Vengo de la luz y de los dioses y ahora estoy separado de ellos, en este exilio.
(Fragmento de Turfa’n M7)
El bar Pílades era por entonces el puerto franco, la taberna galáctica donde los extraterrestres de Ophiuco, que asediaban la Tierra, se encontraban sin conflicto con los hombres del Imperio, que patrullaban las franjas de van Allen. Era un viejo bar situado cerca de los Naviglio, con la barra de zinc, el billar, y los tranviarios y artesanos de la zona que venían por la mañana temprano a beberse un chato de vino blanco. Hacia el sesenta y ocho, y en los años siguientes, el Pílades se había convertido en una especie de Rick’s Bar donde el militante del Movimiento podía echar una partida de cartas con el periodista del diario patronal que iba a beberse medio whisky una vez cerrada la edición, cuando ya partían los primeros camiones para repartir por los kioscos las mentiras del sistema. Pero en el Pílades incluso el periodista se sentía un proletario explotado, un productor de plusvalía obligado a fabricar ideología, y los estudiantes lo absolvían.
Entre las once de la noche y las dos de la madrugada pasaban por allí el empleado de editorial, el arquitecto, el cronista de sucesos que aspiraba a escribir para la sección de cultura, los pintores de la Academia de Brera, algunos escritores de nivel medio y estudiantes como yo.
Se imponía un mínimo de excitación alcohólica y el viejo Pílades, sin eliminar las garrafas de vino blanco para los tranviarios y los clientes más aristocráticos, había reemplazado la casera y el cinzano por claretes DOC, para los intelectuales democráticos, y Johnny Walker para los revolucionarios. Podría escribir la historia política de aquellos años registrando las etapas y modalidades por las que poco a poco se pasó del etiqueta roja al Ballantine de doce años y finalmente al malta.
Con la llegada del nuevo público, Pílades había conservado el viejo billar, donde pintores y tranviarios se desafiaban, pero también habían instalado un flipper.
A mí la bola me duraba poquísimo, y al principio pensé que era por distracción, o por torpeza manual. Años después comprendí la verdad, viendo jugar a Lorenza Pellegrini. Al principio no había reparado en ella, pero la descubrí una noche siguiendo la mirada de Belbo.
Belbo estaba en el bar como si estuviera de paso (lo frecuentaba al menos desde hacía diez años). Intervenía a menudo en las conversaciones, en la barra o en alguna mesa, pero casi siempre para soltar alguna gracia que enfriaba los entusiasmos, cualquiera que fuese el tema de conversación. También los dejaba helados con otra técnica, con una pregunta. Alguien estaba contando algo, encandilando a la compañía, y Belbo miraba al interlocutor con sus ojos glaucos, siempre un poco distraídos, sosteniendo el vaso a la altura de la cadera, como si hiciese mucho que había olvidado beber, y preguntaba: «¿Pero realmente sucedió así?» O bien: «¿Pero lo decía en serio?» No sé qué sucedía, pero todos empezaban a dudar del relato, incluido el narrador. Debía de ser su dejo piamontés que volvía interrogativas todas sus afirmaciones, y sarcásticas sus interrogaciones. Era piamontesa, en Belbo, esa manera de hablar sin mirar demasiado a los ojos del interlocutor, pero no como quien huye con la mirada. La mirada de Belbo no eludía el diálogo. Simplemente, desplazándose, clavándose de pronto en convergencias de paralelas en las que no habíamos reparado, en un punto impreciso del espacio, lograba hacernos sentir como si hasta entonces hubiésemos estado mirando torpemente el único punto que no venía al caso.
