Después de lo cual, el hermano Etienne de Provins fue conducido ante dichos comisarios, quienes le preguntaron si deseaba defender a la Orden, y dijo que no, y que si los maestres deseaban defenderla que lo hiciesen, pero que cuando le habían detenido él sólo llevaba nueve meses en la Orden.
(Declaración del 27 de noviembre de 1309)
En Abulafia había encontrado el relato de otras fugas. Y en ellas pensaba la otra noche en el periscopio, mientras oía en la oscuridad una secuencia de crujidos, chirridos, tableteos; y me decía que debía mantener la calma, porque aquella era la forma en que los museos, las bibliotecas, los palacios antiguos se hacen confidencias por la noche, sólo son viejos armarios que están acomodándose, marcos que reaccionan a la humedad vespertina, estucos que se deshacen con avaricia, a razón de un milímetro por siglo, paredes que bostezan. No puedes huir, me repetía, porque estás aquí precisamente para saber qué le ha sucedido a alguien que estaba tratando de poner término a una serie de fugas mediante un acto de valor insensato (o desesperado), quizá para acelerar ese encuentro tantas veces postergado con la verdad.
¿He huido ante una carga de la policía o he vuelto a huir ante la historia? ¿Acaso hay diferencia? ¿He ido a la manifestación por una elección moral o para ponerme nuevamente a prueba ante la Ocasión? Está bien, he perdido las grandes ocasiones porque siempre llegaba demasiado pronto, o demasiado tarde, pero la culpa era del registro civil. Hubiese querido estar en aquel prado disparando, incluso a costa de matar a la abuela. No estaba ausente por cobardía, sino por la edad. De acuerdo. ¿Y en la manifestación? He vuelto a huir por razones generacionales, ese enfrentamiento no me incumbía. Pero hubiese podido arriesgarme, incluso sin entusiasmo, para probar que aquella vez, en el prado, hubiera sabido elegir. ¿Tiene sentido elegir la Ocasión equivocada para convencerse de que en su momento se habría elegido la justa? Quién sabe cuántos de los que hoy han dado la cara lo habrán hecho por eso. Pero una ocasión falsa no es la Ocasión buena.
¿Podemos ser cobardes porque el coraje de los otros nos parece desproporcionado a la vacuidad de la situación? En tal caso, la prudencia nos vuelve cobardes. Por tanto, la Ocasión buena se pierde cuando nos pasamos la vida acechando a la Ocasión y cavilando sobre ella. La Ocasión se escoge por instinto, y en ese momento no sabemos que se trata de ella. ¿No la habré escogido alguna vez, sin darme cuenta? ¿Cómo es posible sentir la conciencia sucia, sentirse un cobarde, sólo porque uno ha nacido en la década equivocada? Respuesta: te sientes cobarde porque una vez fuiste cobarde.
¿Y si también aquella vez hubieses evitado la ocasión porque te parecía inadecuada?
Describir la casa de ***, aislada en la colina entre las viñas; ¿no se dice que la colina es un bello seno redondo? y la carretera que conducía hasta el límite del pueblo, donde desembocaba la última calle habitada; o la primera (eso no lo puedes saber si no eliges el punto de vista). El pequeño desalojado abandona la protección familiar y penetra en el poblado tentacular, por la calle bordea, y envidioso recela de la Vereda.
La Vereda era el sitio de reunión de la pandilla de la Vereda. Chicos de campo, sucios, vocingleros. Yo era demasiado ciudadano, mejor evitarlos. Pero para llegar a la plaza, al kiosco, a la papelería, a menos que diese un rodeo casi ecuatorial y poco digno, tenía que pasar por la Acequia. Los chavales de la Vereda eran pequeños caballeros al lado de los de la pandilla de la Acequia, como se llamaba lo que había sido un torrente y ahora era un albañal que atravesaba la zona más pobre del poblado. Los de la Acequia eran realmente inmundos, subproletarios y violentos.
