13

Li frere, li mestre du Temple

Qu’estoient rempli et ample

D’or et d’argent et de richesse

Et qui menoient tel noblesse,

Où sont il? que sont devenu?

(Chronique à la suite du roman de Favel)

Et in Arcadia ego. Aquella noche el Pílades era la imagen misma de la edad de oro. Era una de esas noches en que uno comprende que la Revolución no sólo se hará, sino que será patrocinada por la Unión de Empresarios. Sólo en el Pílades podía verse al propietario de una fábrica de tejidos, con barba y trenza, jugando al mus con un futuro fugitivo de la justicia, con traje cruzado y corbata. Estábamos en los albores de una gran inversión de paradigma. Aún a comienzos de los años sesenta la barba era fascista, pero era necesario recortarla y afeitarla en las mejillas, como la del prócer Italo Belbo, en el sesenta y ocho había sido contestataria, y ahora se estaba volviendo neutra y universal, una opción en libertad. La barba siempre ha sido una máscara (nos ponemos una barba falsa para que no nos reconozcan), pero, en aquel retazo de principios de los setenta, uno podía camuflarse con una barba verdadera. Se podía mentir diciendo la verdad, mejor dicho, haciéndola enigmática y escurridiza, porque ante una barba ya no se podía inferir cuál era la ideología del barbudo. Aquella noche, sin embargo, la barba resplandecía incluso en los rostros lampiños de quienes, no llevándola, daban a entender que hubieran podido cultivarla y habían renunciado sólo como provocación.

Estoy divagando. En determinado momento, llegaron Belbo y Diotallevi, susurrando, con aire alterado, acres comentarios sobre la recentísima cena. Sólo más tarde llegaría yo a saber en qué consistían las cenas del señor Garamond.

Belbo pasó en seguida a sus destilados preferidos, Diotallevi reflexionó durante largo rato, trastornado, y se decidió por una tónica. Encontramos una mesa al fondo, que acababan de dejar dos tranviarios que al día siguiente debían levantarse temprano.

—Bueno, bueno —dijo Diotallevi—, entonces esos templarios…

—No, por favor no me compliquen la vida… Son cosas que pueden leer en cualquier parte…

—Preferimos la tradición oral —dijo Belbo.

—Es más mística —dijo Diotallevi—. Dios creó el mundo hablando, no se le ocurrió enviar ningún telegrama.

—Fiat lux, stop. Va carta —dijo Belbo.

—A los tesalonicenses, supongo —dije.

—Los templarios —dijo Belbo.

—Entonces —dije.

—No se empieza nunca con entonces —objetó Diotallevi.

Hice ademán de levantarme. Esperé a que me implorasen. No lo hicieron. Me senté y hablé.

—No, si la historia se la sabe todo el mundo. Estamos en la primera cruzada, ¿vale? Godofredo adora el gran sepulcro y absuelve el voto, Balduino se convierte en el primer rey de Jerusalén. Un reino cristiano en Tierra Santa. Pero una cosa es controlar Jerusalén, otra el resto de Palestina, los sarracenos han sido derrotados, pero no eliminados. La vida no es muy fácil en esas tierras, ni para los que acaban de ocuparlas ni para los peregrinos. Y he aquí que en 1118, durante el reinado de Balduino II, llegan nueve personajes, guiados por un tal Hugo de Payns, y constituyen el primer núcleo de una Orden de los Pobres Caballeros de Cristo: una orden monástica, pero de espada y armadura. Los tres votos clásicos, pobreza castidad, obediencia, más el de defender a los peregrinos. El rey, el obispo todos, en Jerusalén, proporcionan ayuda en dinero, los alojan, los instalan en el claustro del viejo Templo de Salomón. Así es como se convierten en los Caballeros del Temple.

—¿Quiénes son?

—Probablemente, Hugo y los ocho primeros son unos idealistas, fascinados por la mística de la cruzada. Pero después serán segundones en busca de aventuras. El nuevo reino de Jerusalén es un poco la California de entonces, un sitio para hacer fortuna. En casa no tienen demasiadas perspectivas, quizá alguno ha cometido algún desaguisado. Me lo imagino como una especie de Legión Extranjera. ¿Qué puede hacer uno cuando está en aprietos? Va y se hace templario: se conocen otras tierras, hay diversión, pelea, ropa y comida, y al final hasta se salva el alma. Claro que uno tenía que estar bastante desesperado, porque se trataba de ir al desierto, y dormir en tiendas, y pasar días y días sin ver alma viviente salvo a los otros templarios y alguna cara de turco, y cabalgar bajo el sol, y morirse de sed, y destripar a otros pobres desgraciados…

Me detuve un instante.

