Porque yo soy la primera y la última. Yo soy la honrada y la odiada. Yo soy la prostituta y la santa.
(Fragmento de Nag Hammadi 6, 2)
Entró Lorenza Pellegrini. Belbo miró al techo y pidió un último martini. Se palpaba la tensión, hice ademán de marcharme, pero Lorenza me detuvo.
—No, venid todos conmigo, esta noche se inaugura la nueva exposición de Riccardo, ¡ha cambiado de estilo! Es genial, tú le conoces, Jacopo.
Yo sabía quién era Riccardo, siempre estaba en el Pílades, pero en aquel momento no comprendí por qué Belbo se concentró más aún en el techo. Después de haber leído los files, sé que Riccardo era el hombre de la cicatriz, con el que Belbo no se había atrevido a entablar reyerta.
Lorenza insistía: la galería no estaba lejos del Pílades, habían organizado una verdadera fiesta, más, una orgía. Demasiada agitación para Diotallevi que en seguida dijo que debía marcharse, yo estaba indeciso, pero era evidente que Lorenza quería que fuera también yo, y esto también hacía sufrir a Belbo, porque veía cómo se alejaba el momento en que podrían hablar a solas. Pero no pude rechazar la invitación y allá fuimos.
A mí no me gustaba mucho ese Riccardo. A comienzos de los sesenta producía cuadros muy aburridos, texturas apretadas de negros y grises, muy geométricas, un poco optical, que te torcían la vista. Se llamaban Composición 15, Paralaje 17, Euclides X. Tan pronto como empezó el movimiento del sesenta y ocho exponía en las casas ocupadas, había cambiado ligeramente la paleta, ahora sólo violentos contrastes de negros y blancos, la trama era más abierta y los títulos eran cosas como Ce n’est q’un debut, Molotov, Libro Rojo. Cuando regresé a Milán le vi exponer en un círculo donde se adoraba al doctor Wagner, había eliminado los negros, trabajaba con estructuras blancas, donde los contrastes sólo consistían en los relieves del trazado sobre las láminas de papel Fabriano poroso, de manera que los cuadros, explicaba, revelaban perfiles diferentes conforme al ángulo de incidencia de la luz. Se llamaban Elogio de la ambigüedad, A/Través, Ça, Bergstrasse, Denegación 15.
Aquella noche, en cuanto entramos en la nueva galería, comprendí que la poética de Riccardo había experimentado una profunda evolución. La exposición se llamaba Megale Apophasis. Riccardo había pasado a la pintura figurativa, su paleta era deslumbrante. Había optado por las citas y, como no creo que supiese dibujar, supongo que trabajaba proyectando sobre la tela la diapositiva de algún cuadro famoso; la elección recaía sobre pompiers fin de siècle y simbolistas de principios del siglo XX. Sobre el trazado original trabajaba con una técnica puntillista, mediante gradaciones infinitesimales de color, recorriendo punto por punto todo el espectro empezaba siempre por un núcleo muy luminoso y resplandeciente y acababa en el negro absoluto; o viceversa, según el concepto místico o cosmológico que quisiera expresar. Había montañas que emanaban rayos de luz descompuestos en un polvillo de esferas de colores tenues, se entreveían cielos concéntricos con vagos ángeles de alas transparentes, algo parecido al Paraíso de Doré. Los títulos eran Beatrix, Mystica Rosa, Dante Gabriele 33, Fieles de Amor, Atanor, Homunculus 666; ya veo de dónde sale la pasión de Lorenza por los homúnculos, pensé. El cuadro más grande se llamaba Sophia, y representaba una especie de catarata de ángeles negros que se iba esfumando hacia la base hasta engendrar una criatura blanca acariciada por grandes manos lívidas, calcadas de la que se yergue contra el cielo en el Guernica. La conmistión no parecía demasiado feliz, y de cerca la ejecución dejaba bastante que desear, pero a dos o tres metros de distancia el efecto era muy lírico.
—Yo soy un realista a la antigua —me susurró Belbo—. Sólo entiendo a Mondrian. ¿Qué representa un cuadro no geométrico?
—Antes éste era un geométrico —dije.
—Aquello no era geometría. Eran azulejos para cuartos de baño.
