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Maestro Secreto, Maestro Perfecto, Intendente de los Edificios, Maestro Elegido de los Nueve, Caballero del Real Arco de Salomón o Maestro del Noveno Arco, Gran Elegido Perfecto o de la Bóveda Sagrada y Gran Masón, Caballero de Oriente o de la Espada, Príncipe de Jerusalén, Caballero de Oriente y de Occidente, Soberano Príncipe Rosa-Cruz y Caballero del Aguila y el Pelícano, Gran Pontífice de la Jerusalén Celeste o Sublime Escocés, Venerable Gran Maestro de Todas las Logias regulares, Caballero Prusiano y Patriarca Noaquita, Caballero Real del Hacha o Príncipe del Líbano, Príncipe del Tabernáculo, Caballero de la Serpiente de Bronce o de Airain, Príncipe de la Merced o Escocés Trinitario, Gran Comendador del Templo, Caballero del Sol o Príncipe Adepto, Gran Escocés de San Andrés o Gran Maestro de la Luz, Gran Caballero Elegido Kadosch y Caballero del Aguila blanca y Negra.

(Altos grados de la Masonería de Rito Escocés Antiguo y Aceptado)

Recorrimos el pasillo, subimos tres peldaños y pasamos por una puerta de vidrio esmerilado. De golpe penetramos en otro universo. Si los locales que había visto hasta entonces eran oscuros, polvorientos, desconchados, estos parecían la sala vip de un aeropuerto. Música ambiental, paredes azules, una sala de aspecto confortable con muebles de diseño, en las paredes fotografías donde podía verse a unos señores con cara de diputado entregando una victoria alada a unos señores con cara de senador. Sobre una mesita, en desorden, como en la sala de espera de un dentista, algunas revistas de papel satinado, La Agudeza Literaria, El Atanor Poético, La Rosa y la Espina, El Parnaso Enotrio, El Verso Libre. Nunca las había visto en circulación, y después supe por qué: sólo se distribuían entre los clientes de la Editorial Manuzio.

Si al principio creí que había entrado en el sector donde estaba la dirección de Garamond, pronto tuve ocasión de corregir mi error. Estábamos en las oficinas de otra editorial. A la entrada de Garamond había una vitrina cubierta de polvo y empañada donde se exhibían los últimos libros publicados, pero los libros de Garamond eran modestos, con las hojas sin cortar y una sobria cubierta grisácea; tenían que parecerse a las publicaciones universitarias francesas, con un papel que se volvía amarillo en pocos años, para sugerir que el autor, sobre todo si era joven, llevaba muchos años publicando. Aquí había otra vitrina, con luz en el interior, donde estaban los libros de la Editorial Manuzio, algunos de ellos abiertos en páginas inspiradas: cubiertas blancas, ligeras, protegidas con una película de plástico transparente, de gran elegancia, y un papel tipo arroz con caracteres armoniosos y nítidos.

Las colecciones de Garamond llevaban nombres sobrios y precisos, como Estudios Humanísticos o Philosophia. Las colecciones de Manuzio tenían nombres delicados y poéticos: Vaga Libélula (poesía), Tierra Incógnita (narrativa), La Hora de la Azucena (incluía títulos como Diario de una doncella enferma), La Isla de Pascua (creo que ésta era de ensayos varios), La Nueva Atlántida (la última obra publicada era Koenigsberg Redimida — Prolegómenos a toda metafísica futura que se presente como doble sistema transcendental y ciencia del noúmeno fenoménico). En todas las cubiertas, el emblema de la casa, un pelícano debajo de una palmera, con el lema «tengo lo que he dado».

Belbo fue vago y sintético: el señor Garamond era propietario de dos editoriales, eso era todo. En los días que siguieron, me di cuenta de que el pasillo entre Garamond y Manuzio era totalmente privado y confidencial. De hecho, la entrada oficial de Manuzio estaba en vía Marchese Gualdi y en esa calle el universo purulento de vía Sincero Renato era reemplazado por limpias fachadas, aceras espaciosas, entradas con ascensores de aluminio. Nadie hubiera podido sospechar que un piso de un viejo edificio de vía Sincero Renato comunicara, con un desnivel de sólo tres peldaños con un edificio de la vía Gualdi. Para obtener el permiso, el señor Garamond debía de haber removido cielo y tierra, creo que tuvo que recurrir a uno de sus autores, que era funcionario de Obras Públicas.

Nos había recibido en seguida la señora Grazia, blando aspecto de matrona, foulard de marca y tailleur del mismo color que las paredes, quien con esmerada sonrisa nos hizo pasar a la sala del mapamundi.

