Con tal fuerza sopló en su espléndida trompeta que hizo retumbar toda la montaña.
(Johann Valentin Andreae, Die Chymische Hochzeit des Christian Rosencreutz, Strassburg, Zetzner, 1616, 1, p. 4)
Íbamos por el capítulo sobre las maravillas de los conductos hidráulicos y en un grabado del siglo XVI, tomado de los Spiritualia de Herón, se veía una especie de altar con un autómata encima que, en virtud de un dispositivo de vapor, tocaba una trompeta.
Quise desenterrar los recuerdos de Belbo:
—¿Y entonces cómo era la historia de ese Ticho Brahe o como quiera que se llamase, que le enseñó a tocar la trompeta?
—El padre Tico. Nunca supe si era un apodo o su apellido. Nunca volví a la escuela parroquial. Había llegado por casualidad: la misa, el catecismo, muchos juegos, y el premio era una estampita del Beato Domenico Savio, ese adolescente con pantalones de paño gastado, que en las estatuas siempre aparece cogido de la sotana de don Bosco, con los ojos hacia el cielo, para no escuchar a sus compañeros contar chistes obscenos. Me enteré de que el padre Tico había organizado una banda de música integrada por chicos de entre diez y catorce años. Los más pequeños tocaban clarines, flautines, saxofones sopranos, y los más grandes soportaban el bombardino y el bombo. Iban de uniforme: casaca caqui y pantalones azules, con gorra de visera. Un sueño, y quise unirme a ellos. El padre Tico dijo que necesitaba un genis.
Nos examinó con superioridad y recitó:
—El genis, en la jerga de las bandas de música, es una especie de pequeño trombón que en realidad se llama bugle contralto en mi bemol. Es el instrumento más estúpido de toda la banda. Hace umpa-umpa-umpa-umpa en levare y después del parapapá-pa-pa-pa-paaa pasa en battere a pa-pa-pa-pa-pa… Eso sí, es fácil de aprender, pertenece a la familia de los metales, como la trompeta, y su mecánica es similar a la de la trompeta. La trompeta requiere más aliento y una buena embocadura; ya saben, esa especie de callo circular que se forma en los labios, como el que tenía Armstrong. Con una buena embocadura se ahorra aliento y el sonido sale claro y limpio, sin que se oiga el soplo. Por lo demás, nunca hay que hinchar los carrillos, eso sólo sucede en la ficción y en las caricaturas.
—Pero, ¿y la trompeta?
—La trompeta, la tocaba yo solo, en esas tardes de verano en que la escuela parroquial estaba desierta y me escondía en el pequeño teatro… Pero estudiaba la trompeta por razones eróticas. ¿Ven aquella casita con jardín allá, a un kilómetro de la escuela parroquial? Allí vivía Cecilia, hija de la benefactora de los salesianos. De modo que, cada vez que la banda tocaba, en las fiestas de guardar, después de la procesión, en el patio de la escuela parroquial y sobre todo antes de las actuaciones de la sociedad de amigos del teatro, Cecilia con su madre estaban siempre en primera fila, en el sitio de honor, junto al canónigo de la catedral. En aquellas ocasiones la banda atacaba con una marcha llamada Buen Principio, y la marcha se iniciaba con las trompetas, las trompetas en si bemol, doradas y plateadas, bien bruñidas para la ocasión. Las trompetas se ponían de pie y tocaban un solo. Después se sentaban y atacaba la banda. Tocar la trompeta era el único medio para lograr que Cecilia se fijase en mí.
—¿Y si no? —preguntó Lorenza con ternura.
—No había otra manera. Primero, porque yo tenía trece años y ella trece y medio, y a los trece años y medio una chica ya es una mujer, y un chico todavía es un mocoso. Además estaba enamorada de un saxofón contralto, un tal Pappi, horripilante y medio pelado, eso me parecía a mí, y sólo tenía ojos para él, que balaba lascivo, porque el saxofón, cuando no es el de Ornette Coleman y toca en una banda de música, y lo toca el horripilante Pappi, es (o al menos así me parecía a mí entonces) un instrumento caprino y vulvar, tiene una voz, ¿cómo diría yo?, de una modelo que se ha dado a la bebida y a la prostitución…
—¿Cómo hacen las modelos cuando se dan a la prostitución? ¿Tú qué sabes?
