Todas las tradiciones de la Tierra deben verse como tradiciones de una tradición-madre y fundamental que, desde el origen, fuera entregada al hombre culpable y a sus primeros retoños.
(Louis-Claude de Saint Martin, De l’espirit des choses, Paris, Laran, 1800, II, «De l’esprit des traditions en général»)
Y vi Salvador, Salvador da Bahía de Todos os Santos, la «Roma negra», y sus trescientas sesenta y cinco iglesias, que se yerguen sobre el filo de las colinas o se reclinan por la bahía, y donde se rinde culto a los dioses del panteón africano.
Amparo conocía a un artista naïf que pintaba grandes cuadros sobre madera rebosantes de imágenes bíblicas y apocalípticas, luminosos como una miniatura medieval, con elementos coptos y bizantinos. Era marxista, por supuesto, hablaba de la revolución inminente, pasaba los días soñando en las sacristías del santuario de Nosso Senhor do Bomfim, triunfo del horror vacui, imbricada de exvotos que colgaban desde el techo e incrustaban las paredes, un collage místico de corazones de plata, prótesis de madera, piernas, brazos, imágenes de milagrosos salvamentos en medio de relampagueantes borrascas, trombas marinas, maelström. Nos llevó a la sacristía de otra iglesia, llena de grandes muebles con fragancia de jacaranda.
—¿A quién representa aquel cuadro —preguntó Amparo al sacristán—, a San Jorge?
El sacristán nos echó una mirada de complicidad:
—Le llaman San Jorge, y es mejor llamarle así porque, si no, el párroco se enfada, pero es Oxossi.
El pintor nos hizo visitar durante dos días naves y claustros protegidos por portadas decoradas como fuentes de plata ya ennegrecidas y gastadas. Nos acompañaban fámulos rugosos y claudicantes, las sacristías estaban enfermas de oro y peltre, de macizas cómodas, de marcos preciados. En vitrinas de cristal a lo largo de las paredes, imágenes entronizadas de santos en tamaño natural, chorreando sangre, con las llagas abiertas rociadas de gotas de rubí, Cristos retorcidos por el sufrimiento con piernas rojas por la hemorragia. En un centellear de oro tardo barroco, vi ángeles de rostro etrusco, grifos románicos y sirenas orientales asomando entre los capiteles.
Iba recorriendo calles antiguas, encantado por aquellos nombres que parecian canciones, Rua da Agonía, Avenida dos Amores, Travessa de Chico Diabo… Había llegado a Salvador en la época en que el gobierno, o quien actuara en su nombre, estaba saneando la ciudad vieja para barrer los millares de burdeles que había en ella, pero aún estaban a medio camino. Al pie de aquellas iglesias, desiertas y leprosas, entumecidas por su propio fasto, aún se extendían callejuelas malolientes donde pululaban prostitutas negras de quince años, viejas vendedoras de dulces africanos, acurrucadas sobre las aceras, con sus hornillos encendidos, enjambres de chulos que bailaban entre regueros de aguas inmundas al son del transistor del bar de al lado. Los antiguos palacios de los colonizadores, coronados de escudos ya ilegibles, se habían convertido en casas públicas.
Al tercer día fuimos con nuestro guía hasta el bar de un hotel de la ciudad alta, en la parte ya rehabilitada, en una calle llena de tiendas de anticuarios de lujo. Tenía que encontrarse con un señor italiano, según nos dijo, que se disponía a comprar, y sin discutir el precio, un cuadro suyo de tres metros por dos, donde nutridas escuadras angélicas estaban librando la batalla final contra las otras legiones.
