Y ya la famosa fraternidad de los Rosa-Cruces declara que por todo el universo circulan vaticinios delirantes. En efecto, tan pronto como ha aparecido ese fantasma (aun cuando Fama y Confessio prueben que se trata de una mera broma urdida por mentes ociosas), inmediatamente ha producido una esperanza de reforma universal, y ha provocado cosas en parte ridículas y absurdas, en parte increíbles. De esa manera, hombres probos y honestos de diversos países se han expuesto al escarnio y la burla por haber comunicado su amplio patrocinio, o por estimar que hubieran podido presentarse ante estos hermanos… a través del Espejo de Salomón o por algún otro medio secreto.
(Christoph von Besold (?), Apéndice a Tommaso Campanella, Von der Spanischen Monarchy, 1623)
Después venía lo mejor, y cuando Amparo regresó estaba ya en condiciones de anticiparle historias prodigiosas.
—Es increíble. Los manifiestos se publican en una época en que este tipo de textos proliferaban, todos buscan un cambio, un siglo de oro, un país de Jauja del espíritu. Unos hojean frenéticamente los libros de magia, otros hacen sudar los hornillos elaborando metales, otros tratan de dominar las estrellas, otros inventan alfabetos secretos y lenguas universales. En Praga, Rodolfo II transforma la corte en un laboratorio alquímico, invita a Comenio y a John Dee, el astrólogo de la corte de Inglaterra que había revelado todos los secretos del cosmos en las pocas paginitas de una Monas Ierogliphica, que no tiene nada que ver con las simias del Nilo, ya que monas significa mónada.
—Ajá.
—El médico de Rodolfo II es ese Michael Maier que escribe un libro de emblemas visuales y musicales, la Atalanta Fugiens, un festín de huevos filosofales, dragones que se muerden la cola, esfinges, nada es más luminoso que la cifra secreta, todo es jeroglífico de algo. ¿Te das cuenta? Galileo tira piedras desde la Torre de Pisa, Richelieu juega al Monopoli con media Europa, y aquí todos van y vienen con los ojos fuera de las órbitas tratando de leer las signaturas del mundo: menudo cuento, qué caída de los graves ni qué ocho cuartos, aquí abajo (más bien, allá arriba) hay algo muy distinto. Ahora os lo digo: abracadabra. Torricelli construía el barómetro y aquellos se dedicaban a organizar ballets, juegos de agua y fuegos artificiales en el Hortus Palatinus de Heidelberg. Y pensar que estaba a punto de estallar la guerra de los treinta años.
—Lo contenta que estaría Madre Coraje.
—Pero no creas que siempre estaban divirtiéndose. En el diecinueve, el elector palatino acepta la corona de Bohemia, creo que lo hace porque se muere de ganas de reinar sobre Praga, ciudad mágica, y en cambio, un año después los Habsburgo lo cercan en la Montaña Blanca; en Praga hacen una matanza de protestantes, a Comenio le queman la casa, la biblioteca, le matan a la mujer y al hijo, y él va huyendo de una corte a otra sin dejar de repetir cuán grande y esperanzadora era la idea de los rosacruces.
—También el pobrecillo… ¿Querías que se consolara con el barómetro? Pero espera un momento, ya sabes que las mujeres somos un poco lentas: ¿quién escribió los manifiestos?
