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Sub umbra alarum tuarum, Jehova.

(Fama Frafernitatis, in Allgemeine und general Reformation, Cassel, Wessel, 1614, fine)

Al día siguiente fui a Garamond. El número uno de la vía Sincero Renato daba acceso a un zaguán polvoriento desde donde se vislumbraba un patio con el taller de un cordelero. Entrando a la derecha había un ascensor digno de ser exhibido en un pabellón de arqueología industrial, y cuando traté de utilizarlo, dio unas sacudidas bastante sospechosas, sin decidirse a funcionar. Por prudencia preferí bajarme y subir dos tramos de una escalera casi de caracol, de madera, bastante polvorienta. Como supe después, al señor Garamond le gustaba aquella sede porque le recordaba a una editorial parisina. En el rellano, una placa donde podía leerse «Garamond Editores, S.A.», y una puerta abierta por la que se accedía a un vestíbulo donde no había ni telefonista ni otro personal de recepción. Pero era imposible entrar sin ser visto desde un pequeño despacho situado enfrente, de manera que en seguida me abordó una persona de sexo probablemente femenino, de edad imprecisa y de estatura que un eufemista hubiera podido definir como inferior a la media.

La mencionada persona me agredió en un idioma que me pareció haber oído ya en alguna parte, hasta que comprendí que era un italiano casi exento de vocales. Pregunté por Belbo. Después de hacerme esperar unos segundos, me condujo por el pasillo hasta un despacho del fondo.

Belbo me recibió amablemente:

—Veo que es una persona seria. Pase.

Me hizo sentar frente a su escritorio, viejo como todo lo demás, y recargado de manuscritos, al igual que los estantes que había en las paredes.

—¿No se habrá asustado al ver a Gudrun? —dijo.

—¿Gudrun? ¿Esa… señora?

—Señorita. No se llama Gudrun. La llamamos así por su aspecto nibelúngico y porque habla de un modo vagamente teutónico. Quiere decirlo todo en seguida y ahorra vocales. Pero tiene el sentido de la justitia aequatrix: cuando escribe a máquina ahorra consonantes.

—¿Qué hace aquí?

—Todo, desgraciadamente. Mire usted, en cada editorial hay alguien que es indispensable porque es la única persona capaz de encontrar las cosas en medio del desorden que genera. Pero al menos cuando se pierde un original se sabe quién tiene la culpa.

—¿También pierde los originales?

—No más que otros. En una editorial todos pierden los originales. Creo que ésa es la actividad principal. Sin embargo, hay que tener un chivo expiatorio, ¿no le parece? Lo único que le reprocho es que no pierda los que yo quisiera. Percances desagradables para lo que el bueno de Bacon llamaba The advancement of learning.

—Pero, ¿dónde se pierden?

—Perdone —dijo, extendiendo los brazos— pero ¿se da usted cuenta de lo tonta que es su pregunta? Si se supiese dónde, no estarían perdidos.

—Lógico —dije—. Pero oiga, cuando veo los libros de la Garamond me parecen ediciones muy cuidadas, y su catálogo es bastante nutrido. ¿Lo hacen todo aquí? ¿Cuántos son?

—Aquí enfrente hay una sala donde trabajan los técnicos, al lado el colega Diotallevi. Pero él se ocupa de los manuales, las obras de larga duración, largas de preparar y largas de vender, en el sentido que venden durante mucho tiempo. De las ediciones universitarias me encargo yo. Pero no se engañe, tampoco es un trabajo tan enorme. Claro que con ciertos libros me entusiasmo, tengo que leerme los originales, pero en general todo es trabajo ya garantizado, económica y científicamente. Publicaciones del Instituto Fulano de Tal, o bien actas de congresos, preparadas y financiadas por algún instituto universitario. Si se trata de un autor novel, el maestro escribe el prefacio y carga con la responsabilidad. El autor corrige al menos las primeras y segundas galeradas, verifica las citas y las notas, y no cobra derechos. Después el libro se toma como texto en algún curso se venden mil o dos mil ejemplares en unos años, se cubren los gastos… No hay sorpresas, todos los libros dan beneficios.

