55

Llamo teatro [al lugar en que] todos los actos de palabra y de pensamiento, y los detalles de un discurso y de [unas] argumentaciones se exponen como en un teatro público, donde se representan tragedias y comedias.

(Robert Fludd, Utriusque Cosmi Historia, Tomi Secundi Tractatus Primi Sectio Secunda, Oppenheim (?), 1620 (?), p. 55)

Llegamos a la villa. Villa por decirlo así: quinta, en cuya planta baja estaban las grandes bodegas donde Adelino Canepa, el aparcero rencilloso, el que había denunciado al tío Carlo a los partisanos, hacía el vino con las uvas del viñedo de los Covasso. Se veía que llevaba mucho tiempo deshabitada.

En una pequeña dependencia aún vivía una vieja, nos dijo Belbo, tía de Adelino; los demás, los tíos, los Canepa, ya habían muerto, y sólo quedaba aquella centenaria que cultivaba su pequeño huerto, con sus cuatro gallinas y un cerdo. Las tierras se habían vendido para pagar los impuestos sucesorios, las deudas, ya nadie se acordaba. Belbo fue a llamar a la puerta de la casita, apareció la vieja en el umbral, tardó lo suyo en reconocer al visitante, después le saludó con gran respeto. Quería que entrásemos en su casa, pero Belbo cortó por lo sano, aunque no sin antes abrazarla y tranquilizarla.

Entramos en la villa y Lorenza empezó a lanzar exclamaciones de júbilo a medida que iba descubriendo escaleras, corredores, umbrosos cuartos con antiguos muebles. Belbo optó por el understatement, observando que cada uno tenía la Donnafugata que podía, pero estaba conmovido. Venía de vez en cuando, dijo, pero bastante poco.

—Sin embargo, está muy bien para trabajar, en verano es fresca y en invierno las paredes gruesas protegen del frío, y hay estufas por todas partes. Naturalmente, cuando era pequeño, un evacuado, sólo ocupábamos aquellos dos cuartos laterales al fondo del corredor grande. Ahora he tomado posesión del ala de los tíos. Trabajo aquí, en el estudio del tío Carlo. —Había uno de esos escritorios tipo secreter, con poco espacio para apoyar una hoja, pero lleno de cajoncitos visibles y ocultos—. Aquí no podría instalar a Abulafia —dijo—. Pero las pocas veces que vengo me gusta escribir a mano, como hacía entonces. —Nos mostró un armario majestuoso—: Aquí tienen, cuando muera, recuerden, aquí está toda mi producción literaria juvenil, las poesías que escribía a los dieciséis años, los esbozos de sagas en seis volúmenes que escribía a los dieciocho… etcétera, etcétera…

—¡A ver, a ver! —gritó Lorenza mientras batía palmas, y ya avanzaba con paso felino hacia el armario.

—Quieta —dijo Belbo—. No hay nada que ver. Tampoco yo he vuelto a mirar esas cosas. De todas formas, cuando muera vendré a quemarlo todo.

—Este debe de ser un sitio de fantasmas, espero —dijo Lorenza.

—Ahora sí. En los tiempos del tío Carlo no, era un sitio muy alegre. Era geórgico. Ahora vengo precisamente porque es bucólico. Es agradable trabajar por la noche mientras los perros ladran allí abajo.

Nos mostró los cuartos en que dormiríamos: Diotallevi, Lorenza y yo. Lorenza miró el cuarto, tocó la vieja cama con una colcha blanca, olió las sábanas y dijo que le parecía estar en un cuento de su abuela, porque olían a espliego, Belbo observó que no era cierto, que sólo era olor a humedad, Lorenza dijo que no importaba y luego, apoyándose contra la pared y echando levemente las caderas y el pubis hacia adelante, como si se dispusiese a competir con el flipper, preguntó:

—¿Entonces duermo aquí sola?

Belbo miró hacia otra parte, en esa parte estábamos nosotros, miró hacia una parte distinta y luego salió hacia el corredor y dijo:

—Ya hablaremos de eso. De todas formas, allí tienes un refugio para ti solita.

Diotallevi y yo nos alejamos, pero oímos que Lorenza le preguntaba si se avergonzaba de ella. Entonces él decía que, si no le hubiese asignado el cuarto, ella le habría preguntado dónde pensaba que dormiría. «Decidí tomar la iniciativa, para que no puedas elegir», dijo él. «¡El muy astuto!» decía ella. «Entonces dormiré en mi cuartito.» «Está bien», dijo Belbo irritado, «pero éstos han venido aquí para trabajar, vamos a la terraza.»

Y así, trabajamos en una gran terraza, donde había una pérgola, ante bebidas frescas y mucho café. Alcohol vedado hasta la noche.

Desde la terraza se veía el Bricco y, al pie de esa pequeña colina, un edificio bastante feo, con patio y campo de fútbol. Todo habitado por figuritas de colores, niños me parecieron. Belbo sacó el tema, primera vez:

—Es la escuela salesiana. Fue allí donde el padre Tico me enseñó a tocar. En la banda.

