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Erars de Siverey me dijo: «Sire, si cuidáis de que ni yo ni mi heredero recibamos alguna afrenta por esto, iría a pedir ayuda para vos al conde de Anjou, a quien veo allí en medio del campo.» Y yo le dije: «Micer Erars, me parece que os haríais un gran honor yendo a pedir ayuda para salvar nuestras vidas, porque vuestra suerte es bien incierta.»

(Joinville, Histoire de Saint Louis, 46, 226)

Después del día de los templarios, sólo tuve fugaces conversaciones con Belbo en el bar, que yo frecuentaba cada vez menos, porque me dedicaba a trabajar en la tesis.

Cierto día se había organizado una gran manifestación contra el terrorismo de derechas, que debía partir de la universidad y a la que, como era habitual por entonces, habían sido invitados todos los intelectuales antifascistas. Fastuoso despliegue policial, pero parecía que habían decidido cerrar los ojos. Típico de aquella época: la manifestación no estaba autorizada pero, si no sucedía nada grave, la fuerza pública se limitaría a mirar y vigilar (entonces, había muchos pactos territoriales) que la izquierda no transgrediese unas fronteras ideales trazadas en el centro de Milán. La contestación se movía por una zona, al otro lado del largo Augusto y en toda la zona de piazza San Babila estaban apostados los fascistas. Si alguien rebasaba esos límites, se producían incidentes, pero eso era todo, como entre domador y león. Solemos creer que es el león, ferocísimo, quien ataca al domador, y que luego éste lo domina levantando el látigo o disparando un pistoletazo. Error: cuando entra en la jaula, el león ya está ahíto y drogado, sin ganas de agredir a nadie. Como todos los animales, tiene una zona de seguridad fuera de la cual puede suceder cualquier cosa sin que se inmute. Cuando el domador mete el pie en la zona del león, el león ruge; después el domador levanta el látigo, pero en realidad da un paso atrás (como si estuviera tomando impulso para lanzarse hacia adelante), y el león se calma. Una revolución simulada debe tener sus reglas.

Había ido a la manifestación, pero sin incorporarme a ningún grupo. Estaba en la acera, en piazza Santo Stefano, donde circulaban periodistas, redactores editoriales, artistas que habían venido a demostrar su solidaridad. Todo el bar Pílades.

Me encontré junto a Belbo. Estaba con una mujer que había visto a menudo con él en el bar, pensaba que era su compañera (después desapareció; ahora sé la razón, porque he leído la historia en el file sobre el doctor Wagner).

—¿Usted también? —pregunté.

—¿Y qué quiere? —sonrió con embarazo—. También hay que salvar el alma. Crede firmiter et pecca fortiter. ¿No le recuerda algo esta escena?

Miré a mi alrededor. Era una tarde de sol, uno de esos días en que Milán es hermosa, con las fachadas amarillas y un cielo suavemente metálico. La policía frente a nosotros estaba encubertada con sus cascos y sus escudos de plástico, que parecían despedir halos de acero, mientras un comisario de paisano, pero ceñido por una encendida faja tricolor, iba y venía delante de sus huestes. Miré hacia atrás, la cabeza de la manifestación: la multitud se movía, pero marcando el paso, las filas eran ordenadas pero irregulares, casi ondulantes, la masa aparecía erizada de picas, estandartes, pancartas, palos. Sectores impacientes entonaban de vez en cuando consignas en verso; en los flancos de la manifestación, iban y venían los extremistas, con pañuelos rojos en la cara, camisas variopintas, cinturones tachonados y unos vaqueros que habían conocido todas las lluvias y todos los soles; hasta las armas impropias que empuñaban, camufladas con banderas, parecían elementos de la paleta de un pintor, pensé en Dufy, y en su alegría. Por asociación, pasé de Dufy a Guillaume Dufay. Tuve la impresión de estar viviendo en una miniatura, divisé en la pequeña multitud situada a los lados de los tropeles, algunas damas, andróginas, que esperaban el valeroso torneo que les habían prometido. Pero me atravesó la mente como un relámpago, repentina sensación de estar reviviendo otra experiencia, sin poder reconocerla.

—¿No estamos ante la toma de Ascalón? —preguntó Belbo.

—¡Por el apóstol Santiago mi buen señor! —dije— ¡Bien veo que es la Santa Cruzada! ¡A fe mía que esta noche algunos de éstos estarán en el Paraíso!

