Las visiones son blancas, azules, blanco-rojo claras; por último son mixtas o todas blancas, color de llama de vela blanca, veréis chispas, se os pondrá la carne de gallina en todo el cuerpo, todo ello anuncia el inicio de la tracción que la cosa hace con el que trabaja.
(Papus, Martines de Pasqually, Paris, Chamuel, 1895, p. 92)
Llegó la noche prometida. Como en Salvador, fue Agliè quien pasó a recogernos. La tenda donde tendría lugar la sesión, o gira, estaba en una zona bastante céntrica, si se puede hablar de centro en una ciudad que extiende sus lenguas de tierra en medio de las colinas, hasta lamer el mar, de modo que vista desde lo alto, iluminada en la noche, parece una cabellera salpicada de oscura alopecia.
—Recuerden, esta noche se trata de umbanda. No hay posesión por los orixás, sino por los eguns, que son espíritus de difuntos. Y por el Exu, ese Hermes africano que vieron en Bahía, y por su compañera, la Pomba Gira. El Exu es una divinidad ioruba, un demonio propenso al maleficio y a la burla, pero también en la mitología amerindia había un dios burlón.
—¿Y quiénes son los difuntos?
—Pretos velhos y caboclos. Los pretos velhos son viejos sabios africanos que guiaron a sus gentes en la época de la deportación, tales como Rei Congo o Pai Agostinho… Son el recuerdo de una etapa mitigada de la esclavitud, cuando el negro ya no es un animal y se está convirtiendo en un amigo de familia, un tío, un abuelo. Los caboclos, en cambio, son espíritus indios, fuerzas vírgenes, la pureza de la naturaleza originaria. En el umbanda, los orixás africanos permanecen en el trasfondo, ya totalmente sincretizados con los santos católicos, y sólo intervienen estas entidades. Son ellas las que provocan el trance: en cierto momento de la danza, el médium, el cavalo, advierte que está siendo invadido por una entidad superior y pierde consciencia de su ser. Danza hasta que la entidad divina lo abandona, y después se siente mejor, terso y purificado.
—Felices ellos —dijo Amparo.
—Felices, sí —dijo Agliè—. Entran en contacto con la tierra madre. Estos fieles han sido desarraigados, arrojados en el horrendo crisol de la ciudad y, como decía Spengler, el occidente mercantil, en el momento de la crisis, retorna, una vez más, al mundo de la tierra.
Llegamos. Por fuera la tenda parecía un edificio corriente: también allí se entraba por un jardincillo, más modesto que el de Bahía, y delante de la puerta del barracão, una especie de almacén, encontramos la estatuilla del Exu, rodeada ya de ofrendas propiciatorias.
Mientras entrábamos, Amparo me atrajo hacia sí y me dijo:
—Ya lo he entendido todo. ¿No has oído? Aquel tapir de la conferencia hablaba de época aria, éste habla del ocaso de Occidente, Blut und Boden, sangre y tierra, es puro nazismo.
—No es tan simple, amor mío, estamos en otro continente.
—Gracias por la información. ¡La Gran Fraternidad Blanca! Fue ella la que os indujo a comeros a vuestro Dios.
—Esos son los católicos, amor mío, no es lo mismo.
—Es lo mismo, ¿acaso no escuchabas? Pitágoras, Dante, la Virgen María y los masones. Siempre para timarnos a nosotros. Haced el umbanda, no hagáis el amor.
—Entonces la sincretizada eres tú. Venga, vamos a ver. También esto es cultura.
—Hay una sola cultura: ahorcar al último cura con las tripas del último rosacruz.
Agliè nos hizo señas de que entrásemos. Si el exterior era humilde, el interior era una explosión de colores violentos. Era una sala cuadrangular, con una zona reservada para la danza de los cavalos, el altar del fondo, protegido por una cancela, detrás, el estrado de los tambores, los atabaques. El espacio ritual aún estaba vacío, mientras que a este lado de la cancela ya se agitaba una muchedumbre heteróclita, fieles, curiosos, blancos y negros mezclados, entre los que destacaban los médium con sus asistentes, los cambonos, vestidos de blanco, algunos descalzos, otros con zapatillas de tenis. El altar atrajo en seguida mi atención: pretos velhos, caboclos con plumas multicolores, santos que hubieran parecido esculpidos en panes de azúcar, si no hubieran tenido unas dimensiones pantagruélicas, San Jorge con su coraza refulgente y el manto escarlata, los santos Cosme y Damián, una virgen traspasada de espadas, y un Cristo impúdicamente hiperrealista, con los brazos abiertos como el redentor del Corcovado, pero en colores. Faltaban los orixás, pero su presencia se intuía en los rostros de los presentes, y en el olor dulzón de la caña de azúcar y de los alimentos guisados, en la acritud de todas aquellas transpiraciones debidas al calor y a la excitación por la gira que estaba a punto de comenzar.
