UNO
El pistolero le habló a Jake pausadamente, con las fluctuantes inflexiones propias de un sueño.
—Aquella noche éramos tres: Cuthbert, Alain y yo. No nos correspondía estar allí, porque ninguno de nosotros había dejado atrás los años de la infancia. Como dice el refrán, todavía usábamos pañales. De habernos descubierto, Cort nos habría azotado hasta despellejarnos. Pero no nos descubrieron, como no creo que descubrieran tampoco a ninguno de los que nos habían precedido. Los chicos deben probarse a escondidas los pantalones de sus padres, pavonearse con ellos delante del espejo y, enseguida, devolverlos a la percha; iba así. El padre finge no advertir que la prenda está colgada de manera diferente, y que el hijo lleva restos visibles de un bigote pintado con betún bajo la nariz. ¿Entiendes?
El chico no dijo nada. No había dicho nada desde que renunciaran a la claridad del día. El pistolero, en cambio, hablaba febrilmente, con frenesí, para cubrir su silencio. Al penetrar en la oscuridad del interior de las montañas él ni siquiera volvió la vista atrás, hacia la luz, pero el chico sí lo había hecho. El pistolero había leído cómo el día declinaba en el blando espejo de las mejillas de Jake: primero de un rosa claro, ahora lechosas y cristalinas, luego pálidas plata, después con un último toque crepuscular del resplandor vespertino, luego nada. El pistolero había encendido una luz artificial y siguieron adelante.
En aquellos momentos estaban acampados. Ningún eco del hombre de negro llegaba hasta ellos. Quizá también se hubiera detenido a descansar. O quizá flotaba hacia adelante, por oscurecidas recámaras, sin luces de orientación.
—El Cotillón de la Noche de la Siembra —o commala, como le decían algunos de los más viejos, usando la palabra con que designaban al arroz— se celebraba una vez al año, en el Gran Salón —prosiguió el pistolero—. El nombre verdadero era Salón de los Abuelos, pero para nosotros solo era el Gran Salón.
A sus oídos llegaba un rumor de agua goteante.
—Un ritual de cortejo, como lo son seguramente todas las danzas de primavera. —El pistolero se rió despectivamente, y las insensibles paredes convirtieron el sonido en un resuello senil—. Según los libros, en los antiguos días se trataba de festejar la llegada de la primavera, a la que a veces se llamaba Tierra Nueva o Commala Fresco. Pero la civilización, ya sabes…
Dejó la frase en el aire, incapaz de describir el cambio inherente a aquel nombre mecanizado, la muerte del romanticismo, su fantasma estéril y carnal que solo vivía con la forzada respiración del resplandor y la ceremonia; los pasos geométricos del cortejo fingido durante el baile de la Noche de la Siembra, que habían sustituido a aquella salvaje agitación amorosa que él ya tan solo intuía vagamente. Vacua grandeza en lugar de las auténticas pasiones que otrora habían elevado reinos y los habían sustentado. El pistolero había encontrado la autenticidad con Susan Delgado, en Mejis, y solo para volverla a perder. Una vez hubo un rey, pudo haberle contado al chico; el Eld cuya sangre, quizá un poco debilitada, aún fluye por mis venas. Pero los reyes ya no existen, muchacho. Al menos en el mundo de la luz.
—Lo convirtieron en algo decadente —dijo finalmente el pistolero—. Una comedia. Un juego.
La voz estaba preñada del inconsciente desagrado del asceta y el eremita. El rostro, de haber existido una luz más poderosa para iluminarlo, habría reflejado pesadumbre y aspereza, la más pura de las condenaciones. Su fuerza esencial no se había adulterado ni diluido con el correr de los años. La persistente ausencia de imaginación que aún permanecía en aquel rostro era notable.
—Pero el Baile —añadió el pistolero—. La Noche de la Siembra…
El chico no dijo nada, tampoco preguntó.
—Había candelabros de cristal, de gruesos vidrios y con luces de chispa eléctricas. Todo era luz: una isla de luz.
»Entramos subrepticiamente en una de las viejas galerías de las que se decía que no eran seguras. Pero aún éramos unos niños, y así son los niños, y lo hicimos. Todo era peligroso para nosotros, pero ¿cuál era el problema? ¿No habíamos sido hechos para vivir por siempre? Así lo creíamos, incluso cuando nos contábamos historias de muertes gloriosas.
»Estábamos por encima de todo y podíamos contemplarlo desde lo alto. No recuerdo que ninguno de los tres dijera nada. Nos limitábamos a observar.
»Había una enorme mesa de piedra, ante la cual se sentaban los pistoleros y sus mujeres y contemplaban a los bailarines. Algunos de los pistoleros también danzaban, pero solo algunos. Eran los más jóvenes. Creo recordar que el que colgó a Hax era uno de esos bailarines. Los mayores permanecían sentados, y me dio la impresión de que se sentían un tanto desconcertados bajo toda aquella luz, aquella civilizada luminosidad. Se les reverenciaba y temía: eran los guardianes; pero, entre aquella multitud de caballeros y débiles damas, apenas parecían linos mozos de cuadra…
»Había cuatro mesas circulares cubiertas de comida, y las llevaban de un lado a otro. Los pinches de cocina no pararon de ir y venir desde las siete de la tarde hasta las tres de la madrugada siguiente. Las mesas rotaban como relojes, y hasta nosotros llegaban aromas de cerdo, ternera, langosta y pollo asado, y de manzanas al horno. Había dulces y helados, y grandes espetones de carne sobre las llamas.
»Marten estaba sentado junto a mi madre y mi padre —aun desde aquella altura podía reconocerlos— y, en un momento dado, Marten y ella danzaron lenta y sinuosamente, y los demás despejaron la pista y aplaudieron al terminar la danza. Los pistoleros no aplaudieron, pero mi padre se irguió pausadamente y extendió sus brazos hacia ella. Y ella acudió sonriente.
»Fue un momento de tremenda gravedad; hasta nosotros pudimos advertirlo desde nuestro escondite en lo alto. Mi padre había tomado el control de su ka-tet —el Tet de la Pistola— y estaba a punto de convertirse no solo en el Dinh de Gilead, sino de todo Mundo Interior. Los demás lo sabían. Marten lo sabía mejor que ninguno… excepto, quizá, la que fue Gabrielle Veriss.
El chico por fin habló, con cierta reluctancia:
—¿Era su madre?
—Sí. Gabrielle de las Aguas, hija de Alan, esposa de Steven, madre de Roland. —El pistolero sacudió las manos en un breve gesto burlón que intentaba decir Ese soy yo, ¿y con eso qué? Luego las dejó caer una vez más sobre el regazo.
»Mi padre fue el último señor de la luz.
El pistolero se miró las manos. El chico seguía sin decir nada.
—Recuerdo cómo bailaban —prosiguió el pistolero—. Mi madre y Marten, el consejero de los pistoleros. Recuerdo cómo bailaban, girando lentamente, juntos y aparte de todo, reproduciendo los viejos pasos del galanteo.
Miró al chico, sonriendo.
—Pero eso no quería decir nada, ¿sabes? Porque, de algún modo, se había transmitido un poder que ninguno de ellos conocía pero que todos comprendían, y mi madre quedó comprometida en cuerpo y alma con el que ostentaba y ejercía ese poder. ¿Acaso no fue así? Acudió a él cuando hubo terminado el baile, ¿no es cierto? ¿Y no le cogió de la mano? ¿No aplaudieron todos? ¿No resonó el salón con los aplausos cuando aquellos petimetres y sus frágiles damas lo ovacionaron y ensalzaron? ¿No fue así? ¿No fue así?
Un agua amarga goteó a lo lejos en la oscuridad. El chico no decía nada.
—Recuerdo cómo bailaban —repitió el pistolero en voz baja—. Recuerdo cómo bailaban…
Alzó la mirada hacia el invisible techo de roca y, por un instante, pareció que iba a aullar hacia él, a alzarse contra él, a desafiar ciegamente a aquellas mudas toneladas de insensible granito cuyo pétreo intestino encerraba sus minúsculas vidas como si fueran microbios.
—¿Qué mano habría podido esgrimir el cuchillo que acabó con la vida de mi padre?
—Estoy cansado —dijo el chico y volvió a quedar callado.
El pistolero guardó silencio y el chico se tendió en la tierra y colocó una mano entre su mejilla y la piedra. La llamita que tenían ante ellos ardía con luz mortecina. El pistolero lió un cigarrillo. Le pareció que todavía podía ver el fulgor de las arañas de cristal en el ojo de su memoria, que oía los gritos de homenaje, desprovistos de sentido en una tierra despellejada y erguida, aun entonces, frente a un gris océano de tiempo, desesperanzadamente. La isla de luz le causaba un dolor profundo, y deseó no haberla visto jamás, ni haber sido testigo de los cuernos de su padi e.
Pasó el humo desde la boca a las fosas nasales y contempló la figura del chico. Cómo trazamos grandes círculos en la tierra por nuestra propia cuenta…, pensó. Vamos y venimos, retornamos al comienzo y el comienzo sigue allí: la reanudación de lo que siempre fue la maldición de la luz del día.
¿Cuánto tardará en volver la luz del día?
Durmió.
Cuando el sonido de su respiración se hizo largo, constante y regular, el chico abrió los ojos y miró al pistolero con una expresión que se parecía mucho al amor. El último resplandor de la llama destelló por un instante en una de sus pupilas y se ahogó en ella. El chico se dispuso a dormir.
