Entretanto permitidme que dé un consejo a mi lector futuro o actual que sea efectivamente melancólico: no debe leer los síntomas o los diagnósticos que figuran en las páginas siguientes, para que no le perturben ni le causen más mal que bien, al aplicarse a sí mismo lo que lea… como hace la mayoría de los melancólicos.
(R. Burton, Anatomy of Melancholy, Oxford, 1621, Introducción)
Era evidente que Belbo estaba ligado de alguna manera a Lorenza Pellegrini. Yo no comprendía con qué intensidad ni desde cuándo. Ni siquiera los files de Abulafia me han permitido reconstruir la historia.
Por ejemplo, el file sobre la cena con el doctor Wagner no lleva fecha. Al doctor Wagner, Belbo le conocía desde antes de que me marchara, y mantendría relaciones con él también después del comienzo de mi colaboración con la Garamond, tanto es así que también yo tuve ocasión de conocerle. De manera que la cena habría podido ser anterior o posterior a la noche que estoy evocando. Si había sido anterior, comprendo que Belbo se haya sentido molesto, comprendo su comedida desesperación.
El doctor Wagner, un austríaco que desde hacía años dictaba cátedra en París, de ahí la pronunciación «Wagnère» para quien quisiera jactarse de frecuentarlo, hacía unos diez años que era invitado regularmente a Milán por dos grupos revolucionarios del período inmediatamente posterior al sesenta y ocho. Se lo disputaban, y por supuesto cada grupo daba una versión radicalmente opuesta de su pensamiento. Nunca he podido comprender cómo y por qué ese hombre famoso aceptaba el patrocinio de los extraparlamentarios. Las teorías de Wagner no tenían color, por decirlo así, y si quería podía ser invitado por las universidades, las clínicas, las academias. Creo que aceptaba su invitación porque en el fondo era un epicúreo, y exigía unas dietas principescas. Los particulares podían juntar más dinero que las instituciones, y para el doctor Wagner eso significaba viaje en primera clase, hotel de lujo, amén de los honorarios por seminarios y conferencias, que calculaba según su tarifa de terapeuta.
Y por qué los dos grupos encontraban una fuente de inspiración ideológica en las teorías de Wagner, eso ya era harina de otro costal. Pero en aquellos años el psicoanálisis de Wagner parecía lo bastante deconstructivo, oblicuo, libidinal, no cartesiano, como para sugerir motivos teóricos que justificasen la actividad revolucionaria.
Resultaba complicado hacerlo digerir a los obreros, y quizá por eso los dos grupos, en determinado momento, se vieron obligados a elegir entre los obreros y Wagner, y eligieron a Wagner. Se elaboró la idea de que el nuevo sujeto revolucionario no era el proletario sino el anormal, el inadaptado.
—En lugar de desadaptar a los proletarios, mejor proletarizar a los inadaptados, que es más fácil, con los precios del doctor Wagner —me dijo un día Belbo.
La de los wagnerianos fue la revolución más cara de la historia.
Garamond, financiada por un instituto de psicología, había traducido una colección de ensayos menores de Wagner, muy técnicos, que no había manera de encontrar, y por lo tanto eran muy solicitados por los fieles. Wagner había venido a Milán para asistir a la presentación, y así fue como se inició su relación con Belbo.
El diabólico doktor Wagner
Vigésimo sexto episodio
Quien, en aquella mañana gris de
Yo había formulado una objeción, en el debate. Sin duda, aquello debió de irritar al satánico anciano, pero no lo dejó traslucir. Es más, respondió como queriendo seducirme.
Parecía Charlus con Jupien, abeja y flor. Un genio no tolera que no le amen, y en seguida tiene que seducir al que no está de acuerdo, para que le ame. Y lo logró, le amé.
Pero no debía de haberme perdonado, porque aquella noche del divorcio me asestó un golpe mortal. Sin darse cuenta, instintivamente: sin darse cuenta había tratado de seducirme y sin darse cuenta decidió castigarme. En detrimento de la deontología, me psicoanalizó gratis. El subconsciente muerde incluso a sus guardianes.