Apareció el pai-de-santo, que se sentó junto al altar y acogió a algunos fieles, y a los invitados, perfumándoles con bocanadas densas de su puro, bendiciéndoles y ofreciéndoles una taza de licor, como en un rápido rito eucarístico. Me arrodillé, con mis acompañantes, y bebí: observé, al ver a un cambono que vertía el líquido en una botella, que se trataba de Dubonnet, pero me empeñé en saborearlo como si fuese un elixir de larga vida. En el estrado, los atabaques ya empezaban a alborotar, con golpes sordos, mientras los iniciados estaban entonando un canto propiciatorio dirigido al Exu, y a la Pomba Gira: Seu Tranca Ruas é Mojuba! É Mojuba, é Mojuba! Sete Encruzilhadas é Mojuba! É Mojuba, é Mojuba! Seu Maraboe é Mojuba! Seu Tiriri, é Mojuba! Exu Veludo, é Mojuba! A Pomba Gira é Mojuba!
Empezaron los sahumerios, que el pai-de-santo hizo con un turíbulo, en un impenetrable olor a incienso indio, con oraciones especiales a Oxal y a Nossa Senhora.
Los atabaques aceleraron su ritmo, y los cavalos invadieron el espacio situado delante del altar para ceder ya a la fascinación de los pontos. La mayoría eran mujeres, y Amparo ironizó acerca de la debilidad de su sexo (¿somos más sensibles, verdad?).
Entre las mujeres había también algunas europeas. Agliè nos señaló una rubia, una psicóloga alemana, que seguía los ritos desde hacía muchos años. Lo había intentado todo, pero cuando no se es propenso o escogido, resulta inútil: el trance nunca le llegaba. Bailaba con la mirada perdida en el vacío, mientras los atabaques no daban tregua a sus nervios ni a los nuestros, acres efluvios invadían la sala y embotaban a los practicantes y a los espectadores, revolviéndoles a todos, eso creo, desde luego a mí sí, el estómago. Pero ya me había sucedido en las «escolas de samba» de Río, conocía la virtud psicagógica de la música y del ruido, la misma que en nuestras discotecas preside la fiebre del sábado por la noche. La alemana bailaba con los ojos desorbitados, pedía olvido con cada uno de los movimientos de sus histéricos miembros. Poco a poco las otras hijas de santo iban cayendo en éxtasis, echaban la cabeza hacia atrás, se agitaban, acuáticas, navegaban en un mar de desmemorias, y ella tensa, casi llorosa, alterada, como quien trata desesperadamente de llegar al orgasmo y se agita, y se afana y no libera sus humores. La mujer trataba de perder el control, pero volvía a encontrárselo a cada momento, pobre teutona enferma de claves bien temperados.
Entretanto los elegidos se zambullían en el vacío, la mirada se volvía lánguida, los miembros iban poniéndose rígidos, los movimientos se hacían siempre más automáticos, pero no al azar, porque revelaban la naturaleza de la entidad que los visitaba: suaves algunos, moviendo las manos a los lados, con las palmas hacia abajo, como si nadaran, otros encorvados y moviéndose con lentitud, y los cambonos recubrían con blanco lino, para sustraerlos a la mirada de la multitud, a aquellos que habían sido tocados por un espíritu excelente…
Algunos cavalos sacudían violentamente el cuerpo y los que estaban poseídos por pretos velhos emitían sonidos sordos, hum hum hum, mientras se movían con el cuerpo echado hacia adelante, como un viejo apoyado en un bastón, con la mandíbula hacia afuera, adoptando fisonomías enjutas y desdentadas. Los poseídos por los caboclos, en cambio, lanzaban estridentes gritos de guerra, ¡hiahou!, y los cambonos bregaban por sostener a los que no podían resistir la violencia de la gracia.
Los tambores sonaban, los pontos se elevaban en el aire saturado de humo. Yo tenía a Amparo del brazo y de repente sentí que sus manos transpiraban, que su cuerpo temblaba, los labios boqueaban.
—No me siento bien —dijo—, quisiera salir.
Agliè se dio cuenta de lo que sucedía y me ayudó a llevarla afuera. Con el aire de la noche se recuperó.
—No es nada —dijo—, debo de haber comido algo. Además, con todos esos perfumes, y el calor…
—No —dijo el pai-de-santo, que nos había seguido—, lo que sucede es que tiene dotes de médium, ha reaccionado bien a los pontos, yo la observaba.
