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Sauvez la faible Aischa des vertiges de Nahash, sauvez la plaintive Héva des mirages de la sensibilité, et que les Khérubs me gardenn

(Joséphin Péladan, Comment on devient Fée, París, Chamuel, 1893, p. XIII)

Mientras me internaba en la selva de las semejanzas recibí carta de Belbo.

Estimado Casaubon:

Hasta hace unos días ignoraba que estuviese en Brasil, había perdido por completo su rastro, ni siquiera sabía que se hubiese doctorado (le felicito), pero en el Pílades he encontrado a alguien que me ha dado sus señas. Me parece oportuno ponerle al corriente de algunas novedades relacionadas con la lamentable historia del coronel Ardenti. Han transcurrido más de dos años, si no me equivoco, y le ruego que me perdone una vez más, fui yo quien aquella mañana le metí en este enredo, sin quererlo.

Casi había olvidado aquella fea historia, pero hace un par de semanas estuve recorriendo la comarca de Montefeltro y fui a parar a la fortaleza de San Leo. Parece que en el siglo XVIII estaba bajo el dominio pontificio, y el papa encerró allí a Cagliostro, en una celda sin puerta (se entraba, por primera y última vez, por una trampa que había en el techo) y con un ventanuco desde el que el condenado sólo podía ver las dos iglesias de la aldea. En el banco donde dormía Cagliostro vi un ramo de rosas, y me explicaron que aún hay muchos devotos que acuden en peregrinación al lugar del martirio. Me dijeron que entre los peregrinos más asiduos se cuentan los miembros de Picatrix, un cenáculo milanés de estudios misteriosóficos, que publica una revista llamada, admire la fantasía, Picatrix.

Sabe que este tipo de extravagancias suelen despertar mi curiosidad, en Milán me agencié un número de Picatrix, por el que me enteré de que unos días después se celebraría una evocación del espíritu de Cagliostro. Allí fui.

Las paredes estaban cubiertas de estandartes llenos de signos cabalísticos, gran derroche de búhos y lechuzas, escarabajos e ibis, divinidades orientales de origen desconocido. Al fondo había un estrado, con un proscenio de antorchas ardiendo sobre rústicos troncos, en el fondo un altar con retablo triangular y dos estatuillas de Isis y Osiris. Alrededor, un anfiteatro de figuras de Anubis, un retrato de Cagliostro (¿de quién si no, verdad?), una momia dorada tamaño Keops, dos candelabros de cinco brazos, un gong sostenido por dos serpientes rampantes, un atril encima de un podio cubierto de percal estampado con jeroglíficos, dos coronas, dos trípodes, un sarcofaguito neceser, un trono, una butaca imitación siglo XVII, cuatro sillas desaparejadas modelo banquete del juez de Nottingham, velas, velitas, velones, todo un ardor muy espiritual.

Bueno, entran siete monaguillos con túnica roja y antorcha, y luego el oficiante, que parece ser el director de Picatrix, y se llamaba Brambilla, que los dioses le perdonen, con paramentos rosa y verde oliva, y detrás la pupila, o médium, y después seis acólitos de cándidas vestiduras que parecen muchos Ninetto Davoli pero con ínfula, la del dios, si se acuerda de nuestros clásicos.

El susodicho Brambilla se coloca en la cabeza una tiara con medialuna, empuña un espadón ritual, traza unas figuras mágicas sobre el estrado, invoca a algunos espíritus angélicos con nombres terminados en «el», y de pronto recuerdo vagamente aquellos sortilegios pseudosemíticos del mensaje de Ingolf, pero es cosa de un momento y después me distraigo. Entre otras cosas porque entonces sucede algo singular, los micrófonos del estrado están conectados con un sintonizador, que debería recoger ondas que vagan por el espacio, pero el operador, con ínfula, debe de haber cometido un error, porque primero se oye música disco y después entra en antena Radio Moscú. Brambilla abre el sarcófago, extrae un grimoire, esgrime un incensario y grita «oh señor que venga tu reino», y parece que da resultado, porque Radio Moscú calla, pero en el momento más mágico vuelve a atacar con una canción de cosacos beodos, esos que bailan con el trasero a ras del suelo. Brambilla invoca la Clavícula Salomonis, quema un pergamino sobre el trípode, exponiéndose a un incendio, invoca algunas divinidades del templo de Karnak, pide con descaro que le coloquen sobre la piedra cúbica de Esod, y llama insistentemente a un tal Familiar 39, que al público debía de serle de lo más familiar porque un estremecimiento recorre la sala. Una espectadora cae en trance, los ojos hacia arriba, en blanco, la gente grita un médico un médico, entonces Brambilla invoca el Poder de los Pentáculos y la pupila, que a todo esto se ha sentado en la butaca falso siglo XVII, empieza a agitarse, a gemir, Brambilla la acosa interrogándola con ansiedad, mejor dicho interrogando al Familiar 39 que, como intuyo en ese momento, no es otro que el mismísimo Cagliostro.

Y de pronto empieza la parte inquietante, porque la muchacha realmente da pena y sufre en serio, suda, tiembla, brama, empieza a pronunciar frases inconexas, habla de un templo, de una puerta que hay que abrir, dice que se está creando un vórtice de fuerzas, que es necesario subir hacia la Gran Pirámide, Brambilla se mueve frenéticamente por el estrado tocando el gong, y llamando a Isis a gritos, yo disfruto del espectáculo, cuando de repente oigo que entre un suspiro y un gemido la muchacha habla de seis sellos, de una espera de ciento veinte años y de treinta y seis invisibles. Ya no hay duda, está hablando del mensaje de Provins. Mientras espero oír algo más, la muchacha se desploma exhausta, Brambilla le acaricia la frente, bendice a los presentes con el incensario y dice que la ceremonia ha concluido.

