Un día, mientras contaba que había conocido a Poncio Pilatos en Jerusalén, describía minuciosamente la casa del gobernador, así como los platos que había en su mesa una noche en que había cenado allí. El cardenal de Rohan, convencido de que eran puras invenciones, se dirigió al camarero del conde de Saint-Germain, que era un anciano de cabellos blancos y aspecto honesto, y le dijo: «Amigo mío, me cuesta creer lo que dice vuestro amo. Admito que sea ventrílocuo, tampoco pondré en duda que es capaz de fabricar oro, pero que tenga dos mil años y haya visto a Poncio Pilatos ya me parece demasiado. ¿Usted estaba presente?» «Oh no, monseñor», respondió ingenuamente el camarero, «no soy tan viejo. Sólo llevo cuatrocientos años al servicio del señor conde»
(Collin de Plancy, Dictionnaire infernal, Paris, Mellier, 1844, p. 434)
En los días que siguieron, Salvador se apoderó de mí. Pasé poco tiempo en el hotel. Hojeando el índice del libro sobre los Rosacruces encontré una referencia al conde de Saint-Germain. Vaya, vaya, me dije, tout se tient.
De él había escrito Voltaire que «c’est un homme qui ne meurt jamais et qui sait tout», pero Federico de Prusia le respondió que «c’est un comte pour rire». Horace Walpole decía que era un italiano, o español, o polaco, que había amasado una gran fortuna en México y luego había huido a Constantinopla, con las joyas de su mujer. Los datos más fiables acerca de él se desprenden de las memorias de madame de Hausset, dame de chambre de la Pompadour (una buena garantía, observaba Amparo, intolerante). Se había valido de varios nombres, Surmont en Bruselas, Welldone en Leipzig, marqués de Aymar, de Bedmar o de Belmar, conde Soltikoff. Detenido en Londres en 1745, donde brillaba como músico tocando el violín y el clavicémbalo en los salones; tres años después, en Paris, ofrece sus servicios a Luis XV como experto en tinturas, a cambio de una estancia en el castillo de Chambord. El rey le encomienda misiones diplomáticas en Holanda, donde comete algún desaguisado y vuelve a huir a Londres. En 1762 le encontramos en Rusia, después nuevamente en Bélgica. Allí le encuentra Casanova, que cuenta cómo transformó una moneda en oro. En 1776 está en la corte de Federico II, a quien propone varios proyectos químicos, ocho años después muere en Schleswig, en tierras del landgrave de Hesse, donde estaba instalando una fábrica de colores.
Nada extraordinario, la típica carrera del aventurero del siglo XVIII, con menos amores que Casanova y estafas menos teatrales que las de Cagliostro. En el fondo, salvo unos pocos percances, goza de cierto crédito entre los poderosos, a quienes les promete las maravillas de la alquimia, pero con un toque industrial. Sólo que alrededor de él, y sin duda alimentado por él, va cobrando forma el rumor de su inmortalidad. En los salones se le oye mencionar con desenvoltura acontecimientos remotos, presentándose como un testigo ocular, y cultiva su leyenda con gracia, casi a escondidas.
Mi libro citaba también un pasaje de Gog, de Giovanni Papini, donde se describe un encuentro nocturno, en la cubierta de un trasatlántico, con el conde de Saint-Germain: abrumado por su pasado milenario, por los recuerdos que atestan su memoria, con acentos de desesperación que hacen pensar en Funes, «el memorioso» de Borges, salvo que el texto de Papini era de 1930. «No supongáis que nuestra suerte sea digna de envidia», dice el conde a Gog. «Al cabo de un par de siglos, un tedio incurable se apodera de los desgraciados inmortales. El mundo es monótono, los hombres no aprenden nada y vuelven a caer, cada generación, en los mismos errores y horrores, los acontecimientos no se repiten pero se asemejan… se acaban las novedades, las sorpresas, las revelaciones. Puedo confesároslo, ahora que sólo el Mar Rojo nos escucha: mi inmortalidad se me ha vuelto aburrida. La Tierra ya no tiene secretos para mí y ya no tengo esperanzas en mis semejantes.»
—Curioso personaje —observé—. Es evidente que nuestro Agliè juega a personificarlo. Caballero maduro, algo lánguido, con dinero que gastar, tiempo libre para viajar, y una propensión a lo sobrenatural.
—Un reaccionario coherente, que tiene el valor de ser decadente. En el fondo prefiero a uno como él que a los burgueses democráticos —dijo Amparo.
—Mucho Women power, y después caes en éxtasis por un besamanos.
—Así nos habéis educado, durante siglos. Dejad que nos liberemos poco a poco. No he dicho que quiera casarme con él.
—Menos mal.
La semana siguiente me telefoneó Agliè. Aquella noche seríamos recibidos en un terreiro de candomblé. No podríamos participar en el rito, porque la Ialorixá desconfiaba de los turistas, pero estaba dispuesta a recibirnos personalmente antes de la ceremonia y nos mostraría el ambiente.
