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Los caballeros del Grial ya no querían que se les hicieran preguntas.

(Wolfram von Eschenbach, Parzival, XVI, 819)

Belbo fue breve: le repitió todo lo que ya había dicho por teléfono, añadiendo sólo algunos detalles secundarios. El coronel había contado una historia confusa: había dicho que había descubierto la pista de un tesoro en ciertos documentos que encontrara en Francia, pero no nos había dicho mucho más. Parecía convencido de que estaba en posesión de un secreto peligroso y deseaba darlo a conocer en algún momento, para dejar de ser el único depositario. Había dado a entender que otros, que habían descubierto el secreto antes que él, habían desaparecido en circunstancias misteriosas. Se había declarado dispuesto a mostrarnos los documentos tan pronto como le asegurásemos el contrato, pero Belbo no podía prometer ningún contrato si antes no veía algo concreto, de manera que se habían despedido dejando una cita en el aire. Había mencionado un encuentro con un tal Rakosky, y había dicho que se trataba del director de los Cahiers du Mystère. Quería pedirle un prefacio. Parecía que Rakosky le había aconsejado demorar la publicación. El coronel no le había dicho que pensaba ir a la Garamond. Eso era todo.

—Bueno, bueno —dijo De Angelis—. ¿Qué impresión les hizo?

—Nos pareció un exaltado y aludió a un pasado, ¿cómo le diría?, un poco nostálgico, y a un periodo de servicio en la Legión Extranjera.

—Pues les dijo la verdad, aunque no toda. En cierto sentido ya lo estábamos vigilando, pero sin poner demasiado empeño. Casos como éste tenemos a montones… En síntesis, ni siquiera se llamaba Ardenti, pero tenía un pasaporte francés en regla. Desde hacía unos años había vuelto a aparecer por Italia, de vez en cuando, y había sido identificado, aunque sin certeza, con un tal capitán Arcoveggi, condenado a muerte en rebeldía en 1945. Colaboración con las SS para enviar a unas cuantas personas a Dachau. También en Francia estaba vigilado, había sido sometido a juicio por estafa y se había salvado por un pelo. Se supone, repito, se supone que es la misma persona que el año pasado se hacía llamar Fassotti y fue denunciado por un pequeño industrial de Peschiera Borromeo. Le había convencido de que en el lago de Como aún se encontraba el tesoro de Dongo, que él había descubierto el sitio y que sólo se necesitaban unos pocos millones para contratar dos hombres-rana y una lancha… Una vez que se hizo con el dinero, se esfumó. Y ahora ustedes me confirman que tenía la manía de los tesoros.

—¿Y el tal Rakosky? —preguntó Belbo.

—Ya hemos hecho las averiguaciones. En el Príncipe de Savoia se hospedó un tal Wladimir Rakosky, con pasaporte francés. La descripción no dice mucho, un señor de aspecto distinguido. Coincide con la descripción del portero de aquí. En el mostrador de Alitalia aparece registrado esta mañana, en el primer vuelo a París. He avisado a la Interpol. ¡Annunziata! ¿Ha llegado algún mensaje de París?

—Todavía nada, doctor.

—Pues bien, el coronel Ardenti, o comoquiera que se llame, llega a Milán hace cuatro días, no sabemos qué hace durante los tres primeros, ayer a las dos presumiblemente ve a Rakosky en el hotel, no le dice que ir a sus oficinas, y eso me parece interesante. Por la noche viene aquí, probablemente con el mismo Rakosky y otro individuo… y después todo se vuelve confuso. Aunque no lo hayan matado, está claro que registran todo el apartamento. ¿Qué buscan? En la chaqueta… ah, sí, porque, suponiendo que salga, sale en mangas de camisa, la chaqueta con el pasaporte queda en la habitación, pero no vayan a pensar ustedes que esto simplifica las cosas, porque el viejo dice que estaba echado en la cama con la chaqueta puesta, aunque también pudo haber sido un batín, Dios mío, esto empieza a parecerse ya a un manicomio; decía que en la chaqueta todavía tenía algo de dinero, incluso demasiado… De manera que buscaban otra cosa. Y la única idea interesante acaban de dármela ustedes. El coronel tenía unos documentos. ¿Cómo eran?

—Traía una carpeta de color marrón —dijo Belbo.

—Me pareció que era roja —dije yo.

—Era marrón —insistió Belbo—, pero quizá me equivoque.

—Pues fuera roja o marrón —dijo De Angelis—, el hecho es que aquí no está. Los señores de anoche se la han llevado. Por tanto, la clave es esa carpeta. Yo creo que Ardenti no quería publicar ningún libro. Había reunido algunos datos para extorsionar a Rakosky y trataba de hacer ver que tenía contactos con editoriales como forma de presionarle. Cuadraría con su estilo. Ahora podrían hacerse otras hipótesis. Los dos visitantes se marchan tras haberle amenazado; Ardenti se asusta y huye durante la noche, abandonándolo todo, salvo la carpeta. Y quizá, quién sabe por qué, le hace creer al viejo que le han matado. Pero todo sería demasiado novelesco; además, no explicaría el desorden de la habitación. Por otra parte, si los dos visitantes le matan y roban la carpeta, ¿por qué robarían también el cadáver? Ya veremos. Ahora perdonen, pero tengo la obligación de pedirles que se identifiquen.

Hizo girar dos veces en sus manos mi carné universitario.

—¿Conque estudiante de filosofía?

—Somos muchos —dije.

—Incluso demasiados. Y se dedica a estudiar a estos templarios… ¿Qué tendría que leer para enterarme de cómo era esa gente?