—Quizá lo estoy contando demasiado como una película del Oeste. Hay algo así como una tercera fase: la Orden se ha vuelto poderosa como para que uno trate de incorporarse aunque goce de una buena posición en su patria. Pero a esas alturas ser templario no significa necesariamente trabajar en Tierra Santa, se puede hacer de templario en casa. Historia complicada. Unas veces parecen soldadotes, otras veces demuestran tener cierta sensibilidad. Por ejemplo, no puede decirse que fueran racistas: luchaban contra los musulmanes, estaban allí para eso, pero lo hacían con espíritu caballeresco, y se admiraban recíprocamente. Cuando el embajador del emir de Damasco visita Jerusalén, los templarios le asignan una pequeña mezquita, que ya había sido transformada en iglesia cristiana, para que pueda dedicarse a devociones. Cierto día entra un franco y se indigna al ver un musulmán en un lugar sagrado, lo trata mal. Entonces los templarios echan al intolerante y piden disculpas al musulmán. Esta fraternidad de armas con el enemigo los llevará más tarde a la ruina, porque durante el proceso también se les acusará de haber tenido relaciones con sectas esotéricas musulmanas. Y quizá sea cierto, son un poco como esos aventureros del siglo pasado embriagados por África, los templarios no tenían una educación monástica regular, no eran lo bastante sutiles como para percibir las diferencias teológicas, algo así como unos Lawrence de Arabia, que al poco tiempo ya se visten de jeque… Pero, además, no es fácil valorar sus acciones, porque a menudo los historiadores cristianos, como Guillermo de Tiro, no pierden ocasión para denigrarlos.

—¿Por qué?

—Porque se vuelven demasiado poderosos, y muy aprisa. Todo es obra de San Bernardo. ¿Recuerdan a San Bernardo, verdad? Un gran organizador, reforma la orden benedictina, elimina los adornos de las iglesias, cuando un colega le incordia, como Abelardo, le ataca con métodos maccartistas, y si pudiese lo enviaría a la hoguera. En su defecto, hace quemar sus libros. Después predica la cruzada, armémonos y partid…

—No le tiene usted mucha simpatía —observó Belbo.

—No, no lo puedo soportar, si por mí fuese lo enviaría a una sima del infierno, menudo santo. Pero era un buen relaciones públicas de sí mismo, miren el favor que le hace Dante, lo nombra jefe de gabinete de la Virgen. Se convierte en seguida en santo, porque sabía con quién conchabarse. Pero estaba hablando de los templarios. Bernardo se da cuenta en seguida de que la cosa tiene futuro y apoya a los nueve aventureros transformándolos en una Militia Christi, podríamos decir incluso que los templarios, en su versión heroica, son un invento suyo. En 1128, hace convocar un concilio en Troyes precisamente para definir en qué consisten esos nuevos monjes soldados, y algunos años después escribe un elogio de esa Milicia de Cristo y elabora una regla de setenta y dos artículos, por cierto muy divertida porque ahí hay de todo. Misa cada día, prohibición de frecuentar caballeros que hayan sido excomulgados, aunque, si uno de ellos solicitara la admisión en el Templo, hay que acogerlo cristianamente; ya ven que no andaba errado cuando hablaba de Legión Extranjera. Llevarán manto blanco, sencillo, sin pieles, salvo de cordero o mouton, prohibido usar calzado fino con puntera curva, como dicta la moda; se duerme en camisa y calzoncillos, un jergón, una sábana, una manta…

—Vaya tufo, con ese calor… —comentó Belbo.

—Del olor ya hablaremos. La regla también incluye otros rigores: una sola escudilla para dos, hay que comer en silencio, carne tres veces a la semana, penitencia el viernes, levantarse al alba, si el trabajo ha sido duro se concede una hora más de sueño, pero en cambio hay que rezar trece padrenuestros en la cama. Hay un maestre, y toda una serie de jerarquías inferiores, hasta llegar a los mariscales, los escuderos, los fámulos y los siervos. Cada caballero ha de tener tres caballos y un escudero, ninguna guarnición de lujo en brida, silla y espuelas, armas simples pero eficaces, prohibido cazar, excepto leones, vamos, una vida de penitencia y de batalla. Para no hablar del voto de castidad, en el que se insiste especialmente porque aquella gente no estaba en un convento, sino que guerreaba, vivía en medio del mundo, si es que puede llamarse mundo la gusanera que debía de ser por entonces Tierra Santa. Vamos que la regla dice que la compañía de una mujer es peligrosísima y que sólo está permitido besar a la madre, a la hermana y a la tía.

Belbo objetó:

—Bueno, con la tía, pues yo me andaría con más cuidado… Pero me parece recordar, los templarios ¿no fueron acusados de sodomía? Está ese libro de Klossowski, Le Baphomet ¿Quién era el Bafomet, una divinidad diabólica, no?

