Tenemos diversos y curiosos Relojes, y otros que realizan movimientos alternativos… Y también tenemos casas de los engaños de los sentidos, donde efectuamos todo tipo de manipulaciones, falsas apariencias, imposturas e busiones… Estas son, hijo mío, las Riquezas de la Casa de Salomón.
(Francis Bacon. New Atlantis, ed. Rawley, Londres, 1627, pp. 41-42)
Había recobrado el dominio de mis nervios y de mi imaginación. Tenía que jugar con ironía, como había jugado hasta hacía unos pocos días, sin dejarme atrapar por el juego. Estaba en un museo y tenía que ser dramáticamente astuto y lúcido.
Eché una mirada confiada a los aeroplanos que colgaban sobre mi cabeza: hubiera podido encaramarme a la carlinga de un biplano y esperar la llegada de la noche como si estuviera sobrevolando el Canal de la Mancha, saboreando de antemano la Legión de Honor. Los nombres de los automóviles expuestos a mi alrededor despertaban agradables nostalgias… Hispano Suiza 1932, bello y acogedor. No me servía porque estaba demasiado cerca de la caja, pero habría podido engañar al empleado si me hubiese presentado con knickerbockers, cediendo el paso a una dama de traje color crema, larga bufanda en torno al largo cuello, sombrerito de campana acomodado sobre el pelo à la garçon. El Citroën C64 de 1931 sólo se exhibía en sección vertical, excelente modelo escolar, pero ridículo escondite. Ni que hablar de la máquina de vapor de Cugnot, enorme, toda ella caldera o marmita. Había que examinar el lado derecho, donde se alineaban junto a la pared los velocípedos de grandes ruedas art nouveau, las draisiennes de barra plana, como un patinete, evocación de caballeros con chistera que corretean por el Bois de Boulogne, abanderados del progreso.
Frente a los velocípedos, buenas carrocerías, apetecibles refugios. Quizá no el Panhard Dynavia de 1945, demasiado transparente y angosto en su diseño aerodinámico, muy interesante, en cambio, el alto Peugeot 1909, una buhardilla, una alcoba. Una vez dentro, sumergido en los asientos de piel, nadie hubiese sospechado que estaba allí. Pero era difícil subir a él, porque justo enfrente estaba uno de los guardianes, sentado en un banco, de espaldas a las bicicletas. Montar en el estribo, un poco torpe debido al abrigo con vueltas de piel, mientras él, con polainas, la gorra bajo el brazo, me abre respetuosamente la portezuela…
Me concentré un momento en el Obéissante, 1873, primer vehículo francés de tracción mecánica, para doce pasajeros. Si el Peugeot era un apartamento, éste era un palacio. Pero ni pensar en la posibilidad de subir a él sin atraer la atención de todos. Qué difícil es esconderse cuando los escondites son cuadros de una exposición.
Volví a atravesar la sala: allí se erguía la estatua de la Libertad, «éclairant le monde», sobre un pedestal de casi dos metros que semejaba una proa de afilado tajamar. Dentro había una especie de garita desde la que, a través de un ojo de buey de proa, podía observarse un diorama de la bahía de Nueva York. Un buen punto de observación cuando fuera medianoche, porque hubiese permitido dominar, desde la sombra, el coro a la izquierda y la nave a la derecha, las espaldas guardadas por una gran estatua de Gramme, que miraba hacia otros corredores, puesto que estaba situada en una especie de crucero. Pero a plena luz se veía muy bien si la garita estaba ocupada, y un guardián normal hubiese dado una ojeada por allí, para quedarse con la conciencia tranquila, tan pronto como se hubiesen marchado los visitantes.
No me quedaba mucho tiempo: a las cinco y media cerrarían. Con paso presuroso me dirigí otra vez hacia la girola. Ninguno de los motores podía servirme de refugio. Tampoco, a la derecha, las grandes máquinas para barcos, reliquias de algún Lusitania tragado por las aguas, ni el inmenso motor de gas de Lenoir, con su variado engranaje. No, además, ahora que la luz mermaba y penetraba acuosa por las vidrieras grises, se reavivaba mi temor a esconderme entre aquellos animales que luego reencontraría en la oscuridad, a la luz de mi linterna, renacidos en las tinieblas, jadeantes, con sus densos hálitos telúricos, con huesos y vísceras despellejados, rechinantes y hediondos de babas aceitosas. En medio de aquella colección, que empezaba a sentir inmunda, de genitales Diesel, vaginas de turbina, gargantas inorgánicas que en sus días eructaran, y quizá aquella misma noche volvieran a eructar, llamas, vapores, silbidos, o zumbaran indolentemente como escarabajos, crepitaran como cigarras, en medio de aquellas manifestaciones esqueléticas de una pura funcionalidad abstracta, autómatas capaces de aplastar, segar, desplazar, romper, rebanar, acelerar, golpear, deglutir a explosión, hipar en cilindros, desarticularse como siniestras marionetas, hacer girar tambores, convertir frecuencias, transformar energías, impulsar volantes, ¿cómo podría sobrevivir? Se lanzarían contra mí instigadas por los Señores del Mundo, que las habían promovido para poner en evidencia el error de la creación, dispositivos inútiles, ídolos de los amos del universo inferior. ¿Y cómo podría resistir el embate sin vacilar?
