Hay un cuerpo que rodea todo el conjunm del mundo, y has de representártelo con forma circular porque esa es la forma del Todo… Ahora imagina que bajo el círculo de ese cuerpo están los 36 decanos, en el centro, entre el círculo total y el círculo del zodíaco, separando esos dos círculos y por decirlo así delimitando el zodíaco, transportados a través del zodíaco junto con los planetas… El cambio de reyes, la sublevación de las ciudades, la carestía, la peste, el reflujo del mar, los terremotos, nada de todo esto se produce sin que influyan los decanos…
(Corpus Hermeticum, Stobaeus, excerptum VI)
—Pero, ¿qué saber?
—¿Es usted consciente de la grandeza de la época, entre el segundo y el tercer siglo después de Cristo? No por los fastos del imperio en su ocaso, sino por lo que entretanto estaba floreciendo en la cuenca del Mediterráneo. En Roma los pretorianos degollaban a sus emperadores, y en el Mediterráneo florecía la época de Apuleyo, de los misterios de Isis, de ese gran retorno de la espiritualidad que fueron el neoplatonismo, la gnosis… Tiempos felices, cuando los cristianos no habían tomado aún el poder y no se dedicaban a eliminar a los herejes. Época espléndida, habitada por el Nous, fulgurada de éxtasis, poblada de presencias, emanaciones, demonios y cohortes angélicas. Es un saber difuso, inconexo, antiguo como el mundo, que se remonta más allá de Pitágoras, hasta los brahmanes de la India, los hebreos, los magos, los gimnosofistas, e incluso hasta los bárbaros del extremo norte, los druidas de las Galias y de las islas británicas. Los griegos pensaban que los bárbaros eran tales porque no sabían expresarse, con esos lenguajes que para sus oídos demasiado educados sonaban como ladridos. En esta época, en cambio, se decide que los bárbaros sabían mucho más que los helenos, precisamente porque su lenguaje era impenetrable. ¿Acaso cree usted que los que bailarán esta noche conocen el significado de todos los cantos y nombres mágicos que pronunciarán? Por suerte no, porque el nombre desconocido funcionará como ejercicio de respiración, como vocalización mística. La época de los Antoninos… El mundo estaba lleno de maravillosas correspondencias, de semejanzas sutiles, que era preciso penetrar, hacer que penetrasen en uno, a través del sueño, la oración, la magia, que permite actuar sobre la naturaleza y sobre sus fuerzas mediante la influencia de lo similar en lo similar. El saber es inasible, volátil, escapa a toda medida. Por eso el dios que triunfa en esa época es Hermes, inventor de todas las astucias, dios de las encrucijadas, de los ladrones, pero artífice de la escritura, arte de la elusión y de la diferencia, de la navegación, que conduce al extremo de cada límite, donde todo se confunde en el horizonte, de las grúas para levantar las piedras del suelo, y de las armas, que transforman la vida en muerte, y de las bombas de agua, que hacen levitar la materia pesada, de la filosofía, que seduce y engaña… ¿Y sabe usted dónde está hoy Hermes? Aquí mismo, usted lo ha visto a la puerta, lo llaman Exu, ese mensajero de los dioses, mediador, comerciante, ignaro de la diferencia entre el bien y el mal.
Nos miró con divertida desconfianza.