DOS
El pistolero había perdido casi todo su sentido del tiempo durante la travesía del desierto inmutable; el resto lo perdió allí, en aquellas cámaras bajo las montañas, carentes de luz. Ninguno de los dos disponía de medio alguno para medir el paso de las horas, y el concepto mismo de tiempo perdió su significado. En cierto sentido, vivían al margen del tiempo. Un día muy bien podría haber sido una semana, o una semana un día. Caminaban, dormían, comían frugalmente sin satisfacer sus estómagos. La única compañía era el constante y atronador rugido del agua, que proseguía su curso barrenando la piedra. Avanzaban por la orilla, y bebían de aquella profundidad lisa, salada por la presencia de minerales, con la esperanza de que no contuviera nada que pudiese enfermarlos o matarlos. En diversas ocasiones, el pistolero creyó ver bajo la superficie fugitivas luces a la deriva como cadavéricas lamparillas, pero supuso que no serían más que una proyección de su propio cerebro, que no había olvidado la luz. Con todo, aconsejó al chico que evitara meter los pies en el agua.
El telémetro en su cabeza los guiaba certeramente.
El sendero que bordeaba el río (pues era un sendero, liso y algo hundido en el centro, con una leve concavidad) conducía siempre hacia arriba, hacia el nacimiento del río. A intervalos regulares se encontraban con unos pilares de piedra curvos, con pernos de argolla empotrados; quizá en otro tiempo habían atado ahí bueyes o caballos de las diligencias. En cada uno de ellos había un cajón de acero que contenía una linterna eléctrica, siempre completamente desprovista de vida y de luz.
Durante el tercer período de descanso antes de dormir, el chico se alejó un poco. La leve conversación de los guijarros removidos por el cauteloso avance llegaba hasta el pistolero.
—Con cuidado —le advirtió—. No ves dónde pisas.
—Voy a rastras. Esto es… ¡Vaya!
—¿Qué pasa? —El pistolero se levantó a medias, tocando la culata de un revólver.
Hubo una breve pausa. El pistolero esforzaba en vano la vista.
—Me parece que es una vía de tren —anunció el chico en tono dubitativo.
El pistolero se incorporó y anduvo lentamente hacia el lugar de donde procedía la voz de Jake, tanteando el terreno con el pie antes de cada paso.
—Aquí.
Una mano se alzó en la oscuridad y tentó el rostro del pistolero. El chico se desenvolvía muy bien a oscuras, mejor que el mismo Roland. Sus pupilas se habían dilatado hasta que pareció que no quedaba color en ellas y el pistolero se dio cuenta de ello al encender una luz tenue. No había ningún combustible en aquella matriz rocosa, y el que habían llevado con ellos se estaba convirtiendo en cenizas a pasos agigantados. A veces, el impulso de encender una luz se volvía casi irresistible. Ambos habían descubierto que el apetito por la luz podía ser tan insistente como el de la comida.
El chico estaba de pie junto a una curva pared de piedra, provista de soportes metálicos paralelos, que se perdían en las tinieblas. En cada uno de ellos había unas protuberancias negruzcas, que quizá antaño hubieran servido como conductores de electricidad. Debajo, a escasos centímetros del suelo de piedra, había unos raíles de metal brillante. ¿Qué debía de haber circulado en otros tiempos por aquellos raíles? Al escudriñar el camino con los espantados focos de sus ojos, el pistolero solo podía imaginar negras balas eléctricas volando a través de aquella noche perpetua. Nunca había oído hablar de nada semejante. Pero había muchos desechos del mundo desaparecido, del mismo modo en que había demonios. En cierta ocasión se había encontrado con un ermitaño que disfrutaba de un poder casi religioso sobre una miserable congregación de pastores de ganado gracias a su posesión de un antiguo surtidor de gasolina. El ermitaño se acuclillaba junto a su artefacto, lo rodeaba posesivamente con un brazo, y predicaba demenciales y lúgubres sermones. De vez en cuando se colocaba entre las piernas la todavía brillante boquilla de acero, unida a una manguera de goma putrefacta. En el surtidor, con letras perfectamente legibles (aunque corroídas por el orín), se leía una inscripción de ignoto significado: AMOCO. Sin plomo. Amoco se había convertido en el tótem de un dios atronador, y sus fieles le rendían culto con el sacrificio de corderos y el sonido de los motores: «¡Rumm, Rummm! ¡Rum-rum-rummmmm!».
Armatostes, pensó el pistolero. Meros cascos sin significado, embarrancados en arenas que otrora fueran mares.
Y ahora una vía férrea.
—La seguiremos —decidió.
El chico no dijo nada.
El pistolero apagó la luz y ambos se durmieron.
Cuando el pistolero despertó, el chico ya se había levantado; estaba sentado sobre los rieles y lo contemplaba a ciegas en la oscuridad.
Siguieron las vías como si fueran invidentes, el pistolero delante y el chico a continuación. Siempre palpaban un raíl con los pies, también como si fueran ciegos. El murmullo del río a su derecha les acompañaba constante. No se hablaban, y así transcurrieron tres períodos de vigilia. El pistolero no se sentía movido a pensar con coherencia ni a hacer proyectos. Cuando dormía, era sin sueños.
Durante el cuarto período de vigilia y marcha tropezaron literalmente con una vagoneta.
El pistolero chocó con el pecho y el chico, que seguía el otro raíl, se golpeó en la cabeza y cayó al suelo con un grito.
De inmediato el pistolero encendió una lumbre.
—¿Estás bien? —Sus palabras fueron bruscas, casi cortantes, y le hicieron torcer el gesto.
—Sí. —El chico se palpaba cautelosamente la cabeza. La sacudió un par de veces, para asegurarse de que había dicho la verdad. Se volvieron a examinar aquello con lo que habían chocado.
Se trataba de una plataforma metálica lisa, plantada silenciosamente sobre las vías. En el centro de la plataforma había una palanca móvil que descendía hasta conectarse con engranajes. El pistolero no comprendió al pronto qué era aquello, pero el chico lo identificó al instante.
—Es una vagoneta manual.
—¿Qué?
—Una vagoneta —repitió, impaciente—, como las que se veían en las películas antiguas. Mire.
Trepó a la plataforma y asió la palanca. Logró bajarla por completo, pero solo al inclinarse con todo su peso sobre ella. Profirió un breve gruñido. La vagoneta, con muda intemporalidad, avanzó un palmo sobre las vías.
—¡Bien! —dijo una débil voz mecánica que los sobresaltó a ambos—. ¡Bien, empuje otra…! —La voz mecánica se debilitó hasta desaparecer.
—Está un poco dura —anunció el chico, como si se disculpara por ello.
El pistolero subió a su vez frente a Jake y empujó la palanca hacia abajo: la vagoneta se movió, obediente, y volvió a detenerse.
—¡Bien, empuje otra vez! —alentó la voz mecánica.
Notó el giro de un eje propulsor bajo los pies. La operación lo complació, al igual que la voz mecánica (aunque opinaba que no necesitaba escucharla). Aparte de la bomba de la Estación de Paso, era la primera máquina antigua en estado de funcionamiento que había visto en bastantes años. Pero también le preocupó, porque los llevaría más rápido hasta su destino. No dudaba que el hombre de negro también había previsto que encontraran aquello.
—Bonito, ¿eh? —comentó el chico, con la voz cargada de desprecio. El silencio se profundizó. Roland podía distinguir el funcionamiento de sus propios órganos dentro del cuerpo, y la caída del agua. Nada más.
—Usted se pone a un lado, y yo al otro —explicó Jake—. Tendrá que empujar usted solo hasta que coja velocidad.
Entonces podré ayudarle. Primero empuja usted, luego empujo yo. Enseguida cogeré impulso. ¿Entendido?
—Entendido —respondió el pistolero. Sus manos estaban contraídas en impotentes, desesperados puños.
—Tendrá que empujar usted solo hasta que coja velocidad —repitió el chico, mirándolo.
El pistolero tuvo una súbita visión, asombrosamente nítida, del Gran Salón un año después de la Noche de la Siembra, con los destrozados y astillados desechos de la revuelta, la guerra civil y la invasión. Esta visión fue seguida por la imagen de Allie, la mujer de Tuli con la cicatriz, empujada y sacudida por el impacto de las balas que la mataron sin razón alguna… a menos que el reflejo fuera una razón. Fue seguida por el rostro de Cuthbert Allgood, riendo mientras bajaba por la colina hacia su muerte, blandiendo todavía aquel cuerno maldecido por los dioses… y entonces vio el rostro de Susan, contraído y sollozante. Todos mis viejos amigos, pensó el pistolero. Y sonrió ferozmente.
—Empujaré —dijo el pistolero.
Comenzó a mover la palanca, y cuando la voz volvió a hablar («¡Bien, empuje otra vez! ¡Bien, empuje otra vez!») tanteó con una mano el poste donde se apoyaba la palanca, hasta que por fin encontró lo que seguramente estaba buscando: un interruptor. Lo presionó.
—¡Hasta luego, compañero! —exclamó animadamente la voz mecánica, y durante unas horas cayó un bendito silencio.
TRES
Avanzaron en la oscuridad, más deprisa que antes, sin necesidad de ir tanteando el terreno. La voz mecánica habló una vez para sugerirles que comieran Crisp-A-La, y una más para decir que los Larchies eran lo mejor para concluir una dura jornada. No volvió a hablar luego de este segundo consejo.
En cuanto la vagoneta se hubo desprendido de la torpeza de una era enterrada, comenzó a rodar suavemente. El chico trataba de hacer su parte del trabajo y el pistolero le concedía breves turnos, pero casi todo el tiempo accionaba él la palanca, con amplios movimientos ascendentes y descendentes que le tensaban los músculos del pecho. El río subterráneo era su compañero, a veces más cercano a su derecha, a veces más lejano. En una ocasión adquirió poderosas resonancias huecas, y ellos se sintieron como si estuvieran cruzando el atrio de alguna catedral prehistórica. Otra vez, desapareció casi por completo.