Tenía que marcharme, tenía que marcharme, todo era una locura; yo, el hombre de la incredulidad, me estaba dejando enredar en el juego que ya había trastornado a Jacopo Belbo…
No sé si la otra tarde hice bien en quedarme. Si me hubiese marchado, ahora sólo conocería el comienzo y no el final de la historia. O bien no estaría aquí, como estoy ahora, aislado en lo alto de esta colina mientras allá abajo ladran los perros, preguntándome si aquello realmente fue el final, o si el final aún está por llegar.
Decidí seguir adelante. Salí de la iglesia doblando a la izquierda junto a la estatua de Gramme y metiéndome por una galería. Estaba en el sector del ferrocarril, y las locomotoras y vagones en miniatura me parecieron tranquilizadores juguetes multicolores, sacados de una Bengodi, una Madurodam, una Disneylandia… Ya me estaba acostumbrando a aquella alternancia de angustia y de confianza, terror y desencanto (¿no son éstos los primeros síntomas de enfermedad?), y pensé que las visiones de la iglesia me habían perturbado sólo porque a ellas llegaba seducido por las páginas de Jacopo Belbo, descifradas a costa de tantos enigmáticos ardides, aun sabiendo que eran falsas. Estaba en un museo de la técnica, estás en un museo de la ciencia, me repetía, una idea sana, quizá un poco estúpida, pero con todo un reino de muertos inofensivos, ya sabes cómo son los museos, nadie fue devorado jamás por la Gioconda, monstruo andrógino, Medusa sólo para los estetas, y menos aún podrá devorarte la máquina de Watt, que sólo puede haber espantado a los aristócratas osiánicos y neogóticos, y por eso tiene ese aspecto tan patéticamente ecléctico, funcionalidad y elegancia corintia, manivela y capitel, caldera y columna, rueda y tímpano. Aunque estuviese lejos, Jacopo Belbo estaba tratando de hacerme caer en la trampa alucinatoria que había sido su perdición. Es necesario, decía para mis adentros, que me comporte como un científico. ¿Acaso el vulcanólogo se quema como Empédocles? ¿Huía Frazer acosado por el bosque de Nemi? Vamos, eres Sam Spade, profesión: explorar los bajos fondos. La dama de tu corazón debe morir antes del final, mejor por tu mano. Adiós muñeca, ha sido muy hermoso, pero eras un autómata sin alma.
Sucede, sin embargo, que después de la galería dedicada a los medios de transporte viene el atrio de Lavoisier, que da a la gran escalinata por donde se sube a los pisos superiores.
Aquel contrapunto de vitrinas a los lados, aquella especie de altar alquímico en el centro, aquella liturgia de civilizada macumba dieciochesca no eran efecto de una disposición casual, sino una estratagema simbólica.
Ante todo, la abundancia de espejos. Donde hay espejo hay estadio humano, quieres verte. Pero no te ves. Te buscas, buscas la posición en el espacio en la que el espejo te diga «estás ahí, y ése eres tú». Tanto sufrimiento, tanta inquietud para que los espejos de Lavoisier, ya sean cóncavos o convexos, te engañen, se burlen de ti: retrocedes y te encuentras, pero te mueves y te pierdes. Aquel teatro catóptrico había sido montado para arrebatarte toda identidad y hacerte desconfiar de tu posición. Una manera más de decirte: no eres el Péndulo, ni estás en la posición del Péndulo. La inseguridad te atenaza, no sólo con respecto a ti mismo, sino también acerca de los mismos objetos situados entre tú y otro espejo. Sí claro, la física te explica de qué se trata y cómo funciona: un espejo cóncavo recoge los rayos que proceden de determinado objeto, en este caso un alambique sobre una olla de cobre, y los refracta de manera que no veas el objeto nítidamente en el espejo; sólo lo intuyes fantasmal, invertido, suspendido en el aire y fuera del espejo. Desde luego, bastará con cambiar de posición para que desaparezca el efecto.