Historia del marqués de Lantenac en El noventa y tres. La nave de los vandeanos navega en medio de la tempestad frente a las costas bretonas, de repente un cañón se suelta del palanquín y mientras la nave escora y cabecea inicia una loca carrera de un costado a otro y, ya que es una bestia enorme, amenaza con cargarse babor y estribor. Un artillero (ay, el mismo por cuya incuria el cañón no estaba debidamente amarrado), con coraje sin igual, en la mano una cadena, se arroja casi debajo de la bestia, que está por aplastarle, y la detiene, la amarra, vuelve a meterla en su pesebre, y salva a la nave, a la tripulación, a la misión. Con sublime liturgia, el terrible Lantenac hace formar a los hombres en cubierta, alaba al valiente, se quita del cuello una importante condecoración, se la impone, le abraza, mientras la tripulación lanza al cielo sus hurras.
Después Lantenac, adamantino, recuerda que él, el condecorado, es el responsable del accidente, y ordena que lo fusilen.
¡Espléndido Lantenac, virtuoso, justo e incorruptible! Y eso hizo conmigo el doctor Wagner, me honró con su amistad, y me mató con su ofrenda de verdad
y me mató revelándome qué era lo que yo realmente quería
y me reveló qué era lo que yo, queriéndolo, temía.
Una historia que empieza por los bares. Necesidad de enamorarse.
Hay cosas que ves venir, no es que te enamores porque te enamoras, te enamoras porque en ese periodo tenías una desesperada necesidad de enamorarte. En los períodos en que tienes ganas de enamorarte debes fijarte bien dónde te metes: como haber bebido un filtro, de esos que hacen que uno se enamore del primero que pasa. Podría ser un ornitorrinco.
Porque sentía necesidad precisamente en ese período, en que hacía poco que había dejado de beber. Relación entre el hígado y el corazón. Un nuevo amor es un buen motivo para volver a beber. Alguien con quien ir por los bares. Sentirse bien.
Lo del bar es breve, furtivo. Te permite esperar larga, tiernamente todo el día, hasta que vas a ocultarte en la penumbra, en las butacas de piel, a las seis de la tarde no hay nadie, la sórdida clientela llegará por la noche, con el pianista. Escoger un equívoco bar americano que al final de la tarde está vacío, el camarero sólo viene si lo llamas tres veces, y ya tiene preparado el otro martini.
El martini es fundamental. No el whisky, el martini. El líquido es blanco, levantas el vaso y la ves detrás de la aceituna. Diferencia entre mirar a la amada a través de un martini cocktail cuya copa triangular es demasiado pequeña, y mirarla a través de un gin martini on the rocks, vaso ancho, su rostro se descompone en el cubismo transparente del hielo, el efecto se duplica si acercáis los dos vasos, cada uno con la frente contra el frío de los vasos, y, entre frente y frente, los dos vasos; con la copa es imposible.
La breve hora del bar. Después esperarás temblando a que llegue otro día. No existe el chantaje de la seguridad.
El que se enamora por los bares no necesita tener una mujer toda suya. Alguien os presta el uno al otro.
La figura de él. Le dejaba mucha libertad, siempre estaba viajando. La sospechosa generosidad de él: podía telefonearle incluso a medianoche, él estaba, y tú no, me respondía que habías salido y bueno, ya que llamas, ¿no sabrás casualmente dónde estará? Los únicos momentos de celos. Pero incluso de esa manera arrebataba Cecilia al saxofonista. Amar o creer que se ama como eterno sacerdote de una antigua venganza.
Las cosas con Sandra se habían complicado: aquella vez se había dado cuenta de que la historia contaba demasiado para mí, la vida de pareja se había vuelto un poco tensa. ¿Tenemos que separarnos? Entonces separémonos. No, espera, hablemos. No, no podemos seguir así. En suma, el problema era Sandra.
Cuando vas por los bares el drama pasional no lo vives con quien te encuentras sino con quien te dejas.
Se produce entonces la cena con el doctor Wagner. En la conferencia acababa de dar una definición del psicoanálisis a un provocador: «La psychanalyse? C’est qu’entre l’homme et la femme… chers amis… ça ne colle pas».
Se hablaba de la pareja, del divorcio como ilusión de la Ley. Preocupado por mis problemas, participaba activamente en la conversación. Nos dejamos arrastrar a juegos dialécticos, y hablábamos mientras Wagner callaba, olvidábamos que había un oráculo entre nosotros. Y fue con aire absorto
y fue con aire burlón
y fue con melancólico desinterés
y fue como si interviniera en la conversación, jugando fuera del tema, cuando Wagner dijo (trato de recordar sus palabras exactas, pero se me grabaron en la mente, imposible que me haya engañado): «En toda mi vida profesional jamás he tenido un paciente neurotizado por su propio divorcio. La causa del malestar siempre era el divorcio del Otro.»
