En la mano derecha asía una trompeta dorada.
(Johann Valentin Andreae, Die Chymische Hochzeit des Christian Rosencreutz, Strassburg, Zetzner, 1616, 1)
Veo que en este file se menciona una trompeta. Anteayer en el periscopio aún no sabía cuál era su importancia. Sólo tenía una referencia, bastante pálida y marginal.
En las largas tardes que pasábamos en Garamond, a veces Belbo, abrumado por algún manuscrito, alzaba la vista de los folios y trataba de distraerme también a mí, que quizá estaba compaginando en la mesa de enfrente viejos grabados de la Exposición Universal, y se entregaba a los recuerdos, dispuesto siempre a correr el telón tan pronto como sospechara que podía estar tomándolo demasiado en serio. Recordaba su pasado, pero sólo a título de exemplum, para castigar alguna vanidad.
—Me pregunto adónde iremos a parar —dijo cierto día.
—¿Se refiere al ocaso de occidente?
—¿Declina? Al fin y al cabo es lo suyo, lo dice la palabra misma. No, me refería a esta gente que escribe. Tercer manuscrito de la semana, uno sobre el derecho bizantino, otro sobre el Finis Austriae, el tercero sobre los sonetos del Aretino. Son cosas bastante distintas, ¿no le parece?
—Eso parece.
—Pues bien, ¿y si le dijera que en los tres aparecen en determinado momento el deseo y el objeto de deseo? Es una moda. En el caso del Aretino se entiende, pero en el derecho de Bizancio…
—Pues a la papelera.
—No, son trabajos totalmente financiados por el Consejo Nacional de Investigaciones, y además no están mal. A lo sumo llamo a estos tres para ver si pueden eliminar esos pasajes. Tampoco ellos quedan demasiado bien.
—¿Y cuál puede ser el objeto de deseo en el derecho bizantino?
—Oh, siempre hay alguna manera de meterlo. Desde luego, si en el derecho bizantino había algún objeto de deseo, no es el que dice éste. Nunca es ése.
—¿Cuál?
—El que se supone. Una vez, yo tendría unos cinco o seis años, soñé que tenía una trompeta. Dorada, sabe, uno de esos sueños en que se siente circular miel por las venas, una especie de polución nocturna, como puede tenerla un muchachito impúber. Creo que nunca he sido tan feliz como en ese sueño. Nunca más. Naturalmente, al despertar me di cuenta de que no había tal trompeta y me eché a llorar a lágrima viva. Lloré todo el día. Realmente, aquel mundo de antes de la guerra, debe de haber sido por el treinta y ocho, era un mundo pobre. Si hoy tuviera un hijo y lo viese tan desesperado le diría vamos, te compro una trompeta; era sólo un juguete, no habría costado ningún capital. A mis padres no se les pasó por la cabeza. En aquella época, gastar era una cosa seria. Y también lo era educar a los chavales para que se habituaran a no tener todo lo que deseaban. No me gusta la sopa de col, decía, y era cierto, Dios mío, que las coles en la sopa me daban asco. Nada de decirme está bien, por hoy deja la sopa y cómete la carne, o el pescado (no éramos pobres, teníamos primero, segundo y fruta). No señor, se come lo que hay en la mesa. A lo sumo, como solución de compromiso, la abuela empezaba a quitar la col de mi plato, trozo por trozo, gusanillo por gusanillo, baba por baba, y tenía que comerme la sopa depurada, más asquerosa que antes, y ésa ya era una concesión que mi padre desaprobaba.
—Pero, ¿y la trompeta?
Me había mirado vacilante:
—¿Por qué le interesa tanto la trompeta?
—A mí no. Es usted quien ha hablado de la trompeta a propósito del objeto de deseo que resulta que no es el que uno se imagina…
—La trompeta… Aquella tarde tenían que llegar los tíos de ***, no tenían hijos y yo era el sobrino preferido. Me ven llorar por aquel fantasma de trompeta y dicen que se encargan de todo, al día siguiente iríamos a unos grandes almacenes, donde había todo un mostrador de juguetes, una maravilla, allí encontraría la trompeta que quería. Pasé la noche en vela y toda la mañana siguiente estuve excitadísimo. Por la tarde fuimos a los grandes almacenes, había al menos tres tipos de trompetas, serían cositas de hojalata, pero a mí me parecían bronces de orquesta de ópera. Había una corneta militar, un trombón de varas y una pseudo trompeta, porque tenía boquilla y era de oro, pero las llaves eran de saxofón. No sabía cual elegir y quizá tardé demasiado. Las quería todas y debió de parecer que no quería ninguna. Creo que entretanto los tíos habían echado una ojeada a los precios. No eran tacaños, pero tuve la impresión de que les pareció menos caro un clarín de baquelita, todo negro, con las llaves de plata. «¿Y qué tal éste?», me preguntaron. Lo probé, balaba bastante bien, traté de convencerme de que era bellísimo, pero en verdad razonaba, y me decía que los tíos querían que me quedase con el clarín porque era más barato: la trompeta debía de costar una fortuna y no podía imponer ese sacrificio a los tíos. Siempre me habían enseñado que cuando te ofrecen algo que te gusta tienes que decir en seguida no gracias, y no una sola vez, no decir no gracias y después tender la mano, sino esperar que el otro insista, que te diga por favor. Sólo entonces el niño educado puede ceder. De manera que dije que quizá no quería la trompeta, que quizá también podía irme bien el clarín, si ellos lo preferían. Y no les quitaba el ojo de encima esperando que insistieran. No insistieron, que Dios los tenga en su gloria. Estuvieron muy contentos de comprarme el clarín, puesto que, como dijeron, ése era mi deseo. Ya no podía dar marcha atrás. Salí de allí con el clarín. —Me echó una mirada de sospecha—. ¿Quiere saber si volví a soñar con la trompeta?
—No, quiero saber cuál era el objeto de deseo.
—Ah —exclamó volviendo a coger el manuscrito—, también usted tiene la obsesión del objeto de deseo. Con estas cuestiones se puede hacer lo que se quiera. Quién sabe. ¿Y si hubiera cogido la trompeta? ¿Habría sido realmente feliz? ¿Usted qué piensa, Casaubon?
—Quizá habría soñado con el clarín.
—No —concluyó con tono seco—. El clarín sólo lo tuve. Creo que nunca llegué a hacerlo sonar.
—¿Sonar o soñar?
—Sonar —dijo marcando bien las sílabas y, no sé por qué, me sentí como un bufón.