Pero de pronto me vi, invertido, en otro espejo.
Insoportable.
¿Qué había querido decir Lavoisier? ¿Qué querían sugerir los artífices del Conservatoire? Desde el medioevo árabe, desde Alhacen, conocemos todas las magias de los espejos. ¿Valía la pena realizar la Enciclopedia, el Siglo de las Luces, la Revolución, para afirmar que basta con curvar un espejo para precipitarse en lo imaginario? ¿No es una ilusión lo que nos ofrece el espejo normal, la imagen de ese otro que nos mira desde su zurdera perpetua mientras nos afeitamos cada mañana? ¿Valía la pena que nos dijeran sólo eso, en esta sala, o acaso lo habrán dicho para sugerirnos otra manera de mirar todo el resto, las vitrinas, los instrumentos que fingen celebrar los orígenes de la física y la química Ilustradas?
Máscara de cuero para protegerse en los experimentos de calcinación. ¿De veras? ¿De veras el señor que sostiene esas velas bajo la campana se ponía aquella careta de rata de alcantarilla, aquel atuendo de invasor extraterrestre, para que no se le irritaran los ojos? Oh, how delicate, doctor Lavoisier. Si querías estudiar la teoría cinética de los gases, ¿por qué reconstruiste tan meticulosamente la pequeña pila eólica, un piquito encima de una esfera que, si se calienta, gira vomitando vapor, cuando la primera pila eólica ya había sido construida por Herón, en tiempos de la Gnosis, como auxiliar de las estatuas hablantes y otros prodigios de los sacerdotes egipcios?
¿Y qué era aquel aparato para el estudio de la fermentación pútrida, 1781, bella alusión a los fétidos bastardos del Demiurgo? Una sucesión de tubos de vidrio que desde un útero como un bulbo pasan por esferas y conductos, sostenidos por horquillas, entre dos ampollas, y que se transmiten cierta esencia de una a otra mediante serpentines que desembocan en el vacío… ¿Fermentación pútrida? ¡Balneum Mariae, sublimación del hidrargirio, mysterium conjunctionis, producción del Elixir!
¿Y la máquina para estudiar la fermentación (otra vez) del vino? ¿Una secuencia de arcos de cristal tendidos entre atanor y atanor, que salen de un alambique para ir a parar a otro? Y esas gafitas, y la clepsidra diminuta, y el pequeño electroscopio, y la lente, la navajita de laboratorio que semeja un carácter cuneiforme, la espátula con palanca expulsora, la cuchilla de cristal, el pequeño crisol en tierra refractaria de tres centímetros para producir un homunculus del tamaño de un gnomo, útero infinitesimal para diminutísimas clonaciones, las cajas de caoba llenas de paquetitos blancos, que parecen comprimidos de farmacia de pueblo, envueltos con pergaminos cubiertos de caracteres intraducibles, que contienen especímenes mineralógicos (según dicen), en realidad fragmentos de la Sábana Santa de Basílides, relicarios que custodian el prepucio de Hermes Trismegisto, y el martillo de tapicero, largo y delgado, que marcará el comienzo de un brevísimo día del juicio, una subasta de quintaesencias que se celebrará entre el Pequeño Pueblo de los Elfos de Avalón, y el inefable aparatito para analizar la combustión de los aceites, los glóbulos de vidrio dispuestos como pétalos de trébol de cuatro hojas, otros tréboles de cuatro hojas enlazados por tubos de oro, y todos ellos conectados con otros tubos de cristal que desembocan en un cilindro cobrizo, debajo otro cilindro de oro y vidrio y más abajo aún, otros tubos, apéndices colgantes, testículos, glándulas, excrecencias, crestas… ¿Es ésta la química moderna? ¿Y por eso hubo que guillotinar al autor, si al fin y al cabo nada se destruye y todo se transforma? ¿O lo mataron para que no hablara de lo que veladamente estaba revelando? Como Newton, que, a pesar de ser el padre de la física moderna, siguió meditando sobre la Cábala y las esencias cualitativas.
La sala Lavoisier del Conservatoire es una confesión, un mensaje cifrado, un epítome de todo el museo, burla de la arrogancia de la razón moderna, susurro de otra clase de misterios. Jacopo Belbo tenía razón, la Razón estaba equivocada.
