Judá León se dio a permutaciones de letras y a complejas variaciones Y al fin pronunció el Nombre que es la Clave, la Puerta, el Eco, el Huésped y el Palacio…
(J.L. Borges, El Golem)
Entonces, por odio a Abulafia, a la enésima obstinada pregunta («¿Tienes la palabra clave?») respondí: «No.»
La pantalla empezó a cubrirse de palabras, de líneas, de índices, de una catarata de discursos.
Había violado el secreto de Abulafia.
Estaba tan excitado por la victoria que no me pregunté ni siquiera por qué Belbo había escogido precisamente aquella palabra. Ahora lo sé, y sé que él, en un momento de lucidez, había entendido lo que yo ahora entiendo. Pero el jueves sólo pensé que había ganado.
Me puse a bailar, a dar palmas, a cantar una canción de la mili. Después me detuve y fui a lavarme la cara. Regresé e hice imprimir ante todo el último file, el que Belbo había escrito antes de huir a Paris. Luego, mientras la impresora graznaba implacable, me puse a comer con voracidad, y a beber de nuevo.
Cuando se detuvo la impresora, leí y me sentí desconcertado: todavía no era capaz de decidir si me encontraba ante unas revelaciones extraordinarias o ante el testimonio de un delirio. ¿Qué sabía, en el fondo, de Jacopo Belbo? ¿Qué había entendido de él en los dos años en que había estado con él casi cada día? ¿Qué crédito podía dar al diario de un hombre que, como él mismo confesaba, estaba escribiendo en circunstancias excepcionales, ofuscado por el alcohol, el tabaco, el terror, un hombre que llevaba tres días sin tener el menor contacto con el mundo?
Se había hecho de noche, la noche del veintiuno de junio. Me lloraban los ojos. Desde la mañana tenía la vista clavada en aquella pantalla y en el puntiforme hormiguero que engendraba la impresora. Ya fuese verdadero o falso lo que acababa de leer, Belbo había dicho que telefonearía la mañana siguiente. Tenía que esperar allí. La cabeza me daba vueltas.
Me dirigí tambaleándome hacia el dormitorio y sin desvestirme me dejé caer en la cama aún deshecha.
Me desperté hacia las ocho emergiendo de un sueño profundo, viscoso, y al principio no sabía dónde estaba. Por suerte quedaba un tarro de café y me preparé varias tazas. El teléfono no sonaba; no me atrevía a bajar para comprar algo por miedo a que Belbo llamase justo en ese momento.
Regresé a la máquina y empecé a imprimir los otros discos, por orden cronológico. Encontré juegos, ejercicios, relatos de hechos que conocía, pero que enfocados desde la perspectiva personal de Belbo me ofrecían un rostro diferente. Encontré fragmentos de diario, confesiones, esbozos de narraciones registradas con el amargo amor propio de quien ya conoce su condena al fracaso. Encontré anotaciones, retratos de personas que recordaba bien, pero que ahora adquirían otra fisonomía; me gustaría decir más siniestra, ¿o más siniestra era sólo mi mirada, mi manera de componer alusiones casuales en un espantoso mosaico final?
Y sobre todo, encontré todo un file que contenía sólo citas. Procedían de las lecturas más recientes de Belbo, podía reconocerlas a primera vista, cuántos textos de ese tipo habíamos leído en los últimos meses… Estaban numeradas: ciento veinte. El número no era casual, o bien la coincidencia era inquietante. Pero, ¿por qué ésas y no otras?
Ahora no puedo releer los textos de Belbo, y toda la historia que me traen a la memoria, sin la perspectiva de ese file. Desgrano aquellos excerpta como las cuentas de un rosario herético, y aun así soy consciente de que algunos de ellos hubieran podido ser, para Belbo, un toque de alarma, una huella de salvación.
¿O soy yo quien ya no logra distinguir entre el consejo sensato y la deriva del sentido? Trato de convencerme de que mi lectura es la correcta, pero esta misma mañana bien me ha dicho alguien, a mí, no a Belbo, que estaba loco.
La luna se eleva lentamente hasta el horizonte más allá del Bricco. Extraños crujidos habitan el caserón, quizá carcomas, ratas o el fantasma de Adelino Canepa… No me atrevo a recorrer el pasillo, estoy en el estudio del tío Carlo y miro por la ventana. De vez en cuando salgo a la terraza para vigilar si alguien se acerca subiendo la colina. Tengo la impresión de estar en una película, vergonzosa: Ya se acercan…
Sin embargo, la colina está muy tranquila en esta noche ya estival.
Cuánto más azarosa, incierta, demente, la reconstrucción que, para engañar al tiempo, y para mantenerme vivo, trataba de hacer la otra tarde, de cinco a diez, tieso en el periscopio, mientras para hacer circular la sangre movía lenta, suavemente las piernas, como si llevara un ritmo afrobrasileño.
Recordar los últimos años abandonándome al embrujador redoble de los «atabaques»… ¿quizá para aceptar la revelación de que nuestras fantasías, iniciadas como una danza mecánica, ahora, en ese templo de la mecánica, se habrían transformado en rito, posesión, aparición y dominio del Exu?
La otra tarde en el periscopio no tenía prueba alguna de que lo que me había revelado la impresora fuese cierto. Todavía podía defenderme con la duda. A medianoche quizá descubriría que había ido a Paris, que me había escondido como un ladrón en un inocuo museo de la técnica, sólo porque me había metido con verdadera estulticia en una macumba para turistas y había sucumbido a la hipnosis de los perfumadores y al ritmo de los pontos…
Mi memoria ensayaba unas veces el desencanto, otras la piedra o la sospecha, mientras trataba de reconstruir el mosaico, y ese clima mental, esa alternancia entre ilusión fabuladora y presentimiento de una trampa, quisiera mantener ahora, mientras con mucha más lucidez reflexiono sobre lo que entonces pensaba, mientras reconstruía documentos leídos frenéticamente el día anterior y aquella misma mañana en el aeropuerto y en el avión hacia París.
Trataba de aclararme a mí mismo la irresponsabilidad con que Belbo, Diotallevi y yo habíamos llegado a reescribir el mundo y, Diotallevi me lo hubiera dicho, a redescubrir las partes del Libro que habían sido grabadas a fuego blanco, en los intersticios dejados por aquellos insectos a fuego negro que poblaban, y parecían volver explícita, la Torah.
Estoy aquí, ahora, después de haber alcanzado, espero, la serenidad y el Amor Fati, para reproducir la historia que, lleno de inquietud, y de esperanza en que fuera falsa, reconstruía en el periscopio, hace dos noches, por haberla leído dos días antes en el piso de Belbo, y por haberla vivido, en parte sin ser consciente de ello, en los últimos doce años, entre el whisky del Pílades y el polvo de Garamond Editores.