—Ya hablare de él. Pero piensen un poco. Era como la vida del marinero, meses y meses en el desierto. Uno está en casa del diablo, es de noche, se acuesta bajo la tienda con el tío que ha comido en su misma escudilla, tiene sueño, frío, sed, miedo, quiere a su mamá. ¿Qué hace?

—Amor viril, legión tebana —sugirió Belbo.

—Pero imagínense qué infierno, en medio de otros guerreros que no han hecho el voto, que cuando invaden una ciudad violan a la morita vientre ambarino y mirada aterciopelada. ¿Qué hace el templario entre los aromas de los cedros del Líbano? Déjenle el morito. Ahora se entiende el porqué de la frase «beber y blasfemar como un templario». Es un poco la historia del capellán en la trinchera, traga aguardiente y blasfema como sus soldados analfabetos. Y por si fuera poco, su sello. Los representa siempre de a dos, uno apretado contra la espalda del otro, sobre un mismo caballo. ¿Por qué, si la regla permite que cada uno tenga tres caballos? Debe de haber sido una idea de Bernardo, para simbolizar la pobreza, o la dualidad de su función de monjes y caballeros. Pero ¿se figuran qué no vería la imaginación popular en esos monjes que galopan desenfrenadamente, la barriga de uno contra el culo del otro? Además deben de haberles calumniado…

—…También se las buscaron —observó Belbo— ¿No habrá sido un estúpido ese San Bernardo?

—No, estúpido no, pero también él era monje y en aquella época el monje tenía una extraña idea del cuerpo… Hace un momento temí estar contando todo esto como si fuera una película del Oeste, pero ahora que lo pienso… Escuchen lo que dice Bernardo de sus amados caballeros, tengo aquí la cita porque vale la pena: «Evitan y aborrecen a los mimos, a los prestidigitadores y a los juglares, así como las canciones indecentes y las farsas, llevan el cabello corto, habiendo aprendido por el apóstol que es ignominia para un hombre ocuparse de su cabellera. Nunca se les ve peinados, raramente lavados, su barba es hirsuta, hediondos de polvo, sucios por causa del calor y las armaduras.»

—No creo que me hubiera gustado alojarme en sus dependencias —dijo Belbo.

Diotallevi sentenció:

—Siempre ha sido típico del anacoreta el cultivar una sana suciedad, para humillación del cuerpo. ¿No era San Macario aquel que vivía sobre una columna y cuando se le caían los gusanos los recogía y volvía a ponérselos en el cuerpo para que también ellos, que eran criaturas del Señor, tuviesen su festín?

—El estilita era San Simeón —dijo Belbo—, y yo creo que estaba encima de la columna para escupir a los que pasaban por debajo.

—Detesto la mentalidad ilustrada —dijo Diotallevi— De todas formas, ya se llamase Macario o Simeón, hubo un estilita cubierto de gusanos como yo digo, pero no soy una autoridad en la materia porque no me interesan las locuras de los gentiles.

—Tus rabinos de Gerona sí que eran limpios —dijo Belbo.

—Vivían en sucios cuchitriles porque vosotros los gentiles les encerrabais en el gueto. En cambio los templarios se emporcaban por gusto.

—No exageremos —dije—. ¿Alguna vez han visto un pelotón de reclutas después de una marcha? Pero he contado estas cosas para hacerles ver la contradicción del templario. Tiene que ser místico, ascético, no comer, no beber, no follar, pero va por el desierto cortando cabezas a los enemigos de Cristo, y cuántas más corta mayor es el número de cupones para el paraíso, apesta, cada día está más barbudo, y luego Bernardo pretende que tras haber conquistado una ciudad no se arroje sobre cualquier jovencita, o viejecita, o lo que sea, y que en las noches sin luna, cuando, como se sabe, el simún sopla sobre el desierto, no solicite algún que otro favor de su camarada preferido. Como puede uno ser monje y espadachín, destripa a los enemigos y reza el avemaría, no mires el rostro de la prima, pero luego al entrar en una ciudad, después de días de asedio, los otros cruzados se cepillan a la mujer del califa allí delante, sulamitas estupendas se abren el corpiño y dicen tómame, tómame, pero perdóname la vida… Y el templario nada, tiene que estarse allí, tieso, maloliente, hirsuto, como quería San Bernardo, y rezar completas… Por lo demás, basta con leerse los Retraits…

—¿Qué eran?

—Estatutos de la Orden. Su redacción es bastante tardía, digamos que la época en que ya la Orden iba en zapatillas. Nada peor que un ejército que se aburre porque la guerra ha concluido. Por ejemplo, se prohíben reyertas, heridas a un cristiano por venganza, trato con mujeres, calumnias al hermano. No hay que perder un esclavo, montar en cólera y exclamar «¡me iré con los sarracenos!», extraviar por descuido un caballo, regalar animales, salvo perros y gatos, marcharse sin permiso, romper el sello del maestro, abandonar la capitanía durante la noche, prestar dinero de la Orden sin autorización, arrojar el hábito al suelo en un arranque de furor.

