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El Grial… es un peso tan desmedido que las criaturas que son presa del pecado no poseen el don de moverlo.

(Wolfram von Eschenbach, Parzival, IX, 477)

El coronel no me había gustado, pero había despertado mi interés. Podemos observar durante largo tiempo, fascinados, incluso un lagarto. Estaba saboreando las primeras gotas del veneno que nos llevaría a todos a la perdición.

Regresé al despacho de Belbo al día siguiente por la tarde y hablamos un poco de nuestro visitante. Belbo dijo que le había parecido un mitómano:

—¿Se dio usted cuenta de cómo citaba a ese Rocosqui o Rostropovich como si fuese Kant?

—Además son historias conocidas —dije.

—Ingolf era un loco que creía en ellas y el coronel es un loco que cree en Ingolf.

—Quizá ayer creía en él, y hoy cree en otra cosa. Mire usted, ayer, antes de despedirnos, le concerté una cita para esta mañana con… con otro editor, uno que no hace ascos a nada, dispuesto a publicar libros financiados por los propios autores. Parecía entusiasmado. Pues bien, hace un momento me he enterado de que no se presentó. Y pensar que me había dejado la fotocopia del mensaje, mire. Va y deja por ahí el secreto de los templarios como si nada. Esta gente es así.

Fue en ese instante cuando sonó el teléfono. Belbo respondió:

—¿Sí? Soy Belbo, sí, editorial Garamond. Buenos días, dígame… Sí, vino ayer por la tarde, para proponerme un libro. Perdone, debo guardar cierta reserva, si me dijese…

Escuchó durante unos segundos, después me miró, pálido, y me dijo:

—Han matado al coronel, o algo así. —Volvió a prestar atención a su interlocutor—: Perdone, se lo estaba diciendo a Casaubon, un colaborador mío que ayer asistió a nuestra conversación… Pues bien, el coronel Ardenti vino a hablarnos de un proyecto, una historia que me parece fantasiosa, sobre un supuesto tesoro de los templarios. Eran unos caballeros de la Edad Media…

Instintivamente cubrió el micrófono con la mano, como para aislar al oyente, después vio que le observaba, retiró la mano y habló, no sin vacilaciones.

—No, doctor De Angelis, ese señor habló de un libro que quería escribir, pero sin entrar en detalles… ¿Cómo? ¿Los dos? ¿Ahora? Apunto las señas.

Colgó. Se quedó unos segundos en silencio, tamborileando sobre el escritorio.

—Bueno, Casaubon, perdóneme, sin pensarlo le he metido en este asunto. Me ha pillado de sorpresa. Era un comisario, un tal De Angelis. Parece que el coronel vivía en un hotel-residencia y alguien dice que lo encontró muerto ayer por la noche…

—¿Dice? ¿Y ese comisario no sabe si es cierto?

—Resulta extraño, pero el comisario no lo sabe. Parece que han encontrado mi nombre y la cita de ayer anotados en una libreta. Creo que somos su única pista. Qué quiere que le diga, vayamos.

Llamamos un taxi. Durante el trayecto, Belbo me cogió del brazo.

—Mire, Casaubon, quizá se trate de una coincidencia. De todas formas, Jesús, quizá tenga una mente retorcida, pero en mis tierras se dice «siempre es mejor no dar nombres»… Había una comedia navideña, en dialecto, que solía ver de niño, una farsa devota, con unos pastores que no se entendía si vivían en Belén o en las orillas del Po… Llegan los reyes magos y le preguntan al ayudante del pastor cómo se llama su amo, y él responde Gelindo. Cuando Gelindo se entera lo muele a palos porque, dice, un nombre no es algo que se ponga en boca de cualquiera… De todas formas, si le parece bien, el coronel no nos ha dicho nada sobre Ingolf y el mensaje de Provins.

—No queremos acabar como Ingolf —dije, tratando de sonreír.

—Le repito, es pura tontería. Pero de ciertas historias es mejor mantenerse alejado.

Dije que estaba de acuerdo, pero no me quedé tranquilo. Al fin y al cabo, era un estudiante que participaba en las manifestaciones, y un encuentro con la policía me inquietaba. Llegamos al hotel. No de los mejores, lejos del centro. Nos indicaron en seguida cuál era el apartamento, ése era el nombre que le daban, del coronel Ardenti. Agentes en las escaleras. Nos hicieron pasar al número 27 (siete y dos nueve, pensé): dormitorio, entrada con una mesilla, cocinita, lavabo con ducha, sin cortina; desde la puerta entornada no se veía si había bidé, pero en un establecimiento como aquél ésa era la primera y la única comodidad que exigían los clientes. Decoración anodina, pocos efectos personales, pero todos en gran desorden, alguien había hurgado a toda prisa en los armarios y en las maletas. Quizá había sido la policía: entre agentes de paisano y agentes de uniforme conté unas diez personas.