La velocidad y el roce del aire sobre las caras ocupaban aparentemente el lugar de la vista y les proporcionaban, de nuevo, un marco temporal de referencia. El pistolero juzgó que estaban cubriendo entre quince y veinticinco kilómetros por hora, siempre en una ligera y casi imperceptible cuesta arriba que resultaba agotadora. Cuando se detenían, dormía como las mismas piedras. De nuevo estaban quedándose casi sin comida. Ninguno de los dos se preocupaba por ello.
Para el pistolero, la tensión de un inminente climax era tan imperceptible, pero tan real (y acumulativa) como la fatiga de impulsar la vagoneta. Se aproximaban el fin del principio… o al menos él lo estaba haciendo. El pistolero se sentía como un actor situado en el centro del escenario momentos antes de que se alzara el telón; dispuesto en su lugar, con la primera frase grabada en la mente, oía cómo el invisible público hojeaba los programas y se acomodaba en los asientos. Vivía con un tenso nudo de profana expectación en el estómago, y agradecía el ejercicio que le permitía dormir. Y cuando dormía era como si cayera muerto.
El chico hablaba cada vez menos, pero en un momento de reposo, en un período de sueño antes de que los atacaran los mutantes lentos, preguntó casi tímidamente al pistolero sobre su mayoría de edad.
—Querría escuchar algo más de eso.
El pistolero se hallaba apoyado contra la palanca, con un cigarrillo de la menguante reserva de tabaco pendiendo en sus labios. Estaba a punto de sumirse en su habitual sueño sin pensamientos cuando el chico formuló su pregunta.
—¿Por qué quieres saber eso? —replicó, distraído.
La voz del chico fue curiosamente terca, como si pretendiera ocultar su turbación.
—Me interesa. —Tras una pausa, añadió—: Siempre me ha intrigado la cuestión de la madurez. Apuesto a que casi todo son mentiras.
—Lo que escucharías no tendría que ver con mi mayoría de edad —dijo el pistolero—. Supongo que no seré el primero que…
—La pelea con su maestro —dijo Jake, distante—. Eso es lo que quiero oír.
Roland asintió. Sí, por supuesto, el día que había cruzado la línea; se trataba de la clase de historia que cualquier chico querría oír, de acuerdo.
—Mi verdadera mayoría de edad no comenzó hasta que mi padre me envió lejos, y terminé de madurar un poco aquí y otro poco allí, por el camino. —Una pausa—. Una vez vi ahorcar a un no-hombre.
—¿Un no-hombre? ¿Qué es eso?
—Alguien a quien puedes sentir pero no ver.
Jake asintió, como entendiendo.
—Era invisible.
Roland alzó las cejas. Nunca antes había escuchado esa palabra.
—¿Así le llamas?
—Sí.
—Entonces déjalo así. Como sea, había gente que no quería que yo lo colgara; creían que serían maldecidos si lo hacía, pero es que el sujeto le había tomado el gusto a la violación. ¿Sabes qué significa eso?
—Sí —respondió Jake—. Y apuesto a que un tipo invisible sería bastante bueno para hacerlo, además. ¿Cómo lo atrapó?
—Esa historia queda para otro día. —Sabía que no habría otros días. Ambos sabían que no habría otros—. Dos años después dejé a una chica en un lugar llamado King's Town, a pesar de no querer hacerlo.
—Seguro —dijo el chico, y el desprecio de su voz se asemejaba a la suavidad del tono con que lo expresó—. ¿Para poder alcanzar esa Torre, verdad? Para seguir cabalgando, como en un programa de la Red de mi padre.
Roland sintió que su rostro se encendía en la oscuridad, pero su voz sonó tranquila cuando dijo:
—Eso fue al final, supongo. De mi mayoría de edad, quiero decir. Jamás reconocí ninguna de las partes en el momento de producirse. Solo llegué a comprenderlo más tarde.
Sintiéndose un tanto incómodo, se dio cuenta de que estaba evadiendo lo que el chico quería oír.
—Supongo que la mayoría de edad también fue una parte —admitió, casi a regañadientes—. Fue un rito formal. Casi estilizado, como una danza. —Se rió de una forma desagradable.
El chico no dijo nada.
—Era necesario demostrar la propia valía en un combate —comenzó el pistolero.
CUATRO
Estío y calor.
Ese año, la Tierra Llena actuó sobre el suelo como un amante vampiro: secó las tierras y las cosechas de los agricultores arrendatarios, hizo que se volvieran blancos y estériles los campos del castillo-ciudad de Gilead. Al oeste, a unos kilómetros de distancia y cerca de las fronteras que marcaban los límites del mundo civilizado, ya había comenzado la lucha. Todos los informes eran malos, y todos palidecían ante el calor que sofocaba aquel lugar del centro. El ganado, con los ojos vacíos, yacía tendido en los corrales. Los cochinos gruñían inquietos, ajenos a los cuchillos que se afilaban de cara al otoño próximo. La gente se quejaba de los impuestos y de las quintas, como solía hacer siempre, pero bajo el apático drama de la política solo existía vaciedad. El centro estaba deshilachado como una alfombra de trapos lavada, pisada, sacudida, colgada y secada. Las líneas y las mallas que sujetaban la última joya sobre el pecho del mundo empezaban a deshacerse. Las cosas no se tenían en pie. La tierra contenía el aliento durante aquel verano del eclipse venidero.
El chico vagaba ociosamente por el pasillo superior de aquel lugar de piedra que era su hogar, percibiendo estas cosas sin comprenderlas. También él era vacuo y peligroso, y esperaba ser saciado.
Tres años habían transcurrido desde el ahorcamiento del cocinero que siempre era capaz de encontrar un bocado para un chico hambriento. Roland había crecido. Ahora, cubierto únicamente con unos desteñidos pantalones de dril, cumplidos los catorce años, comenzaba ya a mostrar la amplitud de pecho y la longitud de piernas que lo caracterizarían en la edad viril. Aún no había conocido mujer, pero dos jóvenes sirvientas de un mercader de la ciudadela occidental, sucias y desaliñadas, ya le habían echado el ojo. Él había reaccionado ante sus insinuaciones, y en aquellos momentos deseaba con mayor intensidad darles una respuesta. Aun en el frescor del pasadizo notaba el sudor en su cuerpo.
Los aposentos de su madre se hallaban algo más adelante, y se dirigió hacia allí con indiferencia, sin más pensamiento que el de cruzar ante ellos de camino al terrado, donde le esperaban una fresca brisa y el placer de su propia mano.
Acababa de pasar ante la puerta cuando una voz lo llamó:
—Tú, chico. —Era Marten, el consejero. Iba vestido con ropa sospechosa e inquietantemente informal: negros pantalones de resistente tela, casi tan ajustados como unos leotardos, y una camisa blanca desabrochada sobre el pecho lampiño. Estaba despeinado.
El muchacho lo contempló en silencio.
—¡Pasa, pasa! ¡No te quedes en la puerta! Tu madre desea hablar contigo. —Los labios sonreían, pero las líneas del rostro reflejaban un humor más profundo y sardónico.
Por debajo —y en los mismos ojos— solo había frialdad.
Su madre, empero, no parecía muy deseosa de verle. Estaba sentada en una silla de respaldo bajo, junto al gran ventanal de la sala principal de sus aposentos, aquel que se abría sobre las desiertas losas recalentadas del patio central. Ataviada con una informal bata holgada, apenas dedicó una mirada al muchacho; una fugaz y reluciente sonrisa triste, como el sol del otoño sobre las aguas de un arroyo. Durante el resto de la entrevista no dejó de estudiarse las manos en lugar de mirar a su hijo.
Por entonces, él ya no solía ver muy a menudo a su madre, y el fantasma de las canciones de cuna
(chussit, chissit, chassit)
ya casi se le había borrado del cerebro. Pero, aun así, se trataba de una entrañable desconocida. El muchacho se sintió poseído de un miedo amorfo y, en el mismo instante, le nació un odio indefinido hacia Marten, el asesor más cercano a su padre.
—¿Estás bien, Ro? —preguntó ella suavemente. Marten permanecía de pie a su lado, con la mano, pesada e inquietante, cerca del punto en que el blanco cuello de la mujer se unía a su blanco hombro, sonriéndoles a ambos.
—Sí —dijo él.
—Tus estudios, ¿van bien? ¿Vannay está satisfecho? ¿Y Cort? —La boca se le torció al pronunciar el segundo nombre, como si hubiese saboreado algo amargo.
—Me esfuerzo —contestó. Ambos adultos sabían que no poseía una brillante inteligencia, como Cuthbert, ni era siquiera vivo, como Jamie. El era de los que deben avanzar laboriosamente y con perseverancia. Hasta Alain andaba mejor en los estudios.
—¿Y David? —Ella conocía el afecto que sentía por el halcón.
El adolescente alzó la vista hacia Marten, que seguía sonriendo paternalmente sobre sus cabezas.
—Ya ha pasado sus mejores días.
Su madre pareció sobresaltarse; por un instante, dio la impresión de que el rostro de Marten se ensombrecía y que la mano apoyada sobre el hombro de la mujer se contraía. Luego ella desvió la vista hacia la calurosa blancura del día y todo quedó como estaba antes.
Es una farsa, pensó él. Un juego. ¿Quién está jugando con quién?
—Tienes un corte en la frente —observó Marten, sin dejar de sonreír, apuntando con un dedo negligente la marca que le había dejado
(gracias por este día tan instructivo)
la última paliza de Cort—. ¿Vas a ser un luchador como tu padre o es que eres lento?
Esta vez ella sí dio un respingo.
