Si pudiésemos penetrar con la vista y contemplar el interior de la Tierra, de polo a polo, o desde el sitio que pisamos hasta las antípodas, descubriríamos con horror una mole tremendamente horadada por grietas y cavernas.
(T. Burnet, Telluris Theoria Sacra, Amsterdam, Wolters, 1694, p. 38)
—¿Por qué Provins?
—¿Nunca ha estado en Provins? Un sitio mágico, aún hoy se puede sentir, le aconsejo que lo visite. Un sitio mágico, todavía guarda perfume de misterio. Por de pronto, en el siglo XI es la residencia del conde de Champagne y constituye una zona franca donde el poder central no puede meter las narices. Allí los templarios están como en su casa, aún hoy hay una calle dedicada a ellos. Iglesias, palacios, una fortaleza que domina toda la llanura, y dinero, tránsito de mercaderes, ferias, confusión en la que uno puede confundirse, no dejar rastros. Pero sobre todo, y desde tiempos prehistóricos, galerías subterráneas. Una red de galerías que se extiende por debajo de toda la colina, verdaderas catacumbas. Algunas aún se pueden visitar. Lugares donde, si algunos se reúnen en secreto y sus enemigos consiguen penetrar, los conjurados pueden dispersarse en pocos segundos, sabe Dios dónde, y si conocen bien los pasadizos, en seguida salen por una parte y vuelven a entrar, sigilosos como gatos, y cogen a los invasores por detrás y los liquidan en la oscuridad. Por Dios, señores, les aseguro que esas galerías parecen haber sido construidas pensando en los comandos, veloces e invisibles, que se emboscan en la noche, el puñal entre los dientes, dos granadas de mano, y los otros mueren como ratas, ¡rediós!
Le brillaban los ojos.
—¿Entienden ustedes qué escondite fabuloso puede ser Provins? Un núcleo secreto que se reúne en el subsuelo, y la gente del lugar, que si ve no habla. Desde luego, los hombres del rey también llegan a Provins, detienen a los templarios que salen a la superficie y se los llevan a París. Reynaud de Provins es sometido a tortura, pero no habla. Es evidente que, conforme al plan secreto, tenía que dejarse detener para que creyesen que Provins ya estaba saneada, pero al mismo tiempo tenía que emitir un mensaje: Provins no tira la toalla. Provins, el lugar de los nuevos templarios subterráneos… Galerías que comunican unos edificios con otros, se entra en un granero o en una lonja y se sale a una iglesia. Galerías construidas con pilares y bóvedas de mampostería. Aún hoy todas las casas de la ciudad alta tienen sótano, con bóvedas ojivales, debe de haber más de cien, cada sótano, ¡qué digo!, cada sala subterránea era la entrada a uno de los túneles.
—Son conjeturas —dije.
—No, señor Casaubon. Pruebas. Usted no ha visto las galerías de Provins. Salas y salas excavadas en la profundidad de la tierra, llenas de inscripciones. La mayoría de éstas se encuentran en lo que los espeleólogos llaman alvéolos laterales. Son representaciones hieráticas, de origen druídico. Anteriores a la llegada de los romanos. César pasaba por arriba, y allí abajo se tramaba la resistencia, el hechizo, la emboscada. También hay símbolos de cátaros, sí señores, los cátaros no estaban sólo en Provenza, los de Provenza fueron destruidos, pero los de Champagne sobrevivieron en secreto y se reunían aquí, en estas catacumbas de la herejía. Ciento ochenta y tres fueron quemados en la superficie, pero los otros sobrevivieron aquí. Las crónicas les definían como bougres et manichéens; fíjense ustedes qué casualidad, los bougres eran los bogomilos, cátaros de origen búlgaro, ¿no les dice nada la palabra bougre en francés? Al principio significaba sodomita, porque se decía que los cátaros búlgaros tenían ese defectillo… —Soltó una risita nerviosa—. ¿Y a quiénes se acusa de tener ese mismo defectillo? A ellos, a los templarios… ¿Curioso, verdad?