—¡Basta! —gritó Amparo, y añadió unas palabras en un idioma que me era desconocido. Vi que el pai-de-santo palidecía, o se ponía gris, como se decía en las novelas de aventuras cuando se trataba de hombres de piel negra—. Basta, tengo náuseas, he comido algo que no debía… Por favor, dejadme aquí para que tome un poco de aire, volved a entrar. Prefiero estar sola, no soy una inválida.
Obedecimos, pero, cuando volví a entrar, después del intervalo al aire libre, los perfumes, los tambores, el sudor que ya impregnaba todos los cuerpos, el mismo aire viciado, actuaron como un sorbo de alcohol en quien vuelve a beber después de una larga temporada de abstinencia. Me pasé una mano por la frente, y un viejo me ofreció un agogõ, un pequeño instrumento dorado, una especie de triángulo con campanillas, que se golpeaba con una barrita.
—Suba al estrado —dijo—, toque, verá que le hará bien.
Había sabiduría homeopática en ese consejo. Tocaba el agogõ, tratando de seguir el ritmo de los tambores, y poco a poco pasaba a formar parte del acontecimiento, y al participar en él lograba dominarlo, descargar la tensión con los movimientos de las piernas y de los pies, me liberaba de lo que me rodeaba, provocándolo e incitándolo. Más tarde Agliè me hablaría de la diferencia entre el que conoce y el que padece.
A medida que los médium entraban en trance, los cambonos los conducían a los bordes de la sala, los hacían sentar, les ofrecían cigarros y pipas. Los fieles que habían quedado excluidos de la posesión corrían a arrodillarse a sus pies, se deshacían en confesiones, y se sentían aliviados. Algunos tenían un atisbo de trance, que los cambonos alentaban con moderación, para luego conducirlos entre la multitud, ya más relajados.
En la zona de los que bailaban se movían aún muchos candidatos al éxtasis. La alemana se agitaba de modo poco natural, con la esperanza de ser agitada, pero en vano. Algunos habían sido poseídos por el Exu y exhibían una expresión maligna, taimada, astuta, y avanzaban con sacudidas desarticuladas.
Fue entonces cuando vi a Amparo.
Ahora sé que Ḥesed no es sólo la sĕfirah de la gracia y del amor. Como recordaba Diotallevi, también es el momento de la expansión de la sustancia divina, que se difunde hacia su infinita periferia. Es dedicación de los vivos a los muertos, pero alguien debe de haber dicho que también es dedicación de los muertos a los vivos.
Mientras tocaba el agogõ, no prestaba atención a lo que sucedía en la sala, concentrado como estaba en organizar mi control y en dejarme guiar por la música. Amparo debía de haber vuelto a entrar hacía una decena de minutos, y sin duda había sentido lo mismo que sintiera yo. Pero nadie le había dado un agogõ, y quizá ya no lo hubiese aceptado. Llamada por voces profundas, se había despojado de toda voluntad de defensa.
La vi lanzarse, de repente, en medio de la danza, detenerse, con el rostro anormalmente tendido hacia arriba, el cuello casi rígido, luego, abandonarse, perdida la memoria, a una zarabanda lasciva, en que las manos aludían a la oferta de su cuerpo. «A Pomba Gira, a Pomba Gira», gritaron algunos, felices del milagro, porque aquella noche la diablesa aún no se había manifestado: O seu manto é de veludo, rebordado todo em ouro, o seu garfo é de prata, muito grande é seu tesouro… Pomba Gira das Almas, vem toma cho cho…
No me atreví a intervenir. Quizá aceleré los golpes de mi verga de metal para unirme carnalmente a mi hembra, o al espíritu catatónico que ella encarnaba.
Los cambonos se cuidaron de ella, le hicieron poner las vestiduras rituales, la sostuvieron en los últimos momentos del trance, breve pero intenso. La acompañaron hasta un asiento cuando ya estaba bañada de sudor y respiraba con dificultad. Se negó a acoger a los que iban a mendigarle oráculos, y se echó a llorar.
La gira tocaba a su fin, bajé del estrado y corrí hacia ella, a cuyo lado estaba Agliè, masajeándole suavemente las sienes.
—¡Qué vergüenza! —decía Amparo—. Yo no creo, no quería, pero ¿cómo he podido?
—Son cosas que suceden —le decía Agliè con dulzura.
—Pero entonces no hay redención —lloraba Amparo—, todavía soy una esclava. ¡Tú vete —me dijo con rabia—, soy una pobre y sucia negra, dadme un amo, me lo merezco!