Entretanto Lorenza había ido a abrazar a Riccardo, él y Belbo habían cruzado un gesto de saludo. Había mucha gente, la galería se presentaba como un loft neoyorquino, toda blanca y con las tuberías de la calefacción, o del agua, a la vista sobre el cielo raso. Quién sabe cuánto habrían gastado para antedatarla hasta ese punto. En un rincón, un sistema de amplificación aturdía a los asistentes con músicas orientales, cosas con sitar creo recordar, de esas en que no se reconoce la melodía. Todos pasaban distraídos por delante de los cuadros para apiñarse junto a las mesas del fondo y apoderarse de vasos de papel. Habíamos llegado tarde, la atmósfera estaba cargada de humo, de vez en cuando una chica ensayaba movimientos de danza en el centro de la sala, pero todos estaban ocupados aún en conversar y en consumir el buffet, en verdad muy rico. Me senté en un diván a cuyos pies yacía una gran copa de cristal, todavía llena hasta la mitad de macedonia. Estuve a punto de servirme un poco, porque no había cenado, pero me pareció reconocer la huella de un pie, que había aplastado en el centro los cubitos de fruta, reduciéndolos a un pavé homogéneo. No era imposible, porque el suelo ya estaba sembrado de manchas de vino blanco, y algunos de los invitados se movían ya con dificultad.
Belbo había capturado un vaso y se movía con aire indolente, sin una meta aparente, dando una palmada de vez en cuando en el hombro de alguien. Trataba de encontrar a Lorenza.
Pero pocos estaban quietos. La multitud estaba muy ocupada en una especie de movimiento circular, como de abejas en busca de una flor aún desconocida. Yo no buscaba nada, y sin embargo me había puesto de pie y me movía siguiendo los impulsos del grupo. Veía, no lejos de mí, a Lorenza, que vagaba mimando agniciones pasionales con uno y otro, la cabeza erguida, la mirada deliberadamente miope, los hombros y el seno firmes y levantados, un andar atolondrado de jirafa.
En determinado momento, la corriente natural me inmovilizó en un remanso, detrás de una mesa, a espaldas de Lorenza y Belbo, que al fin se habían cruzado, quizá por casualidad, y también estaban bloqueados. No sé si se habían percatado de mi presencia, pero con aquel gran ruido de fondo ya nadie oía lo que decían los otros. Se consideraron aislados, y yo no pude evitar escuchar su conversación.
—Entonces —dijo Belbo—, ¿dónde has conocido a tu Agliè?
—¿Mío? También tuyo, por lo que he visto hoy. Tú puedes conocer a Simone pero yo no. Estupendo.
—¿Por qué le llamas Simone? ¿Por qué te llama Sophia?
—¡Pero si es un juego! Le conocí en casa de unos amigos, ¿vale? Y me parece fascinante. Me besa la mano como si fuese una princesa. Y podría ser mi padre.
—Pues ten cuidado de que no se convierta en el padre de tu hijo.
Tuve la impresión de que ése era yo hablando en Bahía con Amparo. Tenía razón Lorenza. Agliè sabía cómo se besa la mano de una joven señora que ignora ese rito.
—¿Por qué Simone y Sophia? —insistió Belbo—. ¿Se llama Simone, el?
—Es una historia maravillosa. ¿Sabías que nuestro universo es el resultado de un error, y un poco por mi culpa? Sophia era la parte femenina de Dios, porque entonces Dios era más hembra que macho, habéis sido vosotros los que le habéis puesto barba y le habéis llamado El. Yo era su mitad buena. Simone dice que quise crear el mundo sin pedirle permiso, yo, la Sophia, que también se llama, espera, eso, Ennoia. Creo que mi parte masculina no quería crear, quizá no se atrevía, quizá era impotente, y en lugar de unirme a él quise hacer el mundo yo sola, no podía resistirlo, creo que era por exceso de amor, es cierto, adoro todo este universo desmadrado. Por eso soy el alma de este mundo. Lo dice Simone.
—Qué amable. ¿A todas les dice lo mismo?
—No, memo, sólo a mí. Porque me ha entendido mejor que tú, no trata de reducirme a su imagen. Entiende que hay que dejarme vivir la vida a mi manera. Eso es lo que hizo Sophia, se lanzó a hacer el mundo. Chocó con la materia originaria, que era asquerosa, supongo que no usaría desodorante, y no lo hizo a propósito, pero creo que fue ella quien engendro al Demo… ¿cómo se dice?
—¿No será el Demiurgo?
—Ese, él. No recuerdo si a ese Demiurgo lo hizo Sophia, o ya existía y ella le incitó, vamos tonto, haz el mundo, que ya verás cómo nos divertiremos. El Demiurgo debía de ser un embrollón y no sabía hacer el mundo como es debido, ni siquiera hubiera debido hacerlo, porque la materia es mala y él no estaba autorizado ni a meter mano en ella. Vamos, que la lió y Sophia se quedó dentro. Prisionera del mundo.
