Sappia qualunque il mio nome dimanda
ch’i’ mi son Lia, e vo movendo intorno
le belle mani a farmi una ghirlanda.
(Purgatorio, XXVII, 100-102)
Lia. Ahora desespero de volver a verla, pero podría no haberla encontrado, y hubiera sido peor. Quisiera que estuviese aquí, cogiéndome la mano, mientras reconstruyo las etapas de mi ruina. Porque ella me lo había dicho. Pero debe quedar al margen de esta historia, ella y el niño. Espero que retrasen el regreso, que lleguen cuando todo haya concluido, como quiera que esto concluya.
Era el 16 de julio del ochenta y uno. Milán se estaba quedando vacía, en la sala de lectura de la biblioteca no había casi nadie.
—Oye, el tomo 109 iba a cogerlo yo.
—¿Y entonces por qué lo has dejado en el estante?
—Había ido hasta la mesa para verificar una nota.
—La excusa no vale.
Se fue a su mesa, arrogante, llevándose el volumen. Me senté frente a ella, tratando de ver su rostro.
—¿Cómo consigues leer, si no está en Braille? —pregunté.
Alzó la cabeza, y realmente no pude saber si era el rostro o la nuca.
—¿Cómo dices? —preguntó—. Ah, veo perfectamente a través.
Pero para decirlo se había levantado el flequillo, y tenía ojos verdes.
—Tienes ojos verdes —le dije.
—Eso creo. ¿Por qué? ¿Pasa algo malo?
—Figúrate. Quién los pillara.
Así empezamos. «Come, estás flaco como un palillo», me dijo mientras cenábamos. A medianoche todavía estábamos en el restaurante griego que había cerca del Pílades, con la vela casi derretida sobre el cuello de la botella, contándonos todo. Hacíamos casi el mismo trabajo, ella revisaba artículos de enciclopedia.
Tenía la impresión de que debía decirle algo. A las doce y media, se había apartado el flequillo para mirarme mejor, y yo le había apuntado con el dedo índice mientras tenía el pulgar levantado, y había hecho: «Pim».
—Es extraño —dijo—, yo también.
Así fue como nos hicimos carne de una sola carne, y a partir de aquella noche para ella fui Pim.
No podíamos permitirnos una casa nueva, Así que dormía en la suya y a menudo ella estaba conmigo en la oficina, o se iba de cacería, porque era más lista que yo para seguir nuestras pistas, y sabía sugerirme conexiones preciosas.
—Me parece que tenemos una ficha a medio escribir sobre los rosacruces —me decía.
—Tengo que retomarla uno de estos días, son notas del Brasil.
—Bueno, pon una referencia a Yeats.
—¿Y qué tiene que ver Yeats?
—Pues tiene que ver, sí, aquí leo que estaba afiliado a una sociedad rosacruciana llamada Stella Matutina.
—¿Qué haría yo sin ti?
Había vuelto a frecuentar el Pílades porque era como una lonja, allí me salían los encargos.
Una noche volví a ver a Belbo (en los últimos años debía de haber ido pocas veces, y luego había vuelto después de encontrar a Lorenza Pellegrini). Siempre igual, quizá un poco más canoso, algo más delgado, pero no mucho.
Fue un encuentro cordial, en los límites de su expansividad. Algunas bromas sobre los viejos tiempos, sobrias reticencias sobre el último acontecimiento en el que habíamos sido cómplices y sobre sus secuelas epistolares. El comisario De Angelis no había vuelto a aparecer. Caso archivado, quién sabe.
Le conté de mi trabajo y pareció interesado.
—En el fondo es lo que me gustaría hacer, un Sam Spade de la cultura, veinte dólares diarios más los gastos.
—Pero no vienen a verme mujeres misteriosas y fascinantes, y nadie viene a hablarme del halcón maltés —dije.
—Nunca se sabe. ¿Se divierte?
—¿Que si me divierto? —le pregunté. Y respondí, citando palabras suyas—: Creo que es lo único que sé hacer bien.
—Good for you —respondió.
Nos vimos otras veces, le conté de mis experiencias brasileñas, pero siempre lo noté un poco distraído, más de lo habitual. Cuando no estaba Lorenza Pellegrini, tenía la mirada fija en la puerta, cuando estaba, la movía con nerviosismo por el bar, siguiéndole los pasos. Una noche, ya iban a cerrar, me dijo, mirando hacia otra parte:
—Oiga, Casaubon, puede que le necesitemos, pero no para una consulta aislada. ¿Podría dedicarnos, digamos, algunas tardes a la semana?
—Habrá que verlo. ¿De qué se trata?
—Una empresa siderúrgica nos ha encargado un libro sobre los metales. Algo narrado sobre todo con imágenes. De divulgación, pero serio. ¿Se da cuenta del tipo de libro? Los metales en la historia de la humanidad, desde la edad de hierro hasta las aleaciones para las astronaves. Necesitamos a alguien que busque en las bibliotecas y en los archivos para seleccionar imágenes bonitas, viejas miniaturas, grabados de libros del siglo XIX, no sé, sobre la fusión o sobre el pararrayos.
—De acuerdo, mañana pasaré por su despacho.
Se le acercó Lorenza Pellegrini.
—¿Me llevas a casa?
—¿Por qué yo esta noche? —preguntó Belbo.
—Porque eres el hombre de mi vida.
Se puso rojo, como podía hacerlo él, mirando aún más hacia otra parte. Le dijo:
—Hay un testigo. —Y a mí—: Soy el hombre de su vida. Lorenza.
—Hola.
—Hola.
Se puso de pie y le susurró algo al oído.
—¿A qué viene eso? —dijo ella—. Te he pedido si podías llevarme a casa en tu coche.
—Ah —dijo él—. Perdone, Casaubon, debo hacer de taxi driver para la mujer de la vida de no sé quién.
—Tonto —dijo ella con ternura, y lo besó en la mejilla.