—Vamos, Cecilia ni siquiera sabía de mi existencia. Claro que yo, mientras trotaba cada tarde por la colina para buscar la leche en la vaquería, me inventaba historias espléndidas, ella era raptada por las Brigadas Negras y yo corría a salvarla, mientras las balas silbaban alrededor de mi cabeza y hacían chac chac al incrustarse en el rastrojo, le revelaba algo que no debía saber, que con un nombre falso yo dirigía la resistencia en toda la comarca de Monferrato, y ella me confesaba que siempre lo había esperado, y entonces yo me avergonzaba, porque sentía como un fluir de miel en las venas; les juro que ni siquiera se me humedecía el prepucio, era algo distinto, mucho más terrible y grandioso, y al regresar a casa iba a confesarme… Creo que el pecado, el amor y la gloria se resumen en eso, cuando te descuelgas con una cuerda de sábanas desde la ventana de la casa donde los SS se dedican a torturar a los partisanos, ella te rodea el cuello, suspendida en el aire, y te susurra que siempre ha soñado contigo. Lo demás es sólo sexo, cópula, perpetuación de la simiente infame. Pero, bueno, si lograba pasarme a la trompeta, Cecilia ya no habría podido ignorarme, yo de pie, deslumbrante, y el miserable saxofón sentado. La trompeta es guerrera, angélica, apocalíptica, victoriosa, llama al ataque, el saxofón hace bailar a chulos de arrabal de cabellos untados con brillantina, que bailan mejilla contra mejilla con muchachas sudadas. Y yo estudiaba la trompeta, como un loco, hasta que un día fui a ver al padre Tico y le dije escúcheme, y era como Oscar Levant cuando hace su primera prueba en Broadway con Gene Kelly. Y el padre Tico dijo: Eres un trompeta, pero…
—Qué dramático —exclamó Lorenza—. Cuenta, no nos tengas en vilo.
—Pero tenía que encontrar a alguien que me reemplazara en el genis. Apáñate, había dicho el padre Tico. Y me apañé. Porque os diré, queridos niños, que por aquel entonces vivían en *** dos desgraciados, que asistían a la misma clase que yo, a pesar de tener dos años más, y esto ya os dice mucho acerca de su capacidad de aprendizaje. Esos dos brutos se llamaban Annibale Cantalamessa y Pio Bo. Uno: histórico.
—¿Cómo? —preguntó Lorenza.
Expliqué, cómplice:
—Cuando Salgari refiere un hecho real (o que él creía real), por ejemplo, que, después de Little Big Horn, Toro Sentado se come el corazón del general Custer, al final del relato pone una nota al pie de página que dice: 1. Histórico.
—Eso mismo. Y es un hecho histórico que Annibale Cantalamessa y Pio Bo se llamaban así, aunque eso no era lo peor. Eran holgazanes, ladrones de tebeos en el kiosco de periódicos, y robaban los casquillos a los que tenían una buena colección y apoyaban el bocadillo de salchichón sobre el libro de aventuras por tierras y mares, que uno acababa de prestarles, después de que te lo habían regalado en Navidades. Cantalamessa decía que era comunista, Bo se declaraba fascista, ambos estaban dispuestos a venderse al enemigo por un tirachinas, contaban historias relacionadas con el sexo, con imprecisas lagunas anatómicas, y competían sobre quién se había masturbado por más tiempo la noche anterior. Eran individuos dispuestos a todo, ¿por qué no al genis? De modo que decidí seducirles. Les exageraba la elegancia del uniforme, les llevaba a los conciertos de la banda, les hacía entrever grandes éxitos amatorios con las Hijas de María Cayeron en el lazo. Me pasaba los días en el teatro de la escuela, y con una caña larga, como había visto en las ilustraciones de los libritos sobre los misioneros, les pegaba en los dedos cada vez que se equivocaban de nota; el genis sólo tiene tres teclas, se mueven el índice, el medio y el anular, y el resto, como ya he dicho, es cuestión de embocadura. Pero no os aburriré con más detalles, mis pequeños oyentes: por fin llegó el día en que pude presentarle al padre Tico dos genis, no diré que perfectos, pero al menos, para la primera prueba, preparada durante tardes insomnes, aceptables. El padre Tico estaba satisfecho, los enfundó en el uniforme, y me pasó a la trompeta. Una semana más tarde, en la fiesta de María Auxiliadora, en la apertura de la temporada de teatro con El pequeño parisino, allí estaba yo de pie, de espaldas al telón, enfrente de las autoridades, tocando las primeras notas de Buen Principio.
—Oh esplendor —exclamó Lorenza, el rostro tiernamente encendido por ostentados celos—: ¿Y Cecilia?