Así fue como conocimos al señor Agliè. Correctamente vestido con un traje cruzado gris perla, a pesar del calor, gafas con montura de oro, sobre rostro rosado, cabellos plateados. Besó la mano de Amparo, como si no conociese otra manera de saludar a una dama, y pidió Champagne. El pintor tenía que marcharse, Agliè le entregó un fajo de travellers checks, le dijo que le enviase el cuadro al hotel. Nos quedamos conversando, Agliè hablaba correctamente el portugués, pero como alguien que lo hubiese aprendido en Lisboa, lo que le daba aún más el tono de un caballero de otros tiempos. Quiso saber quiénes éramos, hizo algunas reflexiones sobre el posible origen ginebrino de mi nombre, se interesó por la historia familiar de Amparo, pero quién sabe cómo, ya había inferido que la cepa era de Recife. En cuanto a sus orígenes, no dijo nada concreto:
—Soy como la gente de estas tierras —dijo—, en mis genes se han ido acumulando innumerables razas… El nombre es italiano, de una vieja posesión de un antepasado. Si, quizá noble, pero a quién le interesan esas cosas en nuestra época. Estoy en Brasil por curiosidad. Me apasionan todas las formas de la Tradición.
Tenía una buena biblioteca de ciencias religiosas, en Milán, me dijo, donde residía desde hacía unos años.
—Venga a verme cuando regrese, tengo muchas cosas interesantes, desde los ritos afrobrasileños hasta los cultos de Isis en el bajo imperio.
—Me encantan los cultos de Isis —dijo Amparo, que a menudo por orgullo amaba fingirse frívola—. Supongo que usted sabe todo sobre los cultos de Isis.
Agliè respondió con modestia.
—Sólo lo poco que he visto.
Amparo trató de recuperar terreno:
—¿No era hace dos mil años?
—No soy tan joven como usted —sonrió Agliè.
—Como Cagliostro —bromeé—. ¿No fue él quien cierta vez al pasar por delante de un crucifijo dejó que le oyeran susurrar a su criado: «Ya le dije a ese judío que se anduviese con cuidado aquella noche, pero no quiso escucharme»?
Agliè se puso rígido, temí que la broma hubiera resultado demasiado pesada. Iba a pedirle disculpas, pero nuestro anfitrión me interrumpió con una sonrisa conciliadora.
—Cagliostro era un intrigante, puesto que se sabe muy bien cuándo y dónde nació, y ni siquiera fue capaz de vivir muchos años. Puro alarde.
—No me extraña.
—Cagliostro era un intrigante —repitió Agliè—, pero eso no significa que no hayan existido y no existan personajes privilegiados que han podido atravesar muchas vidas. La ciencia moderna sabe tan poco sobre el proceso de senescencia que no es inconcebible que la mortalidad sea sencillamente el resultado de una mala educación. Cagliostro era un intrigante, pero el conde de Saint-Germain no, y cuando decía que algunos de sus secretos químicos los había aprendido de los antiguos egipcios quizá no estaba alardeando. Sólo que, como cuando mencionaba esos episodios nadie le creía, por cortesía para con sus interlocutores fingía que estaba bromeando.
—Pero usted finge que está bromeando para probarnos que dice la verdad —dijo Amparo.
—Veo que además de guapa es usted extraordinariamente perspicaz —dijo Agliè—. Pero le suplico que no me crea. Si me apareciese en el polvoriento resplandor de mis siglos, su belleza se marchitaría de golpe, y eso es algo que yo jamás podría perdonarme.
Amparo estaba fascinada y sentí un atisbo de celos. Desvié la conversación hacia las iglesias, hacia el San Jorge-Oxossi que habíamos visto. Agliè dijo que era absolutamente imprescindible que asistiésemos a un candomblé.
—No vayan a sitios donde les pidan dinero. Los sitios auténticos son aquellos donde se recibe sin pedir nada a cambio, ni siquiera que se crea. Que se asista con respeto, eso sí, con la misma tolerancia de todas sus creencias por las que ellos admiten incluso el descreimiento. Hay pais o mães-de-santo que parecen recién salidos de la cabaña del tío Tom, pero tienen la cultura de un teólogo de la Universidad Gregoriana.
Amparo puso una mano sobre la de Agliè.