La sala no era inmensa, pero hacía pensar en el mussoliniano salón del Palazzo Venezia, con un globo terráqueo en la entrada y el escritorio de caoba del señor Garamond al fondo, que parecía visto a través de unos prismáticos invertidos. Garamond nos había hecho señas de que nos acercásemos, y yo me había sentido intimidado. Más tarde, al llegar De Gubernatis, Garamond saldría a su encuentro, y ese gesto de cordialidad le conferiría aún más carisma, porque el visitante primero le vería a él, que atravesaba la sala, y después la atravesaría del brazo del anfitrión, con lo que casi por arte de magia el espacio se multiplicaría por dos.

Garamond nos hizo sentar frente a su escritorio, y fue brusco y cordial.

—El doctor Belbo me ha hablado bien de usted, doctor Casaubon. Necesitamos colaboradores valiosos. Como se habrá dado cuenta, no se trata de incluirle en la plantilla, no podemos permitírnoslo. Pero sabremos compensar adecuadamente su aplicación, su devoción, si me permite que emplee esta palabra, porque nuestro trabajo es una misión.

Mencionó una cifra a tanto alzado sobre la base de un cálculo de las horas de trabajo, que para aquella época me pareció razonable.

—Perfecto, estimado Casaubon. —Había eliminado el título, ya que había pasado a ser un empleado—. Esta historia de los metales debe ser algo espléndido, aún diría más, bonito. Popular, accesible, pero científica. Debe estimular la imaginación del lector, pero científicamente. Le daré un ejemplo. Leo aquí, en los primeros borradores, que había esta esfera, ¿cómo se llama?, de Magdeburgo, dos semiesferas aparejadas en cuyo interior se hace el vacío. Les enganchan dos yuntas de caballos percherones, una de cada lado, y tira que te tira, pero las dos semiesferas no se separan. Pues bien, ésta es una información científica. Pero usted debe localizármela entre todas las demás, menos pintorescas. Y una vez individuada, debe encontrarme la imagen, el fresco, el óleo, lo que sea. De la época. Y después la imprimimos a toda página, en colores.

—Hay un grabado —dije—, lo he visto.

—Eso mismo. Muy bien. A toda página, en colores.

—Si es un grabado estará en blanco y negro.

—¿Sí? Pues muy bien, entonces en blanco y negro. La exactitud es la exactitud. Pero sobre fondo dorado, debe impresionar al lector, debe hacerle sentir que está allí, el día en que se hizo el experimento, ¿está claro? Rigor científico, realismo, pasión. Se puede usar la ciencia y hacer mella en el lector. ¿Hay algo más teatral, más espectacular, que madame Curie regresando por la noche a casa y descubriendo una luz fosforescente en la oscuridad? Por Dios, qué es eso… Es el hidrocarburo, la golconda, el flogisto o como diablos se llamase, y voilà, Marie Curie ha inventado los rayos equis. Dramatizar. Siempre respetando la verdad.

—Pero, ¿qué tienen que ver los rayos equis con los metales? —pregunté.

—¿Acaso el radio no es un metal?

—Creo que sí.

—¿Y entonces? Desde el punto de vista de los metales puede enfocarse todo el universo del saber. ¿Qué título hemos decidido darle, Belbo?

—Pensamos en algo serio, como Los metales y la cultura material.

—Y tiene que ser algo serio. Pero con ese gancho, esa nota mínima que lo dice todo, a ver… Ya lo tengo: Historia universal de los metales. ¿Aparecen también los chinos?

—Aparecen.

—Pues entonces, universal. No es un truco publicitario, es la verdad. Esperen, La maravillosa aventura de los metales.

Fue entonces cuando la señora Grazia anunció la llegada del comendador De Gubernatis. El señor Garamond dudó un momento, me miró indeciso, Belbo le hizo una seña, como para decirle que ya podía fiarse de mí. Garamond ordenó que hiciera pasar al visitante y salió a recibirle. De Gubernatis llevaba un traje cruzado, tenía una insignia en el ojal, una estilográfica en el bolsillo del pañuelo, un periódico plegado en el bolsillo de la chaqueta, una cartera bajo el brazo.

—Estimado comendador, hágame el favor de sentarse, nuestro buen amigo De Ambrosiis me ha hablado de usted, una vida al servicio del Estado. Y una vena poética secreta, ¿verdad? Muéstreme, muéstreme este tesoro que tiene en sus manos… Le presento a dos de mis directores generales.

Le hizo sentar frente al escritorio cubierto de originales, y acarició con manos vibrantes de interés la cubierta de la obra que se le alcanzaba.