—Hasta cierto punto —dije—, en aquella época si se quería liquidar a un hereje se le acusaba de sodomía…
—Desde luego, no crea usted que yo creo que los templarios… ¡Vamos! Eran hombres de armas, y a nosotros, los hombres de armas, nos gustan las mujeres guapas, aunque hubieran pronunciado los votos, el hombre siempre es hombre. Pero les digo esto porque no creo que sea casual que en un ambiente templario hayan encontrado refugio herejes cátaros, y de todas formas fueron ellos quienes enseñaron a los templarios cómo se usaban los subterráneos.
—Pero en definitiva —dijo Belbo—, las suyas todavía son hipótesis…
—Hipótesis iniciales. Le he explicado por qué me dediqué a explorar Provins. Ahora vayamos a la historia propiamente dicha. En el centro de Provins hay un gran edificio gótico, la Grange-aux-Dîmes, el granero de los diezmos, y ya saben ustedes que una de las prerrogativas de los templarios consistía en que recaudaban directamente los diezmos sin tener que dar cuenta al Estado. Debajo de ese edificio, como en el resto de la ciudad, se extiende una red de subterráneos, actualmente en pésimo estado. Bien, cierto día, mientras hurgaba en los archivos de Provins, cae en mis manos un periódico local de 1894. En él se cuenta que dos dragones, los caballeros Camille Laforgue de Tours y Edouard Ingolf de San Petersburgo (sí, de San Petersburgo), unos días antes habían estado visitando la Grange guiados por el guardián, y habían bajado a una de las salas subterráneas, situada en el segundo piso por debajo del nivel del suelo, donde el guardián, para mostrar que aún había otros pisos inferiores, golpeó el suelo con el pie y se oyeron ecos y retumbos. El cronista alaba a los valientes dragones, que se proveen de linternas y cuerdas, penetran no se sabe en qué galerías, excitados como niños que exploran una mina, arrastrándose con los codos, avanzan por misteriosos pasadizos. Hasta que llegan, dice el periódico, a una gran sala, con una buena chimenea y un pozo en el centro. Bajan una cuerda con una piedra y descubren que el pozo tiene once metros de profundidad… Regresan una semana después con cuerdas más fuertes y, mientras los otros dos sostienen la cuerda, Ingolf desciende al pozo y descubre una gran habitación con paredes de piedra, de diez metros por diez, y cinco de altura. También bajan los otros, por turno, y se dan cuenta de que están en el tercer nivel por debajo de la superficie del suelo, a treinta metros de profundidad. Se ignora qué pudieron haber visto y hecho los tres en esa sala. El cronista confiesa que, cuando fue hasta el sitio para verificar lo que habían contado, no se atrevió a descender al pozo. La historia me intrigó y tuve ganas de echar un vistazo. Pero desde finales del siglo pasado muchos subterráneos se han derrumbado, y, suponiendo que aquel pozo hubiera existido, ¿quién sería capaz de encontrarlo? De repente me asaltó la idea de que los dragones habían encontrado algo en esas profundidades. Precisamente en esos días había leído un libro sobre el secreto de Rennes-le-Château, una historia que, en cierto modo, también guarda relación con los templarios. Mientras restaura una vieja iglesia en un pueblecito de doscientas almas, un cura sin dinero ni porvenir levanta una losa del pavimento del coro y encuentra un estuche donde hay unos manuscritos antiquísimos, al menos eso dice. ¿Conque sólo manuscritos? No se sabe bien qué pasa, pero en los años subsiguientes el personaje se vuelve inmensamente rico, tira la casa por la ventana, lleva una vida disipada, se busca un proceso eclesiástico… ¿Y si a uno de los dragones, o a los dos, le hubiera sucedido algo similar? Ingolf es el primero que desciende, encuentra un objeto precioso de pequeñas dimensiones, lo oculta bajo la chaqueta, vuelve a subir, no dice nada a los otros dos… Pues bien, soy tozudo, y si no hubiera sido siempre así mi vida habría sido distinta.
Se había tocado la cicatriz con los dedos. Luego se había llevado las manos a las sienes y las había desplazado hasta la nuca, para asegurarse de que el cabello seguía estando pegado como Dios manda.
