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Durante el día te acercarás varias veces a la rana y proferirás palabras de adoración. Y le pedirás que realice los milagros que desees… Entretanto, tallarás una cruz para inmolarla.

(De un ritual de Aleister Crowley)

Agliè vivía cerca del piazzale Susa: una calle pequeña, discreta, una casa fin de siècle, sobriamente modernista. Nos abrió un viejo camarero de chaqueta a rayas, que nos hizo pasar a una salita y nos rogó que esperásemos al señor conde.

—Entonces es conde —dijo Belbo en voz baja.

—¿No se lo he dicho? Es Saint-Germain, redivivo.

—Eso es imposible, puesto que nunca ha muerto —sentenció Diotallevi—. ¿No será Ahasverus, el judío errante?

—Según algunos, el conde de Saint-Germain también ha sido Ahasverus.

—¿Lo ve?

Entró Agliè, impecable como siempre. Nos estrechó la mano y se excusó: una tediosa reunión, completamente imprevista, le obligaba a demorarse unos diez minutos más en su estudio. Dijo al camarero que nos trajese café y nos rogó que nos sentáramos. Después se retiró, apartando una pesada cortina de piel. No era una puerta, de manera que mientras tomábamos el café oímos voces agitadas procedentes del cuarto de al lado. Primero elevamos el tono de voz, para no escuchar, después Belbo observó que quizá nuestra presencia molestase. En un momento de silencio oímos una voz, y una frase, que despertaron nuestra curiosidad. Diotallevi se puso de pie como para admirar un grabado dieciochesco que estaba colgado justo junto a la cortina. Representaba una caverna en la montaña, hasta la que unos peregrinos ascendían subiendo siete escalones. Al cabo de un momento, los tres parecíamos fascinados por la lámina.

La voz que habíamos oído era sin duda la de Bramanti, y estaba diciendo:

—En definitiva, ¡yo no envío diablos a casa de nadie!

Aquel día nos dimos cuenta de que Bramanti no sólo tenía aspecto sino también voz de tapir.

La otra voz pertenecía a un desconocido, tenía un fuerte acento francés y era estridente, casi histérica. De vez en cuando intervenía en el diálogo la voz de Agliè, suave y conciliadora.

—Vamos, señores —estaba diciendo Agliè—, han solicitado mi arbitraje, y me siento muy honrado, pero entonces deben escucharme. Ante todo me permitiré decir que usted, estimado Pierre, ha sido como mínimo imprudente al escribir esa carta…

—El asunto es muy simple, señor conde —respondió la voz francesa—, este señor Bramantí escribe un articulo, en una revista que todos apreciamos, donde ironiza en un tono bastante lordo a propósito de algunos luciferienos que volerían algunas hostias sin tan siquiera creer en la presencia real, para extraer plata, y patatí y patatá. Bon, todo el mundo sabe que la única Eglise Luciferienne reconocida es aquella de la cual yo, modestamente, soy Tauroboliaste y Psicopompo, y también es sabido que mi Iglesia no practica el satanismo vulgar ni hace ratatullas con las hostias, como un chanoine Docre en Saint-Sulpice. En la letra me he limitado a decir que no somos satanistas vieux jeu, adoradores du Grand Tenancier du Mal, y que no necesitamos andar imitando a la Iglesia de Roma, con sus copones y esas, cómo dice, casillas… Nosotros somos más bien unos Palladianos, pero todo el mundo sabe, para nosotros Lucifer es el prensipio del bien, o en todo caso el prensipio del mal es Adonai porque es él quien ha creado este mundo y Lucifer había tratado de se oponer…

—Está bien —dijo Bramanti excitado—, ya lo he dicho, es probable que haya pecado de ligereza, ¡pero eso no le autoriza a amenazarme con sortilegios!

—¡Por favor! ¡Sólo era una metáfora! ¡Han sido vosotros, en cambió, que como respuesta me han hecho el envoûtement!

—¡Ya está, mis hermanos y yo no tendríamos otra cosa que hacer que andar envíando diablillos por allí! ¡Nosotros practicamos el Dogma y el Ritual de la Alta Magia, no nos dedicamos a echar el mal de ojo!

—Señor conde, apelo vuestra sensatez. El señor Bramantí mantiene notorias relaciones con el abbé Boutroux, y usted consta que de ese sacerdote se dice que se ha hecho tatuar el crucifijo en la planta de los pies para poder marchar sobre nuestro señor, es decir el suyo… Bon, hace siete días me encontré a ese suponido abate en la librairie Du Sangreal, usted conoce, me sonríe, untuoso como de costumbre, y me dice bien ya hablaremos una de estas noches… Pero, ¿qué significa una de estas noches? Significa que dos noches más tarde empiezan las visitas, yo estoy por acostarme y siento que me golpean la cara chocs fluídicos, usted sabe, son emanaciones muy fáciles de reconocer.

—Habrá sido el roce de los zapatos en la moqueta.