—No me diga nada, lo sé todo. Usted viene de Vipiteno, grande y noble ciudad. Una vida consagrada al servicio de aduanas. Y en secreto, día tras día, noche tras noche, estas páginas, habitadas por el espíritu de la poesía. La poesía… Ha quemado la juventud de Safo, y ha alimentado la senectud de Goethe… Fármaco, decían los griegos, veneno y medicina. Desde luego, tendremos que leerla, a esta criatura suya, como mínimo exijo tres informes, uno interno y dos de asesores externos (lamento decirle que anónimos, porque son personas muy conocidas), Manuzio sólo publica un libro cuando está segura de su calidad y la calidad, eso usted lo sabe mejor que yo, es algo impalpable, hay que descubrirla con un sexto sentido, a veces un libro tiene imperfecciones, cosillas que están de más, hasta un Svevo escribía mal, como usted bien sabe, pero, vamos, se siente una idea, un ritmo, una fuerza. Lo sé, no me lo diga, sólo he echado una ojeada al incipit de estas páginas suyas y he sentido algo, pero no quiero juzgar solo, aun cuando muchas veces, ay cuántas, los informes han sido tibios pero yo he insistido porque no se puede condenar a un autor sin haber entrado, ¿cómo le diré?, en sintonía con él, mire, por ejemplo, abro al azar este texto suyo y mis ojos reparan en un verso «como en otoño, la mirada menguada»); pues bien, no sé cómo es el resto, pero siento un aliento, capto una imagen, a veces un texto empieza así, con un éxtasis, un rapto… Cela dit, estimado amigo, ¡por Dios, si pudiéramos hacer lo que queremos! Pero también ésta es una industria, la más noble de las industrias, pero industria al fin. ¿Sabe usted lo que cuesta hoy en día la imprenta, y el papel? Mire, mire en el periódico de esta mañana a cuánto ha subido la prime rate en Wall Street. ¿Usted piensa que no tiene nada que ver con nosotros? Pues sí que tiene que ver. ¿Sabe usted que nos hacen pagar impuestos incluso por lo que tenemos en el almacén? Yo no vendo, pero me hacen pagar el impuesto incluso sobre las devoluciones. Pago también el fracaso el calvario del genio que los filisteos no reconocen. Este papel de seda, permítame decirle, es un detalle exquisito el que haya mecanografiado su texto en un papel tan fino, se ve que aquí hay un poeta, un pelagatos cualquiera habría usado papel extra strong, para deslumbrar el ojo y confundir el espíritu, pero ésta es poesía escrita con el corazón, ah, las palabras son piedras y transtornan el mundo; este papel de seda a mí me cuesta como papel moneda.

Sonó el teléfono. Después me enteraría de que Garamond había oprimido un botón situado debajo del escritorio y la señora Grazia le había pasado una llamada inexistente.

—¡Estimado Maestro! ¿Cómo? ¡Estupendo! Es una gran noticia, que vuelen las campanas. Un nuevo libro suyo es todo un acontecimiento. Pero, claro que sí, Manuzio está orgullosa, conmovida, aún diría más, contenta de contarle entre sus autores. Ya habrá visto lo que han escrito los periódicos sobre su último poema épico. Merecería el premio Nobel. Lamentablemente, su obra está adelantada para la época. Apenas hemos podido vender tres mil ejemplares…

El comendador De Gubernatis palidecía: tres mil ejemplares eran una meta que él jamás se hubiera fijado.

—Y no ha alcanzado para sufragar los costes de producción. Venga a mirar al otro lado de la puerta vidriera, verá cuánta gente tengo en la redacción. Hoy en día para que un libro compense tengo que distribuir al menos diez mil ejemplares, y por suerte muchos se venden aún mejor, pero se trata de escritores, ¿cómo le diré?, con otro tipo de vocación. Balzac era grande y vendía libros como rosquillas, Proust era igual de grande y tuvo que pagarse las ediciones. Usted acabará entrando en las antologías escolares, pero nunca estará en los kioscos de las estaciones de ferrocarril, también le sucedió a Joyce, que tuvo que pagarse las ediciones, como Proust. Sólo cada dos o tres años puedo permitirme publicar un libro como los que usted escribe. Deme tres años de tiempo…

Siguió una larga pausa. El rostro de Garamond adquirió una expresión de dolorosa incomodidad.

—¿Cómo? ¿A sus expensas? No, no, no se trata de la cifra, la cifra se puede limar… Lo que sucede es que Manuzio no acostumbra… Sí, como usted bien dice, también Joyce y Proust… Claro, comprendo…

Otra pausa dolorosa.

—Está bien, podemos hablar. Yo he sido sincero, usted está impaciente, hagamos lo que suele llamarse una joint venture, como dicen los americanos. Venga a verme mañana y sacaremos todas las cuentas del mundo… Mis respetos, y mi admiración.

Garamond salió como de un sueño y se pasó una mano por los ojos, pero de pronto pareció recordar la presencia del visitante.

—Perdone usted. Era un Escritor, un verdadero escritor, quizá de los Grandes. Y sin embargo, precisamente por eso… A veces uno se siente humillado en esta profesión. Si no fuera por la vocación. Pero, volvamos a usted. Creo que ya está todo claro. Le escribiré, digamos, dentro de un mes. Su texto se queda aquí, en buenas manos.

El comendador De Gubernatis se había marchado sin palabras. Acababa de estar en la fragua de la gloria.