—De un sistema de prohibiciones puede deducirse lo que la gente hace normalmente —dijo Belbo—, y puede obtenerse una imagen de la vida cotidiana.

—Veamos —dijo Diotallevi—. Un templario, irritado por algo que sus hermanos le han dicho o hecho aquella noche, se marcha sin permiso al abrigo de la oscuridad, cabalga con un sarracenito por escolta y tres capones colgados de la silla, va donde una muchacha de costumbres indecorosas y, tras colmarla de capones, yace ilícitamente con ella… A todo esto, durante el regodeo, el morito huye llevándose el caballo, y nuestro templario, más sucio, sudado e hirsuto que de costumbre, regresa con el rabo entre las piernas y, tratando de no ser visto, entrega dinero (del Templo) al consabido usurero judío que espera como un buitre al acecho…

—Tú lo has dicho, Caifás —observó Belbo.

—Venga con los tópicos. El templario trata de recuperar, si no al moro, al menos algo que se parezca a un caballo. Pero un co-templario se percata del montaje y a la hora de la cena (ya se sabe, en esas comunidades la envidia está a la orden del día), cuando entre la satisfacción general llega la carne, hace graves alusiones. El capitán se sospecha algo, el templario se lía, se pone colorado, saca el puñal y se arroja sobre el compadre…

—Sobre el sicofante —corrigió Belbo.

—Sobre el sicofante, bien dicho, se arroja sobre el miserable y le tercia la cara. El otro coge la espada, arman una trifulca indecorosa, el capitán intenta calmarles a espaldarazos, los hermanos se desternillan de risa…

—Mientras beben y blasfeman como templarios… —dijo Belbo.

—¡Pardiez, rediós, sangredediós, votoadiós, vivediós! —recité yo.

—Y claro, nuestro hombre se altera, se… ¿cómo diablos se pone un templario cuando se altera?

—Se le enciende la sangre —sugirió Belbo.

—Sí, lo que dices, se le enciende la sangre, se quita el hábito y lo arroja al suelo…

—¡Quedaos con esta túnica de mierda y con vuestro cochino templo!, —propuse—. Más aún, descarga su espada sobre el sello, lo destroza y grita que se va con los sarracenos.

—Ha violado al menos ocho preceptos de una sola vez.

Para ilustrar mejor mi tesis, concluí:

—¿Se imaginan a estos individuos, que dicen me voy con los sarracenos, el día en que el baile general del rey les arresta y les muestra los hierros candentes? ¡Habla marrano, confiesa que os la metíais en el trasero! ¿Nosotros? A mí vuestras tenazas me dan risa, no sabéis de lo que es capaz un templario, ¡yo os la meto en el trasero a vos, al papa y si cae en mis manos al mismo rey Felipe!

—¡Ha confesado, ha confesado! Sin duda sucedió así —dijo Belbo—. Y derecho al calabozo, cada día un poco de aceite, que así arde mejor.

—Como niños —concluyó Diotallevi.

Nos interrumpió una chica que tenía un lunar en la nariz en forma de fresa y traía unos papeles en la mano. Nos preguntó si ya habíamos firmado por los compañeros argentinos detenidos. Belbo firmó en seguida, sin mirar la hoja.

—En todo caso, están peor que yo —le dijo a Diotallevi, que lo miraba con aire confundido. Después se volvió hacia la chica—: Él no puede firmar, pertenece a una minoría india que prohíbe escribir el propio nombre. Muchos de ellos están en prisión porque el gobierno les persigue.

La chica miro a Diotallevi con comprensión y me pasó la hoja. Diotallevi se serenó.

—¿Quiénes son?

—¿Cómo que quiénes son? Son compañeros argentinos.

—Sí, pero ¿de qué grupo?

—Pues de Tacuara.

—Pero si los de Tacuara son fascistas —me atreví a decir, por lo que sabía al respecto.

—Fascista —me espetó con disgusto la chica, y se marchó.

—Pero vamos a ver, ¿entonces esos templarios eran unos pobrecillos? —preguntó Diotallevi.

—No —dije—, la culpa es mía, estaba tratando de ponerle un poco de sal a la historia. Lo que he dicho se refiere a la tropa, pero la Orden recibió desde su fundación donaciones inmensas y poco a poco fue estableciendo capitanías en toda Europa. Pensad que Alfonso de Aragón les regala un país entero, bueno, hace testamento y les deja el reino en caso de morir sin herederos. Los templarios no se fían y proponen un arreglo, como quien dice pájaro en mano ahora mismo, pero el pájaro son media docena de fortalezas en España. El rey de Portugal les regala un bosque y, como éste aún estaba ocupado por los sarracenos, los templarios arremeten, echan a los moros y como si tal van y fundan Coimbra. Y sólo son algunos episodios. En suma, una parte combate en Palestina, pero la mayoría opera en Europa. ¿Y qué sucede? Que si alguno tiene que ir a Palestina y necesita dinero, y no se atreve a viajar llevando joyas y oro, les hace un ingreso a los templarios en Francia, o España, o Italia, le dan un bono y cobra en Oriente.