—¿Y entonces usted qué hace?

—Muchas cosas. Ante todo hay que escoger. Además hay algunos libros que publicamos a nuestras expensas, casi siempre traducciones de autores prestigiosos, para mantener el nivel del catálogo. Por último, hay originales que llegan así, traídos por algún solitario. Raramente son cosas que valgan la pena, pero hay que examinarlos, nunca se sabe.

—¿Le divierte?

—¿Que si me divierte? Es lo único que sé hacer bien.

Nos interrumpió un individuo de unos cuarenta años, con una chaqueta de algunas tallas de más, escasos cabellos rubios claros que le caían sobre dos cejas muy pobladas, también amarillas. Hablaba suavemente, como si estuviese educando a un niño.

—Estoy realmente cansado de ese Vademécum del Contribuyente. Tendría que volver a escribirlo y no tengo ganas. ¿Molesto?

—Diotallevi —dijo Belbo, y nos presentó.

—Ah. ¿Ha venido a ver los templarios? Pobrecillo. Oye, se me acaba de ocurrir una buena: Urbanística Gitana.

—Muy buena —dijo Belbo con tono admirativo—. Yo estaba pensando en Hípica Azteca.

—Sublime. Pero, ¿dónde la incluyes? ¿En la Eolofonía o entre los Adynata?

—Eso tenemos que verlo —dijo Belbo, hurgó en el cajón y sacó unos papeles—. La Eolofonía… —Me echó una mirada y percibió mi curiosidad—. La Eolofonía, usted bien sabe, es el arte de dar voces al viento. Pero no —dijo dirigiéndose a Diotallevi—, la Eolofonía no es un departamento sino una asignatura, como la Avunculogratulación Mecánica y la Pilocatábasis, que pertenecen al departamento de la Tripodología Felina.

—¿Y eso de la tripolo…? —me atreví a preguntar.

—Es el arte de buscarle tres pies al gato. Este departamento comprende la enseñanza de las técnicas inútiles, por ejemplo la Avunculogratulación Mecánica enseña cómo construir máquinas para saludar a la tía. No sabemos si dejar en este departamento a la Pilocatábasis, que es el arte de salvarse por los pelos, y no parece inútil del todo. ¿Verdad?

—Por favor, explíquenme en qué consiste toda esta historia… —imploré.

—Sucede que Diotallevi, y yo mismo, estamos proyectando una reforma del saber. Una Facultad de Trivialidad Comparada, donde se estudien asignaturas inútiles o imposibles. La facultad tiende a reproducir estudiosos capaces de aumentar al infinito el número de temas triviales.

—¿Y cuántos departamentos hay?

—Por ahora cuatro, pero ya podrían contener todo lo cognoscible. El departamento de Tripodología Felina tiene una función propedéutica, tiende a desarrollar el sentido de lo trivial. Un departamento importante es el de Adynata o Impossibilia. Por ejemplo, Urbanística Gitana e Hípica Azteca… La esencia de esta disciplina consiste en comprender las razones profundas de su trivialidad, y en el departamento de Adynata también de su imposibilidad. Allí están, pues, la Morfemática del Morse, la Historia de la Agricultura Antártica, la Historia de la Pintura en la Isla de Pascua, la Literatura Sumeria Contemporánea, los Fundamentos de Examenología Montessoriana, la Filatelia asiriobabilónica, la Tecnología de la Rueda en los Imperios Precolombinos, la Iconología Braille, la Fonética del Cine Mudo…

—¿Qué me dice de la Psicología de las Masas en el Sahara?

—Está bien —dijo Belbo.

—Está bien —dijo Diotallevi con convicción—. Tendría que colaborar.

