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Beydelus, Demeymes, Adulex, Metucgayn, Atine, Ffex, Uquizuz, Gadix, Sol, Veni cito cum tuis spiritibus.

(Picatrix, Ms. Sloane 1305, 152, verso)

La Rotura de los Recipientes. Diotallevi nos hablaría a menudo del cabalismo tardío de Isaac Luria, en el que se perdía la ordenada articulación de las sĕfirot. La creación, decía, es un proceso de inspiración y espiración divinas, como un hálito ansioso o la acción de unos fuelles.

—El Gran Asma de Dios —glosaba Belbo.

—Ponte tú a crear de la nada. Es algo que se hace una sola vez en la vida. Para soplar el mundo, como se sopla una ampolla de vidrio, Dios necesita contraerse sobre sí mismo, para tomar aliento, y después emite el largo silbo luminoso de las diez sĕfirot.

—¿Silbo o luz?

—Dios sopla y se hizo la luz.

—Multimedia.

—Pero es necesario que las luces de las sĕfirot sean recogidas en recipientes capaces de soportar su esplendor. Las vasijas destinadas a recibir a Keter, Hoḵmah y Binah soportaron su fulgor, mientras que en el caso de las sĕfirot inferiores, de Ḥesed a Yĕsod, luz y aliento se expandieron de un solo golpe y con demasiada fuerza, y las vasijas se rompieron. Los fragmentos de la luz se dispersaron por el universo, y así nació la materia ordinaria.

La rotura de los recipientes, decía preocupado Diotallevi, es una catástrofe grave, nada es menos visible que un mundo abortado. Debía de haber un defecto en el cosmos desde los orígenes, y ni los más sabios rabinos habían logrado explicarlo del todo. Quizá en el momento en que Dios espira y se vacía quedan algunas gotas de aceite en el recipiente originario, un residuo material, el rešimu, y Dios ya se expande junto con ese residuo. O bien en alguna parte las conchas, las qĕlippot, los principios de la ruina, acechaban burlonas.

—Viscosa gente esas qĕlippot —decía Belbo—, agentes del diabólico doctor Fu Manchú… ¿Y qué más?

Después, explicaba paciente Diotallevi, a la luz del Juicio Severo, deGĕḇurah, también llamada Pahad, o Terror, la sĕfirah donde según Isaac el Ciego se manifiesta el Mal, las conchas adquieren existencia real.

—Están entre nosotros —decía Belbo.

—Mira a tu alrededor —decía Diotallevi.

—Pero, ¿hay alguna manera de salir?

—De entrar, más bien —decía Diotallevi—. Todo emana de Dios, en la contracción del ṣimṣum. Nuestro problema consiste en realizar el tiqqun, el regreso, la reconstitución del ˀAdam Qadmon. Entonces reconstruiremos la totalidad en la estructura equilibrada de los parṣufim, los rostros es decir las formas que reemplazarán a las sĕfirot. La ascensión del alma es como un cordón de seda que permite que la intención devota encuentre como a tientas, en la oscuridad, el camino hacia la luz. Así, a cada instante, el mundo combina las letras de la Torah, se esfuerza por volver a encontrar la forma natural que le permita salir de su horrenda confusión.

Y eso es lo que estoy haciendo ahora, en medio de la noche, en la calma poco natural de estas colinas. Pero la otra noche en el periscopio aún estaba envuelto en la baba viscosa de las conchas, que sentía a mi alrededor, imperceptibles babosas incrustadas en las peceras de cristal del Conservatoire, confundidas entre barómetros y herrumbrados engranajes de relojes en sorda hibernación. Pensaba que, si había habido rotura de recipientes, la primera grieta quizá se había formado aquella noche en Río durante la ceremonia, pero el estallido se había producido al regresar a Italia. Estallido lento, sin fragor, de manera que todos quedamos atrapados en el cieno de la materia ordinaria, donde criaturas vermiformes brotan por generación espontánea.

Había regresado de Brasil sin saber quién era. Iba a cumplir los treinta años. A esa edad mi padre ya era padre, sabía quién era y en qué mundo vivía.