—Es el documento de crédito —dijo Belbo.

—Claro, inventaron el cheque, y antes que los banqueros florentinos. Ya comprenderán que, entre donaciones, conquistas a mano armada y comisiones por las operaciones financieras, los templarios se convirtieron en una multinacional. Para dirigir una empresa de ese tipo se necesitaba gente que tuviera las ideas bien claras. Gente que supiese cómo convencer a Inocencio II para que les otorgara privilegios excepcionales: la Orden puede quedarse con todo el botín de guerra, y en cualquier parte donde posea bienes no tiene que responder al rey, ni a los obispos, ni al patriarca de Jerusalén, sino sólo al papa. Exenta de pagar diezmos, puede imponerlos en las tierras que domina… En suma, una empresa que siempre da beneficios y en la que nadie puede meter las narices. Se entiende por qué no gozan de la simpatía de obispos y reyes. Sin embargo, son imprescindibles. Los cruzados son unos chapuceros, gente que parte sin saber adónde va ni con qué se encontrará; los templarios, en cambio, están allí como peces en el agua, saben cómo tratar con el enemigo, conocen el terreno y el arte militar. La Orden de los Templarios es algo serio, aun cuando se apoya en las bravuconadas de sus tropas de asalto.

—Pero, ¿realmente eran bravuconadas? —preguntó Diotallevi.

—A menudo sí, de nuevo llama la atención el contraste entre su competencia política y administrativa, y su estilo de boinas verdes, todo agallas y nada de seso. Tomemos la historia de Ascalón…

—Tomémosla —dijo Belbo, que se había distraído por saludar con ostentosa lujuria a una tal Dolores.

Esta se sentó con nosotros y dijo:

—Quiero escuchar la historia de Ascalón, quiero.

—Pues bien, un día el rey de Francia, el emperador alemán, Balduino III de Jerusalén y dos grandes maestres de los templarios y de los hospitalarios deciden sitiar Ascalón. Parten todos hacia allá: el rey, la corte, el patriarca, los curas con sus cruces y estandartes, los arzobispos de Tiro, Nazaret, Cesárea, vamos, una gran fiesta, con las tiendas montadas frente a la ciudad enemiga, y las oriflamas, los grandes gonfalones, los tambores… Ascalón estaba defendida por ciento cincuenta hombres, y sus habitantes estaban preparados desde hacía mucho tiempo para resistir el asedio, se habían abierto troneras en todas las casas, fortalezas dentro de la fortaleza. Digo yo, que los templarios, que eran tan listos, esto hubieran tenido que saberlo. Pues no, todos se excitan, se construyen arietes y torres de madera, ya sabéis, esas construcciones montadas sobre ruedas, que se empujan hasta las murallas del enemigo y arrojan fuego, piedras, flechas, mientras desde lejos las catapultas bombardean con pedruscos… Los ascalonitas tratan de incendiar las torres, el viento les es adverso, las llamas invaden las murallas, que al menos en un punto se derrumban. ¡La brecha! Entonces todos los atacantes se lanzan como un solo hombre, y sucede algo extraño. El gran maestre de los templarios ordena formar una barrera para que sólo sus hombres entren en la ciudad. Los malignos dicen que lo hace para que el saqueo sólo enriquezca al Temple, los benignos sugieren que temiendo una emboscada quiere enviar como avanzadilla a sus valientes. De todas formas, yo no le confiaría la dirección de una escuela militar, porque cuarenta templarios atraviesan la ciudad a ciento ochenta por hora, chocan contra la muralla del lado opuesto, frenan levantando una polvareda inmensa, se miran a los ojos, se preguntan qué están haciendo allí, invierten la marcha y desfilan como un rayo entre los moros, que les arrojan piedras y viratones por las ventanas, y los masacran a todos, incluido el gran maestre, y luego cierran la brecha, cuelgan los cadáveres de las murallas y se cachondean de los cristianos lanzando carcajadas inmundas.

—El moro es cruel —dijo Belbo.

—Como niños —volvió a decir Diotallevi.

—Demasiado para el cuerpo de esos templarios —exclamó Dolores, entusiasmada.

—A mí me recuerdan a Tom y Jerry —dijo Belbo.