Lorenza hablaba, y bebía, mucho. Cada dos minutos, mientras muchos ya habían empezado a oscilar suavemente en medio de la sala, con los ojos cerrados, Riccardo pasaba delante de ella y le llenaba el vaso con algo. Belbo trataba de impedirlo, diciendo que Lorenza ya había bebido demasiado, pero Riccardo reía sacudiendo la cabeza, y ella se rebelaba, decía que soportaba el alcohol mejor que Jacopo porque era más joven.
—Vale, vale —decía Belbo—. No hagas caso del abuelo. Hazle caso a Simone. ¿Y qué más te ha dicho?
—Eso, que soy prisionera del mundo, o no, de los ángeles malvados… porque en esta historia los ángeles son malvados y ayudan al Demiurgo a montar todo ese follón… Los ángeles malvados, decía, me tienen con ellos, no quieren dejarme escapar, y me hacen sufrir. Pero de vez en cuando, entre los hombres, alguien me reconoce. Como Simone. Dice que ya le sucedió en cierta ocasión, hace mil años; porque, no te lo he dicho, pero Simone es prácticamente inmortal, si supieses cuántas cosas ha visto…
—Claro, claro. Pero ahora no bebas mas.
—Ssst… Simone me encontró una vez de prostituta en un burdel de Tiro, y me llamaba Helena…
—¿Y estas cosas te dice ese señor? Y tú tan contenta. Permita que le bese la mano, putita de mi universo de mierda… Todo un caballero.
—En cualquier caso la putita era esa Helena. Y además, en aquellas épocas prostituta quería decir mujer libre, sin ataduras, una intelectual, una que no quería ser ama de casa, también tú sabes que una prostituta era una cortesana, una que tenía un salón, hoy se dedicaría a las relaciones públicas. ¿Llamas puta a una que se dedica a las relaciones públicas, como si fuese una ramera de las que encienden fuegos para atraer a los camioneros?
En ese momento Riccardo volvió a pasar junto a ella y la cogió de un brazo.
—Ven a bailar —dijo.
Estaban en medio de la sala, ensayando leves movimientos, un poco idos, como si tocaran un tambor. Pero de vez en cuando Riccardo la atraía hacia sí, le ponía una mano en la nuca, posesivamente, y ella le seguía con los ojos cerrados, el rostro encendido, la cabeza echada hacia atrás, el pelo suelto, vertical. Belbo se encendía un cigarrillo detrás de otro.
Al cabo de un momento, Lorenza cogió a Riccardo por la cintura y lo fue moviendo lentamente, hasta que estuvieron a un paso de Belbo. Sin dejar de bailar, Lorenza le quitó el vaso de la mano. Sujetaba a Riccardo con la izquierda, el vaso con la derecha, la mirada, un poco húmeda, vuelta hacia Jacopo, y daba la impresión de estar llorando, pero sonreía… Y le hablaba.
—Y tampoco ha sido la única vez, ¿sabes?
—¿La única qué? —preguntó Belbo.
—Que encontró a Sophia. Muchos siglos después Simone fue también Guillaume Postel.
—¿Era cartero, o qué?
—Estúpido. Era un sabio renacentista, que leía el judío…
—El hebreo.
—¿Y qué más da? Lo leía como los niños leen el tebeo. A primera vista. Pues bien, en un hospital de Venecia encuentra a una sierva vieja y analfabeta, su Joanna, la mira y dice, por fin he comprendido, esta es la nueva encarnación de la Sophia, la Ennoia, es la Gran Madre del Mundo que ha descendido entre nosotros para redimir al mundo entero, que tiene alma femenina. De modo que Postel coge a Joanna y se la lleva, todos lo toman por loco, pero él nada, la adora, quiere liberarla de los ángeles que la tienen prisionera, y cuando ella muere él se queda mirando el sol durante una hora y pasa muchos días sin comer ni beber, habitado por Joanna, que ya no existe pero que es como si existiese, porque está siempre allí, habita el mundo, y de vez en cuando reaparece, se… se encarna. ¿No te parece que es para llorar?
—Estoy bañado en lágrimas. ¿Y te gusta mucho ser Sophia?
—Pero lo soy también para ti, amor mío. ¿Sabes que antes de conocerme usabas corbatas horribles y tenías caspa?
Riccardo había vuelto a cogerle la nuca.
—¿Puedo participar en la conversación? —preguntó.
—Tú, pórtate bien y baila. Eres el instrumento de mi lujuria.
—De acuerdo.
Belbo siguió como si el otro no existiese:
—Entonces eres su prostituta, su feminista que hace relaciones públicas, y él es tu Simone.
—Yo no me llamo Simone —dijo Riccardo—, que ya no articulaba.
—No hablamos de ti —dijo Belbo.