Tenía que darme prisa, se estaba haciendo tarde. Vi el kilo, el metro, las medidas, falsas garantías de garantía. Agliè me había enseñado que el secreto de las pirámides no se descubre calculándolas en metros, sino en antiguos codos. Allí estaban también las máquinas aritméticas, ficticio triunfo de lo cuantitativo, en realidad promesa de cualidades ocultas de los números, retorno a los orígenes del Notariqon de los rabinos que huían por los eriales de Europa. Astronomía, relojes, autómatas, pobre de mí si llegaba a detenerme ante aquellas nuevas revelaciones. Estaba penetrando en el centro mismo de un secreto en forma de Theatrum racionalista, deprisa, deprisa, ya exploraría después, entre la hora de cierre y la medianoche, aquellos objetos que a la oblicua luz del ocaso revelaban su verdadero rostro, figuras, no instrumentos.
Arriba, por las salas de los oficios, de la energía, de la electricidad, total en esas vitrinas no podría haberme escondido. A medida que iba descubriendo, o intuyendo, el sentido de aquellas secuencias, me invadía la ansiedad de no encontrar a tiempo un escondrijo desde donde asistir a la revelación nocturna de la oculta razón de todas ellas. Me movía como un hombre acorralado, por el reloj y el avance terrible de la cantidad. La Tierra giraba inexorable, se acercaba la hora, dentro de poco me echarían.
Hasta que, después de atravesar la galería de los dispositivos eléctricos, llegué a la salita de los cristales. ¿Qué plan absurdo había establecido que después de los aparatos más avanzados y costosos creados por el ingenio moderno debía haber una zona reservada a prácticas conocidas ya por los fenicios, hace millares de años? Era una sala colecticia donde las porcelanas chinas alternaban con vasos andróginos de Lalique, poteries, mayólicas, azulejos, cristales de Murano y, al fondo, en una enorme arqueta transparente, a escala natural y en tres dimensiones, un león matando a una serpiente. Su presencia se justificaba al parecer porque el grupo estaba realizado totalmente en pasta de vidrio, pero otra debía de ser la razón emblemática… Traté de recordar dónde había visto ya aquella imagen. De pronto lo supe. El Demiurgo, el abominable fruto de la Sophia, el primer arconte, Ildabaoth, el responsable del mundo y de su defecto radical, tenía forma de una serpiente y de un león, y sus ojos arrojaban luz de fuego. Quizá todo el Conservatoire fuese una imagen del proceso infame por el que de la plenitud del primer principio, el Péndulo, y del resplandor del Pleroma, el Ogdoada se exfolia, de eón en eón, hasta llegar al reino cósmico, donde reina el Mal. Pero entonces aquella serpiente y aquel león me estaban anunciando que mi viaje iniciático, ay de mí, à rebours, tocaba a su fin y que pronto volvería a ver el mundo, no como debe ser, sino como es.
Y en efecto advertí que en el rincón de la derecha, contra una ventana, estaba la garita del Périscope. Entré. Me encontré frente a una placa de vidrio, como un cuadro de mando, en la que veía moverse las imágenes de una película, muy desenfocadas, la sección vertical de una ciudad. Después comprendí que la imagen era proyectada por otra pantalla, situada encima de mi cabeza, en la que aparecía invertida, y que esa segunda pantalla era el ocular de un rudimentario periscopio, construido, por decirlo así, con dos cajones ensamblados en ángulo obtuso, el más largo tendido como un tubo fuera de la garita, encima de mi cabeza y a mis espaldas, hacia una ventana desde la cual, claramente por un juego interno de lentes que le permitía abarcar un amplio ángulo de visión, captaba las imágenes del exterior. Reconstruyendo el trayecto que había recorrido al subir, me di cuenta de que el periscopio me permitía ver el exterior como si mirase desde las vidrieras superiores del ábside de Saint-Martin-des-Champs. Como si mirase colgando del Péndulo, última visión de un ahorcado. Adapté mejor la pupila a aquella imagen imprecisa: ahora podía ver la rue Vaucanson, a la que daba el coro, y la rue Conté, prolongación ideal de la nave. La rue Conté desembocaba en la rue Montgolfier a la izquierda y en la rue Turbigo a la derecha, un bar en cada esquina: Le Week End y La Rotonde, y al frente una fachada donde destacaba un cartel que me costó descifrar: LES CREATIONS JACSAM. El periscopio. No era tan obvio que debiera estar en aquella sala de los cristales en lugar de figurar entre los instrumentos ópticos: señal de que era importante que la exploración del exterior se llevase a cabo en aquel sitio, desde ese ángulo, pero no lograba adivinar el motivo de esa decisión. ¿Qué hacía aquel cubículo, positivista y verniano, junto a la invocación emblemática del león y la serpiente?