Le sugerí dos libros de divulgación, pero bastante serios. Le dije que encontraría datos fiables hasta el proceso, y que después sólo había dislates.

—Ya veo —dijo—. Ahora también aparecen los templarios. Un grupúsculo que no conocía.

Se acercó el agente Annunziata con un mensaje telefónico:

—Aquí tiene la respuesta de París, doctor.

Leyó el mensaje.

—Perfecto. En París no conocen a este Rakosky, pero el número de su pasaporte corresponde con el de un documento robado hace dos años. Ahora todo está en orden. El señor Rakosky no existe. Usted dice que dirigía una revista… ¿cómo se llamaba? —Tomó nota—. Probaremos, pero apuesto a que tampoco existe la revista, o que ha dejado de publicarse quién sabe cuándo. Muy bien, señores. Gracias por la colaboración, quizá vuelva a molestarles alguna otra vez. Oh, una última pregunta. ¿Este Ardenti dio a entender que estaba relacionado con algún grupo político?

—No —dijo Belbo—. Daba la impresión de haber dejado la política para dedicarse a los tesoros.

—Y a la estafa de incapaces. —Se volvió hacia mí—: A usted no le gustó supongo.

—No me gustan los individuos como él —dije—. Pero tampoco se me ocurre estrangularles con alambre. Salvo idealmente.

—Es lógico. Demasiado trabajo. No tema, señor Casaubon, no soy de quienes piensan que todos los estudiantes son criminales. Vaya tranquilo. Que tenga suerte con su tesis.

Belbo preguntó:

—Perdone, comisario, es sólo para orientarme: ¿usted pertenece a la brigada de homicidios o a la política?

—Buena pregunta. Mi colega de homicidios ha estado aquí esta noche. Cuando descubrieron en el archivo ciertos detalles sobre las andanzas de Ardenti, me pasaron el caso a mí. Pertenezco a la política. Pero realmente no sé si soy la persona adecuada. La vida no es tan sencilla como en las novelas policíacas.

—Elemental —dijo Belbo tendiéndole la mano.

Nos marchamos, y no me sentía tranquilo. No por el comisario, que me había parecido buena persona, pero era la primera vez en mi vida que me veía mezclado en una historia turbia. Y había mentido. Y Belbo también.

Le dejé en la puerta de Garamond y ambos nos sentíamos cohibidos.

—No hemos hecho nada malo —dijo Belbo con tono de culpa—. No tiene mucha importancia que el comisario se entere de la existencia de Ingolf o de los cátaros, lo mismo da. Eran todo desvaríos. Quizá Ardenti se vio obligado a eclipsarse por otras razones, y desde luego no le faltaban. Quizá Rakosky pertenece al servicio secreto israelí y le ha hecho pagar viejas cuentas. Quizá era un sicario a las órdenes de algún pez gordo al que el coronel había estafado. Quizá era un camarada de la Legión Extranjera que abrigaba viejos rencores. Quizá era un sicario argelino. Quizá la historia del tesoro de los templarios sólo era un episodio secundario en la vida de nuestro coronel. Sí, lo sé, falta la carpeta, ya fuera roja o marrón. Ha hecho bien en contradecirme, así estaba claro que sólo la habíamos visto fugazmente…

Yo callaba, y Belbo no sabía cómo concluir.

—Ahora me dirá que he vuelto a huir, como aquella vez en vía Larga.

—Tonterías. Hemos hecho bien. Hasta la vista.

Me daba pena, porque se sentía cobarde. Yo no, me habían enseñado en la escuela que a la policía hay que mentirle. Por principio. Pero así es, la conciencia sucia puede con la amistad.

A partir de aquel día, no volví a verle. Yo era su remordimiento, y él era el mío.

Fue entonces cuando me convencí de que los estudiantes siempre resultan más sospechosos que los que han acabado ya. Trabajé un año más y reuní doscientas cincuenta cuartillas sobre el proceso a los templarios. Eran años en los que presentar la tesis era una prueba de fiel acatamiento a las leyes del Estado, y a uno le trataban con indulgencia.

En los meses siguientes, algunos estudiantes empezaron a disparar, la época de las grandes manifestaciones a cielo abierto estaba concluyendo.

Estaba en déficit de ideales. Tenía una coartada, porque amar a Amparo era un poco como hacer el amor con el Tercer Mundo. Amparo era guapa, marxista, brasileña, entusiasta, desencantada, tenía una beca y una sangre estupendamente mixta. Todo junto.

La había encontrado en una fiesta y me porté impulsivamente:

—Perdona, pero me gustaría hacer el amor contigo.

—Eres un asqueroso machista.

—Pues retiro lo dicho.

—Pues dicho está. Soy una asquerosa feminista.

Iba a regresar a su país y yo no quería perderla. Fue ella quien me puso en contacto con una universidad de Río donde buscaban un lector de italiano. Obtuve el puesto por dos años, renovables. Puesto que Italia me estaba quedando estrecha, decidí aceptar.

Además, en el Nuevo Mundo, decía para mis adentros, no me encontraría con los templarios.

Ilusión, pensaba el sábado por la noche en el periscopio. Al subir los escalones de Garamond había entrado en el Palacio. Decía Diotallevi: Binah es el palacio que Hoḵmah se construye expandiéndose a partir del punto primordial. Si Hoḵmah es la fuente, Binah es el río que surge de ella para luego dividirse en sus distintos brazos, hasta que todos desemboquen en el gran mar de la última sĕfirah; y en Binah todas las formas ya están prefiguradas.