Los de la Vereda no podían atravesar la zona de la Acequia sin ser atacados y golpeados. Al principio, yo ignoraba que pertenecía a la Vereda, acababa de llegar, pero los de la Acequia ya me consideraban un enemigo. Pasaba por su zona leyendo un tebeo, caminaba mientras leía, y me vieron. Eché a correr, y ellos detrás de mí, arrojaron piedras, una atravesó el tebeo, que seguía manteniendo abierto ante los ojos, para guardar mi puesto. Salvé la vida, pero perdí el tebeo. Al día siguiente, decidí alistarme en la pandilla de la Vereda.
Me presenté en su cónclave, acogido por carcajadas. En aquella época tenía mucho pelo, que tendía a erizarse, como en la propaganda de los lápices Presbitero. Los modelos que me ofrecían el cine, la publicidad, el paseo de los domingos después de misa, eran unos mozos de chaqueta cruzada de hombros anchos, bigotito y cabello engominado pegado al cráneo, reluciente. En aquellos tiempos, el peinado hacia atrás se llamaba, popularmente, la mascagna: yo quería la mascagna. El lunes, por sumas irrisorias con respecto a la situación de la bolsa de valores, pero enormes para mí, compraba en la plaza unos botes de brillantina áspera como miel de panal, y luego pasaba horas y horas embadurnándome el cabello hasta forjar un casquete plúmbeo, un camauro. Después me ponía una redecilla para mantenerlos apretados. Los de la Vereda ya me habían visto pasar con la redecilla puesta, y me habían gritado toda una serie de gracias en su dialecto cerradísimo, que yo podía comprender pero no hablar. Aquel día, después de haber estado dos horas en casa con la redecilla, me la quité, verifiqué el soberbio resultado en el espejo, y fui a reunirme con aquellos a quienes iba a jurar fidelidad. Los abordé cuando ya la brillantina del mercado había acabado de desempeñar su función aglutinante, y los cabellos empezaban a recobrar su posición vertical, pero en cámara lenta. Entusiasmo entre los de la Vereda, a mi alrededor, en corro, no paraban de darse codazos. Pedí que me admitieran.
Desgraciadamente, me expresaba en italiano: yo era distinto. Dio un paso al frente el jefe, Martinetti, que entonces me pareció una torre, deslumbrante y descalzo. Decidió que debía recibir cien patadas en el trasero. Quizá tenían que despertar a la serpiente Kundalini. Acepté. Me puse contra la pared, dos lugartenientes me tenían cogido de los brazos, y soporté cien golpes de pie descalzo. Martinetti cumplía su trabajo con energía, con entusiasmo, con método, golpeando con la planta, no con la punta, para no hacerse daño en el dedo gordo. El coro de bandidos marcaba el compás del rito. Contaban en dialecto. Después decidieron encerrarme en una conejera media hora, mientras se entretenían en conversaciones guturales. Sólo me dejaron salir cuando protesté porque se me dormían las piernas. Estaba orgulloso porque había sido capaz de adaptarme a la liturgia salvaje de un grupo salvaje, con dignidad. Era un hombre llamado caballo.
En aquella época estaban en ***, los caballeros teutónicos, no muy alerta porque aún no habían aparecido los partisanos: estábamos a finales del cuarenta y tres, o principios del cuarenta y cuatro. Una de nuestras primeras empresas consistió en introducirnos en una barraca, mientras algunos de la pandilla le daban coba al soldado de guardia, un gran longobardo que estaba comiéndose un enorme bocadillo con, salchichón y mermelada eso creímos, horripilados. El grupo de diversión halagaba al alemán elogiando sus armas, mientras nosotros en la barraca (a la que se podía entrar por detrás, incoherencia) robábamos algunos panes de TNT. No creo que luego los hayamos utilizado, pero en los planes de Martinetti entraba el hacerlos estallar en el campo, con fines pirotécnicos, y con métodos que ahora descubro muy rudimentarios e inadecuados. Más tarde los soldados alemanes fueron reemplazados por los maró de la Décima, la élite militar de la República Social de Mussolini, que establecieron un puesto de control junto al río, justo en la encrucijada por la que, a las seis de la tarde, pasaban las chicas al salir de la escuela de María Auxiliadora. Se trataba de convencer a los de la Décima (no debían de pasar de los dieciocho años) de que ataran varias granadas de mano alemanas, aquellas de mango largo y les quitaran el seguro para que estallaran a ras del agua, justo cuando pasaran las chicas. Martinetti sabía todo lo que había que hacer, y cómo calcular el tiempo. Se lo explicaba a los maró, y el efecto era prodigioso: una columna de agua que se elevaba sobre la orilla pedregosa en medio de un gran estruendo, justo cuando las chicas doblaban el recodo. Fuga generalizada entre chillidos, y nosotros y los maró a desternillarnos de risa. Recordarían aquellos días de gloria, después de la quema de Molay, los que sobrevivieron a la República de Saló y a la reclusión de Coltano.