Recordé la trompeta que Belbo se había negado, aquella con que soñara.

—¿La trompeta o el clarín? —pregunté.

Tuvo un instante de pánico:

—¿Cómo ha hecho para…? Ah, es verdad, le he contado el sueño de la trompeta. No, el padre Tico me enseñó a tocar la trompeta, pero en la banda tocaba el genis.

—¿Qué es el genis?

—Historias de muchachos. Ahora al trabajo.

Pero mientras trabajábamos vi que a menudo echaba miradas hacia la escuela parroquial. Me pareció que para poder mirarla nos hablaba de otra cosa. De vez en cuando interrumpía la conversación:

—Aquí abajo se produjo uno de los más furibundos tiroteos del final de la guerra. En *** se había establecido una especie de acuerdo entre fascistas y partisanos. Hacia la primavera los partisanos bajaban y ocupaban el pueblo, y los fascistas no venían a molestar. Los fascistas no eran de esta zona, los partisanos eran todos muchachos de por aquí. En caso de combate, sabían cómo moverse entre las hileras de maíz, los bosquecillos, los setos. Los fascistas se hacían fuertes en la ciudad, y sólo se alejaban para las batidas. En invierno a los partisanos les resultaba más difícil estar en el llano, porque no había donde esconderse, los veían de lejos en la nieve y con una ametralladora podían acertarles incluso desde un kilómetro. Entonces los partisanos se replegaban a las colinas más altas. Y allí de nuevo eran ellos los que conocían los pasos, las quebradas, los refugios. Y los fascistas venían a controlar el llano. Pero aquella primavera estábamos en vísperas de la liberación. Aquí todavía estaban los fascistas, pero no se atrevían a regresar, creo, a la ciudad, porque se olían que el golpe definitivo se libraría allí, como de hecho ocurrió el veinticinco de abril. Creo que había habido algún pacto, los guerrilleros esperaban, no querían el combate, estaban seguros de que pronto sucedería algo, de noche Radio Londres difundía noticias cada vez más esperanzadoras, se hacían más frecuentes los mensajes especiales para la brigada de Franchi, mañana volverá a llover, el tío Pedro ha traído pan, y cosas por el estilo, quizá tú, Diotallevi, las escuchaste… En suma, debió de haber un malentendido, los guerrilleros bajaron cuando los fascistas aún no se habían marchado, el hecho es que un día mi hermana, que estaba aquí, en la terraza, entró y me dijo que había dos que jugaban a perseguirse con las metralletas. No nos asombramos, eran muchachos unos y otros, mataban el tiempo jugando con las armas. Una vez, bromeando, dos de ellos dispararon en serio, y la bala fue a incrustarse en el tronco de un árbol de la alameda, contra el que estaba apoyada mi hermana. Ella ni siquiera se dio cuenta, nos lo dijeron los vecinos, y fue entonces cuando se le enseñó que cada vez que viera a dos jugando con las metralletas escapase. Están jugando otra vez, dijo al entrar, para mostrar que era obediente. En aquel momento oímos la primera ráfaga. Sólo que después vino la segunda, la tercera, y después se generalizaron, se oían los golpes secos de las carabinas, el ra-ta-ta-tá de las metralletas, alguna explosión más sorda, quizá de granadas de mano, y por último la ametralladora. Comprendimos que ya no estaban jugando. Pero no tuvimos tiempo para discutirlo, porque ya no podíamos oír nuestras voces. Pim pum bang ratatatá. Nos acurrucamos debajo del fregadero, mi hermana, mamá y yo. Después llegó el tío Carlo, andando a gatas por el corredor, para decirnos que allí estábamos demasiado expuestos, que fuésemos donde ellos. Nos desplazamos hacia allá y encontramos a la tía Caterina llorando porque la abuela estaba fuera…

—Fue cuando la abuela estuvo boca abajo en un campo, entre dos fuegos…

—¿Y cómo lo sabe?

—Me lo contó en el setenta y tres, aquel día después de la manifestación.

—Dios mío, qué memoria. Con usted hay que tener cuidado con lo que se dice… Sí. Pero tampoco mi padre estaba en casa. Después supimos que estaba en el centro y se había refugiado en un portal, pero no podía salir porque los bandos se dedicaban al tiro al blanco de un lado a otro de la calle, mientras que desde la torre del ayuntamiento una escuadra de Brigadas Negras estaba barriendo la plaza con la ametralladora. En el portal también estaba el ex alcalde fascista de la ciudad. En determinado momento dijo que pensaba que podía llegar hasta su casa, sólo tenía que doblar la esquina. Esperó a que hubiera un momento de silencio, se lanzó fuera del portal, llegó a la esquina y allí le alcanzó en la espalda una ráfaga de ametralladora disparada desde el ayuntamiento. La reacción emotiva de mi padre, que ya había hecho la primera guerra mundial, fue: mejor quedarse en el portal.