Salió a nuestro encuentro un individuo bastante joven, con el cabello bastante largo.

—Soy De Angelis. ¿El doctor Belbo? ¿El doctor Casaubon?

—No soy doctor, todavía estoy estudiando.

—Estudie, estudie. Si no se licencia, no podrá hacer oposiciones para ingresar en la policía, y no sabe lo que se pierde. —Parecía molesto—. Perdonen, pero mejor que liquidemos en seguida las formalidades de rigor. Miren, este es el pasaporte que pertenecía al ocupante de este cuarto, registrado como coronel Ardenti. ¿Le reconocen?

—Es él —dijo Belbo—, pero, explíqueme un poco. Por teléfono no entendí bien si ha muerto, o si…

—Me agradaría mucho que me lo dijese usted —dijo De Angelis con una mueca—. Pero supongo que también tienen derecho a saber algo más. Pues bien, el señor, o quizá coronel, Ardenti llevaba cuatro días viviendo aquí. Ya se habrán dado cuenta ustedes de que no es el Grand Hotel. Hay un portero, que se va a dormir a las once porque los clientes tienen una llave del portal, una o dos camareras que vienen por la mañana para hacer las habitaciones, y un viejo alcoholizado que lleva las maletas y sube bebidas a los cuartos cuando llaman los clientes. Alcoholizado, insisto, y arterioesclerótico: interrogarle ha sido un sufrimiento. Según el portero, tiene la manía de los fantasmas y ya ha espantado a varios clientes. Anoche, hacia las diez, el portero vio regresar a Ardenti con dos personas que le acompañaron a su habitación. Aquí no se fijan si uno se trae a una banda de travestidos, se pueden imaginar si iban a llamar la atención dos personas normales, por más que, según dijo el portero, hablasen con acento extranjero. A las diez y media, Ardenti llama al viejo y pide una botella de whisky, agua mineral y tres vasos. Hacia la una o una y media, el viejo oye que llaman de la habitación veintisiete, insistentemente, según dice. Pero a juzgar por el estado en que le encontramos esta mañana, a esa hora ya debía de haberse atizado muchos vasos de algo, y de garrafón. Pues bien, el viejo sube, llama a la puerta, no responden, abre la puerta con la llave maestra, encuentra todo en el desorden que aquí ven y en la cama al coronel, con los ojos desorbitados y un alambre en torno al cuello. Entonces se precipita escaleras abajo, despierta al portero. Ninguno de los dos tiene ganas de volver a subir, así que cogen el teléfono, pero la línea parece cortada. Esta mañana funcionaba perfectamente, pero supongamos que han dicho la verdad. Entonces el portero corre hasta la plazuela de la esquina para llamar a la policía desde la cabina, mientras el viejo se arrastra en la otra dirección para buscar un médico. En suma, tardan veinte minutos, regresan, se quedan esperando abajo, muertos de miedo. Entretanto el médico se ha vestido y llega casi al mismo tiempo que el coche zeta. Suben a la habitación veintisiete y en la cama no hay nadie.

—¿Cómo nadie? —preguntó Belbo.

—No hay ningún cadáver. Entonces el médico se vuelve a casa y mis colegas sólo encuentran lo que se ve aquí. Interrogan al viejo y al portero, para enterarse de lo que acabo de contarles. ¿Dónde estaban los dos señores que habían subido con Ardenti a las diez? ¿Quién puede saberlo? Quizá hayan salido entre las once y la una sin que nadie les viese. ¿Estaban todavía en la habitación cuando entró el viejo? ¿Quién puede saberlo? El viejo sólo estuvo allí un minuto, y no miró ni en el vano de la cocina ni en el lavabo. ¿Pueden haberse ido mientras los dos desgraciados estaban pidiendo ayuda, y llevarse el cadáver? No sería imposible, porque hay una escalera externa que da al patio, y por el portón se puede salir a una calle lateral. Pero ante todo, ¿había realmente un cadáver, o el coronel se marchó, digamos, a medianoche con los dos individuos, y el viejo se lo ha soñado todo? El portero insiste en que no es la primera vez que ve visiones, hace unos años dijo que había visto a una clienta ahorcada y desnuda, pero media hora después la mujer regresó fresca como una rosa, y en el catre del viejo se encontró una revista sadopornográfica, quizá se le había ocurrido la buena idea de ir a espiar en la habitación de la dama por el agujero de la cerradura y había visto una cortina agitándose en la penumbra. Lo único cierto es que la habitación no presenta un aspecto normal, y que Ardenti se ha evaporado. Pero ya he hablado demasiado. Le toca a usted, doctor Belbo. La única pista que hemos encontrado es una hoja de papel que había en el suelo, junto a esa mesilla. A las catorce, Hotel Príncipe de Savoia, Mr. Rakosky; a las dieciséis, Garamond, doctor Belbo. Usted me ha confirmado que estuvo en su despacho. Dígame qué sucedió.