—Las dos cosas —contestó el muchacho. Luego miró a Marten con fijeza y le sonrió dolorosamente. Incluso allí dentro hacía mucho calor.
Bruscamente, Marten dejó de sonreír.
—Ya puedes irte al terrado, chico. Creo que tenías algo que hacer allí.
—¡Mi madre aún no me ha despedido, vasallo!
El rostro de Marten se contrajo como golpeado por una fusta. El joven oyó el temeroso y afligido resuello de su madre. Ella pronunció su nombre.
Pero la dolorosa sonrisa permanecía intacta en los labios del muchacho, que dio un paso al frente.
—¿Me darás un signo de lealtad, vasallo? ¿En el nombre de mi padre, a quien tú sirves?
Marten se lo quedó mirando, mudo de incredulidad.
—Ve —dijo al fin Marten con suavidad—. Ve y encuentra tu mano.
Sonriendo con fiereza, el muchacho se marchó.
Al cerrar la puerta y alejarse por donde había venido, oyó el plañido de su madre. Fue el sonido de un alma en pena. A continuación, increíblemente, el sonido producido por el hombre de confianza de su padre al golpear a la mujer y decirle que terminara con sus graznidos.
¡Que terminara con sus graznidos!
Y luego oyó la carcajada de Marten. El joven siguió sonriendo mientras se dirigía hacia su prueba.
CINCO
Jamie acababa de salir de la tienda cuando vio al muchacho cruzando el patio de ejercicios, y corrió a contarle a Roland los últimos rumores de mortandad e insurrección en el oeste. Pero tuvo que echarse a un lado sin poder decir palabra. Se conocían desde la primera infancia y, ya un poco mayores, se habían desafiado el uno al otro, se habían vapuleado el uno al otro y juntos habían emprendido mil exploraciones de los muros dentro de los cuales ambos fueron concebidos.
El joven pasó junto a él a grandes zancadas, mirando sin ver, sonriendo con su dolorosa sonrisa. Se dirigía hacia la cabaña de Cort, que tenía cerradas las persianas para protegerse del fiero calor de la tarde. Cort solía sestear por la tarde, a fin de disfrutar más plenamente de sus incursiones vespertinas por el sucio laberinto de burdeles de la ciudad inferior.
Jamie comprendió en un destello de intuición, supo lo que iba a ocurrir y, debatiéndose entre el miedo y el éxtasis, no supo si seguir a Roland o salir en busca de los demás.
La hipnosis se rompió de pronto y echó a correr hacia los edificios principales, gritando:
—¡Cuthbert! ¡Alain! ¡Thomas!
Sus gritos sonaron débiles pero diáfanos en el calor agobiante. Siempre habían sabido, todos ellos, de la manera inexplicable propia de los muchachos, que Roland sería el primero en hacer la prueba. Pero aquello era demasiado precipitado.
La feroz sonrisa que exhibía Roland lo galvanizó como no hubiera podido hacerlo ninguna noticia de guerras, revueltas o brujerías. Era mucho más que unas cuantas palabras oídas de una boca desdentada sobre unas lechugas cubiertas de cagadas de mosca.
Roland llegó a la cabana de su instructor y abrió la puerta de una patada. Esta saltó hacia atrás, chocó contra el áspero enlucido de la pared y rebotó.
Jamás había estado allí. El umbral se abría sobre una austera cocina, fresca y marrón. Una mesa. Dos sillas de respaldo recto. Dos alacenas. Un desgastado suelo de linóleo, con huellas negruzcas entre la fresquera colocada en el suelo, el mostrador sobre el que pendían los cuchillos, y la mesa.
Ahí estaba la intimidad de un hombre público. La última y marchita sobriedad de un violento juerguista de medianoche, que había amado a tres generaciones de muchachos, con aspereza, y convertido en pistoleros a algunos de ellos.
—¡Cort!
Pateó la mesa, que chocó contra el mostrador al otro extremo del cuarto. Los cuchillos colgados de la rejilla de la pared se desparramaron en una destellante confusión.
En el cuarto de al lado hubo un rumor sordo, un soñoliento carraspeo. El muchacho no entró pues sabía que era fingido, sabía que en la otra habitación Cort había despertado de inmediato y acechaba con su único ojo detrás de la puerta, esperando romper el incauto cuello del Intruso.
—¡Ven aquí, Cort, vasallo!
Esta vez habló en la Alta Lengua, y Cort abrió por completo la puerta. Cubierto únicamente con unos frescos calzoncillos, era un hombre achaparrado y patituerto, surcado de cicatrices de pies a cabeza, con nudosos manojos de músculos. Tenía el abdomen redondeado y prominente. El muchacho sabía, por propia experiencia, que estaba hecho de acero. El único ojo bueno se encendió de ira en su maltratada e irregular cabeza calva.
El joven lo saludó formalmente.
—No me enseñes más, vasallo. Hoy te enseño yo a ti.
—Llegas temprano, llorica —dijo en tono despreocupado, pero hablando también en la Alta Lengua—. Con dos años de adelanto, diría yo. Solo te lo preguntaré una vez: ¿quieres echarte atrás?
El joven respondió únicamente con su sonrisa fiera y dolorosa. Para Cort, que había visto idéntica sonrisa en una veintena de ensangrentados campos del honor y el deshonor, bajo cielos teñidos de rojo, fue suficiente respuesta; quizá la única en que hubiera podido creer.
—Es una pena —comentó el instructor con aire ausente—. Has sido un alumno muy prometedor, acaso el mejor en dos docenas de años. Lamentaré verte destruido y empujado a un camino sin esperanzas. Pero el mundo se ha movido. Nos aguardan malos tiempos.
El muchacho siguió sin decir nada (y habría sido incapaz de dar una explicación coherente si alguien se la hubiera pedido), pero por primera vez se suavizó un poco su sonrisa.
—Aun así, está la línea de la sangre —añadió Cort—, con revueltas y brujerías en el oeste o sin ellas. Soy tu vasallo, muchacho. Reconozco tu autoridad y la acato, aunque no haya de volver a hacerlo nunca más, con todo mi corazón.
Y Cort, que lo había zurrado, pateado, hecho sangrar y maldecido, que se había mofado de él y lo había tratado de piojoso y sifilítico, hincó una rodilla en tierra e inclinó la cabeza.
El joven, admirado, le rozó la curtida y vulnerable piel del cuello.
—Álzate, vasallo. Con mi amor.
Cort se incorporó lentamente, y tal vez hubiera dolor bajo la impasible máscara de las arrugadas facciones.
—Esto es un desperdicio. Renuncia, muchacho. Estoy quebrantando mi propia palabra. ¡Renuncia y espera!
El joven no dijo nada.
—Muy bien. Si tú lo dices, que así sea. —La voz de Cort se volvió seca y formal—. Dentro de una hora. Y el arma de tu elección.
—¿Traerás tu garrote?
—Siempre lo he llevado.
—¿Cuántos garrotes te han arrebatado, Cort?
Equivalía a preguntarle que cuántos muchachos de todos los que habían entrado en el patio cuadrado de detrás del Gran Salón regresaron como aprendices de pistolero.
—Hoy no me será arrebatado ninguno —contestó Cort pausadamente—. Lo lamento. Solo hay una prueba, muchacho. La precipitación se castiga de la misma manera que la falta de mérito. ¿No puedes esperar?
El adolescente recordó a Marten erguido sobre él, y a su sonrisa. Y el sonido del golpe tras la puerta cerrada.
—No.
—Muy bien. ¿Qué arma eliges?
El joven no respondió.
La sonrisa de Cort dejó al descubierto una mellada hilera de dientes.
—Sabio comienzo. Dentro de una hora. ¿Te das cuenta de que muy probablemente no volverás a ver a tu padre, tu madre o tus ka-nenes?
—Sé lo que significa el destierro —respondió Roland lentamente.
—Puedes irte. Piensa en el rostro de tu padre. Te vendrá muy bien.
El muchacho salió sin mirar atrás.
SEIS
El sótano del granero daba la falsa impresión de ser fresco; estaba impregnado de humedad y de olor a telarañas y tierra mojada. Pese a estar iluminado por la claridad del sol oblicuo que entraba por estrechas ventanas, el calor del día no llegaba hasta él; el muchacho guardaba allí el halcón, y el ave parecía sentirse a gusto.
David se había hecho viejo y ya no surcaba los cielos. Sus plumas habían perdido el radiante brillo animal de tres años antes, pero sus ojos se mantenían tan fijos y penetrantes como siempre. No puedes conseguir la amistad de un halcón, decían, a menos que seas un halcón tú mismo, un solitario que está de paso en la tierra, sin amigos ni necesidad de tenerlos. El halcón no rinde homenaje al amor o a la moral.
David era ya un halcón viejo. El muchacho tenía la esperanza de ser él mismo un halcón joven.
—Hai —dijo suavemente, mientras extendía el brazo hacia la percha del ave.
El halcón saltó al brazo del muchacho y permaneció inmóvil, sin la capucha. El muchacho se metió la otra mano en el bolsillo y sacó un pedazo de tasajo seco. El halcón lo tomó con gran destreza de entre sus dedos y lo hizo desaparecer.
El joven empezó a acariciar a David muy cautelosamente. Probablemente, si Cort hubiera podido verlo no lo habría creído, pero Cort tampoco suponía que hubiera llegado la hora del muchacho.
—Creo que hoy vas a morir —comenzó, sin dejar de acariciarlo—. Creo que hoy serás sacrificado, como todos aquellos pajarillos con los que te entrenábamos. ¿Te acuerdas? ¿No? Da igual. A partir de hoy el halcón soy yo, y durante todos los días de cada año dispararé al cielo en tu memoria.