—Ahí está el quid, no se sabe. Déjame que piense, ráscame la rosacruz… no, entre los omóplatos, no, más arriba, no, más a la izquierda, eso, ahí. Bueno, en ese ambiente alemán hay personajes increíbles. Mira, un Simon Studion que escribe la Naometria, un tratado oculto sobre las medidas del Templo de Salomón, un Heinrich Khunrath que escribe un Amphitheatrum sapientiae aeternae, lleno de alegorías con alfabetos hebreos, y cavernas cabalistas que deben de haber inspirado a los autores de la Fama. Es probable que éstos fueran miembros de uno de esos diez mil conventículos de utopistas del renacimiento cristiano. Lo que se dice es que el autor fue un tal Johann Valentin Andreae, que al año siguiente publicaría Las bodas químicas de Christian Rosencreutz, aunque lo había escrito en su juventud, de modo que hacía tiempo que la idea de los rosacruces le rondaba por la cabeza. Pero en torno a él, en Tubinga, había otros entusiastas, soñaban con la república de Cristianópolis, es probable que se hayan juntado todos. Parece que lo hicieran por broma, como un juego, ni se les pasó por la mente que podían crear ese pandemónium. Andreae pasará el resto de su vida jurando que no era él quien había escrito los manifiestos, que de todas formas sólo se había tratado de un lusus, un ludibrium, una broma de estudiantes, se juega su reputación académica, se enfada dice que los rosacruces, suponiendo que existan, son todos unos impostores. Pero nada. Tan pronto como se publican los manifiestos, da la impresión de que la gente no esperara otra cosa. Los sabios de toda Europa escriben realmente a los rosacruces, y como no saben dónde encontrarles hacen imprimir cartas abiertas, opúsculos, libros. Maier, ese mismo año, publica un Arcana arcanissima donde no nombra a los rosacruces, pero todos están convencidos de que habla de ellos, y de que sabe más de lo que está dispuesto a decir. Algunos se jactan de haber leído la Fama antes de que se publicara. No creo que en aquella época fuera tan fácil preparar un libro, que además podía llevar grabados, pero ya en 1616 Robert Fludd (que escribe en Inglaterra pero imprime en Leyden, conque suma el tiempo de los viajes de las galeradas) pone en circulación una Apologia compendiaria Fraternitatem de Rosea Cruce suspicionis et infamiis maculis aspersam, veritatem quasi Fluctibus abluens et abstergens, para defender a los rosacruces y librarles de toda sospecha, de las «manchas» con que les han gratificado; y esto significa que por entonces ya estaba arreciando el debate entre Bohemia, Alemania, Inglaterra, Holanda, todo con correos a caballo y eruditos itinerantes.
—¿Y los rosacruces?
—Silencio sepulcral. Post ciento veinte años patebo un cuerno. Observan desde la nada de su palacio. Creo que fue precisamente su silencio el que excitó los ánimos. Si no responden, quiere decir que realmente existen. En 1617 Fludd escribe un Tractatus apologeticus integritatem societatis de Rosea Cruce defendens, y en un De naturae secretis, del 1618, dice que ha llegado el momento de revelar el secreto de los rosacruces.
—Y lo revela.
—Figúrate. Lo complica. Porque descubre que si a 1618 se le restan los 188 años prometidos por los rosacruces se obtiene 1430, que es el año en que se establece la orden del Toisón de Oro.
—¿Y qué tiene que ver?
—Lo de los 188 años no lo entiendo, porque deberían ser 120, pero cuando se trata de restas y sumas místicas la cuenta siempre resulta. En cuanto al Toisón de Oro, es el Vellocino de Oro de los argonautas, y he sabido de fuente fidedigna que tiene algo que ver con el Santo Grial y por tanto, si me permites, también con los templarios. Pero eso no es todo. Entre 1617 y 1619, Fludd, que desde luego publicaba más que Barbara Cartland, hace imprimir otros cuatro libros, entre ellos una Utriusque cosmi historia, algo así como noticias breves sobre el universo, ilustrado, todo rosa y cruz. Maier se lía la manta a la cabeza y publica su Silentium post clamores, donde afirma que la confraternidad existe y que no sólo está vinculada con el Toisón de Oro sino también con la Orden de la Jarretera. Sin embargo, aclara que él es una persona demasiado humilde como para ser admitido en ella. Ya te imaginarás, los sabios de Europa. Si no admiten ni siquiera a Maier, realmente ha de tratarse de algo exclusivo. Así que toda suerte de personajes de medio pelo se dedican a falsificar documentos para ser admitidos. Todos dicen que los rosacruces existen, todos confiesan que jamás los han visto, todos escriben con la intención de fijar una cita, de solicitar una audiencia, nadie tiene el descaro de decir soy un rosacruz, algunos dicen que no existen porque no han contactado con ellos, otros dicen que existen precisamente para ser contactados.
—Y los rosacruces, mudos.
—Como peces.
—Abre la boca. Necesitas un poco de mamaia.
—Deliciosa. Entretando empieza la guerra de los treinta años y Johann Valentin Andreae escribe una Turris Babel, donde asegura que al año siguiente será derrotado el Anticristo, mientras un tal Ireneus Agnostus escribe un Tintinnabulum sophorum…
—Qué bonito el tintinnabulum.
—…donde no entiendo qué cuernos dice, pero lo cierto es que Campanella o quien hable en su nombre interviene en la Monarchia Spagnola y dice que toda la historia de los rosacruces es una broma urdida por mentes corruptas… Y después basta, entre 1621 y 1623, paran todos.
—¿Sin más?
