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Ahora bien, del ápice a la base, la medida de la Gran Pirámide, en pulgadas egipcias, es de unas 161.000.000.000. ¿Cuántas almas humanas han vivido en la tierra desde Adán a nuestros días? Una buena aproximación se situaría entre las 153.000.000.000 y las 171.900.000.000.

(Piazzi Smyth, Our Inheritance in the Great Pyramid, London, Isbister, 1880, p. 583)

Supongo que su autor sostiene que la altura de la pirámide de Keops es igual a la raíz cuadrada del número que expresa la superficie de cada uno de los lados. Desde luego, las medidas deben tomarse en pies, unidad más afín al codo egipcio y hebraico, y no en metros, porque el metro es una medida abstracta inventada en la época moderna. El codo egipcio equivale a 1,728 pies. Por lo demás, si no conocemos las alturas exactas, podemos remitirnos al pyramidion, que era la pequeña pirámide situada,en el ápice de la gran pirámide y que constituía su punta. Era de oro o de otro metal que brillase al sol. Pues bien, coja usted la altura del pyramidion, multiplíquela por la altura de toda la pirámide, multiplíquelo todo por diez a la quinta potencia y tendrá la longitud de la circunferencia ecuatorial. Eso no es todo, si coge el perímetro de la base y lo multiplica por veinticuatro al cubo dividido por dos, obtiene el radio medio de la Tierra. Además, la superficie cubierta por la base de la pirámide multiplicada por 96 por diez a la octava da ciento noventa y seis millones ochocientas diez mil millas cuadradas, que corresponden a la superficie de la Tierra. ¿Es así?

A Belbo le gustaba mostrar su asombro, normalmente, con una expresión que había aprendido en la filmoteca, al ver la versión original de Yankee Doodle Dandy, con James Cagney: «I am flabbergasted!» Y eso fue lo que dijo. Evidentemente, Agliè conocía bien incluso el inglés coloquial, porque no logró ocultar su satisfacción, sin avergonzarse por ese acto de vanidad.

—Estimados amigos —dijo—, cuando un señor, cuyo nombre no conozco, se lanza a escribir sobre el misterio de las pirámides, sólo puede repetir lo que ya saben hasta los niños. Me hubiese sorprendido si hubiera dicho algo nuevo.

—O sea —aventuró Belbo—, que este señor se limita a decir unas verdades comprobadas.

—¿Verdades? —rió Agliè, mientras volvía a abrirnos su caja de puros artríticos y deliciosos—. «Quid est veritas», como decía un conocido mío hace tantísimos años. En parte se trata de un cúmulo de tonterías. Para comenzar, si se divide la base exacta de la pirámide por el doble exacto de la altura, calculando incluso los decimales, no se obtiene el número π sino 3,1417245. La diferencia es pequeña, pero importante. Además, un discípulo de Piazzi Smyth, Flinders Petrie, que también fue quien midió Stonehenge, dice que cierto día sorprendió al maestro limando los salientes graníticos de la antecámara real, para que sus cálculos encajaran… Quizá no fueran más que habladurías, pero lo cierto es que Piazzi Smyth no era un hombre que inspirase confianza, bastaba ver cómo se hacía el nudo de la corbata. Sin embargo, entre tantas tonterías también hay algunas verdades incontestables. ¿Quieren tener la bondad, señores, de acompañarme a la ventana?

La abrió de par en par con gesto teatral y nos invitó a asomarnos, nos mostró a lo lejos, en la esquina de su calle y la avenida, un kiosquito de madera donde debían de venderse billetes de lotería.

—Señores —dijo—, les invito a que vayan a medir aquel kiosco. Verán que la longitud del entarimado es de 149 centímetros, es decir la cien mil millonésima parte de la distancia entre la Tierra y el Sol. La altura posterior dividida por el ancho de la ventana da 176/56 = 3,14. La altura anterior es de 19 decímetros, que corresponde al número de años del ciclo lunar griego. La suma de las alturas de las dos aristas anteriores y de las dos aristas posteriores da 190 x 2 + 176 x 2 = 732, que es la fecha de la victoria de Poitiers. El espesor del entarimado es de 3,10 centímetros y el ancho del marco de la ventana es de 8,8 centímetros. Si reemplazamos los números enteros por la letra alfabética correspondiente tendremos C10H8, que es la fórmula de la naftalina.

—Fantástico —dije—. ¿Lo ha verificado?

—No. Pero un tal Jean-Pierre Adam lo hizo con otro kiosco. Supongo que estos kioscos tienen más o menos las mismas dimensiones. Con los números se puede hacer cualquier cosa. Si tengo el número sagrado 9 y quiero obtener 1.314, fecha en que quemaron a Jacques de Molay, una fecha señalada para quien como yo se considera devoto de la tradición caballeresca templaria, ¿qué hago? Multiplico por 146, fecha fatídica de la destrucción de Cartago. ¿Cómo he llegado a ese resultado? He dividido 1.314 por dos, por tres, etcétera, hasta encontrar una fecha satisfactoria. También hubiera podido dividir 1.314 por 6,28, el doble de 3,14, y habría obtenido 209. Que es el año en que ascendió al trono Atalo I, rey de Pérgamo. ¿Están satisfechos?

—O sea que usted no cree en ningún tipo de numerología —dijo decepcionado Diotallevi.