El principal pasatiempo de los chavales de la Vereda consistía en recoger casquillos y otros materiales de desecho, que después del ocho de septiembre no escaseaban, tales como cascos viejos, cartucheras, macutos, y a veces balas aún vírgenes. Para usar un proyectil sano se procedía así: se introducía, cogiéndolo por la cápsula, en el agujero de una cerradura, y se hacía fuerza; la bala salía, y pasaba a formar parte de la colección especial. Luego se quitaba la pólvora del casquillo (a veces eran como unos fideitos de explosivo), para disponerla en unas estructuras serpentinas y encenderla. El casquillo, mucho más valioso si la cápsula estaba intacta, pasaba a formar parte del Ejército. El buen coleccionista tenía muchos, y los ordenaba en filas, según la fábrica, el color, la forma y la altura. Estaban los manípulos de peones, los casquillos de metralleta y de sten, después venían los alfiles y los caballos, moschetto, fusil noventa y uno (al Garand sólo lo conoceríamos con los americanos) y, suprema aspiración, maestres grandes como torres, los casquillos de ametralladora.
Mientras nos dedicábamos a estos juegos de paz, una tarde Martinetti nos anunció que había llegado el momento. Habíamos arrojado el guante a los de la Acequia y habían aceptado nuestro desafío. El combate se libraría en territorio neutral, detrás de la estación. Aquella noche, a las nueve.
Fue un atardecer, estival y extenuado, de gran excitación. Cada uno se preparaba haciendo acopio de los parafernales más terroríficos, buscando trozos de madera que fuesen fáciles de manipular, llenando las cartucheras y los macutos con piedras de distinto tamaño. Alguien había transformado la correa de un moschetto en un látigo, temible si se manejaba con mano firme. Al menos en aquellas horas vespertinas, todos nos sentíamos héroes, yo el primero. Era la excitación que precede al ataque, acre, dolorosa, espléndida; adiós mi bella adiós, dura, dulce fatiga la del hombre de armas, íbamos a inmolar nuestra juventud, como nos habían enseñado en la escuela hasta el ocho de septiembre.
El plan de Martinetti era sagaz: atravesaríamos el terraplén del ferrocarril por un punto situado más al norte, y los pillaríamos por detrás, inesperadamente y prácticamente ya vencedores. Luego ataque decidido. Sin cuartel.
Al anochecer cruzamos así el terraplén, renqueando por rampas y declives, debido a la carga de piedras y porras que llevábamos. Desde lo alto del terraplén les divisamos, apostados detrás de las letrinas de la estación. Nos vieron, porque miraban hacia arriba, esperándose que llegaríamos por allí. Sólo nos quedaba bajar sin darles tiempo a asombrarse de la obviedad de nuestra jugada.
Nadie nos había distribuido aguardiente antes del asalto, pero nos precipitamos igualmente, dando alaridos. Y el hecho sucedió a unos cien metros de la estación. Allí empezaban a surgir las primeras casas que, aunque separadas, ya constituían una pequeña red de callejuelas. Sucedió que el grupo más audaz se lanzó sin miedo hacia adelante, mientras yo y, por suerte para mí, algunos otros moderamos el paso y nos apostamos detrás de las esquinas, observando de lejos.
