular furor profético. Todo el jardín puede leerse como un libro, o como un encantamiento, que por lo demás son la misma cosa. Si tuviesen los conocimientos adecuados, podrían pronunciar en voz baja las palabras que dice el jardín y lograrían dirigir una de las innumerables fuerzas que actúan en el mundo sublunar. El jardín es un aparato para dominar el universo.

Nos mostró una gruta. Una enfermedad de algas y esqueletos de animales marinos, no sé si naturales, de yeso, de piedra… Se vislumbraba una náyade abrazada a un toro con cola cubierta de escamas como de gran pez bíblico, acostado en la corriente de agua que fluía de la concha que un tritón sostenía a modo de ánfora.

—Quisiera que captasen el significado profundo de esto, que, de no ser así, sólo sería un trivial juego hidráulico. De Caus sabía muy bien que si se coge un recipiente, se llena de agua y se cierra por arriba, aunque luego se practique un orificio en el fondo, el agua ya no sale. Pero si también se hace un orificio arriba, el agua defluye o brota por abajo.

—¿No es obvio? —pregunté—. En el segundo caso, entra el aire por arriba y empuja el agua hacia abajo.

—Típica explicación cientificista, donde se confunde la causa con el efecto, o viceversa. No hay que preguntarse por qué sale el agua en el segundo caso, sino por qué se niega a salir en el primero.

—¿Y por qué se niega? —preguntó ansioso Garamond.

—Porque si saliese quedaría un vacío en el recipiente, y la naturaleza le tiene horror al vacío. Nequaquam vacui era un principio rosacruciano que la ciencia moderna ha olvidado.

—Impresionante —exclamó Garamond—. Casaubon, en nuestra maravillosa historia de los metales tienen que figurar estas cosas, no lo olvide. Y no me diga que el agua no es un metal. Imaginación, eso es lo que hay que tener.

—Perdone —dijo Belbo dirigiéndose a Agliè—, pero el suyo es un argumento post hoc ergo ante hoc. Lo que está después es causa de lo que estaba antes.

—No hay que razonar siguiendo secuencias lineales. El agua de estas fuentes no lo hace. La naturaleza no lo hace, la naturaleza ignora el tiempo. El tiempo es una invención de Occidente.

Mientras subíamos, nos cruzamos con otros invitados. Al ver a algunos de ellos, Belbo daba codazos a Diotallevi, que comentaba por lo bajo:

—Pues sí, facies hermética.

Entre los peregrinos de facies hermética, un poco aislado, con una sonrisa de severa indulgencia dibujada en los labios, me crucé con el señor Salon. Le sonreí, me sonrió.

—¿Usted conoce a Salon? —me preguntó Agliè.

—¿Usted conoce a Salon? —le pregunté yo—. En mi caso es lógico, porque vivimos en el mismo edificio. ¿Qué piensa de Salon?

—Le conozco poco. Algunos amigos dignos de crédito me han dicho que es un confidente de la policía.

Por eso sabía Salon lo de Garamond y lo de Ardenti. ¿Qué relación había entre Salon y De Angelis? Pero me limité a preguntar a Agliè:

—¿Y qué hace un confidente de la policía en una fiesta como ésta?

—Los confidentes de la policía —dijo Agliè— van a todas partes. Cualquier experiencia es útil para inventar informaciones. Con la policía se tiene tanto más poder cuanto más se sabe, o se demuestra saber. Y no importa que sea cierto. Lo importante, recuerde, es tener un secreto.

—Pero, ¿por qué han invitado a Salon? —pregunté.

—Amigo mío —respondió Agliè—, probablemente porque nuestro anfitrión aplica esa regla de oro del pensamiento sapiencial, según la cual todo error puede ser el portador ignoto de la verdad. El verdadero esoterismo no teme a los contrarios.

—Me está diciendo que en el fondo toda esta gente está de acuerdo entre sí.

Quod ubique, quod ab omnibus et quod semper. La iniciación es el descubrimiento de una filosofía perenne.

Así, filosofando, llegamos a lo alto de las terrazas y tomamos por un sendero que, a través de un amplio jardín, conducía hasta la entrada de la villa o pequeño castillo o lo que fuera. A la luz de una antorcha más grande que las otras, vimos, encaramada a una columna, a una muchacha envuelta en una túnica azul salpicada de estrellas de oro, en cuya mano se veía una trompeta como las que en la ópera tocan los heraldos. Al igual que en esos misterios en que los ángeles exhiben plumas de papel de seda, la muchacha llevaba en la espalda dos grandes alas blancas decoradas con formas amigdaloides con un punto en el centro, que con un poco de buena voluntad hubieran podido pasar por ojos.