—Sin más. Se cansaron. Como los Beatles. Pero sólo en Alemania. Porque parece la historia de una nube tóxica. Se desplaza hacia Francia. Una hermosa mañana de 1623, en las paredes de París aparecen carteles rosacruces, que anuncian a los buenos ciudadanos que los diputados del colegio principal de la confraternidad se han trasladado allí y se disponen a abrir la inscripción. Pero según otra versión, los carteles dicen claramente que se trata de treinta y seis invisibles repartidos por el mundo en grupos de seis, y que tienen la facultad de hacer invisibles a sus adeptos… Ostras de nuevo los treinta y seis…
—¿Cuáles?
—Los de mi documento de los templarios.
—Gente sin imaginación. ¿Y después?
—Después se desata una locura colectiva, unos les defienden, otros quieren conocerles, otros les acusan de diabolismo, alquimia, herejía, con la participación de Astaroth para proveerles de riquezas, poder, permitirles volar de un sitio a otro, en suma, el escándalo del día.
—Muy listos, los rosacruces. Nada como un lanzamiento en París para ponerse de moda.
—Pues no vas descaminada; porque mira lo que sucede, madre mía qué época. Descartes, sí, él mismo, había estado unos años antes en Alemania y los había buscado, pero su biógrafo dice que no los había encontrado porque, como ya sabemos, celaban su identidad bajo falsos nombres. Cuando regresa a París, después de que aparezcan los carteles, se entera de que todos le consideran rosacruz. Con los tiempos que corrían no era una buena reputación, y también le sentaba fatal a su amigo Mersenne, que ya estaba tronando contra los rosacruces, tachándoles de miserables, subversivos, magos, cabalistas, dedicados a difundir doctrinas perversas. ¿Y qué hace entonces Descartes? Se exhibe por todas partes. Y puesto que todos le ven, y eso es innegable, es señal de que no es invisible, y por tanto no es rosacruz.
—Eso es método.
—Ya lo creo, porque con negarlo no bastaba. A esas alturas, si alguien se presentaba y decía buenas noches, soy un rosacruz, seguro que no lo era. El rosacruz que respeta no lo dice. Más aún, lo niega a voz en grito.
—Pero tampoco puede decirse que quien afirma que no es rosacruz lo sea, porque yo digo que no lo soy y no por ello lo soy.
—Pero el hecho de negarlo ya permite sospechar.
—No. Porque, ¿qué hace el rosacruz cuando ha comprendido que la gente no cree a quien dice serlo y sospecha de quien dice que no lo es? Pues empieza a decir que lo es para que crean que no lo es.
—Rayos. ¡Entonces a partir de ese momento todos los que dicen que son rosacruces mienten, o sea que realmente lo son! Ah, no, no, Amparo, no caigamos en su trampa. Tienen espías en todas partes, incluso debajo de esta cama, y por tanto ya saben que sabemos. Por tanto dicen que no lo son.
—Amor mío, ahora tengo miedo.
—Tranquila, amor mío, que aquí estoy yo que soy estúpido, cuando digan que no lo son, voy y creo que lo son, así los desenmascaro en seguida. El rosacruz desenmascarado se vuelve inocuo, y se le puede expulsar por la ventana agitando el periódico.
—¿Y Agliè? Trata de hacernos creer que es el conde de Saint-Germain. Sin duda, para que pensemos que no lo es. Por tanto, es rosacruz. ¿O no?
—Oye Amparo, ¿Y si durmiésemos?
—Ah, no, ahora quiero oír el final.
—Reblandecimiento mental colectivo. Todos rosacruces. En el veintisiete, aparece la Nueva Atlántida de Bacon y los lectores piensan que hablaba del país de los rosacruces, aunque no los nombrara jamás. El pobre Johann Valentin Andreae muere jurando y perjurando que no ha sido él o que, si había sido él, sólo se había tratado de una broma, pero ahora ya no hay nada que hacer. Aprovechando el hecho de que no existen, los rosacruces están en todas partes.
—Como Dios.
