L’alta adunque fatica nostra è stata di trovar ordine in queste sette misure, capace, bastante, distinto, et che tenga sempre il senso svegliato et la memoria percossa… Questa alta et incomparabile collocatione fa non solamente officio di conservarci le affidate cose parole et arti… ma ci dà ancora la vera sapientia…
(Giulio Camillo Delminio, L’Idea del Theatro, Firenze, Torrentino, 1550, introducción)
Unos minutos más tarde entraba Agliè.
—Les ruego que me disculpen, queridos amigos. Acabo de asistir a una discusión de la que hablaría bien si la calificara de desagradable. Como sabe el amigo Casaubon, me precio de cultivar la historia de las religiones, y por esa razón algunas personas, y con bastante frecuencia, recurren a mis luces, quizá más a mi sentido común que a mi doctrina. Es curioso, saben, que entre los adeptos a los estudios de la sabiduría se encuentren personalidades tan singulares… No me refiero a los habituales buscadores de consuelo trascendental o a los espíritus melancólicos, sino incluso a personas muy preparadas, de gran agudeza intelectual, que sin embargo caen en toda clase de fantasías nocturnas y pierden el sentido del límite entre verdad tradicional y archipiélago de lo sorprendente. Las personas con quienes acabo de reunirme estaban en litigio por hipótesis pueriles. Ay, como suele decirse, sucede hasta en las mejores familias. Pero tengan la bondad de pasar a mi pequeño estudio, allí estaremos en un ambiente más recogido para conversar.
Apartó la cortina de piel y nos hizo pasar a la otra habitación. Pequeño estudio no era la definición más adecuada, por su amplitud, y por su decoración, con exquisitas librerías de anticuario, repletas de libros bellamente encuadernados, sin duda todos de venerable edad. Lo que nos llamó la atención, más que los libros, fueron unas pequeñas vitrinas llenas de objetos imprecisos, piedras nos parecieron, y pequeños animales, no distinguíamos si embalsamados o momificados o finamente reproducidos. Todo ello como sumergido en una luz difusa y crepuscular. Parecía surgir de un gran ajimez que había al fondo, de las vidrieras plomadas de losanges de ambarinas transparencias, pero la luz del ajimez se amalgamaba con la de una gran lámpara colocada sobre la mesa de caoba oscura, cubierta de papeles. Era una de esas lámparas que a veces se ven en las mesas de lectura de las viejas bibliotecas, con la pantalla verde en forma de cúpula y capaces de proyectar un óvalo blanco sobre las páginas, dejando el ambiente sumergido en una penumbra de opalescencias. Ese juego de luces distintas, ambas no naturales, en cambio, realzaba en lugar de difuminar la rica policromía del cielo raso.
Era un cielo raso abovedado, que la ficción decorativa quería sostenido por cuatro columnillas color ladrillo con delicados capiteles dorados, pero el trompe-l’oeil de las imágenes que lo poblaban, dispuestas en siete franjas, lo hacía aparecer como una bóveda vaída, y toda la sala adquiría el aspecto de una capilla mortuoria, impalpablemente pecaminosa, melancólicamente sensual.
—Mi pequeño teatro —dijo Agliè—, a la manera de esas fantasías renacentistas en las que se desplegaban enciclopedias visuales, epítomes del universo. Más que un lugar donde vivir, una máquina de recordar. No hay imagen que ustedes vean que, combinada debidamente con otras, no revele y no resuma un misterio del mundo. Fíjense en aquella procesión de figuras, en las que el pintor ha querido evocar las del palacio de Mantua: son los treinta y seis decanos, señores del cielo. Y por antojo, y fidelidad a la tradición, después de haber encontrado esta espléndida reconstrucción, obra de Dios sabe quién, he querido que también los pequeños hallazgos que corresponden, en las vitrinas, a las imágenes del cielo raso resumiesen los elementos fundamentales del universo, el aire, el agua, la tierra y el fuego. Ello explica la presencia de esta graciosa salamandra, por ejemplo, obra maestra de un querido amigo taxidermista, o de esta delicada reproducción en miniatura, en verdad algo tardía, de la pila eólica de Herón, donde si activara este hornillo de alcohol que le sirve de contenedor, el aire recluido en la esfera, calentándose, se escaparía por estos diminutos orificios laterales y provocaría su rotación. Mágico instrumento, que ya utilizaban los sacerdotes egipcios en sus santuarios, como nos repiten muchos textos ilustres. Ellos lo utilizaban para fingir un prodigio, y las masas el prodigio veneraban, pero el verdadero prodigio consiste en la ley áurea que determina su mecánica secreta y simple, aérea y elemental, aire y fuego. Y esa es la sabiduría que los hombres de nuestra Antigüedad poseyeron, y los de la alquimia, y que los constructores de ciclotrones han perdido. De esta manera, vuelvo la mirada hacia mi teatro de la memoria, descendiente de otros, más vastos, que fascinaron a los grandes espíritus del pasado, y sé. Sé, más de lo que saben los así llamados sabios. Sé que tal como es abajo así es arriba. Y nada más hay que saber.