Pero no era sólo la mirada. Con un gesto, con una sola interjección Belbo tenía el poder de desplazarte de lugar. Por ejemplo, tratabas de demostrar que Kant realmente había llevado a cabo la revolución copernicana de la filosofía moderna, y te jugabas todo en esa afirmación. Belbo, que estaba sentado enfrente, podía mirarse de pronto las manos o la rodilla o entrecerrar los párpados esbozando una sonrisa etrusca o quedarse unos segundos con la boca abierta y los ojos clavados en el cielo raso, y luego, con un leve balbuceo, decir: «También ese Kant…» O, si se proponía más abiertamente atentar contra todo el sistema del idealismo trascendental: «Pues, ¿Quería de verdad armar todo ese jaleo…?» Después te dirigía una mirada solícita, como si hubieras sido tú quien había roto el encanto, y no él, y te alentaba: «Pero, no se corte, prosiga usted. Porque, desde luego, ahí hay… ahí hay algo… El hombre tenía su ingenio.»
A veces, cuando estaba en el colmo de la indignación, perdía los estribos. Pero como lo único que lo indignaba era que los demás los perdieran, su manera de perderlos era totalmente interior, y regional. Apretaba los labios, alzaba primero la vista al cielo, luego inclinaba la mirada y la cabeza, hacia abajo, a la izquierda, y decía a media voz: Ma gavte la nata. Al que no conocía esa expresión piamontesa, a veces le explicaba: Ma gavte la nata, quítate el tapón. Dícese de quien está henchido de sí. Se supone que aguanta en esa condición posturalmente abnorme por la presión de un tapón hincado en el trasero. Si se lo quita, pssss, recupera su condición humana.
Esas observaciones suyas eran capaces de hacerte notar la vanidad de todo, y a mí me fascinaban. Sin embargo, no las interpretaba correctamente, porque las tomaba como modelo de supremo desprecio por la trivialidad de las verdades ajenas.
Sólo ahora, después de haber violado, junto con los secretos de Abulafia, el alma misma de Belbo, sé que lo que entonces me pareció desencanto, y que estaba erigiendo en principio de vida, era para él una forma de melancolía. Su deprimido libertinaje intelectual ocultaba un desesperado anhelo de absoluto. Era difícil percibirlo a primera vista, porque Belbo compensaba los momentos de fuga, perplejidad, distanciamiento, con momentos de relajada afabilidad, en los que se entretenía creando otras formas de absoluto, con regocijada incredulidad. Era entonces cuando inventaba con Diotallevi manuales de lo imposible, mundos al revés, teratologías bibliográficas. Y el locuaz entusiasmo con que construía su Sorbona rabelesiana impedía comprender cuánto le dolía su exilio de la facultad de teología, la verdadera, no la inventada.
Comprendí luego que yo había borrado la dirección de esa facultad, él, en cambio, la había perdido, y no conseguía resignarse.
En los files de Abulafia he encontrado muchas páginas de un pseudodiario que Belbo había confiado al secreto de los disquettes, seguro de no traicionar su vocación, tantas veces proclamada, de mero espectador del mundo. Algunos llevan una fecha lejana, evidentemente transcribió allí viejas anotaciones, por nostalgia, o porque pensaba volver a utilizarlas de alguna manera. Otros son de estos últimos años, de cuando ya disponía de Abu. Escribía como simple juego mecánico, para reflexionar en solitario sobre sus propios errores, se engañaba pensando que no estaba «creando» porque la creación, aun cuando es fuente de error, siempre se produce por amor a alguien distinto de nosotros. Pero Belbo, sin darse cuenta, estaba pasando al otro lado de la barrera. Estaba creando, y más le hubiera valido no hacerlo: su entusiasmo por el Plan surgió de esa necesidad de escribir un Libro, aunque todo él fuera un único, exclusivo, feroz error intencional. Mientras te contraigas en el vacío puedes pensar aún que estás en contacto con el Uno, pero tan pronto como manosees la arcilla, aunque sea electrónica, te conviertes en un demiurgo, y quien se empeña en hacer un mundo ya está comprometido con el error y con el mal.