Me arrepentí. Al fin y al cabo hacía dos años que vivía con los templarios, y les había tomado cariño. Influenciado por el esnobismo de mis interlocutores, los había presentado como personajes de dibujos animados. Quizá era culpa de Guillermo de Tiro, historiador infiel. No eran así los caballeros del Temple, barbudos y resplandecientes, con la hermosa cruz roja en el cándido manto, caracoleando a la sombra de su bandera blanca y negra, el Beauceant, entregados, con prodigioso fervor, a su festín de muerte y valentía, y el sudor de que hablaba San Bernardo era quizá un bruñido broncíneo que confería sarcástica nobleza a su terrible sonrisa, mientras festejaban de manera tan cruel el adiós a la vida… Leones en la guerra, como decía Jacques de Vitry, dulces corderillos en la paz, rudos en la lid, devotos en la plegaria, brutales con los enemigos, benévolos con los hermanos, marcados por el blanco y el negro de su estandarte, por su pleno candor con los amigos de Cristo, su sombría fiereza con sus adversarios…

Patéticos campeones de la fe, último ejemplo de una caballería en decadencia, ¿por qué tenía yo que abordarlos como un Ariosto cualquiera, cuando bien hubiera podido ser su Joinville? Recordé las páginas que les dedica el autor de la Historia de San Luis, que había acompañado al Rey Santo a Tierra Santa, escribiente y guerrero al mismo tiempo. Ya hacía ciento cincuenta años que existían los templarios, y las cruzadas se habían ido sucediendo hasta agotar todo ideal. Desaparecidas como fantasmas las figuras heroicas de la reina Melisenda y de Balduino, el rey leproso, consumadas las luchas intestinas de aquel Libano desde entonces ensangrentado, caída ya una vez Jerusalén, ahogado Barbarroja en Cilicia, derrotado y humillado Ricardo Corazón de León, que regresa a su patria disfrazado, precisamente, de templario, la cristiandad ha perdido su batalla, los moros tienen un sentido muy distinto de la confederación entre potentados autónomos, pero saben unirse en defensa de una civilización, han leído a Avicena, no son ignorantes como los europeos: ¿cómo es posible estar en contacto durante dos siglos con una cultura tolerante, mística y libertina, sin ceder a sus encantos, cuando se la ha podido comparar con la cultura occidental, basta, zafia, bárbara y germánica? Hasta que en 1244 se produce la última y definitiva caída de Jerusalén, la guerra, iniciada ciento cincuenta años antes, está perdida, los cristianos deben dejar de batirse en aquel páramo destinado a la paz y al perfume de los cedros del Líbano pobres templarios, ¿para qué ha servido vuestra epopeya?

Ternura, melancolía, palidez de una gloria senescente, ¿por qué no prestar oídos a las doctrinas secretas de los místicos musulmanes, a la acumulación hierática de tesoros escondidos? Quizá ése sea el origen de la leyenda de los caballeros del Temple que aún obsesiona a las mentes desilusionadas y anhelantes, el relato de un poder sin límites que ya no sabe dónde actuar…

Y, sin embargo, ya en el ocaso del mito llega Luis, el rey santo, el rey que tiene por comensal al Aquinate, él aún cree en la cruzada, a pesar de dos siglos de sueños e intentos fracasados por la estupidez de los vencedores, ¿vale la pena intentarlo una vez más? Vale la pena, dice el Santo Luis, los templarios aceptan, le siguen a la derrota, pues es su oficio, ¿cómo se justifica el Temple sin la cruzada?

Luis ataca Damietta desde el mar, la orilla enemiga es un resplandor de lanzas y alabardas y oriflamas, escudos y cimitarras; hermosa gente bello espectáculo, dice Joinville con caballerosidad, las armas de oro batidas por el sol. Luis podría esperar, pero en cambio decide desembarcar a cualquier precio. «Mis fieles, seremos invencibles si sabemos permanecer inseparables en nuestra caridad. Si somos vencidos, seremos mártires. Si triunfamos, nuestra gesta aumentará la gloria de Dios.» Los templarios tienen sus dudas, pero han sido educados para luchar por un ideal y ésa es la imagen que deben dar de sí mismos. Seguirán al rey en su locura mística.

Increíblemente, el desembarco es un éxito, Increíblemente, los sarracenos abandonan Damietta: es tan increíble que el rey vacila en entrar porque duda de que hayan huido. Pero es cierto, la ciudad es suya y suyos son sus tesoros y las cien mezquitas, que Luis convierte en seguida en iglesias del Señor. Ahora se impone una decisión: ¿marchar sobre Alejandría o sobre El Cairo? La decisión sabia hubiera sido dirigirse a Alejandría, para privar a Egipto de un puerto vital. Pero en la expedición había un genio maligno, el hermano del rey, Robert d’Artois, megalómano, ambicioso, sediento de gloria inmediata, como buen segundón. Aconseja dirigirse hacia El Cairo, corazón de Egipto. El Temple, que al principio se había mostrado prudente, ahora muerde el freno. El rey había prohibido los combates aislados, pero es el mariscal del Temple quien viola la prohibición. Divisa una cuadrilla de mamelucos del sultán y grita: «¡A ellos, en nombre de Dios, no puedo soportar tamaña afrenta!»