David seguía posado en su brazo, silencioso y sin parpadear, indiferente a su vida o su muerte.
—Eres viejo —prosiguió el muchacho en tono reflexivo—, y tal vez no seas mi amigo. Hace apenas un año, habrías preferido mis ojos a ese trocito de carne seca, ¿verdad? Colt se reiría. Pero si nos acercamos lo suficiente… si nos acercamos lo suficiente a ese hombre cauteloso… si logramos que no sospeche… ¿De qué se trata, pájaro? ¿Es amistad o es la edad?
David no se lo dijo.
El muchacho le cubrió la cabeza con su caperuza y recogió las pihuelas, que estaban enlazadas al extremo de la percha de David. Salieron del granero.
SIETE
El patio situado tras el Gran Salón no era en realidad un patio, sino un pasillo verde cuyos muros estaban formados por tupidos y enmarañados setos vivos. El lugar había sido utilizado para el rito de la mayoría de edad desde tiempo inmemorial, mucho antes de Cort y de su predecesor, Mark, que había muerto de una puñalada asestada allí mismo por una mano enardecida en exceso. Eran muchos los adolescentes que habían salido del pasillo por el extremo oriental —por el que entraba siempre el instructor—, convertidos en hombres. El extremo oriental conducía al Gran Salón y a toda la civilización y la intriga del mundo iluminado. Muchos más se habían retirado, vencidos y ensangrentados, por el extremo occidental —por donde entraban siempre los aspirantes—, niños para siempre. El extremo occidental apuntaba a las granjas y a los que moraban en chozas más allá de las granjas; luego venían los espesos bosques bárbaros y, todavía más allá, Garlan; y tras Garlan el desierto de Mohaine. El adolescente convertido en hombre avanzaba desde la oscuridad y la ignorancia hacia la luz y las responsabilidades; al que era vencido solo le cabía retirarse, siempre retirarse más y más. El pasillo era tan liso y verde como un campo de juegos. Medía exactamente cincuenta metros de longitud. En el medio había un parche de tierra pelada. Esta era la línea.
Habitualmente, ambos extremos estaban abarrotados de parientes y espectadores en tensión, pues el ritual solía preverse con gran antelación: la edad más corriente para la prueba eran los dieciocho años (aquellos que no se habían sometido a ella al cumplir los veinticinco solían deslizarse a la oscuridad de una vida como poseedores de un feudo franco, incapaces de afrontar la brutal realidad, el todo o nada, de aquel campo y la prueba). Pero ese día no había nadie más que Jamie DeCurry, Cuthbert Allgood, Alain Johns y Thomas Whitman, arracimados en el extremo de los muchachos, boquiabiertos y francamente aterrorizados.
—¡El arma, estúpido! —susurró Cuthbert, angustiado—. ¡Te has olvidado del arma!
—La tengo —respondió el muchacho con aire distante. Se preguntó vagamente si las noticias del acontecimiento habrían llegado ya a los edificios centrales, si su madre… y Marten lo sabrían. Su padre estaba de caza y aún tardaría días en regresar. Se avergonzaba de aquello, pues sentía que en su padre habría hallado comprensión, si no aprobación.
—¿Ha llegado Cort?
—Cort está aquí. —La voz sonó en el extremo opuesto del pasillo y Cort se dejó ver, enfundado en una camiseta corta. Una gruesa banda de cuero le ceñía la frente, para evitar que el sudor le entrara en los ojos. Blandía un garrote de fustaferro, con un extremo en punta y el otro romo y aplanado. Comenzó a recitar la letanía que todos ellos, elegidos por la ciega sangre de sus padres, la que retrocedía hasta Eld, aprendieron durante la primera infancia y memorizaron para el día en que se convertirían, por ventura, en hombres.
—¿Has venido con un propósito serio, muchacho?
—He venido con un propósito serio.
—¿Has venido como un proscrito de la casa de tu padre?
—Como tal he venido. —Y un proscrito sería hasta que superase a Cort. Si Cort le vencía, seguiría siendo un proscrito para siempre.
—¿Has venido con el arma de tu elección?
—Con ella he venido.
—¿Cuál es tu arma? —La ventaja del instructor era tener la posibilidad de adaptar su estrategia a la honda, la lanza, el arco o la ba.
—Mi arma es David.
El titubeo de Cort fue muy breve. Estaba sorprendido, y hasta confundido, lo cual era bueno.
Podría ser bueno.
—¿Estás resuelto a atacarme, entonces?
—Así es.
—¿En nombre de quién?
—En nombre de mi padre.
—Di su nombre.
—Steven Deschain, del linaje de Eld.
—No te detengas, pues.
Y Cort avanzó hacia el centro del pasillo, pasándose el garrote de mano a mano. Los chicos emitieron un suspiro aleteante, como pájaros, cuando su dan-dinh avanzó para hacerle frente.
Mi arma es David, instructor.
¿Comprendería Cort? ¿Habría comprendido plenamente? De ser así, quizá todo estuviera perdido. Contaba con la sorpresa… y con el coraje que pudiera conservar aún el halcón. ¿Permanecería posado en su brazo, desinteresado y estúpido, mientras Cort le machacaba el cráneo con el garrote de fustaferro? ¿O buscaría tal vez el alto y caluroso firmamento?
Se aproximaron, cada uno a su lado de la línea. El muchacho retiró la caperuza del halcón con dedos desprovistos de nervios, la arrojó al verde césped y Cort interrumpió su avance. Vio cómo los ojos del viejo guerrero se detenían en el pájaro y se dilataban por la sorpresa y por los primeros atisbos de lenta comprensión. Ahora había comprendido.
—Oh, pequeño tonto —casi gimió Cort, y a Roland lo enfureció que le hablara de esa manera.
—¡A él! —gritó, alzando el brazo.
Y David voló como una parda bala silenciosa, agitando sus cortas alas una, dos, tres veces, antes de chocar contra el rostro de Cort con ansioso pico y espolones. En el aire cálido volaron gotas de color rojo.
—¡Hai! ¡Roland! —aulló Cuthbert con delirio—. ¡La primera sangre! ¡La primera sangre para mi amigo del alma! —Se golpeó el pecho con la suficiente fuerza para provocarse una magulladura que tardaría una semana en desaparecer.
Cort se tambaleó hacia atrás, perdido el equilibrio. Levantó el garrote y batió inútilmente el aire alrededor de su cabeza. El halcón era un manojo de plumas ondulante y borroso.
El muchacho se lanzó hacia adelante como una flecha, el brazo completamente extendido, rígido el codo. Era su oportunidad, probablemente la única que se le presentaría.
Aun así, Cort fue casi demasiado rápido para él. El pájaro cubría el noventa por ciento de su campo visual, pero el garrote de fustaferro se alzó de nuevo, con el extremo aplanado hacia adelante, y Cort ejecutó a sangre fría el único gesto que en aquellos momentos aún podía cambiar el cariz de la situación. Por tres veces golpeó su propia cara, contrayendo implacablemente los bíceps.
David cayó al suelo, roto y torcido. Un ala batía frenéticamente la hierba. Los fríos ojos de depredador contemplaban con ferocidad el rostro ensangrentado y chorreante del instructor. El ojo malo de Cort sobresalía ciegamente en la cuenca.
El muchacho descargó un puntapié contra la sien de Cort y acertó de pleno. Aquello debió de poner fin al combate, pero no fue así. Por un instante, el rostro de Cort quedó como muerto, pero al momento se abalanzó en busca del pie del muchacho.
El chico saltó hacia atrás y se enredó con sus propios pies. Cayó al suelo cuan largo era. Desde muy lejos, oyó el chillido de Jamie.
Cort ya volvía a estar en pie, listo para lanzarse sobre él y poner fin a la lucha. Roland había perdido su ventaja y ambos lo sabían. Se miraron unos instantes, el instructor sobre el pupilo, con la parte izquierda del rostro cubierta de goterones de sangre y el ojo malo cerrado, salvo por una fina línea de blanco. Aquella noche no habría burdeles para Cort.
Algo rasgó con furia la mano del muchacho. Era David, que desgarraba ciegamente lo que pudiera alcanzara Tenía las dos alas rotas. Era increíble que siguiera con vida.
El chico lo cogió como si fuera una piedra, sin prestar atención al hiriente pico que le arrancaba a tiras la carne de la muñeca. Cuando Cort se lanzó sobre él, con los brazos abiertos, el muchacho arrojó el halcón hacia arriba.
—¡Hai! ¡David! ¡Mata!
Y entonces Cort tapó la luz del sol y cayó sobre él.
OCHO
El ave quedó aplastada entre ambos, y el muchacho sintió que un pulgar encallecido buscaba la órbita de uno de sus ojos. Lo desvió al mismo tiempo que encogía un muslo para bloquear la rodilla que Cort pretendía hundirle en el bajo vientre. Con el canto de la mano golpeó duramente tres veces el tronco que era el cuello de Cort. Fue como golpear a una piedra acanalada.
Entonces Cort profirió un sordo gruñido. Todo su cuerpo se estremeció. El muchacho atisbo vagamente una mano que buscaba a tientas el caído garrote y, con una brusca sacudida, lo apartó de una patada. David había hundido un espolón en el oído derecho de Cort. El otro laceraba sin piedad la mejilla del instructor, destrozándola por completo. Cálida sangre salpicó el rostro del joven, y olía a virutas de cobre.
El puño de Cort golpeó una vez al pájaro y le rompió el lomo. Otra vez, y el cuello se dobló en un ángulo quebrado. Y el espolón seguía hiriendo. Ya no quedaba oreja; solamente un agujero rojo que se abría hacia el cráneo de Cort. El tercer golpe hizo que el halcón saliera despedido, y el rostro de Cort quedó libre.
