Así desaparecieron los caballeros del Temple con su secreto, en cuya sombra palpitaba una bella esperanza de la ciudad terrena. Pero la abstracción a que estaba ligada su empresa seguía viviendo, inaccesible, en regiones ignotas… y más de una vez, en el curso del tiempo, dejó caer su inspiración en los espíritus capaces de acogerla.
(Victor Emile Michelet, Le secret de la Chevalerie, 1930, 2)
Tenía una cara de los años cuarenta. A juzgar por las viejas revistas que había encontrado en el sótano de casa, en los años cuarenta todos tenían una cara como aquélla. Debía de ser el hambre de la guerra: hundía el rostro bajo los pómulos y confería a los ojos un brillo vagamente febril. Era una cara que había visto en las imágenes de fusilamientos, tanto de una como de otra parte. En aquella época, hombres que tenían la misma cara se fusilaban entre sí.
Nuestro visitante llevaba traje azul con camisa blanca y corbata gris perla, e instintivamente me pregunté por qué se había vestido de paisano. El cabello, de un negro no natural, estaba peinado hacia atrás, en dos bandas untadas con brillantina, aunque sin exagerar, que cubrían las sienes dejando en la cima de la cabeza, reluciente, una calvicie surcada por tiras delgadas y regulares como hilos telegráficos, que se abrían en uve desde lo alto de la frente. El rostro estaba bronceado, marcado, y no sólo por las arrugas, explícitamente coloniales. Una cicatriz pálida le atravesaba la mejilla izquierda, desde el labio hasta la oreja, y, como llevaba un bigotito negro y largo, a lo Adolphe Menjou, en la parte izquierda también éste estaba partido, aunque era casi imperceptible, justo allí donde, en menos de un milímetro, la piel había estado abierta y había vuelto a cerrarse. ¿Mensur o bala rasante?
Se presentó: coronel Ardenti, tendió la mano a Belbo, me dirigió una simple inclinación de cabeza cuando Belbo me definió como su colaborador. Se sentó, cruzó las piernas, recogió un poco los pantalones en las rodillas y dejó ver unos calcetines color amaranto; cortos.
—¿Coronel… en servicio? —preguntó Belbo.
Ardenti mostró unas valiosas prótesis dentales:
—En todo caso jubilado. O, si prefiere, en la reserva. Quizá no lo parezca, pero soy un hombre anciano.
—No lo parece —dijo Belbo.
—Sin embargo, he estado en cuatro guerras.
—Para eso tendría que haber empezado con Garibaldi.
—No. Teniente, voluntario, en Etiopía. Capitán, voluntario, en España. Mayor en Africa otra vez, hasta el abandono de la cuarta orilla. Medalla de plata. En el cuarenta y tres… digamos que escogí el campo de los vencidos: y lo perdí todo, salvo el honor. Tuve la hombría de volver a empezar desde el principio. Legión Extranjera. Escuela de valientes. En el cuarenta y seis, sargento; en el cincuenta y ocho, coronel, con Massu. Desde luego, elijo siempre a los perdedores. Cuando subió al poder el siniestro de Gaulle, me retiré y me fui a vivir a Francia. Había trabado buenas relaciones en Argel y puse una empresa de importación y exportación, en Marsella. Por una vez debo de haber elegido el bando de los ganadores, porque ahora vivo de rentas, y puedo dedicarme a mi hobby, ¿hoy en día se dice así, no? En los últimos años, he puesto por escrito los resultados de mis investigaciones. Aquí están…
Extrajo de una cartera de piel una carpeta voluminosa, que entonces me pareció roja.
—¿O sea que un libro sobre los templarios? —dijo Belbo.
—Sí, los templarios —asintió el coronel—. Casi una pasión juvenil. También ellos eran capitanes de ventura que buscaron la gloria cruzando el Mediterráneo.
—El señor Casaubon es especialista en los templarios —dijo Belbo—. Conoce el tema mejor que yo. Le escuchamos.
—Siempre me han interesado los templarios. Un puñado de valientes que lleva la luz de Europa a los salvajes de ambas Trípolis…
—Bueno, los enemigos de los templarios no eran tan salvajes —dije con tono conciliador.
—¿Alguna vez ha estado prisionero de los rebeldes del Magreb? —fue su respuesta sarcástica.
—Hasta ahora no —dije.
Clavó la vista en mí, y agradecí no haber estado bajo sus órdenes. Se dirigió directamente a Belbo:
—Perdone usted, pertenezco a otra generación. —Volvió a mirarme, con aire desafiante—: Estamos aquí para someternos a un proceso o para…
—Para hablar de su trabajo, coronel —dijo Belbo—. Prosiga, por favor.