Vino a recogernos en coche y condujo a través de las favelas, al otro lado de la colina. El edificio frente al cual nos detuvimos tenía un aspecto humilde, como de nave industrial, pero en la entrada un viejo negro nos recibió purificándonos con sahumerios. Más adelante, en un jardincillo pelado, encontramos una especie de enorme cesta, hecha con grandes hojas de palmera, en la que se veían algunos manjares tribales, las comidas de santo.
En el interior encontramos una gran sala con las paredes recubiertas de cuadros, del tipo de los exvotos, máscaras africanas. Agliè nos explicó la disposición del mobiliario: al fondo los bancos para los no iniciados, al lado el estrado para los instrumentos, y las sillas para los Ogã.
—Son personas distinguidas, no necesariamente creyentes pero respetuosas del culto. Aquí en Bahía el gran Jorge Amado es Ogã en un terreiro. Fue elegido por Lansa, señora de la guerra y de los vientos…
—Pero, ¿de dónde proceden estas divinidades? —pregunté.
—Es una historia compleja. En primer lugar, hay una rama sudanesa que se impone en el norte desde los comienzos de la esclavitud, y de esta cepa procede el candomblé de los orixás, es decir de las divinidades Áfricanas. En los Estados del sur está la influencia de los grupos bantúes y a partir de ahí se desencadenan todo tipo de conmistiones. Mientras que los cultos del norte permanecen fieles a las religiones africanas originarias, en el sur la macumba primitiva evoluciona hacia la umbanda, que sufre el influjo del catolicismo, el kardecismo y el ocultismo europeo…
—De modo que esta noche los templarios no tienen nada que ver.
—Los templarios eran una metáfora. De todas maneras, esta noche no tienen nada que ver. Pero el sincretismo tiene una mecánica muy sutil. ¿Ha observado, en la entrada, cerca de las comidas de santo, una estatuilla de hierro, una especie de diablillo con horcón, a cuyo pie se veían algunas ofrendas votivas? Es el Exu, poderosísimo en el umbanda, pero no en el candomblé. Y sin embargo, también el candomblé le rinde honores, le considera un espíritu mensajero, una suerte de Mercurio degenerado. En el umbanda, el Exu posee a los fieles, aquí no. No obstante, se le trata con benevolencia, nunca se sabe. Mire allá, en la pared… —Me indicó la estatua policromada de un indio desnudo y la de un viejo esclavo negro vestido de blanco, sentado fumando la pipa—: Son un caboclo y un preto velho, espíritus de los difuntos, que en los ritos umbanda tienen mucha importancia. ¿Qué hacen aquí? Se les honra, no son utilizados, porque el candomblé sólo establece relaciones con los orixás Áfricanos, pero no por eso reniega de ellos.
—Pero, ¿qué queda en común, de todas estas iglesias?
—Digamos que todos los cultos afrobrasileños se caracterizan por el hecho de que, durante el rito, los iniciados son poseídos, como en trance, por un ser superior. En el candomblé son los orixás, en el umbanda son los espíritus de los difuntos…
—Me había olvidado de mi país y de mi raza —dijo Amparo—. Dios mío, un poco de Europa y un poco de materialismo histórico me habían hecho olvidar todo, y sin embargo estas historias me las contaba mi abuela…
—¿Un poco de materialismo histórico? —sonrió Agliè—. Creo que he oído hablar de eso. Un culto apocalíptico practicado en Tréveris, ¿no?
Apreté el brazo de Amparo.
—No pasarán, querida.
—Jesús —murmuró ella.
Agliè había escuchado sin intervenir, nuestro breve diálogo a media voz.
—Las potencias del sincretismo son infinitas, estimada amiga. Si lo desea, puedo ofrecerle la versión política de toda esta historia. Las leyes del siglo XIX restituyen la libertad a los esclavos, pero en el intento de abolir los estigmas de la esclavitud se queman todos los archivos del comercio de esclavos. Estos pasan a ser formalmente libres, pero carecen de pasado. Entonces tratan de reconstruirse una identidad colectiva, a falta de la familiar. Vuelven a las raíces. Es su manera de oponerse, como dicen ustedes los jóvenes, a las fuerzas dominantes.
—Pero si usted acaba de decirme que intervienen esas sectas europeas… —dijo Amparo.
—Querida mía, la pureza es un lujo, y los esclavos aprovechan lo que hay. Pero se vengan. Hoy en día han atrapado más blancos que los que usted piensa. Los cultos africanos originarios tenían las debilidades de todas las religiones, eran locales, étnicos, miopes. En contacto con los mitos de los conquistadores han reproducido un antiguo milagro: han vuelto a dar vida a los cultos mistéricos de los siglos segundo y tercero de nuestra era, en el Mediterráneo, entre Roma que se iba desmoronando y los fermentos que llegaban de Persia, de Egipto, de la Palestina prejudaica… Durante los siglos del bajo imperio, África recibe los influjos de toda la religiosidad mediterránea, como si de un escrito, de un condensador se tratara. Europa se corrompe por el cristianismo de la razón de Estado. África conserva tesoros de saber, como ya los había conservado y difundido en época de los egipcios al entregarlos a los griegos, que habrían de deformarlos.