Es así: toutes les femmes que j’ai rencontrées se dressent aux horizons —avec les gestes piteux et les régards tristes des sémaphores sous la pluie…
Mire hacia arriba, Belbo. Primer amor, María Santísima. Mamá cantando mientras me tiene en el regazo como si me acunara cuando ya no necesito nanas pero le pedía que cantase porque me gustaba su voz y el perfume de espliego de su seno: «Oh, Reina de los Cielos — Tú eres toda hermosa — eres pureza inmaculada — Salve hija, esposa, esclava — Salve, oh madre de Dios Nuestro Señor.»
Lógico: la primera mujer de mi vida no fue mía —como por lo demás no fue de nadie, por definición. Me enamoré en seguida de la única mujer capaz de hacer todo sin mí.
Después Marilena (¿Marylena? ¿Mary Lena?). Describir líricamente el crepúsculo, los cabellos de oro, el gran lazo azul, yo tieso con la frente levantada delante del banco, ella camina haciendo equilibrios por el borde del respaldo, con los brazos extendidos para compensar las oscilaciones (deliciosas extrasístoles), la falda revolotea levemente en torno a los muslos rosados. Allá arriba, inalcanzable.
Boceto: esa misma tarde, mamá espolvorea con talco el cuerpecito rosado de mi hermana, yo pregunto cuándo va a salirle la pilila, mamá explica que a las niñas no les sale pilila, y se quedan así. De golpe vuelvo a ver a Mary Lena, y las blancas braguitas asomando bajo la suave brisa de su falda azul, y comprendo que es rubia y altiva, e inaccesible, porque es diferente. Toda relación es imposible, pertenece a otra raza.
Tercera mujer perdida en seguida en la profundidad en que se abisma. Acaba de morir mientras duerme, pálida Ofelia entre las flores de su ataúd virginal, mientras el cura recita las oraciones fúnebres, de repente, se yergue sobre el catafalco, con el ceño fruncido, blanca, vindicadora, señalando con el dedo, la voz cavernosa: «Padre, no rece usted por mi. Esta noche, antes de dormirme, he concebido un pensamiento impuro, el único de mi vida, y ahora estoy condenada.» Buscar el libro de la primera comunión. ¿La ilustración existía, o me lo he inventado todo? Sí claro, había muerto pensando en mi, el pensamiento impuro era yo que deseaba a Mary Lena, intocable porque pertenecía a otra especie y destino. Soy culpable de su condenación, soy culpable de la condenación de todos los que se condenan, es justo que las tres mujeres no hayan sido mías: es el castigo por haberlas deseado.
Pierdo la primera porque está en el paraíso, la segunda porque envidia en el purgatorio el pene que jamás tendrá, y la tercera porque está en el infierno. Teológicamente perfecto. Ya escrito.
Pero también está la historia de Cecilia, y Cecilia está en la tierra. Pensaba en ella antes de dormirme, subía a la colina para ir a buscar la leche a la vaquería y mientras los partisanos disparaban desde la colina de enfrente contra el puesto de control me imaginaba corriendo a salvarla, liberándola de una horda de sicarios negros que la perseguían enarbolando las ametralladoras… Más rubia que Mary Lena, más inquietante que la niña del sarcófago, más pura y esclava que la virgen. Cecilia estaba viva y era accesible, si hasta casi hubiese podido hablarle, estaba seguro de que podía querer a uno de mi especie, y de hecho lo quería, se llamaba Pappi, tenía el pelo rubio e hirsuto sobre un cráneo minúsculo, un año más que yo, un saxofón. Y yo ni siquiera una trompeta. Nunca los había visto juntos, pero en la escuela parroquial todos cuchicheaban entre codazos y risitas que hacían el amor. Seguro que mentían, pequeños campesinos lascivos como cabras. Querían hacerme creer que ella (Ella, Marylena Cecilia esposa y esclava) era tan accesible que alguien ya había accedido a ella. Comoquiera que fuese, —cuarta vez— yo estaba fuera de juego.
¿Puede escribirse una novela sobre una historia como ésta? Quizá debería escribir una sobre las mujeres de las que huyo porque pude hacerlas mías. O hubiera podido. Tenerlas. O es la misma historia.