—Entonces voy a París, a la central telefónica, y examino los listines de toda Francia para ver si existe alguna familia Ingolf. Encuentro una sola, en Auxerre, y escribo presentándome como un estudioso de arqueología. Dos semanas más tarde recibo la respuesta de una vieja comadrona: es la hija de aquel Ingolf y desea saber a qué se debe mi interés por él, incluso me pregunta si por amor de Dios sé algo acerca de su padre… Ya decía yo que allí había un misterio. Voy corriendo a Auxerre, la señorita Ingolf vive en una casita toda cubierta de hiedra, se entra al jardín por una puertecita de madera que se cierra atando un cordel a un clavo. Una señorita ya mayor, pulcra, amable, de escasa cultura. En seguida me pregunta qué sé de su padre y le digo que sólo sé que en cierta ocasión descendió a un subterráneo en Provins, y que estoy escribiendo un ensayo histórico sobre esa zona. Cae de las nubes, nunca supo que su padre había estado en Provins. Si, había formado parte del cuerpo de dragones, pero había dejado el servicio en 1895, antes de que ella naciese. Había comprado aquella casita en Auxerre y en 1898 se había casado con una chica del lugar, que poseía algunos bienes. La madre había muerto en 1915, cuando ella tenía cinco años. En cuanto al padre, había desaparecido en 1935. Literalmente, desaparecido. Se había marchado a París, como solía hacer al menos dos veces al año, y no había vuelto a dar noticias de sí. La gendarmería local había telegrafiado a París: se había esfumado. Declaración judicial de fallecimiento. Así fue como nuestra señorita se había quedado sola y había empezado a trabajar, porque la herencia paterna era poca cosa. Evidentemente, no había encontrado marido y, por la forma en que suspiró, debía de haber habido una historia, la única de su vida, que había acabado mal. «Y siempre con esta angustia, con este remordimiento continuo, monsieur Ardenti, de no saber nada del pobre papá, ni siquiera dónde está su tumba, si es que está en alguna parte.» Tenía ganas de hablar de él: era un ser lleno de ternura, tranquilo, metódico, tan culto. Pasaba los días en su pequeño estudio, arriba, en la buhardilla, dedicado a leer y a escribir. Aparte de eso, un poco de jardinería y una que otra charla con el farmacéutico, que también había muerto ya. De vez en cuando, como me había dicho un viaje a París, por negocios, eso decía. Pero siempre regresaba con un paquete de libros. El estudio estaba lleno de libros, quiso mostrármelo. Subimos. Una pequeña habitación ordenada y limpia, que la señorita Ingolf aún desempolvaba una vez a la semana; a la madre podía llevarle flores al cementerio, pero por el pobre papá sólo podía hacer eso. Todo estaba como lo había dejado él, le hubiese gustado haber podido estudiar para leer aquellas cosas, pero todo estaba en francés antiguo, en latín, en alemán, e incluso en ruso, porque papá había nacido y pasado la infancia allá, era hijo de un funcionario de la embajada francesa. La biblioteca contenía un centenar de volúmenes, la mayoría de ellos (y exulté de alegría) sobre el proceso a los templarios, por ejemplo los Monuments historiques relatifs a la condamnation des chevaliers du Temple, de Raynouard, de 1813, una pieza de anticuario. Muchos libros sobre escrituras secretas, una verdadera colección de criptógrafo, algunos volúmenes sobre paleografía y diplomática. Había un viejo libro de cuentas y al hojearlo encontré una nota que me hizo dar un brinco: se refería a la venta de un estuche, sin otras precisiones, y no mencionaba el nombre del comprador. Tampoco había cifras, pero la fecha era de 1895 y en seguida empezaban las cuentas precisas, el libro mayor de un señor ordenado que administra con prudencia su trapillo. Algunas anotaciones sobre la compra de libros a anticuarios parisinos. Ahora lo veía todo con claridad: Ingolf encuentra en la cripta un estuche de oro con incrustaciones de piedras preciosas, no se lo piensa dos veces, lo oculta en la casaca, vuelve a subir y no abre boca con sus compañeros. Una vez en casa, lo examina y encuentra dentro un pergamino, qué duda cabe. Va a París, contacta con un anticuario, o un