—Ahora que lo dices… Veamos, Mateo, Lucas, Marcos y Juan son una banda de juerguistas que se reúnen en alguna parte y deciden hacer una apuesta, se inventan un personaje, se ponen de acuerdo acerca de unos pocos hechos esenciales y el resto que se lo monte cada uno, después se verá quién lo ha hecho mejor, más tarde los cuatro relatos caen en manos de los amigos, que comienzan a pontificar, Mateo es bastante realista, pero insiste demasiado en esa historia del Mesías, Marcos no está mal, pero es un poco caótico, Lucas es elegante, eso no puede negarse, Juan se pasa con la filosofía… pero, bueno, los libros gustan, pasan de mano en mano, y cuando los cuatro se dan cuenta de lo que está sucediendo, ya es demasiado tarde, Pablo ya ha encontrado a Jesús en el camino de Damasco, Plinio inicia su investigación por orden del preocupado emperador, una legión de apócrifos fingen que también ellos están en el ajo… toi, apocryphe lecteur, mon semblable, mon frère… A Pedro se le sube el triunfo a la cabeza, se toma en serio, Juan amenaza con decir la verdad, Pedro y Pablo le hacen apresar, le encadenan en la isla de Patmos, y el pobrecillo empieza a desbarrar, ve a las langostas en la cabecera de la cama, que se callen esas trompetas, de dónde sale toda esta sangre… Y los otros van diciendo que bebe, la arterioesclerosis ya sabe… ¿Y si realmente hubiera sido así?
—Fue así. A ver si lees a Feuerbach en lugar de estos libracos.
—Amparo, está amaneciendo.
—Estamos locos.
—La aurora de rosacruciales dedos acaricia suavemente las olas…
—Sí, más. Es Yemanjá, escucha, está llegando.
—Hazme ludibrios…
—¡Oh, el Tintinnabulum!
—Eres mi Atalanta Fugiens…
—Oh, la Turris Babel…
—Quiero los Arcana Arcanissima, el Vellocino de Oro, pálido y rosa como una concha marina…
—Sss… Silentium post clamores —dijo.
31
Es probable que la mayoría de los supuestos rosacruces, comúnmente denominados así, sólo hayan sido en realidad Rosacrucianos… Puede decirse, incluso, que no lo eran en absoluto, por el mero hecho de formar parte de esas sociedades, lo cual puede parecer paradójico y a primera vista contradictorio, pero sin embargo es perfectamente comprensible…
(René Guénon, Aperçu sur l’initiation, Paris, Editions Traditionnelles, 1981, XXXVIII, p. 241)
Regresamos a Río y yo volví a mi trabajo. Un día, en una revista ilustrada, vi que en la ciudad existía una Orden de la Rosa-Cruz Antigua y Aceptada. Le propuse a Amparo que fuésemos a echar un vistazo, y me siguió a regañadientes.
La sede quedaba en una calle secundaria, por fuera había un escaparate con estatuillas de yeso que reproducían las figuras de Keops, Nefertiti, la Esfinge. Sesión plenaria, precisamente aquella tarde: «Los Rosacruces y el Umbanda». Orador, un tal profesor Bramanti, Referendario de la Orden de Europa, Caballero Secreto del Gran Priorato In Partibus de Rodas, Malta y Tesalónica.
Decidimos entrar. La sala estaba bastante deslucida, decorada con miniaturas tántricas que representaban la serpiente Kundalini, aquella que los templarios querían despertar con el beso en el trasero. Pensé que al fin y al cabo no había valido la pena atravesar el Atlántico para descubrir un nuevo mundo, puesto que hubiese podido encontrar las mismas cosas en la sede de Picatrix.
Detrás de una mesa cubierta con un paño rojo, y frente a un público más bien escaso y soñoliento, estaba Bramanti, un señor corpulento que, salvo por el tamaño, hubiera podido definirse como un tapir. Ya había empezado a hablar, con oratoria ampulosa, pero desde hacía no mucho, porque se estaba refiriendo a los rosacruces en la época de la decimoctava dinastía, bajo el reinado de Amôsis I.
Cuatro Señores Velados vigilaban la evolución de la raza que, veinticinco mil años antes de la fundación de Tebas, había dado origen a la civilización del Sáhara. El faraón Amôsis, influido por ellos, había fundado una Gran Fraternidad Blanca, custodia de esa sabiduría antediluviana que los egipcios conocían al dedillo. El tal Bramanti decía que estaba en posesión de documentos (inaccesibles para los profanos, por supuesto) que procedían de los sabios del Templo de Karnac y de sus archivos secretos. El símbolo de la rosa y de la cruz había sido ideado por el faraón Akenatón. Hay una persona que tiene ese papiro, decia Bramanti, pero no me preguntéis quién es.
En el seno de la Gran Fraternidad Blanca se habían formado Hermes Trismegisto, cuya influencia en el Renacimiento italiano era tan irrefutable como la que ejercía sobre la Gnosis de Princeton, Homero, los druidas de las Galias, Salomón, Solón, Pitágoras, Plotino, los esenios, los terapeutas, José de Arimatea, que había llevado el Grial a Europa, Alcuino, el rey Dagoberto, Santo Tomás, Bacon, Shakespeare, Spinoza, Jakob Boehme y Debussy, Einstein. Amparo me susurró que le parecía que sólo faltaban Nerón, Cambronne, Jerónimo, Pancho Villa y Buster Keaton.