—También les sucedía a los rubios aqueos —la consolaba Agliè—. Es la naturaleza humana…
Amparo pidió que la llevasen al lavabo. El rito estaba concluyendo. Sola en medio de la sala, la alemana seguía bailando, después de haber contemplado con ojos envidiosos el episodio de Amparo. Pero ahora ya se movía con obstinación desganada.
Amparo regresó al cabo de unos diez minutos, mientras nos estábamos despidiendo del pai-de-santo, que estaba muy contento por el notable éxito de nuestro primer contacto con el mundo de los muertos.
Agliè condujo en silencio en la madrugada y esbozó un saludo cuando se detuvo junto a nuestro portal. Amparo dijo que prefería subir sola.
—¿Por qué no vas a dar una vuelta? —me dijo—. Regresa cuando yo ya esté dormida. Tomaré una píldora. Perdonadme los dos. Ya lo he dicho, debo de haber comido algo malo. Todas esas chicas habían comido y bebido algo malo. Odio a mi país. Buenas noches.
Agliè comprendió mi malestar y me propuso que fuésemos a un bar de Copacabana, abierto toda la noche.
Yo no hablaba. Agliè esperó a que empezase a beber mi batida, después rompió el silencio, y la incomodidad.
—La raza, o la cultura, si usted prefiere, forman parte de nuestro subconsciente. Y otra parte está habitada por figuras arquetípicas, iguales para todos los hombres y para todos los siglos. Esta noche el clima, el ambiente, han hecho que bajásemos las defensas todos nosotros, usted mismo ha podido comprobarlo en su persona. Amparo ha descubierto que los orixás, a quienes creía haber destruido en su corazón, aún habitaban en su vientre. No crea que lo considero un hecho positivo. Usted me ha oído hablar con respeto de estas energías sobrenaturales que en este país vibran a nuestro alrededor. Pero no crea que veo con especial simpatía las prácticas de posesión. Ser un iniciado no es lo mismo que ser un místico. La iniciación, la comprensión intuitiva de los misterios que la razón no puede explicar, es un proceso abismal, una lenta transformación del espíritu y del cuerpo, que puede conducir al ejercicio de cualidades superiores e incluso a la conquista de la inmortalidad, pero es algo íntimo, secreto. No se manifiesta externamente, es pudorosa, y sobre todo se caracteriza por la lucidez y el distanciamiento. Por eso los Señores del Mundo son iniciados, pero no caen en la mística. Para ellos, el místico es un esclavo, la ocasión de una manifestación de lo numinoso, el fenómeno que les permite espiar los síntomas de un secreto. El iniciado incita al místico, lo utiliza como usted utiliza el teléfono, para establecer contactos a distancia, como el químico utiliza el papel de tornasol para saber dónde actúa una sustancia. El místico es útil, porque es teatral, se exhibe. Los iniciados, en cambio, sólo se reconocen entre sí. El iniciado domina las fuerzas que el místico padece. En este sentido no hay diferencia entre la posesión de los cavalos y el éxtasis de Santa Teresa de Avila o de San Juan de la Cruz. El misticismo es una forma degradada de contacto con lo divino. La iniciación es fruto de una larga ascesis de la mente y del corazón. El misticismo es un fenómeno democrático, cuando no demagógico, la iniciación es aristocrática.
—¿Un hecho mental, no carnal?
—En cierto sentido sí. Su Amparo ejercía una vigilancia feroz sobre su mente, y de su cuerpo no se preocupaba. El lego es más débil que nosotros.
Era tardísimo. Agliè me contó que estaba a punto de marcharse de Brasil. Me dejó su dirección en Milán.
Regresé a casa y vi que Amparo estaba durmiendo. Me acosté en silencio junto a ella, sin encender la luz y pasé la noche en vela. Tenía la impresión de estar acostado junto a un ser desconocido.
A la mañana siguiente, Amparo me comunicó, secamente, que se iba a Petrópolis a visitar a una amiga. Fue una despedida embarazosa.
Se marchó, con una bolsa de tela y con un libro de economía política bajo el brazo.
Durante dos meses no dio noticias de sí, y yo tampoco la busqué. Después me escribió una carta, breve, muy evasiva. Me decía que necesitaba un periodo de reflexión. No respondí.
No sentía pasión, ni celos, ni nostalgia. Me sentía vacio, limpio y reluciente como una cacerola de aluminio.
Permanecí todavía un año en Brasil, pero ya con la sensación de la partida. No volví a ver a Agliè, no volví a ver a los amigos de Amparo, pasaba horas larguísimas en la playa tomando el sol.
Me dedicaba a remontar cometas, que allá son bellísimas.