—Si —dijo Belbo—, pero el problema reside en saber cuáles son los sarracenos.

—La policía es teutónica —observé—, así que nosotros podríamos ser las hordas de Alexander Nevski, pero quizá se me confundan los textos. Mire allá, ese grupo, deben de ser los leales al conde de Artois, ¡y su impaciencia es grande pues quieren dar batalla, que no pueden soportar tamaña afrenta, ya se dirigen hacia la vanguardia enemiga, y la provocan con gritos de amenaza!

Fue entonces cuando se produjo el incidente. No recuerdo bien, la manifestación se había movido, un grupo de activistas, con cadenas y pasamontañas, había empezado a presionar contra la barrera policial para ir hacia piazza San Babila, mientras gritaba consignas agresivas. El león se movió, y con cierta energía. La primera fila de la barrera se apartó y aparecieron las mangueras. Desde la vanguardia de la manifestación partieron las primeras canicas metálicas, las primeras piedras, un grupo de policías se adelantó con paso decidido, pegando con violencia, y la manifestación empezó a ondular. En aquel momento, a lo lejos, hacia el fondo de vía Laghetto, sonó un disparo. Quizá sólo era el estallido de un neumático, o un petardo, o realmente un pistoletazo de aviso de uno de esos grupos que al cabo de unos años usarían normalmente las armas de fuego.

Fue el pánico. La policía empezó a sacar las armas, se oyeron los toques de ataque, la manifestación se dividió entre los belicosos, que aceptaban el combate, y los demás, que pensaban haber cumplido ya con su deber. Empecé a huir por la calle Larga, con un miedo loco de que me alcanzase algún objeto contundente, lanzado por unos o por otros. De pronto vi a mi lado a Belbo y a su compañera. Corrían bastante aprisa, pero sin pánico.

En la esquina de vía Rastrelli, Belbo me cogió del brazo: «Por aquí, jovencito», me dijo. Traté de preguntar por qué, vía Larga me parecía más cómoda y más poblada, pero me asaltó la sensación de claustrofobia en ese laberinto de callejuelas situado entre vía Pecorari y el Arzobispado. Me parecía que Belbo me estaba llevando a un sitio donde me hubiese resultado más difícil mimetizarme en caso de que la policía nos cortase el paso. Belbo me hizo señas de que me callara, dobló dos o tres esquinas, poco a poco fue disminuyendo la velocidad, y al cabo de un momento estábamos caminando, con paso normal, justo detrás del Duomo, donde se circulaba con tranquilidad y a donde no llegaban ecos de la batalla que se estaba librando a menos de doscientos metros de distancia. Siempre en silencio, circunnavegamos el Duomo hasta llegar a la portada, en la parte de la Galería. Belbo compró una bolsita de pienso y empezó a alimentar a las palomas con seráfico júbilo. Estábamos totalmente mimetizados con la multitud del sábado, Belbo y yo con chaqueta y corbata, la mujer con uniforme de señora milanesa: un jersey gris y un collar de perlas, aunque fueran cultivadas. Belbo me la presentó:

—Esta es Sandra, ¿os conocéis?

—De vista. Hola.

—Ve, Casaubon —me dijo entonces Belbo—. Nunca hay que huir en línea recta. Tomando como ejemplo lo que habían hecho los Saboya en Turín, Napoleón III hizo que destriparan Paris transformándola en esa red de bulevares que todos admiramos como obra maestra de sabiduría urbanística. Pero las calles rectas permiten controlar mejor a las masas insurrectas. Cuando se puede, fíjese en los Campos Elíseos, también las calles laterales deben ser anchas y rectas. Cuando esto no es posible, como las callejuelas del Barrio Latino, éstas se convierten en el lugar ideal donde el mayo del sesenta y ocho da lo mejor de sí. Si se huye hay que meterse por las callejas. No hay fuerza pública capaz de controlarlas todas, y ni siquiera los policías se atreven a entrar en ellas separándose del grueso de la tropa. Si te encuentras con dos solos, ellos tienen más miedo que tú y de común acuerdo os echáis a correr en direcciones contrarias. Cuando se participa en una concentración de masas, y no se conoce bien la zona, el día anterior hay que explorarla bien y después situarse en la esquina donde empiezan las callejuelas.

—¿Ha seguido un curso en Bolivia?