usurero, o un coleccionista, y con la venta del estuche, aunque sea por menos de su valor, consigue estar en una posición desahogada. Pero no se queda ahí, abandona el servicio, se retira a vivir en el campo y empieza a comprar libros y a estudiar el pergamino. Quizá en su pecho llevaba ya al buscador de tesoros, si no, no habría ido a meterse en los subterráneos de Provins. Probablemente es lo bastante culto como para atreverse a descifrar por sí solo lo que ha encontrado. Trabaja tranquilo, sin preocupaciones, como buen monomaniaco, durante mas de treinta años. ¿Le cuenta a alguien sus descubrimientos? Quizá. El hecho es que en 1935 debe de haber sentido que estaba por llegar a un punto importante, o al contrario, a un punto muerto, porque decide dirigirse a alguien, para decirle lo que sabe o para que le diga lo que no sabe. Pero lo que sabe debe de ser tan secreto, y terrible, que ese alguien decide hacerle desaparecer. Pero regresemos a la buhardilla. Por de pronto había que ver si Ingolf había dejado algún rastro. Le dije a la buena señorita que quizá examinando los libros de su padre encontraría algún rastro de lo que había descubierto en Provins, y que en mi ensayo hablaría extensamente de él. Estuvo encantada, pobre papá, me dijo que podía quedarme toda la tarde y regresar al día siguiente si fuera necesario, me trajo un café, me encendió las luces y regresó al jardín dejándome el campo libre. Las paredes del cuarto eran lisas y blancas, no había cofres, ni escriños, ni huecos donde hurgar, pero lo revisé todo, miré encima, debajo y dentro de los pocos muebles, exploré un armario casi vacío que guardaba algún traje relleno sólo de naftalina, di la vuelta a tres o cuatro cuadros con grabados de paisajes. Les ahorro los detalles, sólo les diré que trabajé a conciencia, no basta con palpar el tapizado de los divanes, hay que clavarles agujas para ver si no ocultan cuerpos extraños…
Comprendí que el coronel no había frecuentado sólo campos de batalla.
—Me quedaban los libros, de todas formas convenía que tomara nota de los títulos, y que verificase si no había anotaciones en los márgenes, palabras subrayadas, algún indicio… Hasta que cogí mal un viejo volumen de pesada encuadernación y se me cayó, dejando aparecer una hoja escrita a mano. Por el tipo de papel de cuaderno y por la tinta, no parecía muy antiguo, podía haber sido escrito en los últimos años de vida de Ingolf. Alcancé a verlo apenas, lo suficiente para leer una anotación al margen: «Provins 1894». Ya imaginarán ustedes mi emoción, la ola de sentimientos que me invadió… Comprendí que Ingolf había ido a París con el pergamino original, pero que aquello era una copia. No dudé. La señorita Ingolf había quitado el polvo de esos libros durante años, pero nunca había detectado aquella hoja: si no, me lo hubiera dicho. Pues bien, seguiría sin saber de su existencia. El mundo se divide entre vencidos y vencedores. Ya había tenido con creces mi parte de derrota, ahora debía coger la victoria por los pelos. Tomé la hoja y me la metí en el bolsillo. Me despedí de la señorita diciéndole que no había encontrado nada interesante pero que si escribía algo mencionaría a su padre, y ella me dio su bendición. Señores, un hombre de acción, y consumido como lo estaba yo por aquella pasión, no debe tener demasiados escrúpulos ante la mediocridad de un ser cuyo destino estaba ya sentenciado.
—No se justifique —dijo Belbo—. Ya está hecho. Ahora cuéntenos.
—Ahora, señores, les mostraré ese texto. Me permitirán que presente una fotocopia. No es que desconfíe. No quisiera someter el original a acciones de desgaste.
—Pero el de Ingolf no era el original —dije—. Era su copia de un supuesto original.
—Señor Casaubon, cuando los originales han desaparecido, la última copia es el original.
—Pero Ingolf podría haber transcrito mal.
—A usted no le consta. Y a mí sí me consta que la transcripción de Ingolf dice la verdad, porque no veo cómo la verdad podría ser otra. De manera que la copia de Ingolf es el original. ¿Estamos de acuerdo en esto o empezamos a hacer jueguitos de intelectuales?
—Los detesto —dijo Belbo—. Veamos su copia original.