Hacía un rato que me sentía violento por él. El, que solía ser tan celoso de sus sentimientos, estaba representando su contienda amorosa ante un testigo, más bien, un rival. Pero esas últimas palabras me hicieron comprender que, desnudándose delante del otro, en el momento en que el verdadero adversario era otro más, estaba reafirmando de la única manera en que podía hacerlo sus derechos sobre Lorenza.
Entretanto, Lorenza, tras quitarle un vaso a otra persona, respondió:
—Pero sólo es un juego. Yo te quiero a ti.
—Menos mal que no me odias. Oye, quisiera irme a casa, tengo un ataque de gastritis. Yo todavía soy prisionero de la materia inferior. A mí Simone no me ha prometido nada. ¿Vienes conmigo?
—Quedémonos un rato más. Se está tan bien. ¿No te diviertes? Además, aún no he mirado los cuadros. ¿Has visto que Riccardo ha hecho uno sobre mí?
—Las cosas que me gustaría hacer sobre ti —dijo Riccardo.
—Eres un grosero. No te metas. Estoy hablando con Jacopo. Jacopo, Jesús, ¿sólo tú puedes hacer juegos intelectuales con tus amigos, y yo no? ¿Quién es el que me trata como una prostituta de Tiro? Pues tú.
—Ya lo decía yo. Soy yo quien te arrojo a los brazos de los viejos señores.
—El nunca ha intentado abrazarme. No es un sátiro. Te molesta que no quiera llevarme a la cama y me considere una compañera intelectual.
—Allumeuse.
—Precisamente eso te lo tenías que callar. Riccardo, llévame a buscar algo de beber.
—No, espera —dijo Belbo—. Ahora me dices si te lo tomas en serio, quiero saber si estás loca o no. Y deja ya de beber. ¡Dime si te lo tomas en serio, carajo!
—Pero, amor mío, es nuestro juego, entre él y yo. Y lo bonito de la historia es que, cuando Sophia se da cuenta de quién es, se libera de la tiranía de los ángeles y puede moverse libre del pecado…
—¿Has dejado de pecar?
—Por favor, recapacita —dijo Riccardo, besándola púdicamente en la frente.
—Todo lo contrario —respondió ella a Belbo, sin mirar al pintor—, todas esas cosas ya no son pecado, una puede hacer todo lo que quiera para liberarse de la carne, está más allá del bien y del mal.
Dió un empujón a Riccardo y lo apartó de su lado. Proclamó en voz alta:
—Yo soy la Sophia y para liberarme de los ángeles debo perpretrar… perpretrar… per-pe-trar todos los pecados, ¡hasta los más deliciosos!
Fue, tambaleándose levemente, hasta un rincón donde estaba sentada una muchacha vestida de negro, con los ojos también negros por el rimmel, la tez pálida. La llevó hasta el centro de la sala y empezó a ondular con ella. Sus vientres casi se tocaban y los brazos colgaban junto al cuerpo. «Yo puedo amarte también a ti», dijo. Y la besó en la boca.
Los otros habían formado un semicírculo, un poco excitados, y alguien gritó algo. Belbo se había sentado con expresión impenetrable, y contemplaba la escena como un empresario asistiendo a un ensayo. Sudaba y en el ojo izquierdo tenía un tic que hasta entonces nunca le había visto. De repente, cuando Lorenza llevaba bailando al menos cinco minutos, acentuando cada vez más los movimientos de oferta, le dio la vena:
—Ahora ven aquí.
Lorenza se detuvo, abrió las piernas, tendió los brazos hacia adelante y gritó:
—¡Yo soy la prostituta y la santa!
—Tú eres la gilipollas —dijo Belbo poniéndose de pie.
Fue derecho hacia ella, la cogió con violencia por la muñeca y la arrastró hacia la puerta.
—Quieto —gritó ella—, no te atrevas a… —Después rompió a llorar y le echó los brazos al cuello—: Querido, yo soy tu Sophia, no te habrás enfadado por este…
Belbo le pasó tiernamente el brazo por los hombros, la besó en la sien, le arregló el cabello y luego dijo dirigiéndose a la sala:
—Perdonadla, no está acostumbrada a beber tanto.
Oí alguna risita entre los presentes. Creo que Belbo también la oyó. Me vio desde el umbral, y entonces hizo algo que nunca he sabido si era para mí, para los otros, o para él mismo. Lo hizo en sordina, a media voz, cuando ya los otros se habían desentendido de ellos.
Sin dejar de sostener a Lorenza por los hombros, se volvió hacia la sala y dijo en voz baja, con el tono de quien dice algo obvio: «Quiquiriquí».