Utilizando hasta la última de sus fuerzas, el muchacho descargó el canto de la mano contra el puente de la nariz de su instructor, rompiendo el delgado hueso. Brotó sangre.
La mano de Cort, buscando a ciegas, se aferró a las nalgas del chico, intentando bajarle los pantalones, intentando í omperle una pierna. Roland giró a un lado para desasirse, encontró el garrote de Cort y se incorporó sobre sus rodillas.
Cort se puso de rodillas, sonriendo de una forma pavorosa. Increíblemente, se enfrentaban a cada lado de la línea, aunque ahora habían cambiado sus posiciones y Cort se encontraba donde había estado Roland al comenzar el combate. La vieja cara del guerrero era una máscara de cuajarones de sangre. El único ojo bueno giraba enloquecido en su órbita. La castigada nariz estaba torcida hacia la cara. Ambas mejillas colgaban en jirones.
El muchacho sostenía el garrote como un jugador de Grandes Puntos al esperar un lanzamiento.
Cort hizo un doble amago y se abalanzó sobre él.
Roland estaba preparado. No se había dejado engañar por este último ardid; ambos sabían que era una artimaña. El garrote osciló en un arco horizontal y chocó contra la cabeza de Cort con un ruido apagado y resonante. Cort cayó de costado, mirando al chico, sin verlo, con una expresión perezosa. De los labios le fluía un hilillo de saliva.
—Ríndete o muere —dijo el muchacho. Tenía la boca llena de algodón mojado.
Y Cort sonrió. Casi había perdido el conocimiento, y durante toda la semana siguiente tendría que convalecer en su cabaña de piedra, envuelto en la negrura del coma, pero en aquel momento resistió con toda la fuerza de su despiadada vida, carente de secretos. En los ojos del muchacho vio la necesidad de garlar, y hasta con una cortina de sangre caída sobre los suyos, comprendió que esta necesidad era desesperada.
—Me rindo, pistolero. Me rindo sonriendo. A partir de este día, y de todos los que vendrán, deberás recordar el rostro de tu padre. ¡Qué maravilla la que has logrado!
El ojo bueno de Cort se cerró.
El pistolero lo sacudió suavemente, pero con insistencia. Los demás habían corrido junto a él y todas las manos temblaban del anhelo de darle golpecitos en la espalda y de estrechar sus hombros; sin embargo, se mantenían algo alejados, temerosos, percibiendo un nuevo abismo. Y aun así, no era tan extraño como podía haber sido, porque siempre había existido un abismo entre él y los otros.
El ojo de Cort aleteó débilmente y se abrió de nuevo.
—La llave —le urgió al pistolero—. Mi derecho de nacimiento, instructor. Lo necesito.
Su derecho de nacimiento eran los revólveres; no las pesadas armas de su padre, con culatas de madera de sándalo, pero revólveres en cualquier caso. Prohibidos a todo el mundo, salvo a unos pocos. En la bóveda de gruesos muros situada bajo los cuarteles donde la vieja ley le exigía residir a partir de entonces, alejado del seno de su madre, pendían ahora sus armas de aprendiz, pesadas y engorrosas pistolas de tambor hechas de níquel y acero. Pero eran las armas que habían acompañado a su padre durante el aprendizaje, y ahora su padre gobernaba… al menos, teóricamente.
—¿Es tu necesidad tan temible, pues? —farfulló Cort, como entre sueños—. ¿Tan urgente? Así lo temía. Semejante necesidad debería haberte embrutecido. Y, sin embargo, has vencido.
—La llave.
—El halcón… Un magnífico ardid. Un arma magnífica. ¿Cuánto tardaste en entrenar al bastardo?
—No entrené a David, instructor. Me hice amigo de él. La llave.
—Bajo mi cinturón, pistolero. —El ojo se cerró de nuevo.
El pistolero deslizó una mano bajo el cinturón de Cort, sintiendo la poderosa presión de su vientre y de los enormes músculos, ahora flojos y dormidos. La llave se hallaba en un aro de latón. El joven cerró el puño en torno a ella, resistiendo el loco impulso de arrojarla hacia el cielo con un saludo victorioso.
Se puso en pie y por fin se daba la vuelta hacia los otros cuando la mano de Cort buscó a tientas su pie. Por un instante el pistolero temió un último ataque y se puso en tensión, pero Cort se limitó a alzar la vista hacia él y le hizo señas con un dedo cubierto de sangre seca.
—Voy a dormir —susurró Cort con calma—. Voy a caminar por el sendero. Quizá recorra todo el camino hasta el claro del final, no lo sé. No he de ser ya tu instructor, pistolero. Me has superado, aun siendo dos años más joven que tu padre, que había sido el más joven. Pero escucha todavía un consejo.
—¿Cuál? —Con impaciencia.
—Borra esa expresión de tu rostro, gusano.
La sorpresa obligó a Roland a hacer lo que le pedían.
Cort asintió y susurró una sola palabra:
—Espera.
—¿Qué?
El esfuerzo que le llevó hablar puso gran énfasis en sus palabras.
—Deja que la palabra y la leyenda te precedan. Hay quienes las divulgarán ambas. —Sus ojos se movieron ligeramente más allá del hombro del pistolero—. Necios, tal vez. Deja que la palabra te preceda. Deja que tu sombra se agrande. Que le crezca el pelo en la cara. Que se haga os-cura. —Sonrió de una forma grotesca—. Con tiempo suficiente, las palabras pueden incluso hechizar a un hechicero. ¿Entiendes lo que te digo, pistolero?
—Sí, creo que sí.
—¿Aceptarás mi último consejo como instructor?
El pistolero, de cuclillas y pensativo, se balanceó sobre los talones, en una postura que prefiguraba ya al hombre. Contempló el firmamento, que empezaba a volverse profundo y violáceo. Ya no hacía tanto calor y, al oeste, unos nubarrones presagiaban lluvia. Puntas de relámpago asaeteaban las plácidas laderas de las colinas, a kilómetros de distancia. Más allá, las montañas. Y aún más allá, los crecientes ríos de sangre y sinrazón. Se sentía cansado, cansado hasta la médula y más en lo hondo todavía.
Volvió la vista hacia Cort.
—Enterraré a mi halcón esta noche, instructor. Y luego iré a la ciudad inferior para informar a los de los bur-deles, que estarán intrigados por tu ausencia. Quizá consuele a uno o dos de ellos.
Los labios de Cort se entreabrieron en una sonrisa dolorida. Y al momento se durmió.
El pistolero se incorporó y se volvió hacia los demás.
—Haced una camilla y llevadlo a su casa. Después, id a buscar a una enfermera. No, a dos enfermeras. ¿Entendido?
Los otros seguían contemplándolo, capturados en un momento suspendido en el tiempo e incapaces de romper aún el hechizo. Todavía esperaban ver un aura de fuego en torno a él, o una mágica transformación de sus facciones.
—Dos enfermeras —repitió el pistolero, y luego sonrió. Todos sonrieron a su vez, con nerviosismo.
—¡Maldito tratante de caballos! —aulló de pronto Cuthbert, radiante—. ¡No has dejado nada de carne para que nosotros podamos roer los huesos!
—El mundo no se moverá mañana —respondió el pistolero, citando el conocido dicho con una sonrisa—. Vamos, Alain, remolón. Mueve el culo.
Alain comenzó a improvisar una camilla; Thomas y Jamie salieron juntos hacia el salón principal, rumbo a la enfermería.
El pistolero y Cuthbert intercambiaron una mirada. Siempre habían sido los más amigos, o, al menos, todo lo amigos que podían ser considerando sus respectivas personalidades. En los ojos de Bert brillaba una luz especulativa y abierta, y al pistolero le costó un gran esfuerzo reprimir el impulso de aconsejarle que no se presentara a la prueba antes de que pasara un año, o dieciocho meses incluso, si no quería tener que irse hacia el oeste. Pero era mucho lo que habían vivido juntos, y el pistolero no se creía capaz de ofrecer tal sugerencia sin riesgo de adoptar una expresión que podría ser tomada por condescendencia. Ya he empezado a maquinar, se dijo, y quedó algo desalentado. Luego pensó en Marten, en su madre, y dirigió una engañosa sonrisa a su amigo.
Voy a ser el primero, se dijo, sintiendo por primera vez una plena certidumbre de ello, aunque muchas veces lo había pensado antes, distraídamente. Voy a ser el primero.
—Vámonos —dijo.
—Con gusto, pistolero.
Salieron por el extremo oriental del pasillo bordeado de setos; Thomas y Jamie ya volvían con las enfermeras. Estas llevaban gruesas batas blancas con una cruz roja en el pecho y parecían fantasmas.
—¿Querrás que te ayude con el halcón? —preguntó Cuthbert.
—Sí —respondió el pistolero—. Sería estupendo, Bert.
Más tarde, cuando hubo llegado la noche y, con ella, los tormentosos chubascos; mientras enormes artesonados fantasmales rodaban por el cielo y los rayos bañaban de fuego azul las sinuosas callejas de la ciudad inferior; mientras los caballos esperaban amarrados a los postes de enganche, con las cabezas gachas y las colas caídas, el pistolero tomó a una mujer y se acostó con ella.
Fue rápido y estuvo bien. Cuando hubo terminado, y ambos permanecían tendidos sin hablarse, el uno junto al otro, comenzó a granizar con breve y tableteante ferocidad. Abajo, a lo lejos, alguien estaba tocando «Hey Jude» a ritmo sincopado. El pistolero empezó a reflexionar sobre sí mismo y fue en aquel silencio salpicado de granizo, justo antes de que el sueño lo venciera, cuando pensó por primera vez en que quizá podría ser también el último.