Comoquiera que fuese, si tenía la fuerza y el valor de permanecer unas pocas decenas de minutos en aquel sitio, quizá lograría eludir la mirada del guardián.
Fui submarino durante un tiempo que me pareció interminable. Oía los pasos de los remolones, y luego los de los últimos guardianes. Pensé en acurrucarme debajo de la plancha para evitar mejor cualquier ojeada distraída, pero me contuve porque si me descubrían de pie siempre habría podido fingir que era un visitante absorto, incapaz de apartarse de aquel prodigio.
Poco después se apagaron las luces y la sala quedó envuelta en la penumbra; la garita se volvió menos oscura, tenuemente iluminada por aquella pantalla en la que seguía clavando la vista puesto que era mi último contacto con el mundo.
La prudencia aconsejaba que permaneciera de pie, y si los pies me dolieran, en cuclillas, al menos durante dos horas. La hora de cierre para los visitantes no coincide con la de la salida de los empleados. Me sobrecogió el terror de la limpieza: ¿y si ahora empezaban a quitar el polvo de las salas, palmo a palmo? Después pensé que, como por la mañana el museo abría tarde, lo más lógico era que los encargados de la limpieza trabajaran a la luz del día y no durante la tarde. Debía de estar en lo cierto, al menos con respecto a las salas superiores, porque ya no oía ningún paso. Sólo rumores lejanos, algún ruido seco, quizá puertas que se cerraban. Tenía que seguir quieto. Ya tendría tiempo de bajar a la iglesia entre diez y once, o incluso más tarde, porque los Señores sólo llegarían a medianoche.
En aquel momento un grupo de jóvenes salía de La Rotonde. Una chica pasaba por la rue Conté y doblaba por la rue Montgolfier. No era una zona muy frecuentada, ¿resistiría horas y horas observando el mundo insípido que tenía a mis espaldas? Pero si el periscopio estaba allí, ¿no sería para enviarme mensajes de alguna secreta importancia? Iba a tener ganas de orinar: mejor pensar en otra cosa, eran sólo nervios.
La de cosas que se te ocurren cuando estás solo y clandestino en un periscopio. Debe de ser como ocultarse en la bodega de un barco para emigrar a tierras lejanas. Y de hecho, la meta final sería la estatua de la Libertad con el diorama de Nueva York. Podría adormecerme, quizá fuera lo mejor. No, y si me despertaba demasiado tarde…
Lo más peligroso era sucumbir a una crisis de angustia: esa certeza de que dentro de un instante gritarás. Periscopio, sumergible, encallado en el fondo, quizá ya aletean a tu alrededor los grandes peces negros de los abismos, y tú no los ves, y sólo sabes que te está faltando el aire…
Respiré profundamente varias veces. Concentración. Lo único que en esos casos no nos traiciona es la lista de la lavandería. Recapitular los hechos, enumerarlos, determinar sus causas, sus efectos. He llegado a este punto por esto, y por esta otra razón…
Revivieron los recuerdos, nítidos, precisos, ordenados. Los recuerdos de los tres frenéticos últimos días, luego los de los dos últimos años, mezclados con recuerdos de hace cuarenta años, tal como los había encontrado al irrumpir en el cerebro electrónico de Jacopo Belbo.
Recuerdo (y recordaba) para dar algún sentido al desorden de nuestra creación equivocada. Ahora, al igual que la otra tarde en el periscopio, me retraigo en un punto remoto de la mente para emanar una historia como el Péndulo. Diotallevi me había dicho que la primera sĕfirah es Keter, la Corona, el origen, el vacío primordial. El creó primero un punto, que se convirtió en el Pensamiento, donde dibujó todas las figuras… Era y no era, encerrado en el nombre y eludiendo el nombre, no tenía otro nombre sino «¿Quién?», puro deseo de ser llamado con un nombre… En principio trazó unos signos en el aura, una oscura llamarada brotó desde su fondo más secreto, como una niebla sin color capaz de dar forma a lo informe, y, tan pronto como ésta empezó a extenderse, en su centro se formó un manantial de llamas que se derramaron para iluminar las sĕfirot inferiores, en dirección al Reino.
Pero decía Diotallevi, quizá en ese ṣimṣum, en aquel retraimiento, en aquella soledad, estuviese ya implícita la promesa del retorno.