Este joven tiene buena madera, ¿verdad, Jacopo?

—Sí, me di cuenta en seguida. Anoche elaboró razonamientos estúpidos con mucho ingenio. Pero prosigamos, puesto que el proyecto le interesa. ¿Qué hemos incluido en el departamento de Oximórica, que no encuentro la ficha?

Diotallevi extrajo un papelito del bolsillo y me miró con sentenciosa simpatía:

—En la Oximórica, como su mismo nombre indica, lo importante es el carácter autocontradictorio de la disciplina. Por eso estimo que la Urbanística Gitana tendría que incluirse en ella…

—No —dijo Belbo—, sólo si se llamara Urbanística Nómada. Los Adynata se refieren a una imposibilidad empírica, mientras que la Oximórica abarca la contradicción en los términos.

—Ya veremos. Pero ¿qué hemos incluido en la Oximórica? Pues las Instituciones de Revolución, la Dinámica Parmenidea, la Estática Heraclitea, la Sibarítica Espartana, los Fundamentos de Oligarquía Popular, la Historia de las Tradiciones Innovadoras, la Dialéctica Tautológica, la Erística Booleana…

A esas alturas me sentía retado a demostrar mi temple.

—¿Puedo sugerir una Gramática de la Anomalía?

—¡Estupendo! —exclamaron ambos, y se pusieron a escribir.

—Hay una pega —dije.

—¿Cuál?

—Si anunciáis el proyecto, se presentará un montón de gente con publicaciones fidedignas.

—¿No te decía yo que es un joven agudo, Jacopo? —dijo Diotallevi—. Pero ¿sabe que ése es precisamente nuestro problema? Sin quererlo hemos trazado el perfil ideal de un saber real. Hemos demostrado la necesidad de lo posible. Por tanto, será necesario callar. Pero ahora debo marcharme.

—¿Adónde? —preguntó Belbo.

—Es viernes por la tarde.

—Jesús, María y José —dijo Belbo. Dirigiéndose a mí—: Aquí enfrente hay dos o tres casas donde viven judíos ortodoxos, esos de sombrero negro, barba y bucle. No hay muchos en Milán. Hoy es viernes y al anochecer empieza el sábado. De manera que en el piso de enfrente empiezan a prepararlo todo, a lustrar el candelabro, guisar los alimentos, disponer las cosas para que mañana no sea necesario encender fuego. Incluso el televisor permanece encendido toda la noche, el único problema es que tienen que escoger en seguida el canal. Nuestro Diotallevi tiene un pequeño anteojo y espía ignominiosamente por la ventana y goza, soñando que está al otro lado de la calle.

—¿Y por qué?

—Porque nuestro Diotallevi se empeña en decir que es judío.

—¿Cómo que me empeño? —preguntó picado Diotallevi—. Soy judío ¿Usted tiene algo en contra, Casaubon?

—Imagínese usted.

—Diotallevi —dijo Belbo con decisión—, tú no eres judío.

—¿Que no? ¿Y mi nombre? Como Graziadio, Diosiaconte, traducciones del hebreo, nombres de gueto, como Shalom Aleichem.

—Diotallevi es un nombre de buen augurio que los funcionarios municipales solían dar a los expósitos: «Diostecríe». Y tu abuelo era un expósito.

—Un expósito judío.

—Diotallevi, tienes piel rosada, voz estridente y eres casi albino.

—Si hay conejos albinos, también habrá judíos albinos.

—Diotallevi, uno no puede decidir hacerse judío como decide hacerse filatélico o testigo de Jehová. Judío se nace. Resígnate, eres un gentil como todos.

—Estoy circuncidado.

—¡Vamos! Cualquiera puede hacerse circuncidar por higiene. Basta un médico con termocauterio. ¿A qué edad te has hecho circuncidar?

—No empieces con sutilezas.