En Mansurah los sarracenos se hacen fuertes al otro lado de un río, los franceses tratan de construir una presa para formar un vado, y la protegen con sus torres móviles, pero los sarracenos han aprendido de los bizantinos el arte del fuego griego. El fuego griego tenía una cabeza gruesa, como un tonel, su cola era como una gran lanza, llegaba como un rayo y parecía un dragón volador. Arrojaba tanta luz que iluminaba el campo como si fuese de día.

Mientras el campo cristiano es pasto de las llamas, un beduino traidor indica al rey un vado a cambio de trescientos bisantes. El rey decide atacar, la travesía no es fácil, muchos se ahogan y son arrastrados por las aguas, en la orilla opuesta esperan trescientos sarracenos a caballo. Pero finalmente el grueso del ejército toca tierra, y, según las órdenes, los templarios van a la cabeza, seguidos por el conde de Artois. Los caballeros musulmanes se dan a la fuga y los templarios esperan al resto del ejército cristiano. Pero el conde de Artois se lanza con sus hombres a perseguir al enemigo.

Entonces los templarios, para salvar el honor, también se lanzan al asalto, pero llegan después del conde, que ya ha penetrado en el campo enemigo sembrando estragos. Los musulmanes huyen hacia Mansurah. El de Artois sólo esperaba eso para salir tras ellos. Los templarios intentan detenerle, el hermano Gilles, gran comandante del Temple, le lisonjea diciéndole que ya ha realizado una hazaña admirable, una de las mayores que se hayan visto en tierras de ultramar. Pero el conde, lechuguino sediento de gloria, acusa de traición a los templarios y llega a decir incluso que, de haberlo querido los templarios y los hospitalarios, aquellas tierras ya estarían conquistadas desde hacía tiempo, y que él acababa de probar lo que era capaz de hacer alguien que tuviera sangre en las venas. Aquello era demasiado para el honor del Temple. Al Temple no hay quien le tosa, todos se lanzan hacia la ciudad, entran en ella, persiguen a los enemigos hasta las murallas opuestas, y de pronto los templarios se dan cuenta de que han repetido el error de Ascalón. Los cristianos, incluidos los templarios, se han demorado saqueando el palacio del sultán, los infieles se rehacen y caen sobre aquella mesnada de buitres ahora dispersa. ¿Se han dejado cegar los templarios una vez más por la avidez? Hay quien dice, sin embargo, que antes de seguir al de Artois, fray Gilles le había dicho con lúcido estoicismo: «Señor, mis hermanos y yo no tenemos miedo y os seguiremos. Pero sabed que dudamos, y mucho, de que vos y yo podamos regresar.» De todas formas, el de Artois, por la gracia de Dios, murió, y con él muchos otros valientes caballeros, y doscientos ochenta templarios.

Peor que una derrota, una afrenta. Sin embargo, no fue registrada como tal, ni siquiera por Joinville: suele suceder, es la belleza de la guerra.

En la pluma del señor de Joinville, muchas de aquellas batallas, o si se quiere escaramuzas, se transforman en pantomimas airosas, en alguna cabeza que rueda, y muchas imploraciones al buen Señor y algún llanto del rey por uno de sus fieles que expira, pero todo parece filmado en colores, entre gualdrapas rojas, arreos dorados, resplandor de yelmos y espadas bajo el amarillo sol del desierto, y frente al mar color turquesa, y quién sabe si los templarios no habrán vivido así su carnicería cotidiana.

La mirada de Joinville se mueve desde arriba hacia abajo o desde abajo hacia arriba, según caiga del caballo o vuelva a encaramarse en la silla, y enfoca escenas aisladas, no logra captar el plan de la batalla, todo se reduce a duelos individuales, y desenlaces muchas veces azarosos. Joinville se lanza en ayuda del señor de Wanon, un turco le golpea con su lanza, el caballo cae de bruces, Joinville sale despedido por encima de la cabeza del animal, se incorpora con la espada en la mano y micer Erars de Siverey (que Dios lo absuelva) le indica que se refugie en una casa destruida, son literalmente pisoteados por una cuadrilla de turcos, se incorporan indemnes, llegan hasta la casa, se atrincheran, los turcos les atacan con lanzas desde arriba. Micer Frederic de Loupey es herido por la espalda «y fue tal la herida que la sangre salpicaba como cuando salta el tapón de una cuba» y Siverey recibe un tajo en pleno rostro «de suerte que la nariz le caía sobre los labios». Ea, llegan refuerzos, consiguen salir de la casa, se desplazan hacia otro sector del campo de batalla, otra escena, otros muertos y salvamentos in extremis, plegarias en voz alta al señor Santiago. Y grita entretanto el bueno del conde de Soissons, sin dejar de descargar la espada: «Señor de Joinville, dejemos que esta vil gente vocee, por Dios que ya hablaremos vos y yo de esta jornada cuando estemos rodeados de damas!» Y el rey pregunta por su hermano, el maldito conde de Artois y fray Henry de Ronnay, preboste del Hospital, le responde «que le tenía buenas noticias porque seguramente el conde de Artois estaba en el Paraíso». El rey dice que Dios sea loado por todo lo que le envía, y gruesas lágrimas caen de sus ojos.