El doctor Wagner, incluso cuando hablaba, siempre decía Otro con O mayúscula. El hecho es que di un respingo, como si me hubiese mordido una serpiente
el vizconde dio un respingo, como si le hubiese mordido una serpiente
un sudor helado perlaba su frente
el barón le miraba entre las voluptuosas volutas de humo de sus finos cigarrillos rusos.
«¿Usted quiere decir, pregunté, que uno no entra en crisis porque se divorcie de su pareja sino por el posible o imposible divorcio de la tercera persona que ha provocado la crisis de esa pareja de la que se es miembro?»
Wagner me miró con la perplejidad del lego que se encuentra por primera vez ante una persona mentalmente perturbada. Me preguntó qué quería decir.
En realidad, cualquiera hubiese sido mi idea, estaba claro que la había expresado mal. Traté de concretar mi razonamiento. Cogí el tenedor y lo puse junto a la cuchara: «Aquí está, éste soy yo, Tenedor, que estoy casado con ella, Cuchara. Y aquí hay otra pareja, ella se llama Cuchillita casada con Cuchillón o Mackie Messer. Pues bien, yo, Tenedor, creo que sufro porque tendré que abandonar a mi Cuchara, y no quiero hacerlo, amo a Cuchillita pero me conviene que esté con su Cuchillón. Pero en realidad, como dice usted, doctor Wagner, me siento mal porque Cuchillita no se separa de Cuchillón. ¿Es así?»
Wagner se dirigió a otro comensal y le dijo que nunca había dicho nada semejante.
«¿Cómo, no lo ha dicho? Ha dicho que jamás se ha tropezado con un paciente neurotizado por su propio divorcio, sino siempre por el divorcio de otro.»
«Puede ser, no recuerdo», dijo entonces Wagner sin interés.
«Y si lo ha dicho, ¿no quería decir lo que he entendido?»
Wagner calló durante unos minutos.
Mientras los comensales esperaban sin atreverse a tragar bocado, Wagner se hizo servir una copa de vino, observó atentamente el líquido a contraluz, y al fin habló.
«Si usted ha entendido eso es porque lo que quería entender era eso.»
Después se volvió hacia otra parte, dijo que hacía calor, atacó las primeras notas de un aria de ópera moviendo un grissino como si estuviese dirigiendo una orquesta lejana, bostezó, se concentró en un pastel de nata y por último, después de una nueva crisis de mutismo, pidió que le llevasen al hotel.
Los otros me miraron como al que arruina un simposio del que hubieran podido salir palabras definitivas.
En realidad yo había oído la voz de la Verdad.
Te telefoneé. Estabas en casa, con el Otro. Pasé una noche de insomnio. Todo estaba claro: no podía soportar que estuvieses con él. Sandra no tenía nada que ver.
Los seis meses que siguieron fueron dramáticos, yo te perseguía, te pisaba los talones, trataba de destruir tu convivencia, te decía que quería que fueses toda para mi, intentaba persuadirte de que odiabas al Otro. Empezaste a reñir con el Otro, el Otro empezó a ponerse exigente, celoso, no salía por la noche, cuando estaba de viaje telefoneaba dos veces al día, y en plena noche. Una noche te dio una bofetada. Me pediste dinero porque querías huir, saqué lo poco que tenía en el banco. Abandonaste el lecho conyugal, te marchaste a la sierra con unos amigos, sin dejar las señas. El Otro me telefoneaba desesperado para preguntarme si sabía dónde estabas, yo no lo sabía, y parecía que estaba mintiéndole porque le habías dicho que le dejabas para irte conmigo.
Cuando regresaste me anunciaste radiante que le habías escrito una carta de despedida. En ese momento me pregunté qué sucedería entre Sandra y yo, pero no me dejaste tiempo para inquietarme. Me dijiste que habías conocido a un tipo con una cicatriz en la mejilla y un piso muy bohemio. Te irías a vivir con él. «¿Ya no me quieres?» «Todo lo contrario, eres el único hombre de mi vida, pero después de lo que ha sucedido necesito vivir esta experiencia, no seas infantil, trata de entenderme, en el fondo he dejado a mi marido por ti, tienes que entender que cada uno necesita su tiempo.»
«¿Su tiempo? Me estás diciendo que te marchas con otro.»
«Eres un intelectual, y de izquierdas, no te comportes como un mafioso. Hasta pronto.»