—Por el contrario, sutilicemos. El judío sutiliza.

—Nadie puede probar que mi abuelo no fuera judío.

—Claro, era un expósito. Pero también hubiera podido ser el heredero del trono de Bizancio, o un bastardo de los Habsburgo.

—Nadie puede probar que mi abuelo no fuera judío, y lo encontraron cerca del Pórtico de Octavia, en pleno gueto romano.

—Pero tu abuela no era judía, y en esos aledaños la descendencia es por vía materna…

—…Y por encima de las razones burocráticas, porque incluso el registro civil puede leerse sin limitarse a la letra, están las razones de la sangre, y la sangre dice que mis pensamientos son exquisitamente talmúdicos, y sería racismo por tu parte sostener que un gentil puede ser tan exquisitamente talmúdico como yo siento que soy.

Salió. Belbo me dijo:

—No le haga caso. Esta discusión se produce casi cada día, salvo que cada día trato de usar un argumento nuevo. Lo que sucede es que Diotallevi es un devoto de la Cábala. Pero también hubo cabalistas cristianos. Además oiga, Casaubon, si Diotallevi quiere ser judío, de ninguna manera puedo oponerme.

—Claro que no. Somos democráticos.

—Somos democráticos.

Encendió un cigarrillo. De pronto recordé el motivo de mi visita.

—Me había hablado de un estudio sobre los templarios —dije.

—Es cierto… Veamos. Estaba en una cartera de piel artificial…

Entretanto hurgaba en una pila de originales y trataba de extraer uno, justo en medio, sin mover los otros. Operación peligrosa. De hecho, la pila se desplomó en parte sobre el suelo. Ahora Belbo tenía en la mano la carpeta de piel artificial.

Miré el índice y la introducción.

—Se refiere a la detención de los templarios. En 1307, Felipe el Hermoso decide arrestar a todos los templarios de Francia. Ahora bien, hay una leyenda según la cual, dos días antes de que Felipe librase las órdenes de detención, una carreta de heno, tirada por bueyes, abandona el recinto del Temple, en París, con rumbo desconocido. Se dice que se trataba de un grupo de caballeros guiados por un cierto Aumont, que luego se refugiaron en Escocia, uniéndose a una logia de albañiles en Kilwinning. Según la leyenda, los caballeros se identificaron con los grupos de constructores que se transmitían los secretos del Templo de Salomón. Ya está, lo preveía. También éste pretende descubrir los orígenes de la masonería en esa fuga de los templarios a Escocia… Es una historia rumiada desde hace dos siglos, y que se basa en meras fantasías. No existe ninguna prueba, le puedo poner sobre su mesa varias docenas de librillos que cuentan la misma historia, unos copiados malamente de los otros. Escuche esto lo tomo al azar: «La prueba de que existió la expedición a Escocia reside en el hecho de que aún hoy, a seiscientos cincuenta años de distancia, hay en el mundo órdenes secretas que dicen descender de la Milicia del Temple. ¿Cómo explicar de otra manera la continuidad de esa herencia?» ¿Se da usted cuenta? ¿Cómo es posible que no exista el marqués de Carabás puesto que hasta el gato con botas dice que está a su servicio?

—Ya entiendo —dijo Belbo—. Lo quito de en medio. Pero su historia de los templarios me interesa. Por una vez que tengo a mano un experto no quisiera que se me escapase. ¿Por qué hablan todos de los templarios y no de los caballeros de Malta? No, no me lo diga ahora. Se ha hecho tarde, dentro de poco Diotallevi y yo tenemos que ir a una cena con el señor Garamond. Pero terminaremos a eso de las diez y media. Trataré de convencer a Diotallevi de que se venga conmigo al Pílades: normalmente se acuesta temprano, y es abstemio. ¿Nos vemos allí?

—¿Dónde si no? Soy de una generación perdida y sólo me reconozco si presencio acompañado la soledad de mis semejantes.