Vimos al profesor Camestres, uno de los primeros diabólicos que nos había visitado en Garamond, el adversario de la Ordo Templi Orientis. Nos costó reconocerle porque llevaba un disfraz que nos pareció extraño, pero que Agliè estaba definiendo adecuado para el acontecimiento: vestía un traje de lino blanco, ceñidas las caderas con una cinta roja, cruzada en el pecho y en la espalda, y un curioso sombrero dieciochesco en el que había prendido cuatro rosas rojas. Se arrodilló delante de la muchacha de la trompeta y dijo unas palabras.

—Realmente —susurró Garamond—, hay más cosas en el cielo y en la tierra…

Entramos por un portón historiado que me recordó el cementario de Génova. En lo alto, encima de una complicada alegoría neoclásica, vi esculpidas las palabras CONDOLEO ET CONGRATULOR.

En el interior, numerosos eran los invitados y muy animados; se agolpaban alrededor de un buffet, en el amplio vestíbulo, desde el que salían dos escalinatas hacia los pisos superiores. Descubrí otros rostros que no nos eran extraños, entre ellos el de Bramanti y, sorpresa, el del comendador De Gubernatis, AAF ya explotado por Garamond, pero quizá todavía no enfrentado con el terrible dilema de ver destruidos todos los ejemplares de su obra maestra o tener que adquirirlos, porque salió al encuentro de mi principal, exteriorizándole devoción y agradecimiento. Para reverenciar a Agliè se adelantó un individuo menudo, de ojos exaltados. Por el inconfundible acento francés supimos que era Pierre, cuyas acusaciones de sortilegio contra Bramanti habíamos podido oír a través de la puerta del estudio de Agliè.

Me acerqué al buffet. Había jarras con líquidos de color, no lograba identificarlos. Me serví una bebida amarilla que parecía vino, no estaba mal, sabía a ratafía añeja, pero sin duda tenía alcohol. Quizá contenía alguna sustancia: la cabeza empezó a darme vueltas. A mi alrededor se agolpaban facies herméticas junto con severos rostros de prefectos retirados captaba retazos de conversaciones…

—En un primer estadio, tendrías que poder comunicarte con otras mentes, después proyectar pensamientos e imágenes en otros seres, que los estados emotivos impregnen cada lugar, y dominar el reino animal. En una tercera etapa, intenta proyectar un doble tuyo en cualquier punto del espacio: bilocación, como los yoguis, deberías aparecer simultáneamente en varias formas distintas. Después se trata de pasar al conocimiento suprasensible de las esencias vegetales. Por último, intenta disociarte, se trata de asumir la estructura telúrica del cuerpo, de disolverse en un sitio para reaparecer en otro, íntegramente, digo, y no sólo en el doble. El último estadio es el de la prolongación de la vida física…

—No la inmortalidad…

—No inmediatamente.

—¿Pero tú?

—Hay que concentrarse. No te ocultaré que es trabajoso. Sabes, ya no tengo veinte años…

Volví a encontrar a mi grupo. Estaban entrando en una habitación de paredes blancas y ángulos redondeados. Al fondo, como en un museo Grévin, pero la imagen que aquella noche afloró a mi mente fue la del altar que había visto en Río, en la tenda de umbanda, dos estatuas de tamaño casi natural, de cera, revestidas con una sustancia rutilante que me pareció un pésimo recurso escenográfico. Una era una dama sentada en un trono, con una túnica inmaculada, o casi, salpicada de lentejuelas. Sobre la cabeza, suspendidas de hilos, colgaban unas criaturas de forma indefinida, que me parecieron hechas de ganchillo. En un rincón, un amplificador emitía un sonido lejano de trompetas, esto de buena calidad, quizá algo de Gabrieli, y el efecto sonoro era más seguro que el visual. A la derecha había otra figura femenina, vestida de terciopelo carmesí, con su cinturon blanco, y una corona de laurel en la cabeza, junto a una balanza dorada. Agliè nos estaba explicando sus diversos significados, pero mentiría si dijese que yo le prestaba atención. Me interesaba la expresión de muchos invitados, que pasaban de una imagen a otra en actitud de reverencia, y conmoción.

—No se diferencian de los que van al santuario para ver a la virgen negra con su manto bordado cubierto de corazones de plata —dije a Belbo—. ¿Acaso piensan que es la madre de Cristo, de carne y hueso? No, pero tampoco piensan lo contrario. Les fascinan las semejanzas, viven el espectáculo como visión, y la visión como realidad.

—Sí —dijo Belbo—, pero el problema no consiste en saber si éstos son mejores o peores que los que van al santuario. Me estaba preguntando quienes somos nosotros. Nosotros, que pensamos que Hamlet es más real que el portero de nuestra casa. ¿Qué derecho tengo a juzgar a éstos, yo que voy buscando a Madame Bovary para armarle un escándalo?

Diotallevi meneaba la cabeza y me decía en voz baja que no habría que reproducir imágenes de las cosas divinas, y que todas aquellas eran epifanías del becerro de oro. Pero se divertía.