—¡Llévenos! —dijo—. Hace años estuve en una tenda de umbanda, pero tengo recuerdos confusos, sólo me ha quedado el sentimiento de una gran turbación…
Agliè parecía inquieto por el contacto, pero no se sustrajo. Sólo, como le vería hacer después en momentos de reflexión, con la otra mano extrajo de un bolsillo del chaleco una cajita de oro y plata, quizá una tabaquera o una cajita para píldoras, con un gata de adorno en la tapa. En la mesa del bar ardía una lamparilla de cera y Agliè, como por azar, acercó la cajita a la llama. Pude ver cómo, al calor, el gata desaparecía para dejar paso a una miniatura, finísima, de color verde azulado y oro, que representaba una pastorcilla con una canastilla de flores. La hizo girar entre los dedos con distraída devoción, como si desgranara un rosario. Percibió mi interés, sonrió y guardó el objeto.
—¿Turbación? No quisiera, mi dulce señora, que además de perspicaz fuese usted exageradamente sensible. Una cualidad exquisita, cuando va asociada con la gracia y la inteligencia, pero peligrosa para quien va a ciertos sitios sin saber qué busca ni qué encontrará… Y por otra parte, no me confunda el umbanda con el candomblé. Este último es totalmente autóctono, afrobrasileño, como suele decirse, mientras que aquél es una flor bastante tardía, nacida de los injertos de los ritos indígenas en la cultura esotérica europea, con una mística que yo calificaría de templaria…
Los templarios habían vuelto a encontrarme. Le dije a Agliè que había investigado sobre ellos. Me miró con interés.
—Curiosa coyuntura, mi joven amigo. Aquí, bajo la Cruz del Sur, encontrar a un joven templario…
—No quisiera que me considerase un adepto…
—No faltaba más, señor Casaubon. Si supiera usted cuántos farsantes hay en este campo.
—Lo sé, lo sé.
—Precisamente. Pero tenemos que volver a vernos antes de que se marchen.
Nos dimos cita para el día siguiente: los tres queríamos explorar el mercadillo que había junto al puerto.
Allí nos encontramos, en efecto, a la mañana siguiente, y era un mercado del pescado, un zoco árabe, una feria que hubiese proliferado con virulencia de cáncer, una Lourdes invadida por las fuerzas del mal, donde los magos de la lluvia podían convivir con capuchinos extáticos y estigmatizados, entre saquitos propiciatorios con plegarias cosidas en el interior, manitas de piedra que representaban gestos obscenos y cuernos de coral, crucifijos, estrellas de David, símbolos sexuales de religiones prejudaicas, hamacas, alfombras, bolsos, esfinges, sagrados corazones, carcajes de los bororó, collares de conchas. La mística degenerada de los conquistadores europeos se fundía con la ciencia cualitativa de los esclavos, así como la piel de cada uno de los concurrentes contaba una historia de genealogías perdidas.
—He aquí —dijo Agliè—, una imagen de lo que los manuales de etnología llaman sincretismo brasileño. Una palabra muy fea, según la ciencia oficial. Pero en su sentido más elevado el sincretismo es el reconocimiento de una única tradición, que atraviesa y nutre todas las religiones, todos los saberes, todas las filosofías. El sabio no es aquel que discrimina, es el que combina los jirones de luz cualquiera sea su procedencia… Y por lo tanto, son más sabios estos esclavos, o descendientes de esclavos, que los etnólogos de la Sorbona. ¿Me entiende, al menos usted, bella señora?
—No con la mente —dijo Amparo—. Con el útero. Perdone usted, supongo que el conde de Saint-Germain no hablaría así. Quiero decir que he nacido en este país, de modo que incluso lo que no conozco me habla desde alguna parte, aquí, creo…
Se tocó el seno.
—¿Qué fue lo que le dijo aquella noche el cardenal Lambertini a la dama que llevaba una espléndida cruz de diamantes en el escote? Qué gozo morir en ese calvario. Así me gustaría a mí escuchar esas voces. Ahora soy yo el que debe disculparse y con los dos. Vengo de una época en que uno se habría condenado con tal de rendir homenaje a la hermosura. Querrán estar solos. Nos mantendremos en contacto.
—Podría ser tu padre —le dije a Amparo mientras la arrastraba entre las mercancías.
—Incluso mi bisabuelo. Ha dado a entender que tenía al menos mil años. ¿Estás celoso de la momia del faraón?
—Estoy celoso de cualquiera que logre encender una bombilla en tu cabecita.
—Qué bonito, esto sí que es amar.