—Están pensando que, igual que Hermes con las mercancías, yo soy demasiado raudo a la hora de redistribuir los dioses. Miren este librito que he comprado por la mañana en una librería popular del Pelourinho. Magias y misterios del Santo Cipriano, recetas de hechizos para obtener un amor, o para que muera nuestro enemigo, invocaciones a los ángeles y a la Virgen. Literatura popular para estos místicos de tez morena. Pero se trata de San Cipriano de Antioquía, sobre el que existe una inmensa literatura de los siglos de plata. Sus padres desean que aprenda todo y que sepa lo que hay en la tierra, en el aire y en el agua del mar, y le envían a los países más alejados para que aprenda todos los misterios, para que conozca la generación y la corrupción de las hierbas y las virtudes de las plantas y de los animales, no las de la historia natural, sino las de la ciencia oculta, sepultada en lo profundo de las tradiciones arcaicas y remotas. Y Cipriano se consagra a Delfos y a Apolo y a la dramaturgia de la serpiente, conoce los misterios de Mitra, a los quince años, sobre el monte Olimpo, guiado por quince hierofantes, asiste a ritos de invocación del Príncipe de Este Mundo, para dominar sus maquinaciones, en Argos es iniciado en los misterios de Hera, en Frigia aprende el arte adivinatoria de la hepatoscopia, y ya no hay nada en la tierra, en el mar y en el aire que le sea desconocido, ni fantasma, ni objeto de saber, ni artificio de algún tipo, ni siquiera el arte de modificar por sortilegio las escrituras. En los templos subterráneos de Menfis aprende cómo se comunican los demonios con las cosas terrestres, los sitios que aborrecen, los objetos que aman, y cómo habitan las tinieblas, y qué resistencias oponen en determinados dominios, y cómo saben poseer las almas y los cuerpos, y qué efectos obtienen de conocimiento superior, memoria, terror, ilusión, y el arte de provocar conmociones terrestres e influir en las corrientes del subsuelo… Después, ay, se convierte, pero algo de su saber queda, se transmite, y ahora volvemos a encontrarlo aquí, en la boca y en la mente de estos seres andrajosos a los que ustedes tachan de idólatras. Amiga mía, hace un momento me miraba como si yo fuese un ci-devant. ¿Quién vive en el pasado? ¿Usted, que quisiera regalarle a este país los horrores del siglo obrero e industrial, o yo que quiero que nuestra pobre Europa vuelva a encontrar la espontaneidad y la fe de estos hijos de esclavos?
—Jesús —siseó Amparo, agresiva—. También usted sabe que es una manera de tenerlos tranquilos…
—No tranquilos. Capaces aún de cultivar la espera. Sin el sentido de la espera ni siquiera existe el Paraíso, ¿acaso no nos lo han enseñado ustedes los europeos?
—¿Yo sería la europea?
—No importa el color de la piel, sino la fe en la tradición. Para devolver el sentido de la espera a un Occidente paralizado por el bienestar, esta gente paga, quizá sufre, pero conoce aún el lenguaje de los espíritus de la naturaleza, de los aires, de las aguas, de los vientos…
—Nos explotáis una vez más.
—¿Una vez más?
—Sí, debía de haberlo aprendido en el ochenta y nueve, conde. Cuando nos cansamos, ¡chac!
Y sonriendo como un ángel se había pasado la mano, extendida, bellísima, por debajo de la garganta. De Amparo deseaba hasta los dientes.
—Dramático —dijo Agliè mientras extraía su tabaquera y la acariciaba con las manos unidas—. ¿Así que me ha reconocido? Sólo que en el ochenta y nueve no fueron los esclavos quienes hicieron rodar las cabezas, sino esos buenos burgueses a los que usted debería detestar. Además, en tantos siglos, el conde de Saint-Germain ha visto cómo rodaban muchas cabezas, y cómo muchas regresaban a sus cuellos. Pero aquí llega la mãe-de-santo, la Ialorixá.
El encuentro con la abadesa del terreiro fue sereno, cordial, popular y culto. Era una negra grande, de sonrisa luminosa. A primera vista parecía una ama de casa, pero cuando empezamos a hablar comprendí por qué ese tipo de mujeres eran capaces de dominar la vida cultural de Salvador.
—¿Estos orixás son personas o fuerzas? —le pregunté.
La mãe-de-santo respondió que eran fuerzas, claro, agua, viento, hojas, arco iris. ¿Pero cómo impedir a los simples que los vieran como guerreros, mujeres, santos de las iglesias católicas? ¿Acaso vosotros, dijo, no adoráis quizá una fuerza cósmica bajo la forma de vuestras innumerables vírgenes? Lo importante es venerar la fuerza, el aspecto debe adecuarse a las posibilidades de comprensión de cada uno.