—Ante todo quiero aclarar una cosa —dijo el coronel, y apoyó las manos sobre la carpeta—. Estoy dispuesto a contribuir a los gastos de la edición, no le estoy proponiendo perder dinero. Si lo que ustedes desean son garantías científicas, puedo proporcionarlas. Precisamente, hace dos horas he estado con un experto en la materia, llegado expresamente de París. Podrá redactar un prefacio de toda seriedad…
Adivinó cuál sería la pregunta de Belbo e hizo un gesto como para decir que de momento era mejor no dar más detalles, habida cuenta de la delicadeza del asunto.
—Doctor Belbo —dijo—, en estas páginas tengo los materiales para una historia. Verdadera. Ejemplar. Mejor que las novelas policíacas americanas. He descubierto algo, y muy importante, pero es sólo el principio. Quiero decirle a todo el mundo lo que sé, para que, si hay alguien capaz de completar este rompecabezas, lo lea y se dé a conocer. Pretendo echar el anzuelo. Además, tiene que ser en seguida. Alguien que sabía lo que yo sé, antes de mí, probablemente haya sido asesinado, precisamente para que no lo divulgase. Si digo lo que sé a dos mil lectores, ya nadie tendrá interés en eliminarme. —Hizo una pausa—: Ustedes sabrán algo de la detención de los templarios…
—Me ha hablado de ella el señor Casaubon, y me ha impresionado el hecho de que se haya producido sin desenvainar la espada, y de que los caballeros hayan sido cogidos por sorpresa…
El coronel esbozó una sonrisa de conmiseración.
—Eso mismo. Es pueril pensar que gente tan poderosa como para atemorizar al rey de Francia haya sido incapaz de saber de antemano que cuatro tunantes estaban instigando al rey y que el rey estaba haciendo otro tanto con el papa. ¡Vamos! Hay que suponer que existió un plan. Un plan sublime. Suponga usted que los templarios proyectaran la conquista del mundo, y conocieran el secreto de una inmensa fuente de poder, un secreto tal que debía protegerse aun a costa del sacrificio de toda la plana mayor del Temple de París, de las encomiendas repartidas por todo el reino, y en España, Portugal, Inglaterra e Italia, de los castillos en Tierra Santa, de los depósitos monetarios, de todo… Felipe el Hermoso debió de haber sospechado de su existencia: si no, no se explica por qué desencadenó la persecución, desacreditando a la flor y nata de la caballería francesa. El Temple se da cuenta de que el rey se ha dado cuenta y tratará de destruirlo, pero es inútil presentarle una resistencia frontal, el plan aún requiere tiempo, el tesoro, o lo que sea, todavía debe ser localizado con precisión, o sólo puede utilizarse lentamente… Y el directorio secreto del Temple, cuya existencia ya todos conocen…
—¿Todos?
—Claro. Es impensable que una Orden tan poderosa haya podido sobrevivir tanto tiempo sin que exista una regla secreta.
—El argumento parece impecable —dijo Belbo mirándome con el rabillo del ojo.
—Pues no menos evidentes —dijo el coronel—, son las conclusiones que de él se desprenden. Por supuesto, el gran maestre forma parte del directorio secreto, pero debe de ser una mera fachada. Gauthier Walther, en su La chevalerie et les aspects sécrets de l’histoire, afirma que el plan de los templarios para la conquista del poder solo debía consumarse ¡en el año dos mil! El Temple decide pasar a la clandestinidad y para ello es necesario que todos crean que la Orden ha desaparecido. Se sacrifican, eso es lo que hacen, incluido el gran maestre. Algunos se dejan matar, probablemente lo hayan echado a suertes. Otros se someten, se mimetizan. ¿Dónde van a pasar las jerarquías menores, los hermanos laicos, los maestros carpinteros, los vidrieros?… Dan vida a la corporación de los francmasones, los libres constructores, que se difunde por el mundo, la historia es conocida. Pero bueno, ¿qué sucede en Inglaterra? El rey resiste a las presiones del papa, los pasa a todos a retiro, para que acaben tranquilamente sus vidas en las capitanías de la Orden. Y ellos ni una palabra, lo aceptan todo sin chistar. ¿Usted se lo traga? Yo no. Y en España la Orden decide cambiar de nombre, se transforma en la Orden de Montesa. Señores míos, aquella era gente capaz de convencer a un rey: sus cofres estaban tan llenos de letras con su firma que en una semana podían enviarle a la bancarrota. También el rey de Portugal se avino a pactar: hagamos esto, queridos amigos, ya no os llamáis caballeros del Temple sino caballeros de Cristo, y para mí es igual. ¿Y en Alemania? Pocos procesos, abolición puramente formal de la Orden, pero allí tienen a la Orden hermana, la de los teutónicos, que por entonces se dedican a algo más que a crear un Estado dentro del Estado: son el Estado, han reunido un territorio tan vasto como el de los países que actualmente están bajo la bota de los rusos, y así prosiguen hasta finales del siglo XV, porque entonces llegan los mongoles. Pero ésa es harina de otro costal, porque los mongoles aún están a nuestras puertas… pero no nos vayamos por las ramas…
—No, por favor —dijo Belbo—. Prosiga.