—¿Le parece? ¿Entonces, por qué volaban los bibelotes, uno de mis lambiques me golpea en la cabeza, y mi Baphomet de yeso cae al suelo, era un recuerdo de mi pobre padre, y en la pared aparecen inscripciones en rojo, orduras que no me atrevo a repetir? Pues bien, usted consta que hace no más de un año el difunto monsieur Gros había acusado a ese abbé de hacer cataplasmas con materia fecal, usted perdone, y el abbé le condenó a muerte, y dos semanas después el pobre monsieur Gros moría en misteriosas circunstancias. Que ese Boutroux él maneja sustancias venenosas es algo que también ha probado el jury de honor convocado por los martinistas de Lyon…

—Sobre la base de calumnias… —dijo Bramanti.

—¡Oh dí donco! Un proceso sobre este tipo de cuestiones es siempre indiciario…

—Sí, pero lo que no se dijo en el tribunal es que monsieur Gros era un alcohólico en el último estadio de la cirrosis.

—¡Pero no sea enfantín! La sorcellería procede por vías naturales, si uno padece de cirrosis se le golpea en el órgano enfermo, es el abecé de la magia negra…

—Entonces el bueno de Boutroux tiene la culpa de todas las muertes por cirrosis. ¡No me haga reír!

—Entonces cuénteme lo que se pasó en Lyon durante esas dos semanas… Capilla desafectada, hostia con tetragrammatón, su Boutroux con una gran roba roja con la cruz invertida, y madame Olcott, su voyante personal, para no decir más, que le aparece el tridente en la frente, y los cálices vacíos que se llenan solos de sangre, y el abbé que crachaba en la boca de los fieles… ¿Es verdad o no?

—Estimado amigo, usted ha leído demasiado a Huysmans —reía Bramanti—. Aquello fue un acontecimiento cultural, una evocación histórica, como las celebraciones de la escuela de Wicca y de los colegios druídicos.

—Ouais, el carnival de Venise…

Oímos un alboroto, como si Bramanti fuera a echarse sobre su adversario y Agliè apenas lograra contenerle.

—Usted ve, usted ve —decía el francés con voz sobre el pentagrama—. ¡Pero ándese con cuidado, Bramanti, pregunte a su amigo Boutroux qué le ha llegado! Usted aún lo ignora, pero está en el hospital, ¡pregúntele quién le ha cassado la figura! Aunque no practique vuestra goethía lá, también tengo mis recursos, de modo que cuando me di cuenta de que mi casa estaba habitada tracé el círculo de defensa en el parquet, y puesto que yo no creo pero vuestros diablotillos sí, levanté el escapulario del Carmelo y le hice el contresigne, el envoûtement retourné, ah sí. ¡Su abate ha pasado un mal rato!

—Lo ve, lo ve —jadeaba Bramanti—. ¿Ve como es él quien hace maleficios?

—Ahora basta, señores —dijo Agliè con tono amable pero firme—. Ahora escuchen lo que voy a decirles. Ustedes saben cuánto valoro en el plano cognoscitivo estas actualizaciones de ritos caídos en desuso, y para mí la iglesia luciferiana o la orden de Satanás son igualmente respetables más allá de las diferencias demonológicas. También conocen mi escepticismo al respecto, pero, en fin, con todo pertenecemos a la misma caballería espiritual y les insto a que tengan un mínimo de solidaridad. ¡Además, señores, mezclar al Príncipe de las Tinieblas en disputas personales! De ser cierto resultaría pueril. Vamos, son patrañas de ocultista. Se están comportando como vulgares francmasones. Boutroux es un esquizofrénico, digámoslo claramente, y a ver si usted, estimado Bramanti, le puede convencer de que venda su material de tramoyista del Mefistófeles de Boito a un chamarilero…

—Ah, ah, c’est bien dit ça —se reía sardónico el francés—, c’est de la brocanterie…

—No magnifiquemos los hechos. Ha habido una polémica sobre lo que podríamos llamar formalismos litúrgicos, los ánimos se han caldeado, pero tampoco es cuestión de pasar a las manos. Mire, estimado Pierre, no excluyo en absoluto que en su casa puedan haber entidades extrañas, es lo más natural del mundo, pero con un mínimo de sentido común todo podría explicarse atribuyéndolo a un poltergeist…

—Ah, yo no lo excluiría —dijo Bramanti—. La coyuntura astral en este período…

—¡Y entonces…! Vamos, dense la mano y únanse en un abrazo fraternal.

Oímos murmullos de disculpas recíprocas.

—A usted también le consta —estaba diciendo Bramanti—, a veces, para reconocer a los que realmente esperan la iniciación, es necesario tolerar hasta el folclore. Hasta esos mercaderes del Grand Orient, que no creen en nada, tienen un ceremonial.

—Bien entendu, le rituel, ah ça…

—Pero espero que hayan entendido que ya no estamos en la época de Crowley —dijo Agliè—. Ahora les dejo porque me están esperando.

Regresamos rápidamente al sofá y esperamos a Agliè con comedimiento y soltura.