—Este sitio está lleno de recuerdos dulcísimos —observó Diotallevi.

—Aunque no lo creas —dijo Belbo—, son dulcísimos. Y son lo único verdadero que recuerdo.

Los otros no entendieron, yo intuí, ahora sí. Sobre todo durante aquellos meses, en que estaba navegando en medio de la mentira de los diabólicos, y después de haberse pasado años envolviendo su desilusión en mentiras novelescas, los días de *** afloraban a su memoria como un mundo en el que una bala es una bala, que la esquivas o la recibes, y las dos partes resaltaban bien una frente a la otra, marcadas por sus colores, el rojo y el negro, o el caqui y el gris verdoso, sin equívocos; o al menos entonces tenía esa impresión. Un muerto era un muerto, era un muerto, era un muerto. No como el coronel Ardenti, que había desaparecido venenosamente. Pensé que quizá debía hablarle de la sinarquía, que ya reptaba en aquella época. ¿Acaso no había sido sinárquico el encuentro entre el tío Carlo y Terzi, ambos impulsados, en frentes opuestos, por el mismo ideal caballeresco? ¿Pero por qué quitarle a Belbo su Combray? Los recuerdos eran dulces porque le hablaban de la única verdad que conociera, sólo después había empezado la duda. Sólo que, como me había dado a entender, incluso en los días de la verdad él se había quedado mirando. Miraba en el recuerdo la época en que miraba nacer la memoria de los otros, de la Historia, y de todas esas historias que tampoco habría de escribir.

¿O había habido un momento de gloria y decisión? Porque dijo:

—Y además aquel día realicé el acto de heroísmo de mi vida.

—Mi John Wayne —dijo Lorenza—. Cuéntame.

—Oh, tampoco es para tanto. Después de haberme arrastrado hasta donde estaban los tíos, me empeciné en quedarme de pie en el corredor. La ventana estaba al fondo, estábamos en el piso alto, nadie podía alcanzarme, decía. Y me sentía como el capitán que está erguido en medio del cuadro mientras las balas silban a su alrededor. Después el tío Carlo se enfadó y me metió dentro de mala manera, yo estaba por echarme a llorar porque se había acabado la diversión, y en ese momento oímos tres tiros, cristales quebrados y una especie de rebote, como si alguien jugase en el corredor con una pelota de tenis. Una bala había entrado por la ventana, había dado contra la tubería del agua y había rebotado yendo a incrustarse abajo, justo en el sitio donde había estado yo. Si aún hubiese estado allí, habría quedado cojo. Quién sabe.

—Dios mío, no te habría querido cojo —dijo Lorenza.

—Quizá hoy estaría contento —dijo Belbo.

De hecho, tampoco aquella vez había escogido. Había dejado que el tío lo metiese dentro.

Al cabo de una hora volvió a distraerse.

—Después, en determinado momento, subió Adelino Canepa. Dijo que estaríamos más seguros en la bodega. El y el tío no se hablaban desde hacía años, como ya les he contado. Pero en el momento de la tragedia, Adelino había vuelto a convertirse en un ser humano, y el tío le estrechó incluso la mano. Así pasamos una hora en la oscuridad, dentro, entre los toneles y un olor de infinitas vendimias que se subía un poco a la cabeza, fuera, el tiroteo. Después las ráfagas menguaron, los estampidos nos llegaban más apagados. Comprendimos que unos se retiraban, pero todavía no sabíamos quiénes. Hasta que desde un ventanuco situado encima de nuestras cabezas, que daba a un sendero, oímos una voz, en dialecto: «Monssu, i’è d’la repubblica bele si?»

—¿Qué significa? —preguntó Lorenza.

—Aproximadamente: gentleman, ¿sería usted tan amable de informarme si por estos parajes aún quedan seguidores de la República Social Italiana? En aquella época república era una mala palabra. Era un partisano que interrogaba a uno que pasaba, o a alguien que estaba en una ventana, de modo que el sendero era de nuevo transitable, y los fascistas se habían marchado. Ya anochecía. Al rato llegaron papá y la abuela, y cada uno contó su aventura. Mamá y la tía prepararon algo de comer, mientras el tío y Adelino Canepa procedían solemnemente a retirarse de nuevo el saludo. Durante el resto de la noche oímos ráfagas a lo lejos, por el lado de las colinas. Los partisanos acosaban a los fugitivos. Habíamos ganado.

Lorenza le besó en el pelo y Belbo frunció la nariz. Sabía que había ganado por interpósita brigada. En realidad, había asistido a una película. Pero había habido un momento, cuando lo de la bala que rebotó, en que había entrado en la película. Apenas un instante, como cuando en Hellzapoppin’ se confunden las películas y aparece un indio a caballo en medio de un baile y pregunta por dónde se han marchado y alguien le dice «por allá» y entonces desaparece en otra historia.