—No estaba. Quizá estuviera enferma. No lo sé. No estaba.
Echó una mirada circular sobre su auditorio, porque a esas alturas se sentía bardo; un juglar. Calculó la pausa.
—Dos días después, el padre Tico me mandaba llamar y me explicaba que Annibale Cantalamessa y Pio Bo habían arruinado la velada. No llevaban el compás, se distraían en las pausas lanzándose pullas y motes, se equivocaban en el ataque. «El genis», me dijo el padre Tico, «es la columna vertebral de la banda, es su conciencia rítmica, su alma. La banda es como un rebaño, los instrumentos son las ovejas, el director es el pastor, pero el genis es el perro fiel y regañón que hace marcar el paso a las ovejas. El director mira sobre todo al genis, y, si el genis le sigue, le seguirán las ovejas. Querido Jacopo, tengo que pedirte un gran sacrificio, debes volver al genis, junto con esos dos. Tú tienes sentido del ritmo, debes hacerles marcar el paso. Te prometo que tan pronto como puedan tocar solos regresarás a la trompeta». Se lo debía todo al padre Tico. Dije que sí. Y en la fiesta siguiente, los trompetas volvieron a ponerse de pie y a tocar las primeras notas de Buen Principio frente a Cecilia, de nuevo sentada en primera fila. Yo estaba en la oscuridad, genis entre los genis. En cuanto a los dos miserables, nunca llegaron a poder tocar solos. Yo no regresé nunca a la trompeta. Acabó la guerra, volvimos a la ciudad, abandoné los métales, y de Cecilia nunca supe ni sabré, ni siquiera el apellido.
—Luz de mi alma —dijo Lorenza estrechándole los hombros—. Pero me tienes a mí.
—Creía que te gustaban los saxofones —dijo Belbo.
Después le besó la mano girando apenas la cabeza. Volvió a ponerse serio.
—A trabajar —dijo—. Tenemos que hacer una historia del futuro, no una crónica del tiempo perdido.
Por la noche se celebró mucho el levantamiento de la veda del alcohol. Jacopo parecía haber olvidado sus humores elegíacos: y se midió con Diotallevi. Imaginaron máquinas absurdas, para descubrir en seguida que ya estaban inventadas. A medianoche, al cabo de un día pleno, se decidió por unanimidad que había que experimentar eso de dormir en las colinas.
Me metí en la cama de mi vieja habitación, con las sábanas más húmedas que por la tarde. Jacopo había insistido en que metiésemos temprano la tumbilla, esa especie de armazón oval que mantiene levantadas las mantas y sobre la que se coloca el brasero; probablemente, para que saboreásemos todos los placeres de la vida en el campo. Pero cuando la humedad es profunda, la tumbilla se limita a hacerla aflorar, se siente una tibieza deliciosa pero la tela parece empapada. Paciencia. Encendí un velador, de aquellos con flecos, donde las efímeras aletean antes de morir, como dice el poeta. Y traté de conciliar el sueño leyendo el periódico.
Pero durante una o dos horas oí pasos en el corredor, un abrirse y cerrarse de puertas, la última vez (la última que llegué a oír) sonó un portazo. Lorenza Pellegrini estaba jugando con los nervios de Belbo.
Ya estaba durmiéndome cuando oí que rascaban en la mía, la puerta. No parecía ser un animal (no había visto perros ni gatos), y tuve la impresión de que era una invitación, una petición, un reclamo. Quizá Lorenza lo estaba haciendo porque sabía que Belbo la observaba o quizá no hasta aquel momento la había considerado propiedad de Belbo, al menos en cuanto a mí se refería, y, además, desde que estaba con Lia me había vuelto insensible a otros encantos. Las miradas maliciosas, a menudo de complicidad, que Lorenza me lanzaba a veces en la oficina o en el bar, cuando se burlaba de Belbo, como si buscase un aliado o un testigo, formaban parte, eso pensé siempre, de un juego de sociedad, y además, Lorenza Pellegrini tenía la virtud de mirar a todo el mundo con aire de querer poner a prueba sus capacidades amatorias, aunque de un modo extraño, como si sugiriese, te deseo, pero para demostrarte que tienes miedo… Aquella noche, al oír ese rascar, ese rozar de uñas contra el barniz de la puerta, sentí algo distinto: me di cuenta de que deseaba a Lorenza.
Metí la cabeza bajo la almohada y pensé en Lia. Quiero tener un hijo con Lia, pensé. Y a él (o a ella) le haré tocar en seguida la trompeta, apenas pueda soplar.