Había estado demasiado tiempo alejado de mi país, mientras sucedían grandes cosas, y había vivido en un universo henchido de increíble, donde incluso los acontecimientos italianos llegaban envueltos en un halo de leyenda. Poco antes de abandonar el otro hemisferio, mientras concluía mi estancia con un viaje aéreo por encima de la selva amazónica, cayó en mis manos un periódico local, embarcado en una escala en Fortaleza. En primera página destacaba la foto de alguien que reconocí, porque le había visto durante años bebiendo chatos de vino blanco en el Pílades. El pie de foto decia: «O homem que matou Moro».

Naturalmente, como supe al regresar, a Moro no le había matado él. Porque él, de haber tenido una pistola cargada, se hubiera disparado en la oreja para ver si funcionaba. Sólo había estado presente justo cuando la policía política irrumpía en un piso donde alguien había ocultado bajo la cama tres pistolas y dos paquetes de explosivos. Él estaba encima de la cama, extático, porque era el único mueble de aquel estudio que un grupo de supervivientes del sesenta y ocho alquilaba en sociedad, para satisfacer las necesidades de la carne. Si su única decoración no hubiese sido un póster de los Inti Illimani, habría podido decirse que era una garçonnière. Uno de los inquilinos estaba vinculado con un grupo armado, y los otros no sabían que le estaban financiando la guarida. Así habían ido a parar todos entre rejas, un año.

De la Italia de los últimos años era muy poco lo que había logrado entender. La había dejado en vísperas de grandes transformaciones, sintiéndome casi culpable por huir justo a la hora de la verdad. Cuando me marché era capaz de reconocer la ideología de alguien por el tono de voz, por el giro de las frases, por las citas canónicas. Regresaba y ya no sabía quién estaba con quién. Ya no se hablaba de revolución, se mencionaba al Deseo, los que se decían de izquierda citaban a Nietzsche y a Céline, las revistas de derecha celebraban la revolución del Tercer Mundo.

Volví al Pílades, pero me sentí en tierra extraña. Todavía estaba el billar, estaban más o menos los mismos pintores, pero la fauna juvenil había cambiado. Me enteré de que algunos de los viejos parroquianos habían abierto escuelas de meditación trascendental y restaurantes macrobióticos. Pregunté si alguien no había abierto una escuela de umbanda. No, quizá estaba adelantado, había adquirido competencias inéditas.

Para complacer a los históricos, Pílades todavía conservaba un viejo modelo de flipper, de los que ya parecían copiados de un Lichtenstein, y que en su mayoría habían ido a parar a las tiendas de antigüedades. Pero junto a él, asediadas por los más jóvenes, se alineaban otras máquinas de pantalla fluorescente, donde planeaban escuadrillas de pajarracos blindados, kamikazes del Espacio Exterior, o una rana croaba a salto de mata y en japonés. El Pílades se había convertido en un relampaguear de luces siniestras, y quizá ante la pantalla de Galáctica también hubieran pasado los enlaces de las Brigadas Rojas, en misión de reclutamiento. Pero al flipper seguro que habían tenido que renunciar, porque es algo a lo que no se puede jugar con una pistola en el cinturón.

Lo comprendí mientras seguía la mirada de Belbo, clavada en Lorenza Pellegrini. Comprendí confusamente lo que Belbo había comprendido con más lucidez, y que he encontrado en uno de sus files. No nombra a Lorenza, pero es evidente que se trata de ella: sólo ella jugaba a la máquina de ese modo.

