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…esos misteriosos Iniciados, que han proliferado, que son audaces y conspiran: jesuitismo, magnetismo, martinismo, piedra filosofal, sonambulismo, eclecticismo, todo viene de ellos.

(C.-L. Cadet-Gassicourt, Le tombeau de Jacques de Molay, París, Desenne, 1797, p. 91)

La carta me turbó. No por temor a que De Angelis me buscara, ni soñarlo, en otro hemisferio, sino por razones más imperceptibles. En aquel momento pensé que me irritaba que me llegara de rebote hasta allí un mundo que había dejado a mis espaldas. Ahora comprendo que lo que me perturbaba era una enésima maquinación de la semejanza, la sospecha de una analogía. Mi reacción instintiva fue pensar que me fastidiaba haber vuelto a encontrar a Belbo con su eterno cargo de conciencia. Decidí archivar el tema, y no le dije nada a Amparo.

A ello me ayudó la segunda carta, que Belbo me envió dos días después, para tranquilizarme.

La historia de la médium había concluido bastante bien. Un confidente de la policía había contado que el amante de la muchacha había estado implicado en un ajuste de cuentas relacionado con un alijo de droga, que había vendido al por menor en lugar de entregarla al honesto mayorista que ya la había pagado. Son cosas muy mal vistas en el ambiente. De modo que para salvar el pellejo se había evaporado. Y era obvio que se hubiese llevado a su compañera. Además, hurgando en el apartamento, De Angelis había encontrado revistas por el estilo de Picatrix, con una serie de artículos llenos de pasajes subrayados con rojo. Uno se refería al tesoro de los templarios, otro a los rosacruces que vivían en un castillo o en una caverna o el diablo sabe dónde, en el que podía leerse la frase «post 120 annos patebo», y habían sido descritos como treinta y seis invisibles. Por tanto, para De Angelis todo estaba claro. La médium se alimentaba de aquella literatura (la misma con que se alimentaba el coronel) y después la vomitaba cuando estaba en trance. El caso estaba cerrado, y ahora pasaba a la brigada de estupefacientes.

La carta de Belbo rezumaba alivio. La explicación de De Angelis parecía la más económica.

La otra noche, en el periscopio, pensaba que quizá las cosas habían sido bien distintas: la médium había mencionado, si, algo que le había dicho Ardenti, pero era algo que nunca se había publicado en las revistas, y que nadie debía conocer. En el ambiente de Picatrix había alguien que había hecho desaparecer al coronel para que no hablase, ese alguien se había dado cuenta de que Belbo deseaba interrogar a la médium, y la había eliminado. Después, para desviar las pesquisas, también había eliminado a su amante, y había instruido a un confidente de la policía para que contase la historia de la fuga.

Así de simple, si hubiera existido un Plan. Pero, ¿existía? Al fin y al cabo, ese Plan lo inventariamos nosotros, y mucho tiempo después… ¿Es posible que la realidad no sólo sobrepase a la ficción, sino que la preceda, o más bien se apresure, con adelanto, a reparar los daños que la ficción provocará?

Sin embargo, en aquel momento, en Brasil, no fueron ésos los pensamientos que me sugirió la carta. Más bien, volví a sentir, una vez más, que había algo que se parecía a otra cosa. Pensaba en el viaje a Bahía, y pasé la tarde visitando tiendas de libros y objetos de culto que hasta entonces había desatendido. Encontré tiendecitas casi secretas y centros comerciales atiborrados de estatuas e ídolos. Compré perfumadores de Yemanjá, insecticidas místicos de perfume penetrante, bastoncillos de incienso, aerosoles que rociaban una esencia dulzona dedicada al Sagrado Corazón de Jesús, amuletos baratos. Y encontré muchos libros, algunos para los devotos, otros para los que estudiaban a los devotos, todos juntos, formularios de exorcismos, Como adivinhar o futuro na bola de cristal, y manuales de antropología. Y una monografía sobre los rosacruces.

Todo se amalgamó de repente. Ritos satánicos y moriscos en el Templo de Jerusalén, brujos africanos para los subproletarios del nordeste, el mensaje de Provins con sus ciento veinte años, y los ciento veinte años de los rosacruces.

¿Me había convertido en una coctelera ambulante, capaz sólo de mezclar mejunjes de muchos licores, o había provocado un cortocircuito al tropezar con una maraña de hilos multicolores que se estaban enredando por sí solos, y desde hacia muchísimo tiempo? Compré el libro sobre los rosacruces. Después pensé que, si sólo me hubiese quedado unas horas en aquellas librerías, habría encontrado decenas de coroneles Ardenti y médiums.

Regresé a casa y comuniqué oficialmente a Amparo que el mundo estaba lleno de desnaturalizados. Ella me prometió consuelo y concluimos el día como manda naturaleza.

Estábamos a finales del setenta y cinco. Decidí olvidar las semejanzas y dedicar todas mis energías al trabajo. Al fin y al cabo tenía que enseñar cultura italiana, no doctrina rosacruz.

Me dediqué a la filosofía del humanismo y descubrí que, tan pronto como habían salido de las tinieblas de la Edad Media, los hombres de la modernidad laica no encontraron nada mejor que dedicarse a la Cábala y a la magia.

Después de pasarme dos años entre humanistas que recitaban fórmulas para convencer a la naturaleza de que hiciese lo que no tenía la menor intención de hacer, recibí noticias de Italia: mis antiguos compañeros, o al menos algunos de ellos, se dedicaban a dispararle a la nuca a los que no estuviesen de acuerdo con ellos, para convencer a la gente de que hiciese cosas que no tenía la menor intención de hacer.

No lo entendía. Decidí que ya formaba parte del Tercer Mundo, y resolví ver Bahía. Me fui con una historia de la cultura renacentista bajo el brazo, y el libro sobre los rosacruces, que había permanecido mohoso en un estante.