Nos ofreció unos puros habanos de forma curiosa: no rectos, sino retorcidos, rizados, si bien gruesos y sustanciosos. Lanzamos algunas exclamaciones de admiración, y Diotallevi se acercó a las librerías.
—Oh —decía Agliè—. Ya ven ustedes que es una biblioteca verdaderamente mínima, apenas un par de centenares de volúmenes, en mi casa solariega los hay mejores. Pero he de decir, modestamente, que todas son obras valiosas y raras; desde luego, su disposición no es casual, con lo que el orden de las materias verbales corresponde al de las imágenes y los objetos.
Diotallevi hizo un tímido ademán de tocar un libro.
—Por favor —dijo Agliè—, es el Oedypus Aegyptiacus de Athanasius Kircher. Como ustedes saben, fue el primero, después de Horapollus, que trató de interpretar los jeroglíficos. Un hombre fascinante, ciertamente me gustaría que esta pequeña colección mía fuera como su museo de las maravillas, que ahora se considera desperdigado, porque quien no sabe buscar no encuentra… Poseía el don de la conversación. Qué orgulloso estaba el día en que descubrió que este jeroglífico significaba «que los beneficios del divino Osiris sean dotados de ceremonias sagradas y de la cadena de los genios…» Después apareció ese intrigante de Champolion, individuo detestable, les aseguro, y de una vanidad infantil, empeñado en afirmar que ese signo sólo correspondía al nombre de un faraón. Qué ingenio tienen los modernos para envilecer los símbolos sagrados. Por lo demás, no es una obra tan rara, cuesta menos que un Mercedes. Pero vean esta otra la primera edición, de 1595, del Amphitheatrum sapientiae aeternae de Khunrath. Dicen que sólo hay dos ejemplares en el mundo. Este es el tercero. Esta otra, en cambio, es la primera edición del Telluris Theoria Sacra de Burnetius. No puedo contemplar sus láminas por la noche sin experimentar una sensación de claustrofobia mística. Las profundidades de nuestro globo… ¿Insospechadas, verdad? Veo que el doctor Diotallevi está fascinado por esos caracteres hebraicos del Traicté des Chiffres de Vigenère. Entonces mire esto: es la primera edición de la Kabbala denudata de Knorr Christian von Rosenroth. Como sin duda sabrán, después el libro se tradujo, en parte y malamente, y a comienzos de este siglo fue divulgado en inglés por ese ser ruín de McGregor Mathers… Supongo que habrán oído hablar de ese escandaloso conventículo que tanto fascinó a los estetas británicos, el Golden Dawn. De semejante banda de falsificadores de documentos iniciáticos sólo podía surgir una serie de degeneraciones sin fin desde la Stella Matutina hasta las iglesias satánicas de Aleister Crowley que evocaba a los demonios para obtener los favores de algunos caballeros devotos del vice anglais. ¡Si supiesen, estimados amigos, con cuántas personas dudosas, por no decir más, deben encontrarse quienes cultivan estos estudios! Ya tendrán ocasión de comprobarlo si empiezan a publicar en este campo.
Belbo aprovechó la ocasión que acababa de brindarle Agliè para entrar en materia. Le dijo que Garamond deseaba publicar unos pocos libros al año de carácter, dijo, esotérico.
—Oh, esotérico —sonrió Agliè, y Belbo se puso rojo.
—Digamos… ¿hermético?
—Oh, hermético —sonrió Agliè.
—Bueno —dijo Belbo—, quizá no sean los términos adecuados, pero sin duda entiende a qué género me refiero.