—¿Yo? Creo firmemente en ellas, creo que el universo es un admirable concierto de correspondencias numéricas y que la lectura del número y su interpretación simbólica, constituyen una vía de conocimiento privilegiada. Pero si el mundo, inferus et superus, es un sistema de correspondencias en el que tout se tient, es lógico que el kiosco y la pirámide, que son obra del hombre, reproduzcan inconscientemente en su estructura las armonías del cosmos. Estos llamados piramidólogos descubren con medios increíblemente complicados una verdad lineal, y mucho más antigua, y ya conocida. La que es perversa es la lógica de la investigación y del descubrimiento, porque es la lógica de la ciencia. La lógica de la sabiduría no necesita hacer descubrimientos, porque ya sabe. ¿Para qué habría que demostrar lo que no puede ser de otra manera? Si existe un secreto, es mucho más profundo. Estos autores suyos siempre se quedan en la superficie. Supongo que éste repite también todas las fábulas sobre el conocimiento de la electricidad por los egipcios…

—Ya no le preguntaré cómo ha hecho para adivinarlo.

—¿Ve usted? Se contentan con la electricidad, como cualquier ingeniero Marconi. La hipótesis de la radioactividad sería menos pueril. Y es una conjetura interesante, porque a diferencia de la hipótesis eléctrica, explicaría la famosa maldición de Tutankamón. ¿Cómo hicieron los egipcios para levantar las moles de las pirámides? ¿Acaso las rocas se levantan con descargas eléctricas, o se hacen volar con la fisión nuclear? Los egipcios habían descubierto la manera de eliminar la fuerza de gravedad y poseían el secreto de la levitación. Otra forma de energía… Se sabe que los sacerdotes caldeos accionaban máquinas sagradas mediante meros sonidos, y que los sacerdotes de Karnak y de Tebas podían abrir de par en par las puertas de un templo con el sonido de su voz; y si piensan un poco, ¿no es ése el significado de la leyenda del ábrete Sésamo?

—¿Y entonces? —preguntó Belbo.

—Esta es la cuestión, amigo mío. Electricidad, radioactividad, energía atómica, el verdadero iniciado sabe que son metáforas, velos superficiales, mentiras convencionales, en el mejor de los casos piadosos sucedáneos de una fuerza más ancestral, y olvidada, que el iniciado busca, y que un día conocerá. Quizá tendríamos que hablar —y vaciló un instante— de las corrientes telúricas.

—¿De qué? —preguntó ya no recuerdo cuál de los tres.

Agliè pareció decepcionado:

—¿Ven? Tenía la esperanza de que entre sus postulantes apareciese alguno que pudiera decirme algo más interesante. Veo que se ha hecho tarde. Pues bien, queridos amigos, el pacto está sellado, y lo demás sólo eran divagaciones de un viejo estudioso.

Mientras nos tendía la mano entró el camarero y le susurró algo al oído.

—Oh, mi querida amiga —exclamó Agliè—, lo había olvidado. Dígale que espere un minuto… No, en el salón no, en la salita turca.

La querida amiga debía de estar familiarizada con la casa, porque estaba ya en el umbral del estudio y, sin ni siquiera mirarnos, en la penumbra del día que llegaba a su fin, se dirigía segura hacia Agliè, le acariciaba el rostro con coquetería y le decía:

—¡Simone, no me harás hacer antecámara!

Era Lorenza Pellegrini.

Agliè se apartó un poco, le besó la mano y le dijo, señalándonos:

—Mi querida, mi dulce Sophia, usted sabe que toda casa que usted ilumina es su casa. Pero estaba despidiéndome de estos visitantes.

Lorenza advirtió nuestra presencia y nos saludó con alborozo; no recuerdo haberla visto jamás sorprendida o incómoda por algo.

—¡Oh, qué bien —dijo—, también conocéis a mi amigo! Cómo estás Jacopo. (No preguntó cómo estaba, lo dijo.)

Vi que Belbo palidecía. Nos despedimos. Agliè dijo que estaba encantado de esta amistad en común.

—Considero que nuestra amiga es una de las criaturas más auténticas que he tenido la suerte de conocer. En su frescura encarna, permítanme esta fantasía de viejo sabio, la Sophia exiliada en esta tierra. Pero, mi dulce Sophia, no he tenido tiempo de avisarla de que la velada prometida ha sido postergada para dentro de unas semanas. Lo lamento muchísimo.

—No importa —dijo Lorenza—, esperaré. ¿Vais al bar, vosotros? —nos preguntó, o mejor dicho nos ordenó—. Bueno. Me quedaré una media hora quiero que Simone me dé uno de sus elixires, deberíais probarlos, pero dice que sólo son para los elegidos. Después os veo.

Agliè sonrió con aire de tío indulgente, la hizo sentar y nos acompañó a la salida.

Una vez en la calle subimos a mi coche y nos dirigimos al Pílades. Belbo estaba mudo. No cruzamos palabra en todo el trayecto. Pero en la barra había que romper el maleficio.

—No quisiera haberles puesto en manos de un loco —dije.

—De ninguna manera —dijo Belbo—. El hombre es agudo, y sutil. Sólo que vive en un mundo distinto del nuestro. —Luego añadió, lúgubre—: O casi.