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No esperéis demasiado del fin del mundo.

Stanislaw J. Lec, Aforyzmy. Fraszki, Kraków, Wydawnictwo Literackie, 1977, («Myśli Nieuczesane»)

Empezar la universidad dos años después del sesenta y ocho es como haber sido admitido en la Academia de Saint-Cyr en el noventa y tres. Uno tiene la impresión de haberse equivocado de año de nacimiento. Por lo demás, Jacopo Belbo, que tenía al menos quince años más que yo, me convenció más tarde de que eso es algo que sienten todas las generaciones. Se nace siempre bajo el signo equivocado y vivir con dignidad significa corregir día a día el propio horóscopo.

Creo que llegamos a ser lo que nuestro padre nos ha enseñado en los ratos perdidos, cuando no se preocupaba por educarnos. Nos formamos con desechos de sabiduría. Tenía diez años y quería que mis padres me abonasen a un semanario que publicaba las obras maestras de la literatura en historietas. No por tacañería, quizá desconfiase de los tebeos, mi padre trató de escurrir el bulto. «El objetivo de esta revista», sentencié entonces, citando el lema de la serie, porque era un chico astuto y persuasivo, «consiste básicamente en educar entreteniendo.» —Mi padre, sin levantar la vista del periódico, dijo: «El objetivo de tu revista es el mismo del de todas las revistas, vender lo más posible.»

Aquel día empecé a volverme incrédulo.

Es decir, me arrepentí de haber sido crédulo. Había sido presa de una pasión mental. Tal es la credulidad.

No es que el incrédulo no deba creer en nada. No cree en todo. Cree en una cosa cada vez, y en una segunda cuando deriva de alguna manera de la primera. Avanza como un miope, es metódico, no aventura horizontes. Dos cosas no relacionadas entre sí, creer en las dos, y con la idea de que, en algún lugar, haya una tercera, oculta, que las vincula, esto es la credulidad.

La incredulidad, lejos de excluir la curiosidad, la sostiene. Desconfiando de las cadenas de ideas, de las ideas amaba la polifonía. Basta con no creer en ellas para que dos ideas, ambas falsas, puedan chocar entre si creando un bello intervalo o un diabolus in música. No respetaba las ideas por las que otros apostaban la vida, pero dos o tres ideas que no respetaba podían formar una melodía. O un ritmo, preferentemente de jazz.

Más tarde Lia me diría:

—Tu alimento son las superficies. Cuando pareces profundo es porque ensamblas varias y creas la apariencia de un sólido: un sólido que si lo fuese no podría mantenerse en pie.

—¿Me estás diciendo que soy superficial?

—No —había sido su respuesta—, lo que los otros llaman profundidad sólo es un tesseract, un cubo tetradimensional. Entras por un lado, sales por el otro, y está en un universo que no puede coexistir con el tuyo.

(Lia, no sé si volveré a verte, ahora que Ellos han entrado por el lado equivocado y han invadido tu mundo, y por culpa mia: les he hecho creer que existían esos abismos que su debilidad anhelaba.)

¿Qué pensaba yo en realidad hace quince años? Consciente de mi incredulidad me sentía culpable entre la multitud de los que creían. Puesto que sentía que no se equivocaban, decidí creer como quien se toma una aspirina. Daño no hace, y uno mejora.

Me encontré en medio de la Revolución, o al menos del más formidable de los simulacros que jamás se haya realizado, buscando una fe honorable. Me pareció honorable participar en las asambleas y en las manifestaciones, grité con los otros, ¡fascistas, burgueses, os quedan pocos meses!, no arrojé adoquines o canicas metálicas porque siempre he temido que los demás me hagan a mí lo que yo les hago a ellos, pero me producía una especie de excitación moral escapar por las calles del centro, cuando cargaba la policía. Regresaba a casa con la sensación de haber cumplido con algún deber. En las asambleas no lograba apasionarme por las discusiones que enfrentaban a los distintos grupos: sospechaba que sólo era cuestión de dar con la cita adecuada para pasar al campo contrario. Me divertía encontrando las citas adecuadas. Modulaba.

Puesto que en las manifestaciones, a veces, había desfilado detrás de una u otra pancarta para seguir a una chica que perturbaba mi imaginación, llegué a la conclusión de que para muchos de mis compañeros la militancia política era una experiencia sexual; y el sexo era una pasión. Yo sólo quería tener curiosidad. Es cierto que en el curso de mis lecturas sobre los templarios, y sobre las diversas atrocidades que les habían atribuido, me había topado con la afirmación de Carpócrates según la cual, para liberarnos de la tiranía de los ángeles, señores del cosmos, es necesario perpetrar toda clase de ignominias, saldando todas las deudas que hemos contraído con el universo y con nuestro cuerpo, porque sólo cometiendo todos los actos el alma puede liberarse de sus pasiones y reencontrar la pureza originaria. Mientras inventábamos el Plan descubrí que, para lograr la iluminación, muchos drogados del misterio escogen esta via. Sin embargo, Aleister Crowley, que pasa por ser el hombre más perverso de todos los tiempos, y que por tanto hacía todo lo que podía hacer con devotos de ambos sexos, sólo tuvo, según sus biógrafos, mujeres feísimas (supongo que, a juzgar por lo que escribían, los hombres tampoco eran mejores), y me he quedado con la sospecha de que nunca haya hecho el amor con plenitud.

