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La analogía de los contrarios es la relación entre la luz y la sombra, la cima y el abismo, la plenitud y el vacío. La alegoría, madre de todos los dogmas, es la sustitución del sello por la impronta, de la realidad por las sombras, es la mentira de la verdad y la verdad de la mentira.

(Eliphas Levi, Dogme de la haute magie, París, Baillère, 1856, XXII, 22)

Había llegado a Brasil por amor a Amparo, y me había quedado por amor al país. Nunca he entendido por qué esa descendiente de holandeses afincados en Recife y mezclados con indios y con negros sudaneses, con el rostro de una jamaicana y la cultura de una parisina, tenía un nombre español. Nunca he logrado explicarme los nombres brasileños. Desafían cualquier repertorio onomástico, y existen sólo allí.

Amparo me decía que en su hemisferio, cuando el agua se va por el agujero del lavabo, gira de derecha a izquierda, mientras que entre nosotros es al revés; o viceversa. No he podido verificar si era verdad. No sólo porque en nuestro hemisferio nadie ha mirado jamás de qué parte se va el agua, sino también porque después de varios experimentos en Brasil comprendí que no es nada fácil descubrirlo. El torbellino es demasiado rápido como para poder seguirlo, y probablemente su dirección depende de la fuerza y la inclinación del chorro, de la forma del lavabo o de la bañera. Y además, si fuese cierto, ¿qué sucedería en el ecuador? quizá el agua caería en picado, sin remolino, ¿o no caería para nada?

En aquella época no me tomé el problema como una tragedia, pero el sábado por la noche pensé que todo dependía de las corrientes telúricas y que el Péndulo poseía su secreto.

Amparo se mantenía firme en su fe. «No importa lo que suceda en el caso empírico», me decía, «se trata de un principio ideal, que debe verificarse en condiciones ideales, o sea nunca. Pero es verdad.»

En Milán, Amparo me había parecido deseable por su desencanto. Allá, en contacto con los ácidos de su tierra, se transformaba en algo más inasible, lúcidamente visionaria y capaz de racionalidades subterráeas. La sentía agitada por pasiones antiguas, siempre atenta a sofrenarlas, imbuida de un patético ascetismo que le ordenaba resistir a su seducción.

Pude apreciar sus espléndidas contradicciones viéndola discutir con sus compañeros. Eran reuniones en casas en mal estado, decoradas con pocos carteles y muchos objetos folklóricos, retratos de Lenin y terracotas del nordeste que exaltaban la figura del cangaceiro, o fetiches amerindios. No había llegado en uno de los momentos de mayor diafanidad política, y después de la experiencia en mi país, había decidido mantenerme alejado de las ideologías, sobre todo allí, donde no las comprendía. Lo que decían los compañeros de Amparo aumentaba mi incertidumbre, pero me despertaba nuevas curiosidades. Todos eran marxistas, naturalmente, y a primera vista hablaban casi como un marxista europeo, pero hablaban de algo distinto, y de pronto, en medio de una discusión sobre la lucha de clases, hablaban del «canibalismo brasileño», o del papel revolucionario de los cultos afroamericanos.

Oyendo hablar de esos cultos comprendí que allá también el torbellino ideológico gira en sentido contrario. Me pintaban un panorama de oscilantes migraciones internas, en las que los desheredados del norte descendían hacia el sur industrializado, se marginalizaban en metrópolis inmensas, asfixiados entre nubes de contaminación, regresaban desesperados al norte, para al año siguiente volver a huir hacia el sur; pero en esas oscilaciones muchos encallaban en las grandes ciudades y eran absorbidos por una pléyade de iglesias autóctonas, se entregaban al espiritismo, a la evocación de divinidades africanas… En este punto, los compañeros de Amparo se dividían, para algunos, ese movimiento expresaba un retorno a las raíces, una oposición al mundo de los blancos, para otros, los cultos eran la droga con que la clase dominante tenía controlado el inmenso potencial revolucionario de esas gentes, para otros más, eran el crisol en que blancos, indios y negros se fundían, abriendo perspectivas aún confusas y de incierto destino. Amparo era tajante, las religiones siempre han sido el opio de los pueblos, y más aún lo eran aquellos cultos pseudotribales. Después la cogía por la cintura en las «escolas de samba», cuando también yo me unía a las serpientes de bailarines que se movían sinusoidalmente al ritmo del insostenible tabaleo de los tambores, y me daba cuenta de que a ese mundo ella se adhería con los músculos del vientre, con el corazón, con la cabeza, con los agujeros de la nariz… Y después salíamos, y ella era la primera en anatemizar con sarcasmo y rencor la religiosidad profunda, orgiástica, de aquella lenta consagración, semana tras semana, mes tras mes, al rito del carnaval. Tan tribal y brujesco, decía con odio revolucionario, como los ritos futbolísticos, donde se ve a los desheredados agotar su energía combativa y su capacidad de rebelión, para entregarse a encantamientos y conjuros, y lograr que los dioses de todos los mundos posibles les concedan la muerte del defensa contrario, olvidándose del dominio que los quería estáticos y entusiastas, condenados a la irrealidad.