—Las técnicas de supervivencia sólo se aprenden de niño, a menos que de grande uno se aliste en los Boinas Verdes. Yo pasé los malos tiempos, los de la guerra partizana, en *** —y nombró un pueblo situado entre Monferrato y Langhe—. Evacuamos la ciudad en el cuarenta y tres, un cálculo perfecto: el sitio y el momento ideal para no perderse nada, los registros domiciliarios, las SS, los tiroteos por la calle… Recuerdo una tarde, estaba subiendo por la ladera de la colina para ir a buscar leche fresca a una vaquería, y de pronto oigo un ruido encima de la cabeza, entre las copas de los árboles: frrr, frrr. Me doy cuenta de que desde una colina más alejada, enfrente de mí, están ametrallando la línea del ferrocarril, que discurre por el valle, detrás de mí. La reacción instintiva es huir o echarse cuerpo a tierra. Yo cometo un error, correr hacia abajo, y a un cierto punto empiezo a oír un chac chac chac en los campos a mi alrededor. Eran los tiros cortos, que caían antes de llegar a las vías del tren. Me doy cuenta de que, si disparan desde el monte, desde muy alto y desde lejos, hacia el valle, lo que uno tiene que hacer es huir subiendo: cuanto más se sube, a mayor distancia de la cabeza pasan los proyectiles. Mi abuela, en medio de un tiroteo entre fascistas y partisanos apostados a uno y otro lado de un maizal, tuvo una idea sublime: puesto que en cualquier dirección en que huyese corría peligro de recibir una bala perdida, se arrojó al suelo en pleno maizal, justo entre las dos líneas de fuego. Estuvo diez minutos allí, con la cara contra el suelo, confiando en que ninguno de los dos grupos avanzara demasiado. Tuvo suerte. Ya lo ve, cuando uno aprende estas cosas de pequeño no se le borran del sistema nervioso.

—¿Así que estuvo en la resistencia, como suele decirse?

—Sólo como espectador —respondió. Me pareció percibir una leve turbación en su voz—. En el cuarenta y tres, yo tenía once años; al final de la guerra, apenas trece. Demasiado pronto para participar, pero una edad más que suficiente para observarlo todo, con una atención casi fotográfica. ¿Qué podía hacer? Me dedicaba a mirar. Y a huir, como hoy.

—Entonces ahora podría contar, en lugar de corregir los libros de los demás.

—Ya se ha contado todo, Casaubon. Si en aquel entonces hubiese tenido veinte años, en los años cincuenta hubiese escrito poesía de la memoria. Afortunadamente, nací demasiado tarde, cuando hubiese podido escribir sólo me quedaba leer los libros que ya estaban escritos. Además, también hubiese podido acabar con una bala en la cabeza, allá en la colina.

—¿En qué bando? —pregunté, pero en seguida me sentí incómodo—. Perdone, era una broma.

—No, no era una broma. Ahora sí que lo sé, pero sólo ahora. ¿Lo sabía entonces? ¿Sabe que uno puede estar obsesionado toda la vida por el remordimiento, no por haber elegido el error, porque siempre cabe arrepentirse, sino por no haber podido probarse a sí mismo que se era incapaz de elegir el error…? Yo he sido un traidor potencial. ¿Con qué derecho podría escribir ahora una verdad y enseñarla a los demás?

—Perdone usted —dije—, pero potencialmente también hubiese podido ser Jack el Destripador y no lo ha sido. Lo suyo es pura neurosis. ¿O acaso su remordimiento se basa en indicios concretos?

—¿Qué es un indicio en estos asuntos? Y a propósito de neurosis, esta noche hay una cena con el doctor Wagner. Voy a coger un taxi en piazza della Scala. ¿Vamos, Sandra?

—¿El doctor Wagner? —pregunté mientras se despedían—. ¿En persona?

—Sí, está en Milán por unos días y quizá hasta le convenza de que nos entregue alguno de sus ensayos inéditos para que publiquemos un libro. Sería una buena baza.

De modo que ya en aquella época Belbo estaba en contacto con el doctor Wagner. Me pregunto si fue aquella la noche en que Wagner (pronúnciese Wagnère) psicoanalizó gratis a Belbo, y sin que ninguno de ellos lo supiese. O quizá fue más tarde.

De todas formas, aquella fue la primera vez que Belbo se refirió a su infancia en ***. Curioso que me haya hablado de fugas; casi gloriosas, en el esplendor del recuerdo, aunque desenterradas de la memoria precisamente cuando conmigo pero ante mí, sin gloria, aunque con prudencia, había vuelto a huir.