Pero no siempre es como una pantomima, por angélica y sanguinaria que resulte. Muere el gran maestre Guillaume de Sonnac, abrasado por el fuego griego; debido al hedor de los cadáveres y a la escasez de víveres, el ejército cristiano es víctima del escorbuto, las huestes de San Luis muerden el polvo, el rey se consume de disentería, a tal punto que, para no perder tiempo en la batalla, tiene que cortarse el fondo de los calzones. Pierden Damietta, la reina debe pactar con los sarracenos y paga quinientos mil torneses para salvar la vida.

Pero las cruzadas se hacían con teologal mala fe. En San Juan de Acre, Luis es recibido como un triunfador y sale a su encuentro toda la ciudad en procesión, con el clero, las damas y los niños. Los templarios tienen más vista e intentan iniciar tratativas con Damasco. Luis se entera, no soporta que pasen por encima de él, desautoriza al nuevo gran maestre ante los embajadores musulmanes, y el gran maestre tiene que retirar la palabra dada, se arrodilla ante el rey y pide disculpas. No puede decirse que los caballeros no hayan combatido bien, y desinteresadamente, pero el rey de Francia les humilla, para reafirmar su poder, y para reafirmar su poder medio siglo más tarde, su sucesor Felipe los enviará a la hoguera.

En 1291, los moros conquistan San Juan de Acre, pasan a cuchillo a todos sus habitantes. El reino cristiano de Jerusalén ha concluido. Los templarios son más ricos, más numerosos y más fuertes que nunca, pero ellos, que nacieron para pelear en Tierra Santa, ya no están en Tierra Santa.

Viven espléndidamente encerrados en sus capitanías de toda Europa y en el Temple de París, y aun sueñan con la explanada del Templo de Jerusalén en las épocas gloriosas, con la hermosa iglesia de Santa María de Letrán ceñida de capillas votivas, ramos de trofeos, y un fervor de fraguas, talabarterías, graneros, pañerías, una cuadra con dos mil caballos, un caracolear de escuderos, ayudantes, turcopoliers, las cruces rojas sobre los mantos blancos, las cotas pardas de los auxiliares, los emisarios del sultán con sus grandes turbantes y sus yelmos dorados, los peregrinos, y una encrucijada de bellas rondas y correos, el júbilo de las arcas, el puerto desde el que se despachan órdenes, disposiciones y mercaderías para los castillos de la madre patria, de las islas, de las costas del Asia Menor…

Todo concluido, mis pobres templarios.

Aquella noche en el Pílades, cuando ya iba por el quinto whisky, que Belbo me servía imperiosamente, me di cuenta de que había estado soñando, con sentimiento (qué vergüenza), pero en voz alta, y debía de haber contado una historia muy bella, con pasión y compasión, porque Dolores tenía los ojos brillantes, y Diotallevi, entregado a la locura de un segundo botellín de tónica, tenía la vista, seráfica, vuelta hacia el cielo, mejor dicho hacia el nada sefirótico cielorraso del bar, mientras murmuraba:

—Y quizá fueran todo eso, almas condenadas y almas santas, caballerizos y caballeros, banqueros y héroes…

—Ya lo creo que eran singulares —resumió Belbo—. ¿Pero a usted, Casaubon, le gustan?

—Yo estoy haciendo una tesis sobre ellos, y hasta el que hace una tesis sobre la sífilis acaba enamorándose de la espiroqueta pálida.

—Qué bonita, parece de película —dijo Dolores—. Pero ahora debo marcharme, lo lamento pero tengo que ciclostilar las octavillas para mañana temprano. Habrá piquetes en la fábrica Marelli.

—Feliz de ti que puedes permitírtelo —dijo Belbo. Levantó con cansancio una mano y le acarició los cabellos. Pidió, según anuncio, el último whisky—. Es casi medianoche —observó—. No lo digo por los seres humanos, sino por Diotallevi. Pero acabemos la historia, quiero saber cómo fue el proceso. Cuándo, cómo, por qué…

—Cur, quomodo, quando —asintió Diotallevi—. Sí, sí.