En cuanto a la influencia de los rosacruces originarios en el cristianismo, Bramanti se limitaba a señalar, para quienes aún no se hubiesen percatado de ello, que no en vano la leyenda afirmaba que Jesús había muerto en la cruz.
Los sabios de la Gran Fraternidad Blanca eran los mismos que habían fundado la primera logia masónica en tiempos del rey Salomón. Que Dante fuese rosacruz y masón, como, por cierto, también Santo Tomás, era un hecho claramente manifiesto en su obra. En los cantos XXIV y XXV del Paraíso se encuentran el triple beso del príncipe rosacruz, el pelícano, las túnicas blancas, las mismas que llevaban los ancianos del Apocalipsis, las tres virtudes teologales de los capítulos masónicos (Fe, Esperanza y Caridad). De hecho, la flor simbólica de los rosacruces (la rosa cándida de los cantos XXX y XXXI) fue adoptada por la iglesia de Roma como figura de la Madre del Salvador, de ahí la Rosa Mystica de las letanías.
Y que los rosacruces hubieran atravesado los siglos medievales era incuestionable, no sólo por su infiltración entre los templarios, sino por documentos mucho más explícitos. Bramanti citaba a un tal Kiesewetter, que a finales del siglo pasado había demostrado que los rosacruces fabricaron en el Medievo cuatro quintales de oro para el príncipe elector de Sajonia, y allí estaba la página exacta del Theatrum Chemicum, publicado en Estrasburgo en 1613, para probarlo. Son pocos, sin embargo, los que han advertido las referencias templarias en la leyenda de Guillermo Tell: Tell talla su flecha en una rama de muérdago, planta de la mitología aria, y atraviesa la manzana, símbolo del tercer ojo, que activa la serpiente Kundalini, y ya se sabe que los arios procedían de la India, donde irán a ocultarse los rosacruces cuando se marchen de Alemania.
En relación, sin embargo, con los diversos movimientos que pretenden, si bien con evidente puerilidad, enlazar con la Gran Fraternidad Blanca, Bramanti reconocía que la Rosicrucian Fellowship de Max Heindel era bastante ortodoxa, pero sólo porque en ese ambiente se había formado Alain Kardec. Todos saben que Kardec fue el padre del espiritismo, y que a partir de su teosofía, la cual prevé el contacto con las almas de los difuntos, se ha formado la espiritualidad umbanda, gloria del nobilísimo Brasil. En esa teosofía, Aum Bhandà es expresión sánscrita que designa el principio divino y la fuente de la vida (nos han vuelto a engañar, susurró Amparo, ni siquiera umbanda es una palabra nuestra, lo único que tiene de africano es el sonido).
La raíz es Aum o Um, que por lo demás es el Om budista, es el nombre de Dios en la lengua adámica. Um es una sílaba que, debidamente pronunciada, se convierte en un mantra poderosísimo y provoca en la psique corrientes fluídicas de armonía a través de la siakra o Plexo Frontal.
—¿Qué es el plexo frontal? —preguntó Amparo—. ¿Una enfermedad incurable?
Bramanti aclaró que había que distinguir entre los verdaderos rosacruces, herederos de la Gran Fraternidad Blanca, obviamente secretos, como la Orden Antigua y Aceptada de la que él era indigno representante, y los «rosacrucianos», es decir, cualquiera que por razones de interés personal se inspirase en la mística rosacruz sin estar autorizado. Recomendó al público que no diese crédito a ningún rosacruciano que se presentara como rosacruz.
Amparo observó que todo rosacruz es el rosacruciano del otro.
Un incauto del público se puso en pie y preguntó por qué su orden pretendía ser auténtica, si violaba la regla del silencio, característica de todo adepto verdadero de la Gran Fraternidad Blanca.
Bramanti se puso en pie y dijo:
—No sabía que también aquí se infiltraban provocadores pagados por el materialismo ateo. En estas condiciones no seguiré hablando.
Y salió, no sin cierta majestad.
Aquella noche telefoneó Agliè para preguntar cómo estábamos y comunicarnos que al día siguiente nos invitarían por fin a participar en una ceremonia. Entretanto propuso que saliéramos a beber algo. Amparo tenía una reunión política con sus amigos, y fui solo.