Si Martinetti nos hubiese organizado en una vanguardia y una retaguardia, habríamos cumplido con nuestro deber, pero fue una especie de distribución espontánea. Los audaces delante, los cobardes detrás. Y desde nuestro refugio, el mío más distante que el de los otros, observamos el combate. Que no tuvo lugar.
Cuando llegaron a pocos metros uno del otro, ambos grupos se mostraron los dientes enfrentándose, luego se adelantaron los jefes y parlamentaron. Fue una Yalta, decidieron dividirse las zonas de influencia y tolerar el tránsito ocasional, como entre moros y cristianos en Tierra Santa. La solidaridad entre las dos caballerías la importó (¿es un galicismo?) sobre lo ineluctable de la batalla. Cada uno había demostrado su valía. En armonía se retiraron, cada uno por su parte. En armonía se retira, cada parte por su parte. Se retiraron hacia sus posiciones.
Ahora pienso que no me lancé al ataque porque aquello me daba risa. Pero entonces no lo pensé. Sólo me sentí cobarde.
Ahora, más cobardemente que entonces, pienso que, si me hubiese lanzado al ataque con los otros, no habría arriesgado nada, y habría vivido mejor todos estos años. Perdí la Ocasión, a los doce años. Como no lograr la erección la primera vez, uno se queda impotente para toda la vida.
Un mes más tarde, cuando, debido a una transgresión casual de límites, la Vereda y la Acequia se enfrentaron en un campo, y empezaron a volar terrones, no sé si tranquilizado por el desenlace del encuentro anterior o porque aspiraba al martirio, me expuse en primera línea. Fue una pedrea incruenta, salvo en mi caso. Un terrón, que evidentemente ocultaba un corazón de piedra, me dio en el labio y lo partió. Huí a casa llorando, y mi madre tuvo que trabajar mucho con las pinzas de depilar para quitarme la tierra de la herida que tenía dentro de la boca. Con el resultado que todavía tengo un bulto, frente al canino inferior derecho, y cuando le paso la lengua por encima siento una vibración, un estremecimiento.
Pero ese bulto no me absuelve, porque me lo gané por inconsciencia, no por valor. Me paso la lengua por la parte interior del labio, ¿qué hago? Escribo. Pero la mala literatura no redime.
Después del día de la manifestación, no volví a ver a Belbo durante casi un año. Me había enamorado de Amparo y ya no iba al Pílades, o, las pocas veces que pasé por él con Amparo, Belbo no estaba. A Amparo no le gustaba aquel sitio. Desde su rigor moral y político, sólo comparable con su gracia, y con su espléndida altivez, el Pílades sólo era un club para dandis democráticos, y el dandismo democrático era, según ella, una de las formas, la más sutil, de la conjura capitalista. Fue un año de mucho compromiso, de mucha seriedad, de mucha dulzura. Trabajaba con gusto, pero sin prisa, en la tesis.
Un día me encontré con Belbo junto a los Naviglio, no lejos de Garamond.
—Mira, mira —me dijo con alegría—. ¡Mi templario preferido! Acaban de regalarme un destilado de inenarrable vetustez. ¿Por qué no viene a mi despacho? Tengo vasos de papel y la tarde libre.
—Es un zeugma —observé.
—No, un bourbon embotellado, creo, antes de la caída de El Alamo.
Le acompañé. Pero, apenas habíamos empezado a paladear, cuando de pronto entró Gudrun para decir que un señor preguntaba por Belbo. Este se dio una palmada en la frente. Se había olvidado de aquella cita, pero la casualidad tiene gusto para las confabulaciones, me dijo. Por lo que tenía entendido, aquel tío quería presentarle un libro también sobre los templarlos.
—Lo liquido en seguida —dijo—, pero usted apóyeme con objeciones sutiles.
Sin duda, había sido una casualidad y así quedé atrapado en la red.