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Los cobardes mueren muchas veces antes de morir.

(Shakespeare, Julius Caesar, II, 2)

Había notado siempre un contraste entre la devoción con que Belbo trataba a sus respetables autores de Garamond, para producir unos libros de los que luego pudiera enorgullecerse, y la piratería con que no sólo contribuía a embaucar a los desventurados de Manuzio, sino con que incluso enviaba a vía Gualdi a los que le parecían impresentables para Garamond como le había visto intentar con el coronel Ardenti.

A menudo me había preguntado, mientras trabajaba con él, por qué aceptaba esa situación. Por dinero no, supongo. Conocía bastante bien su oficio como para encontrar un empleo mejor pagado.

Pensé, durante mucho tiempo, que lo hacía para poder cultivar sus estudios sobre la necedad humana, y desde un observatorio ejemplar la que él llamaba estupidez, el paralogismo inaprensible, el delirio insidioso camuflado de argumentación impecable, le fascinaba y no se cansaba de decirlo. Pero también ésa era una máscara. Era Diotallevi el que participaba para divertirse, con la esperanza de que quizá, algún día, en un libro Manuzio, descubriría una combinación inédita de la Torah. Y por juego, por puro entretenimiento, y burla, y curiosidad, había participado yo, sobre todo desde que Garamond había puesto en marcha el Proyecto Hermes.

Para Belbo no era así. Lo he podido comprender únicamente después de haber hurgado entre sus files.

Llega así. Aunque haya gente en la oficina, me coge del cuello de la chaqueta, aproxima el rostro y me besa. Anna che cuando bacia sta in punta di piedi, decía la canción… Me besa como si estuviese jugando al flipper.

Sabe que me hace sentir incómodo. Pero me pone en evidencia.

Nunca miente.

«Te quiero.»

«¿Nos vemos el domingo?»

«No, pasaré el fin de semana con un amigo…»

«Una amiga, querrás decir.»

«No, un amigo, le conoces, era el que estaba conmigo en el bar la semana pasada. Se lo he prometido, ¿no querrás que ahora dé marcha atrás?»

«Pues no des marcha atrás, pero entonces no vengas a… Mira, ten la bondad, estoy esperando a un autor.»

«¿Un genio que habría que dar a conocer?»

«Un miserable que habría que destruir.»

Un miserable que habría que destruir.

Había ido a recogerte al Pílades. No estabas. Te estuve esperando largo rato, después decidí ir solo, porque si no encontraría cerrada la galería. Allí alguien me dijo que ya os habíais marchado al restaurante. Hice como si mirara los cuadros —de todas maneras me dicen que el arte está muerto desde la época de Hölderlin. Me llevó veinte minutos encontrar el restaurante, porque los galeristas siempre eligen los que sólo al mes siguiente estarán de moda.

Estabas allí, entre las caras de siempre, y a tu lado el hombre de la cicatriz. Ni un instante de apuro. Me echaste una mirada de complicidad y —¿cómo consigues hacerlo, al mismo tiempo?— desafío, como diciéndome: ¿entonces? El intruso de la cicatriz me miró de pies a cabeza como a un intruso. Los demás expectantes, porque lo nuestro tampoco es ningún misterio. Hubiese tenido que buscar un pretexto para entablar pelea. Habría quedado bien, aunque el otro me hubiese dado una paliza. Todos sabían que estabas con él para provocarme. Le provocara yo o no, mi papel estaba decidido. Como quiera que fuese estaba dando un espectáculo.

Espectáculo por espectáculo, opté por la comedia brillante, participé amablemente en la conversación, esperando que alguien admirara mi capacidad de autodominio.

El único que me admiraba era yo.

Somos cobardes cuando nos sentimos cobardes.

El vengador enmascarado. Como Clark Kent me ocupo de los jóvenes genios incomprendidos y como Superman castigo a los viejos genios justamente incomprendidos. Ayudo a explotar a los que no han tenido mi valentía y no han sabido limitarse al papel de espectador.

¿Es posible? ¿Pasarse la vida castigando a los que jamás sabrán que han sido castigados? ¿Has querido ser Homero? Toma, miserable, y cree.

Detesto a quienes tratan de venderme un sueño de pasión.