—Oh —nueva sonrisa de Agliè—, no hay un género. Es la sabiduría. Lo que ustedes quieren es publicar una exposición de la sabiduría no degenerada. Quizá para ustedes sólo sea una decisión editorial, pero, si he de participar en ella, será para mí una búsqueda de la verdad, una queste du Graal.
Belbo señaló que, así como el pescador arroja la red y puede recoger también conchas vacías y sacos de plástico, a Garamond llegaban muchos originales de dudosa seriedad, por eso estábamos buscando un lector severo que fuese capaz de separar el grano de la paja, y también de indicar las escorias curiosas, porque había una editorial amiga que habría agradecido que se le enviaran los autores menos dignos… Desde luego, también había que establecer alguna forma decorosa de compensación.
—Gracias al cielo soy lo que suele llamarse una persona acomodada. Una persona acomodada, curiosa e incluso sagaz. Me basta con encontrar, en el curso de mis exploraciones, otra copia del libro de Khunrath, u otra hermosa salamandra embalsamada, o un cuerno de narval (que no me atrevería a incluir en mi colección, pero que hasta el tesoro de Viena exhibe como cuerno de unicornio), y con una breve y agradable transacción gano más de lo que usted pueda pagarme en diez años de asesoramiento. Examinaré sus originales con espíritu de humildad. Estoy persuadido de que incluso en el texto más pobre encontraré una chispa, si no de verdad, al menos de extravagante falacia, y muchas veces los extremos se tocan. Sólo la trivialidad logrará aburrirme, y por ese aburrimiento sí quiero una compensación. Según el aburrimiento que haya sentido, al cabo del año les enviaré una nota con mis honorarios, que nunca sobrepasarán el límite de lo simbólico. Si les pareciera excesivo, me envíarán una caja de algún vino selecto.
Belbo estaba perplejo. Estaba acostumbrado a tratar con asesores hambrientos y quejumbrosos. Abrió la cartera que traía consigo y sacó un voluminoso original mecanografiado.
—No quisiera que se hiciese una idea demasiado optimista. Vea, por ejemplo, esto, me parece típico del nivel medio.
Agliè cogió el texto:
—El idioma secreto de las Pirámides… Veamos el índice… El Pyramidion… Muerte de Lord Carnavon… El testimonio de Herodoto… —Lo cerró—. ¿Ustedes lo han leído?
—Lo miré por encima, hace unos días —dijo Belbo.
Agliè le devolvió el original.
—Pues bien, tenga la bondad de decirme si mi resumen es correcto.
Se sentó detrás del escritorio, introdujo la mano en el bolsillo del chaleco, extrajo la cajita para píldoras que ya le había visto en Brasil, la hizo girar entre sus dedos finos y largos, que hasta hacía un momento habían estado acariciando sus libros predilectos, alzó la vista hacia el decorado del cielo raso y fue como si repitiera un texto que conociese desde hacía mucho tiempo.
—El autor de este libro debería recordar que Piazzi Smyth descubre las medidas sagradas y esotéricas de las pirámides en 1864. Permítanme ustedes que sólo dé números enteros, a mi edad la memoria empieza a fallar… Es singular que su base sea un cuadrado de 232 metros de lado. Originariamente, su altura era de 148 metros. Si lo expresamos en codos sagrados egipcios, tenemos una base de 366 codos, que es el número de días del año bisiesto. Según Piazzi Smyth, la altura multiplicada por diez a la novena da la distancia entre la Tierra y el Sol: 148 millones de kilómetros. Que era una buena aproximación para la época, ya que actualmente esa distancia se calcula en 149 millones y medio de kilómetros, y nada nos asegura que los modernos estén en lo cierto. La base dividida por el ancho de una de las piedras da 365. El perímetro de la base es de 931 metros Si se divide por el doble de la altura da 3,14, el número π. ¿Deslumbrante verdad?
Belbo sonreía sin saber qué decir.
—¡Imposible! Dígame cómo hace para…
—No interrumpas al doctor Agliè, Jacopo —dijo solícito Diotallevi.
Agliè le agradeció con una sonrisa cortés. Hablaba dejando vagar su mirada por el cielo raso, pero me dio la impresión de que no era un examen ocioso ni casual. Sus ojos seguían una pista, como si estuviesen leyendo en las imágenes lo que fingía exhumar de la memoria.