Quizá dependa de una relación entre la sed de poder y la impotentia coeundi. Marx me caía bien porque me parecía evidente que con su Jenny hacía el amor con alegría. Es algo que se siente en el ritmo sosegado de su prosa y en su sentido del humor. Cierta vez, en cambio, en los pasillos de la universidad, dije que a fuerza de acostarse con la Krupskaia se acaba escribiendo un libraco como Materialismo y Empiriocriticismo. Por poco me apalean, y me trataron de fascista. Lo dijo un tío alto, de bigotes a la tártara. Lo recuerdo muy bien, ahora anda con la cabeza rapada y pertenece a una comuna donde fabrican cestas.

Si ahora evoco la atmósfera de aquella época es sólo para precisar el estado de ánimo con que me acerqué a Garamond y trabé amistad con Jacopo Belbo. Por entonces mi actitud era la de quien aborda los discursos sobre la verdad para prepararse a corregir las galeradas. Pensaba que el problema fundamental, cuando se cita «Yo soy el que soy», consistía en determinar dónde va el signo de puntuación, dentro o fuera de las comillas.

Por eso mi decisión política fue la filología. En aquellos años, la universidad de Milán era ejemplar. Mientras que en el resto del país se invadían las aulas y se asaltaba a los profesores, para pedirles que sólo hablasen de la ciencia proletaria, en nuestra universidad, salvo algún incidente aislado, regía un pacto constitucional, o más bien, territorial. La revolución presidiaba la zona externa, el aula magna y los grandes corredores, mientras que la Cultura oficial se había retirado, protegida y asegurada, a los corredores internos y a los pisos superiores, y seguía hablando como si nada hubiese sucedido.

De esta manera podía pasarme la mañana discutiendo sobre la ciencia proletaria en el piso de abajo y la tarde practicando un saber aristocrático en el piso de arriba. Vivía cómodamente en esos dos universos paralelos, y no percibía la menor contradicción en mi conducta. También yo creía que estaba por surgir una sociedad igualitaria, pero me decía que en esa sociedad también tendrían que funcionar (y mejor que antes) los trenes, por ejemplo, y que los sans-culottes que me rodeaban no estaban aprendiendo en absoluto a cargar la caldera de carbón, a accionar las agujas, a elaborar una planilla de horarios. Sin embargo, alguien debía estar preparado para encargarse de los trenes.

No sin cierto remordimiento, me sentía como un Stalin que ríe entre dientes mientras piensa: «Haced, haced, pobres bolcheviques, que yo sigo estudiando en el seminario de Tiflis y después del plan quinquenal me encargo yo.»

Quizá porque vivía en el entusiasmo por las mañanas, por las tardes identificaba el saber con la desconfianza. Por eso quise estudiar algo que me permitiese decir lo que podía afirmarse sobre la base de documentos, para distinguirlo de lo que era cuestión de fe.

Por razones casi casuales me agregué a un seminario de historia medieval y escogí como tema de tesis el proceso a los templarios. La historia de los templarios me había fascinado desde que diera una ojeada a los primeros documentos. En aquella época en que se luchaba contra el poder, me llenaba, generosamente, de indignación la historia del proceso, que es indulgente definir como indiciario, por el que los templarios acabaron en la hoguera. Pero había descubierto en seguida que, desde que fueran condenados a la hoguera, una caterva de cazadores de misterios había intentado reencontrarlos por todas partes, y sin presentar jamás una prueba. Ese derroche visionario irritaba mi incredulidad, decidí no perder el tiempo con cazadores de misterios y atenerme sólo a las fuentes de la época. Los templarios constituían una orden monástica de caballería cuya existencia se basaba en el reconocimiento de la Iglesia. Si la Iglesia había disuelto la Orden, y eso había sucedido hacía siete siglos, los templarios ya no podían existir, y si existían no eran templarios. Así fue como saqué una bibliografía de cien libros por lo menos, aunque al final sólo leí una treintena.

Entré en contacto con Jacopo Belbo precisamente por causa de los templarios, en el Pílades, cuando ya estaba trabajando en la tesis, a finales del setenta y dos.