NUEVE
Naturalmente, el pistolero no le contó al chico todo esto, pero, de todos modos, quizá hubiera captado la mayor parte. Ya se había dado cuenta antes de que era un chico sumamente perceptivo, no muy distinto de Alain, quien era muy poderoso en ese poder mitad empatia, mitad telepatía que llamaban «el toque».
—¿Estás dormido? —preguntó el pistolero.
—No.
—¿Has comprendido lo que te he contado?
—¿Comprenderlo? —inquirió el chico, con cauteloso desdén—. ¿Comprenderlo? ¿Me toma el pelo?
—No. —Pero el pistolero estaba a la defensiva. Nunca había hablado con nadie acerca de su mayoría de edad, porque sus sentimientos respecto a aquel episodio de su vida eran encontrados. El halcón había sido un arma perfectamente válida, por supuesto, pero también había sido una treta. Y una traición. La primera de muchas: Y dime lo siguiente: ¿me estoy preparando ahora para arrojar este chico contra el hombre de negro?
—Sí, he comprendido —afirmó el chico—. Fue un juego, ¿verdad? ¿Es que los adultos tienen que estar siempre jugando a algo? ¿Tiene que ser todo una excusa para otra clase de juego? ¿Hay hombres que maduran o solo llegan a la mayoría de edad?
—No lo sabes todo —le replicó el pistolero, conteniendo su lenta ira—. No eres más que un niño.
—Es cierto. Pero sé qué soy yo para usted.
—Ah, ¿sí? ¿Qué eres? —preguntó el pistolero, tenso.
—Una ficha de póquer.
El pistolero tuvo el impulso de coger una piedra y machacarle el cerebro al chico. En vez de hacerlo, refrenó su lengua.
—Duérmete ya —le ordenó—. Los chicos necesitan dormir.
Y, en su mente, volvió a oír el eco de Marten: Ve y encuentra tu mano.
Permaneció sentado en la oscuridad, pasmado de horror y aterrorizado (por vez primera en toda su existencia) por el desprecio hacia sí mismo que quizá le reservaba el futuro.
DIEZ
Durante el siguiente período de vigilia, el trazado de la vía férrea se acercó más al río subterráneo y encontraron a los mutantes lentos.
Jake vio al primero y lanzó un grito.
La cabeza del pistolero, que permanecía fija al frente mientras accionaba la palanca de la vagoneta, se desvió hacia la derecha con una sacudida. Más abajo, lejos de ellos, se veía un putrefacto resplandor verdoso de fuego fatuo, circular y levemente palpitante. Entonces advirtió por primera vez el olor: débil, desagradable, húmedo.
El resplandor verdoso era una cara, o lo que un alma caritativa denominaría cara. Por encima de la nariz aplastada había un insectil nodulo de ojos, que los contemplaban inexpresivamente. El pistolero sintió un atávico hormigueo en los intestinos y las partes pudendas. Aceleró ligeramente el ritmo de los brazos y la palanca.
La cara fosforescente desapareció.
—¿Qué ha sido? —preguntó el chico, encogiéndose—. ¿Qué…? —Las palabras se ahogaron en su garganta al pasar junto a un grupo ele tres inmóviles figuras, levemente fosforescentes, de pie entre los raíles y el río invisible, mirándolos.
—Son mutantes lentos —explicó el pistolero—. No creo que nos causen ningún problema. Seguramente están tan asustados de nosotros como nosotros de…
Una de las figuras se separó de las restantes y avanzó bamboleante hacia ellos, luminosa y cambiante. Su cara era la de un idiota desnutrido. El flaco cuerpo desnudo se había transformado en un nudoso amasijo de miembros tentaculares provistos de ventosas.
El chico volvió a gritar y se apretó contra la pierna del pistolero como un perro asustado.
Uno de los brazos tentaculares de la cosa se arrastró sobre la lisa plataforma de la vagoneta. Apestaba a humedad y oscuridad. El pistolero soltó la palanca, desenfundó y disparó una bala contra la frente de aquella cara de idiota desnutrido. El rostro cayó hacia atrás y su leve fulgor de fuego fatuo desapareció como una luna eclipsada. El brillante destello del disparo se quedó grabado en las oscurecidas retinas, y desapareció muy lentamente. El olor a pólvora gastada era caliente, salvaje y ajeno a aquel lugar enterrado.
Pero había otros, muchos más. Ninguno de ellos los atacó abiertamente, pero cada vez se acercaban más a las vías, como un silencioso y abominable grupo de turistas curiosos.
—Quizá debas darle tú a la palanca en mi lugar —dijo el pistolero—. ¿Podrás hacerlo? —Sí.
—Pues prepárate.
El chico se irguió a su lado, con el cuerpo en equilibrio. Sus ojos captaban únicamente a los mutantes lentos junto a los que pasaban, sin fijarse en ellos, sin ver nada más que lo estrictamente necesario. El chico había asumido una carga psíquica de terror, como si su propio ego hubiera surgido de algún modo a través de sus poros para formar una coraza. Si tuviese el toque, razonó el pistolero, no hubiera sido imposible.
El pistolero accionaba la palanca con brío, pero sin que la velocidad aumentara por ello. Los mutantes lentos olfateaban su terror, bien lo sabía, pero dudaba de que el terror fuera suficiente para ellos. El chico y él, a fin de cuentas, eran criaturas de la luz, y estaban íntegros. ¡Cómo deben de odiamos!, pensó, y se preguntó si también habrían odiado de la misma forma al hombre de negro. No lo creía así, o quizá había pasado entre ellos, apenas la sombra de un ala oscura en una oscuridad todavía mayor.
El chico emitió un sonido estrangulado y el pistolero volvió la cabeza casi despreocupadamente. Cuatro mutantes corrían a trompicones hacia la vagoneta. Uno de ellos estaba buscando ya un asidero para encaramarse.
El pistolero soltó la palanca y volvió a desenfundar, con el mismo aire despreocupado y soñoliento. Al recibir una bala en la cabeza, el mutante que abría la marcha lanzó un suspiro, un ruido sollozante y comenzó a sonreír. Las manos eran yertas y como de pescado; muertas. Tenía los dedos entrelazados, como los de un guante por mucho tiempo sumergido en barro seco. Una de aquellas cadavéricas manos encontró el pie del chico y empezó a tirar de él.
El chico dio un gran alarido en la bóveda de granito.
El pistolero disparó en el pecho al mutante, que comenzó a babear por entre los sonrientes labios. Jake estaba a punto de caerse de la vagoneta. El pistolero lo sujetó por un brazo y casi perdió él también el equilibrio. Aquella cosa era asombrosamente fuerte. El pistolero envió otra bala a la cabeza del mutante. Uno de los ojos se apagó como una vela. Pero seguía tirando. Se enzarzaron en una lucha crítica por el espasmódico y culebreante cuerpo de Jake. Los mutantes lentos tironeaban de él como si fuera el hueso de la suerte. Y la suerte consistiría, sin duda alguna, en la cena.
La vagoneta iba perdiendo velocidad, y los demás comenzaron a acercarse: los cojos, los rencos, los ciegos. Quizá solo buscaban un Jesús que los sanara, que, como a otros tantos Lázaros, los rescatara de la oscuridad.
Este es el fin del chico, pensó el pistolero con absoluta frialdad. Este es el fin que presentía. Déjalo ir y acciona la palanca o sigue sujetando y que te entierren. El fin del chico.
Dio un denodado tirón al brazo del chico y disparó una bala contra el vientre del mutante. Por un instante que se hizo eterno, la cosa aumentó aún más su fuerza y Jake comenzó a deslizarse de nuevo por el borde. Luego, las muertas manos limosas se aflojaron y el Mutante Lento, todavía sonriendo, se desplomó entre las vías, detrás de la cada vez más lenta vagoneta.
—Pensaba que iba a abandonarme —sollozaba el chico—. Pensaba… Pensaba…
—Cógete de mi cinturón —dijo el pistolero—. Cógete tan fuerte como puedas.
La mano se introdujo bajo el cinturón y se aferró a él; el chico respiraba a grandes bocanadas, convulsas y silenciosas.
El pistolero volvió a mover la palanca sin parar y la vagoneta empezó a cobrar velocidad. Los mutantes lentos quedaron cada vez más atrás, contemplando su huida con caras a duras penas humanas (o tal vez patéticamente humanas); caras que generaban la leve fosforescencia que resulta corriente entre esos extraños peces de las profundidades del océano, que viven bajo increíbles y negras presiones; caras que no reflejaban cólera ni odio en sus demenciales facciones, sino únicamente lo que parecía una pesadumbre semiconsciente e idiotizada.
—Hay menos —observó el pistolero. Los contraídos músculos de su bajo vientre y los genitales se relajaron mínimamente—. Cada vez hay…
Los mutantes lentos habían puesto piedras sobre las vías. El camino estaba bloqueado. Era una barrera hecha apresuradamente y de cualquier manera, que podía desmontarse en cosa de un minuto, pero bastaba para detenerlos. Y uno de los dos tendría que bajar para apartar las piedras. El chico gimió y se estremeció, apretándose contra el pistolero. El pistolero soltó la palanca y la vagoneta avanzó silenciosamente hacia las rocas, por pura inercia, hasta detenerse con un choque sordo.
Los mutantes lentos empezaron a congregarse de nuevo, casi despreocupadamente, casi como si pasaran casualmente por allí, como si estuvieran perdidos en un sueño de tinieblas y hubieran encontrado a alguien a quien preguntarle el camino. Una indiferente congregación de condenados bajo las antiguas montañas.
—¿Nos cogerán? —preguntó el chico con calma.
—Jamás en la vida. Quédate callado un momento.