Al flipper no se juega sólo con las manos, sino también con el pubis. En el flipper el problema no consiste en detener la bola antes de que sea engullida por el agujero, ni en volver a lanzarla hacia el centro del campo con la furia de un defensa, sino en obligarla a entretenerse arriba, donde las metas luminosas son más abundantes, rebotando de unas a otras, vagando desconcertada y demente, pero por propia voluntad. Y eso se obtiene, no imponiendo golpes a la bola, sino transmitiendo vibraciones a la caja, y dulcemente, que el flipper no se dé cuenta y no se quede en tilt. Se puede hacer sólo con el pubis, o más bien, con un movimiento de caderas, de modo que el pubis, más que golpear, frote, manteniéndose siempre más acá del orgasmo. Y si las caderas se mueven como Dios manda, más que el pubis son los glúteos los que dan el golpe hacia adelante pero con gracia, de manera que cuando el impulso llega al pubis ya está amortiguado, como en la homeopatía, donde cuanto más se diluye la solución, y ya la sustancia casi se ha disuelto en el agua que se ha ido añadiendo poco a poco, hasta desaparecer casi por completo, más potente es el efecto terapéutico. Así es como una corriente infinitesimal pasa del pubis a la caja, y el flipper obedece sin neurosis, la bola corre contra natura, contra la inercia, contra la gravedad, contra las leyes de la dinámica, contra la astucia del constructor que la pensó fugaz, y se embraga de vis movendi, permanece en el juego por tiempos memorables e inmemoriales. Pero es necesario que sea un pubis femenino, que no interponga cuerpos cavernosos entre el ilio y la máquina, y que en medio no haya materia eréctil sino sólo piel, nervios, huesos, enfundados en un par de vaqueros, y un furor erótico sublimado, una frigidez maliciosa, una desinteresada capacidad de adaptación a la sensibilidad de la pareja, un gusto por encender su deseo sin padecer el exceso del propio: la amazona debe enloquecer al flipper y gozar de antemano de que después lo abandonará.

Creo que Belbo se enamoró de Lorenza Pellegrini en ese momento, cuando se dio cuenta de que ella era capaz de prometerle una felicidad inalcanzable. Pero creo que a través de ella empezó a percibir el carácter erótico de los universos automáticos, la máquina como metáfora del cuerpo cósmico, y el juego mecánico como evocación talismánica. Ya estaba drogándose con Abulafia y quizá ya había entrado en el espíritu del proyecto Hermes. Desde luego, ya había visto el Péndulo. Lorenza Pellegrini, ignoro por qué cortocircuito, le prometía el Péndulo.

Al principio me costó volver a adaptarme al Pílades. Poco a poco, y no todas las noches, entre la selva de rostros extraños volvía a descubrir los rostros familiares de los supervivientes, aunque enturbiados por el esfuerzo de la agnición: algunos eran creativos de agencias de publicidad otros consultores fiscales, otros vendían libros a plazos; pero, si antes colocaban las obras del Che, ahora ofrecían herboristería, budismo, astrología. Volví a verles, con la voz un poco nasal, algunas hebras plateadas en las sienes, un vaso de whisky en la mano, y me pareció que era el mismo medio whisky de hacía diez años, que habían degustado lentamente, a razón de una gota por semestre.

—¿Qué te cuentas, por qué ya no nos visitas? —me preguntó uno de ellos.

—¿Y quiénes sois vosotros ahora?

Me miró como si llevara un siglo sin verme:

—Pues la consejería de cultura, ¿no?

Había perdido demasiadas jugadas.

Decidí inventarme un trabajo. Me había dado cuenta de que sabía muchas cosas inconexas pero que era capaz de conectarlas en pocas horas con algunas visitas a la biblioteca. Cuando me marché era imprescindible tener una teoría, y yo sufría por no tenerla. Ahora, en cambio, bastaba con tener nociones, todo el mundo estaba ávido de ellas, y más aún si eran inactuales. También en la universidad, por donde había vuelto a pasarme para ver si podía encontrar alguna colocación. Las aulas estaban tranquilas, los estudiantes se deslizaban por los pasillos como fantasmas, intercambiando bibliografías mal hechas. Yo sabía hacer una buena bibliografía.

Cierto día un estudiante de doctorado me confundió con un profesor (los profesores ya tenían la misma edad que los estudiantes, o viceversa) y me preguntó qué había escrito ese Lord Chandos del que se hablaba en un curso sobre las crisis cíclicas de la economía. Le dije que era un personaje de Hofmannsthal, no un economista.

Aquella misma noche, estaba en una fiesta en casa de viejos amigos, y reconocí a uno, que trabajaba en una editorial. Se había incorporado cuando la editorial había dejado de publicar novelas de colaboracionistas franceses para dedicarse a textos políticos albaneses. Me enteré de que aun seguían publicando libros de política, pero dentro del ámbito del gobierno. Sin embargo, no desdeñaban algún buen libro de filosofía. De tipo clásico, me aclaró.