—Pues bien. Como todos saben, dos días antes de que Felipe libre la orden de detención, y un mes antes de que sea ejecutada, una carreta de heno, tirada por bueyes, abandona el recinto del Temple con destino desconocido. Hasta Nostradamus lo menciona en una de sus centurias…
Buscó una página de su manuscrito:
Souz la pasture d’animaux ruminant
par eux conduits au ventre herbipolique
soldats cachés, les armes bruit menant…
—Lo de la carreta de heno es una leyenda —dije y yo no tomaría a Nostradamus como una autoridad en materia de historia…
—Personas más ancianas que usted, señor Casaubon, han dado crédito a muchas profecías de Nostradamus. Por lo demás, tampoco soy tan ingenuo como para creerme la historia de la carreta. Es un símbolo. El símbolo del hecho, evidente y confirmado, de que, en vista de la detención, Jacques de Molay transmite el mando y las instrucciones secretas a su sobrino, el conde de Beaujeu, que se convierte en el jefe oculto del Temple ahora oculto.
—¿Hay documentos históricos?
—La historia oficial —sonrió amargamente el coronel— es la que escriben los vencedores. Según la historia oficial, los hombres como yo no existen. No, en la historia de la carreta hay gato encerrado. El núcleo secreto se traslada a un centro tranquilo y desde allí empieza a construir su red clandestina. Esa es la evidencia de la que he partido. Desde hace años, incluso antes de la guerra, me he preguntado dónde fueron a parar esos hermanos en el heroísmo. Cuando me retiré a la vida civil, decidí finalmente buscar una pista. Puesto que la fuga de la carreta se había producido en Francia, era en Francia donde tenía que encontrar el sitio de reunión original del núcleo clandestino. ¿Dónde?
Tenía dotes teatrales. Ahora Belbo y yo queríamos saber dónde. Sólo atinamos a decir:
—Dígalo.
—Lo digo. ¿Dónde nacen los templarios? ¿De dónde procede Hugo de Payns? De Champagne, cerca de Troyes. Y en Champagne gobierna Hugues de Champagne, que pocos años después, en 1125, se une a ellos en Jerusalén. Después regresa, y al parecer se pone en contacto con el abad de Cîteaux y le ayuda a iniciar en su monasterio la lectura y la traducción de ciertos textos hebreos. Piensen ustedes que los rabinos de la alta Borgoña son invitados a Cîteaux, al monasterio de los benedictinos blancos, ¿y de quién más?, pues de San Bernardo, y para estudiar vaya a saber qué textos que Hugo ha encontrado en Palestina. Y Hugo regala a los monjes de San Bernardo un bosque, en Bar-sur-Aube, donde surgirá Clairvaux. ¿Y qué hace San Bernardo?
—Se convierte en el patrocinador de los templarios —dije.
—¿Y por qué? ¿Sabe usted que hace que los templarios sean más poderosos que los benedictinos? ¿Que a los benedictinos les prohíbe recibir casas y tierras en donación, y hace que las tierras y las casas sean para los templarios? ¿Ha visitado alguna vez la Forêt d’Orient cerca de Troyes? Es algo inmenso, sembrado de capitanías. Y entretanto en Palestina los caballeros no combaten ¿sabe?. Se instalan en el Templo y en lugar de matar musulmanes traban amistad con ellos. Toman contacto con sus iniciados. En suma, San Bernardo, con el apoyo económico de los condes de Champagne, crea una Orden que en Tierra Santa entra en contacto con las sectas secretas árabes y hebreas. Una dirección desconocida planifica las cruzadas para que pueda mantenerse la Orden, y no al contrario, y establece una red de poder independiente de la jurisdicción real… No soy un hombre de ciencia, sino un hombre de acción. En lugar de multiplicar las conjeturas, he hecho lo que tantos estudiosos, con toda su palabrería, nunca han sido capaces de hacer. He ido al sitio de donde proceden los templarios y donde estaba su base desde hacía dos siglos, donde podían moverse como peces en el agua…
—El presidente Mao dice que el revolucionario debe estar entre el pueblo como un pez en el agua —dije.
—Un bravo por su presidente. Los templarios, que estaban preparando una revolución mucho más grande que la de sus comunistas con coleta…
—Ya no llevan coleta.
—¿No? Peor para ellos. Los templarios, decía, tenían que refugiarse necesariamente en Champagne. ¿En Payns? ¿En Troyes? ¿En la Foret d’Orient? No. Payns era, y sigue siendo, una aldea de cuatro casas, y en aquella época lo más que habrá tenido será un castillo. Troyes era una ciudad con demasiada gente del rey merodeando por allí. La Foret, templaria por definición, era el primer sitio donde los guardias reales irían a buscarles, como en efecto hicieron. No: Provins, pensé. ¡Si había un lugar, tenía que ser Provins!