Entre impresionado y curioso, trato de acercarme a la muchacha, que ya se ha recobrado, se ha puesto un abrigo bastante raído y está saliendo por la parte de atrás. Voy a tocarla en un hombro cuando siento que me cogen del brazo. Me vuelvo y es el comisario De Angelis, que me dice que la deje marcharse, que él sabe dónde encontrarla. Me invita a tomar un café. Le sigo, como si me hubiese pillado en falta, y en cierto modo es verdad, y en el bar me pregunta por qué estaba allí y por qué trataba de acercarme a la muchacha. Me enfado, le respondo que no vivimos en una dictadura, y que puedo acercarme a quien quiera. Se disculpa y luego me explica: las investigaciones sobre Ardenti habían avanzado lentamente, pero había tratado de averiguar cómo había pasado aquellos dos días en Milán antes de entrevistarse con los de Garamond y con el misterioso Rakosky. Un año más tarde, por un golpe de suerte, habían sabido que alguien había visto a Ardenti saliendo de la sede de Picatrix con la pitonisa. Esta, por lo demás, le interesaba, porque convivía con un individuo no desconocido por la brigada de estupefacientes.

Le digo que estoy allí por pura casualidad y que me había llamado la atención el hecho de que la muchacha hubiera dicho algo sobre seis sellos que nos había mencionado el coronel. El me señala que no deja de ser extraño que al cabo de dos años recuerde tan bien lo que había dicho el coronel, puesto que al día siguiente sólo había dicho que nos había hablado vagamente del tesoro de los templarios. Entonces le digo que precisamente el coronel había hablado de un tesoro protegido por algo así como seis sellos, pero que el detalle no me había parecido importante, porque todos los tesoros están protegidos por siete sellos y escarabajos de oro. El observa que entonces no alcanza a comprender por qué me llamaron la atención las palabras de la médium, puesto que todos los tesoros están protegidos por escarabajos de oro. Le pido que no me trate como a un sospechoso y cambia de tono y se echa a reír. Dice que no le parece extraño que la muchacha haya dicho esas cosas, porque de alguna manera Ardenti debía de haberle hablado de sus fantasías, quizá tratando de utilizarla para establecer algún contacto astral, como dicen en el ambiente. La médium es una esponja, una placa fotográfica, debe de tener un subconsciente como un parque de atracciones, me dijo, probablemente los de Picatrix le hacen un lavado de cerebro todo el año, no es inverosímil que en estado de trance, porque la muchacha lo hace en serio, no finge, y tampoco está bien de la cabeza, hayan vuelto a aflorarle unas imágenes que la impresionaron hace tiempo.

Pero dos días después De Angelis se me presenta en el despacho y me dice que qué extraño, al día siguiente había ido a buscar a la muchacha y no estaba. Pregunta a los vecinos, nadie la ha visto, más o menos desde la tarde previa a la noche de la ceremonia, se escama, entra en el piso, lo encuentra en desorden, sábanas por el suelo, almohadas en un rincón, periódicos pisoteados, cajones vacíos. Desaparecida, ella y su concubino o mancebo o conviviente o comoquiera que se diga.

Me dice que si sé algo más es mejor que hable, porque es extraño que la muchacha se haya esfumado y que puede ser por dos razones: o alguien se dio cuenta de que él, De Angelis, la estaba vigilando, o notaron que un tal Jacopo Belbo intentaba hablar con ella. De manera que las cosas que había dicho en trance quizá se referían a algo serio y ni siquiera Ellos, fuesen quienes fuesen, se habían dado cuenta de que supiera tantas cosas. «Suponga además que a algún colega mío se le ocurra que la ha matado usted», añadió De Angelis sonriendo amablemente, «ya ve que nos conviene andar a una.» Estaba a punto de perder la calma, Dios sabe que no me sucede con frecuencia, le pregunté por qué una persona que no está en su casa tendría que haber sido asesinada, y el me preguntó si recordaba la historia de aquel coronel. Le dije que de todas formas, si la habían matado o raptado, había sido la noche que yo estaba con él, y él me preguntó por qué estaba tan seguro, porque nos habíamos separado hacia medianoche y no sabía qué había sucedido después, le pregunté si estaba hablando en serio, entonces me preguntó si nunca había leído una novela policiaca y si no sabía que la policía debe sospechar por principio de todo aquel que no disponga de una coartada luminosa como Hiroshima, y que allí mismo donaba la cabeza para un trasplante si yo era capaz de presentarle una coartada para el lapso transcurrido entre la una de la madrugada y la mañana siguiente.

Qué quiere que le diga, Casaubon, quizá debiera haberle contado la verdad, pero la gente de mi tierra es terca y es incapaz de dar marcha atrás.

Le escribo porque así como yo he encontrado sus señas también De Angelis podría encontrarlas: si llega a ponerse en contacto con usted, quiero que al menos conozca la línea que he seguido. Pero como creo que es una línea muy poco recta, si le parece bien, cuéntele todo. Perdone, me avergüenzo, me siento cómplice de algo, y busco una razón mínimamente digna para justificarme, pero no la encuentro. Deben de ser mis orígenes campesinos, en esos campos nuestros somos mala gente.

Toda una historia, como se dice en Alemán, unheimlich.

Cordialmente,

Jacopo Belbo