—Por cierto —me dijo—, tú que eres filósofo…

—Gracias, pero desgraciadamente no lo soy.

—Vamos. En tus tiempos eras uno que se lo sabía todo. Hoy estaba revisando la traducción de un texto sobre la crisis del marxismo y he encontrado una cita de un tal Anselm of Canterbury. ¿Quién es? No lo he encontrado ni siquiera en el Diccionario de Autores.

Le dije que era Anselmo de Aosta, sólo que los ingleses le llaman así porque siempre quieren ser distintos del resto.

De pronto me iluminé: tenía una profesión. Decidí montar una agencia de informaciones culturales.

Sería una especie de detective del saber. En lugar de meter las narices en los bares de alterne y en los burdeles, tenía que ir por las librerías, las bibliotecas, los pasillos de los departamentos universitarios. Y después esperar en mi despacho, con los pies sobre el escritorio y un vaso de papel con whisky de los ultramarinos de la esquina. Alguien llama y dice: «Estoy traduciendo un libro y me he topado con un tal, o unos tales, Motocallemin. No logro comprender de qué se trata.»

Tú tampoco lo sabes, pero no importa, pides dos días de tiempo. Vas a mirar algún fichero en la biblioteca, ofreces un pitillo al tío de la sección de referencias, encuentras una pista. Por la noche invitas al bar a un ayudante de árabe, le pagas una cerveza, dos, el otro baja la guardia, te da la información que buscas, gratis. Después llamas al cliente: «Pues bien, los Motocallemin eran teólogos radicales musulmanes de la época de Avicena, decían que el mundo era, ¿cómo le diría?, un polvillo de contingencias, que se coagulaba en formas sólo gracias a un acto instantáneo y provisional de la voluntad divina. Bastaba con que Dios se distrajera un momento para que el universo se desplomase. Pura anarquía de átomos sin sentido. ¿Es suficiente? He trabajado tres días; lo que usted quiera.»

Tuve la suerte de encontrar dos habitaciones con una cocinita, en un viejo edificio de la periferia, que debía de haber sido una fábrica, con un ala para las oficinas. Los apartamentos que habían hecho daban todos a un largo pasillo: yo estaba entre una agencia inmobiliaria y el laboratorio de un embalsamador de animales (A. Salon — Taxidermista). Tenía la impresión de estar en un rascacielos americano de los años treinta, sólo con una puerta esmerilada ya me habría sentido Marlowe. Instalé un sofá cama en la segunda habitación, y en la entrada, el despacho. Puse dos estanterías que fui llenando de atlas, enciclopedias, catálogos. Al principio tuve que hacer alguna concesión y escribir también alguna que otra tesis para estudiantes desesperados. No era difícil, bastaba copiar las del decenio anterior. Después los amigos editores me enviaron originales y libros extranjeros para que los leyera, naturalmente los más desagradables, y por una retribución bastante módica.

Pero iba acumulando experiencia, conocimientos, no desperdiciaba nada. Fichaba todo. No pensaba en la posibilidad de tener las fichas en un computer (en ese momento estaban apareciendo en el mercado, Belbo sería un precursor), procedía con métodos artesanales, pero me había creado una especie de memoria hecha con tarjetitas de cartulina, con índices de referencia. Kant… nebulosa… Laplace, Kant… Koenigsberg… los siete puentes de Koenigsberg… teoremas de la topología… Un poco como ese juego en el que uno tiene que ir de salchicha a Platón en cinco pasos, por asociación de ideas. Veamos: salchicha-cerdo-cerda-pincel-manierismo-Idea-Platón. Fácil. Hasta el original más meningítico me hacía ganar veinte fichas para mi cadena de la suerte. El criterio era riguroso, y creo que es el mismo de los servicios secretos: no hay informaciones mejores que otras, el poder consiste en ficharlas todas, y después buscar las conexiones. Conexiones siempre existen, sólo es cuestión de querer encontrarlas.

Al cabo de casi dos años de trabajo estaba satisfecho de mí mismo. Me divertía. Y entretanto había encontrado a Lia.