Estudió las piedras. Los mutantes eran débiles, por supuesto, y no habían podido mover ninguna de las rocas grandes para colocarla sobre los raíles. Solo piedras pequeñas. Solo las suficientes para obligarlos a detenerse, para hacer que uno de los dos…
—Baja —dijo el pistolero—. Tendrás que retirarlas. Yo te cubriré.
—No —susurró el chico—. Por favor.
—No puedo darte un revólver, y tampoco puedo mover las piedras y disparar al mismo tiempo. Tienes que bajar.
Jake hizo rodar horriblemente los ojos en sus cuencas; por un instante, su cuerpo se estremeció al compás de las elucubraciones de su mente, pero enseguida saltó de la vagoneta y comenzó a arrojar piedras a derecha e izquierda de un modo frenético, sin mirar.
El pistolero desenfundó sus armas y aguardó.
Dos de ellos, más dando tumbos que andando, se dirigieron hacia el chico agitando unos brazos como hechos de pasta. Los revólveres cumplieron su cometido y rasgaron las tinieblas con lanzas de luz blancorrojiza que se clavaron en los ojos del pistolero con un dolor agudo. El chico gritó y siguió apartando rocas. El fulgor espectral saltó y se agitó. Ahora le resultaba más difícil verlo, y aquello era lo peor. Las sombras lo llenaban todo.
Uno de ellos, que apenas resplandecía, extendió de pronto hacia el chico sus gomosos brazos de fantasma. No cesaba de mover los ojos que, húmedamente, le comían la mitad de la cara.
Jake volvió a gritar y se giró para defenderse.
El pistolero abrió fuego sin detenerse a pensar, antes de que su confusa visión pudiera traicionar a sus manos haciéndolas temblar inconteniblemente; las dos cabezas solo estaban separadas por escasos centímetros. Fue el muti quien cayó.
Jake apartaba las piedras como un loco. Los mutantes se arremolinaban ante la invisible línea fronteriza, aproximándose poquito a poco. Los primeros estaban ya muy cerca y constantemente acudían otros; se multiplicaban.
—Muy bien —dijo el pistolero—. Sube. Deprisa.
Cuando el chico se movió, los mutantes se abalanzaron sobre ellos. Jake trepó por un costado de la vagoneta y se puso en pie; el pistolero ya había empezado a accionar la palanca con todas sus fuerzas. Los revólveres descansaban en sus fundas. Tenían que correr. Era la única oportunidad.
Manos extrañas golpearon el plano metálico de la superficie de la vagoneta. El chico sujetaba el cinturón con las dos manos y apretaba el rostro contra la región lumbar del pistolero.
Un grupo de mutantes invadió las vías, con los rostros llenos de aquella insensata y despreocupada expectación. El pistolero sentía correr la adrenalina por sus venas; la vagoneta volaba sobre las vías, rumbo a la oscuridad. Embistieron a los cuatro o cinco lastimosos cuerpos con toda su potencia. Los mutantes cayeron como plátanos podridos arrancados del tallo.
Adelante, siempre adelante, hacia la huidiza y silenciosa oscuridad de sepulcro.
Tras lo que se le antojaron siglos, el chico alzó la cara hacia el viento que creaba su propio avance; aunque despavorido, necesitaba saberlo. El fantasma de los destellos de la pólvora aún persistía en sus retinas. No se veía nada, salvo la tiniebla; no se oía nada, salvo el retumbar del río.
—Se han ido —dijo el chico. Sintió un repentino temor a que las vías terminaran de improviso, a que la vagoneta saltara de los raíles y los aplastara dolorosamente entre un amasijo de metal retorcido. El ya había viajado en automóvil; en una ocasión, su malhumorado padre conducía a ciento cincuenta por la autopista de New Jersey cuando fue detenido por un agente de policía que ignoró los veinte dólares que Elmer Chambers le extendió junto con su licencia, y a cambio le puso una multa. Pero nunca había viajado de aquella manera, con aquel viento, con tinieblas y terrores a sus espaldas y ante él, con el sonido del río como una risa entre dientes. La risa del hombre de negro. Los brazos del pistolero eran sendos émbolos de una demencial máquina humana.
—Se han ido —repitió con timidez. El viento le arrancó las palabras de la boca—. No hace falta que corra tanto. Los hemos dejado atrás.
Pero el pistolero no le oía. Siguieron traqueteando hacia adelante, hacia la extraña oscuridad.
ONCE
Así continuaron durante tres «días», sin ningún otro incidente.
DOCE
Durante el cuarto período de vigilia (¿Hacia la mitad? ¿Las tres cuartas partes? Lo ignoraban. Solo sabían que aún no estaban tan cansados como para detenerse), sintieron un brusco porrazo bajo los pies, la vagoneta se ladeó y, de inmediato, sus cuerpos fueron empujados hacia la derecha por la fuerza de la gravedad mientras los rieles se curvaban gradualmente hacia la izquierda.
Había una luz a lo lejos, un resplandor tan tenue y ajeno que al principio les pareció un elemento completamente nuevo, que no era tierra ni aire, ni fuego ni agua. Carecía de color y solo resultaba discernible porque recuperaron las manos y los rostros en una dimensión distinta a la del tacto. Sus ojos se habían vuelto tan sensibles a la luz que advirtieron el resplandor unos ocho kilómetros antes de que se acercaran a su fuente.
—Es el final —elijo el chico, con voz tensa—. Hemos llegado al final.
—No. —El pistolero negó con curiosa certidumbre—. No lo es.
Y no lo era. Llegaron a la luz, pero no al día.
Al acercarse a la fuente del resplandor, advirtieron por primera vez que había desaparecido la pared rocosa de la izquierda, y que muchos otros raíles se habían unido a los primeros, entrecruzándose todos en una compleja telaraña. La luz los convertía en bruñidos vectores. En algunos carriles había oscuros furgones de carga, o vagones de pasajeros, o una diligencia adaptada para circular sobre rieles. Al verlos, como galeones fantasmas atrapados en un subterráneo mar de los Sargazos, el pistolero se puso nervioso.
La claridad se intensificó y los ojos les hacían daño; sin embargo, iba en aumento lo bastante paulatinamente como para permitir que se adaptaran a ella. Pasaron de las tinieblas a la luz como buceadores que ascienden desde las profundidades en etapas graduales.
Más adelante, y cada vez más cerca, un enorme hangar se extendía hacia la oscuridad. En él se abrían hasta unos veinticuatro recuadros de luz amarillenta y otras tantas entradas cuyo tamaño pasaba de ser el de ventanitas en una casa de juguete a alcanzar una altura de hasta seis metros o más, a medida que se aproximaban. Pasaron al interior por una de las vías centrales. Sobre ella había una serie de caracteres en distintos lenguajes, según le pareció al pistolero, que quedó atónito al constatar que era capaz de leer la última inscripción. Se trataba de una antigua raíz de la Alta Lengua, y rezaba:
VÍA 10. SUPERFICIE Y DESTINOS AL OESTE
En el interior la luz era más brillante; las vías se unían y se combinaban mediante una serie de cambios de aguja. Allí, algunos de los antiguos semáforos seguían en funcionamiento, llameando eternamente en rojo, verde y ámbar.
Rodaron por entre los grandes andenes de piedra ennegrecida por el paso de miles de vehículos, hasta salir a una especie de estación central. El pistolero dejó que la vagoneta se detuviera lentamente y miró a su alrededor.
—Es como el metro —comentó el chico.
—¿El metro?
—Da igual. No sabría de qué le estoy hablando. Ni siquiera yo sé qué estoy diciendo.
El chico saltó sobre el duro cemento del andén. Contemplaron los silenciosos puestos abandonados donde otrora se vendían libros y periódicos; había también una antigua zapatería, una armería (el pistolero, con un repentino estallido de excitación, vio rifles y revólveres pero, al examinarlos de cerca, advirtió que les habían rellenado de plomo los cañones y entonces se apoderó de un arco, que se colgó del hombro, y un carcaj de flechas mal contrapesadas y casi inútiles), y una tienda de ropa femenina. En algún lugar, un extractor reciclaba una y otra vez el aire como lo había hecho durante millares de años, aunque quizá no por mucho más tiempo. En mitad de su ciclo, un ruido rechinante servía para recordar que el movimiento continuo, incluso bajo condiciones estrictamente controladas, seguía siendo un sueño de locos. El aire tenía un sabor metálico. Los zapatos del chico y las botas del pistolero producían resonancias sordas.
El chico gritó:
—¡Hey! ¡Hey!
El pistolero dio la vuelta y se dirigió hacia él. El chico estaba de pie, como en trance, ante un puesto de libros. En el interior, repantigada contra el rincón más alejado, había una momia. La momia vestía un uniforme azul con ribetes dorados, de ferroviario, a juzgar por su aspecto. Sobre el regazo de la momia había un periódico antiguo perfectamente conservado, que se deshizo en una nube de polvo cuando el pistolero trató de examinarlo. La cara de la momia era como una manzana reseca y arrugada. El pistolero le rozó cautelosamente la mejilla. Se produjo una pequeña nube de humo; cuando se deshizo pudieron ver el interior de la boca, donde brillaba un diente de oro.
—Gas —murmuró el pistolero—. El pueblo antiguo sabía fabricar un gas que producía este efecto. O al menos eso fue lo que nos dijo Vannay.
—El que lo instruyó sobre los libros.
—Sí, él.
—Apuesto a que estos antiguos libraron guerras con él —dijo el chico, con aire sombrío—. Asesinaron a otros antiguos con él.
—Tienes razón.
Encontraron otras momias; quizá una docena. Todas excepto dos o tres vestían ornamentales uniformes azules y dorados. El pistolero supuso que habrían utilizado el gas