Lentamente fui perdiendo el sentido de la diferencia. Así como poco a poco me iba habituando a no tratar de reconocer las razas, en aquel universo de rostros que narraban historias centenarias de hibridaciones caóticas. Renuncié a determinar dónde estaba el progreso, dónde la rebelión, dónde la confabulación, como se expresaban los compañeros de Amparo del capital. ¿Cómo podía seguir pensando en europeo, cuando venía a saber que las esperanzas de la extrema izquierda estaban cifradas en un obispo del nordeste, de quien se decía que en su juventud había simpatizado con el nazismo, que ahora enarbolaba la antorcha de la revolución, turbando al Vaticano horrorizado y a los tiburones de Wall Street, encendiendo de júbilo el ateísmo de los místicos proletarios, fascinados por el estandarte amenazador y dulcísimo de una Bella Señora que, traspasada por los siete dolores, contemplaba el sufrimiento de su pueblo?

Cierta mañana, al salir con Amparo de un seminario sobre la estructura de clase del lumpenproletariat, recorríamos en coche una carretera que bordeaba la costa. Divisé en la playa exvotos, velitas y canastillos blancos. Amparo me dijo que eran ofrendas a Yemanjá, la diosa de las aguas. Se apeó, caminó compungida hasta el borde del mar, estuvo allí un momento sin hablar. Le pregunté si creía en aquello. Me preguntó con rabia cómo podía suponerlo. Después añadió:

—Mi abuela me traía a la playa e invocaba a la diosa para que yo pudiese crecer hermosa, buena y feliz. ¿Quién es ese filósofo vuestro que hablaba de los gatos negros, y de los cuernos de coral, y decía «no es verdad, pero lo creo»? Pues bien, yo no lo creo, pero es verdad.

—Aquel día decidí ahorrar de mi sueldo, para poder viajar a Bahía.

Pero también fue entonces, lo sé, cuando empecé a dejarme acunar por el sentimiento de la semejanza: todo podía tener misteriosas analogías con todo.

Cuando regresé a Europa transformé esa metafísica en una mecánica; y por eso acabé en la trampa en que hoy me encuentro. Pero en aquel entonces me movía en un crepúsculo donde se anulaban las diferencias. Racista, pensé que las creencias de los otros pueden ser, para el hombre fuerte, ocasiones de dulces fantasías.

Aprendí ritmos, maneras de relajar el cuerpo y la mente. Pensaba en ello la otra noche en el periscopio, mientras luchaba contra el hormigueo de mis miembros, moviéndolos como si aún estuviese tocando el agogõ. Ya ves, decía para mis adentros, para sustraerte al poder de lo desconocido, para demostrarte a ti mismo que no crees en ello, aceptas sus encantamientos. Como un ateo confeso, que ve al diablo por la noche y hace el siguiente razonamiento de ateo: sin duda, él no existe, es sólo una ilusión de mis sentidos excitados, quizá un efecto de la digestión, pero él no lo sabe, y cree en su teología al revés. ¿Qué podría meterle miedo a él, que está seguro de su existencia? Basta con santiguarse y él, que cree, desaparece tras una nube de azufre.

Así me sucedió a mí, como a un etnólogo sabelotodo que durante años ha estudiado el canibalismo y para desafiar la necedad de los blancos va diciendo que la carne humana tiene un sabor muy delicado. Irresponsable, porque sabe que nunca tendrá ocasión de probarla. Hasta que alguien, ansiando la verdad, decide probar la suya. Y mientras el otro le devora, trozo a trozo, ya no sabrá quién tenía razón, y casi desea que el rito sea bueno, para que al menos su muerte tenga un sentido. Así la otra noche yo tenía que creer que el Plan era verdad, porque, si no, durante aquellos dos últimos años, sólo habría sido el arquitecto omnipotente de una maligna pesadilla. Mejor que la pesadilla fuera realidad, si algo es verdad, es verdad, y uno no tiene nada que ver con ello.