Después nos invitó a salir al jardín de atrás, para visitar las capillas antes de que se iniciara el rito. En el jardín estaban las casas de los orixás. Una bandada de jóvenes negras, en traje bahiano, iban y venían, alborozadas por los últimos preparativos.
Las casas de los orixás estaban distribuidas por el jardín como las capillas de un Monte Sacro, y exhibían por fuera la imagen del correspondiente santo. En el interior vibraban los colores crudos de las flores, de las estatuas, de los alimentos recién preparados, y ofrendados a los dioses. Blanco para Oxalá, azul y rosado para Yemanjá, rojo y blanco para Xango, amarillo y oro para Ogun… Los iniciados se arrodillaban besando el umbral y se tocaban la frente y detrás de la oreja.
—¿Pero entonces —pregunté—, Yemanjá es o no es Nuestra Señora de la Concepción? ¿Y Xango es o no es San Jerónimo?
—No haga preguntas incordiantes —me aconsejó Agliè—. En el umbanda es aún más complicado. De la línea de Oxalá forman parte San Antonio y los Santos Cosme y Damián. De la línea de Yemanjá forman parte sirenas, ondinas, caboclas del mar y de los ríos, marineros, y estrellas guía. De la línea de oriente forman parte hindúes, médicos, científicos, árabes y marroquíes, japoneses, chinos, mongoles, egipcios, aztecas, incas, caribes y romanos. De la línea de Oxossi forman parte el sol, la luna, el caboclo de las cascadas y el caboclo de los negros. De la línea de Ogun forman parte Ogun Beira-Mar, Rompe-Mato, lara, Megé, Narueé… En suma, depende.
—Jesús —volvió a exclamar Amparo.
—Se dice Oxalá —le susurré rozándole la oreja—. Tranquila, no pasarán.
La Ialorixá nos mostró una serie de máscaras que algunos acólitos estaban transportando al templo. Eran grandes capuchas de paja que luego irían poniéndose los médium a medida que entrasen en trance, al ser poseídos por la divinidad. Es una forma de pudor, nos dijo, en algunos terreiros los elegidos bailan con el rostro descubierto, exponiendo su pasión a los presentes. Pero es necesario proteger al iniciado, respetarlo, sustraerlo a la curiosidad de los profanos, o de cualquiera que no sea capaz de comprender el júbilo interior, y la gracia. Así se hacía en aquel terreiro, nos dijo, y por eso tampoco solían admitir a gente extraña. Pero quién sabe si algún día, comentó. El nuestro era sólo un hasta la vista.
Sin embargo, no quiso que nos marchásemos sin que hubiéramos probado las comidas de santo, aunque no de la cesta, que no debía tocarse hasta que finalizase el rito, sino de su cocina. Nos condujo a la parte de atrás del terreiro, y aquello fue un festín polícromo de mandioca, pimienta, coco, amendoim, gemgibre, moqueca de siri mole, vatapá, efó, caruru, judías negras con farofa, entre un olor tenue de especias africanas, sabores tropicales dulces e intensos que catamos contritos, porque sabíamos que participábamos de la mesa de los antiguos dioses del Sudán. Estábamos en nuestro derecho, nos dijo la Ialorixá, porque cada uno de nosotros, aunque no lo supiera, era hijo de un orixá, y muchas veces hasta se podía decir de quién. Audazmente pregunté de quién era hijo yo. Al principio la Ialorixá trató de evadirse, dijo que no se podía determinar con certeza, pero luego se avino a examinarme la palma de la mano, pasó sus dedos por ella, me miró a los ojos y dijo:
—Eres hijo de Oxalá.
Me sentí orgulloso. Amparo, ya más serena, propuso descubrir de quién era hijo Agliè, pero éste dijo que prefería no saberlo.
Cuando regresamos a casa, Amparo me dijo:
—¿Has mirado su mano? En lugar de la línea de la vida tiene una serie de líneas cortadas. Como un arroyuelo que encuentra una piedra y vuelve a fluir un metro más allá. Es la línea de alguien que debería haber muerto muchas veces.
—El campeón mundial de metempsicosis de longitud.
—No pasarán —se rió Amparo.