UNO
El chico halló el oráculo y este casi lo destruyó.
Un fino instinto hizo que el pistolero se despertara en la aterciopelada oscuridad que había caído sobre ellos durante el ocaso. Esto había ocurrido después de que Jake y él llegaran al oasis, herboso y casi llano, en la primera elevación de las peñascosas estribaciones. Incluso desde la dura planicie del desierto, donde cada paso que avanzaban bajo el mortífero sol les costaba lucha y esfuerzos, habían podido oír el chirrido de los grillos que se frotaban seductoramente las patitas en el perpetuo verdor de los bosquecillos de sauces. El pistolero se mantuvo interiormente sereno, y el chico al menos fingió estarlo, lo que hizo que aquel se sintiera orgulloso. Pero Jake no había logrado disimular el desvarío reflejado en sus ojos, blancos y fijos como los ojos de un caballo que ha olido el agua y al que solo refrena el tenue lazo de la mente de su dueño; como un caballo llegado al punto en que solo la comprensión, y no la espuela, es capaz de contenerlo. El pistolero podía calibrar la necesidad de Jake juzgando por la locura que a él mismo le suscitaba el chirriar de los grillos. Parecía como si sus brazos buscaran rocas en las que golpearse y sus rodillas rogaran quedar despellejadas con heridas minúsculas, exasperantes, salobres.
El sol no cesó de pisotearlos durante todo el camino; incluso cuando con el crepúsculo se tornó de un henchido rojo febril, siguió brillando perversamente a través del tajo entre las lejanas crestas a la izquierda, deslumhrándolos y convirtiendo todas sus lágrimas de sudor en otros tantos prismas de dolor.
Luego hubo hierba dentada: al principio fueron ralos matojos amarillentos que se aferraban al suelo yermo, adonde llegaba un resto de humedad con horrenda vitalidad. Más arriba empezaba la hierba bruja: escasa al principio, verde y lozana luego… Y, por fin, el dulce aroma de la auténtica hierba, salpicada de fleo, bajo las sombras de los primeros abetos enanos. Allí, entre ellas, fue donde el pistolero vio un arco de movimientos pardos. Desenfundó, disparó y tumbó al conejo antes de que Jake hubiera iniciado una exclamación de sorpresa. Al cabo de un instante, el revólver volvía a estar en su sitio.
—Aquí —decidió el pistolero.
Más arriba, la hierba se espesaba en una selva de sauces verdes que, tras la calcinada esterilidad del interminable desierto, resultaba chocante. Allí habría algún manantial, quizá varios, y la temperatura sería aún más agradable, pero era mejor detenerse en campo abierto. El chico había llegado al límite de sus fuerzas, y tal vez hubiera murciélagos chupadores en lo más denso del bosquecillo. Los murciélagos podían perturbar el sueño del chico, por profundo que fuera, y, si se trataba de vampiros, quizá ninguno de los dos despertara… no en este mundo, por lo menos.
—Voy a buscar leña —anunció el chico.
El pistolero sonrió.
—No, no vayas. Permanece sentado, Jake. —¿De quién era aquella frase? De alguna mujer. ¿Susan? No lo recordaba. El tiempo es el ladrón de la memoria: eso sí que lo sabía. Aquella era una frase de Vannay.
El chico se sentó. Al regreso del pistolero, Jake dormía sobre la hierba. Una mantis religiosa enorme realizaba sus abluciones en el enhiesto mechón de la coronilla de Jake. El pistolero soltó una risa —la primera en tanto tiempo que ni los dioses sabían cuánto—, preparó el fuego y se fue a buscar agua.
La selva de sauces era más profunda de lo que había supuesto y, bajo la menguante claridad del anochecer, resultaba perturbadora. Sin embargo, pudo encontrar un manantial, profusamente guardado por ranas y batracios. Llenó uno de los odres… e hizo una pausa. Los sonidos que llenaban la noche despertaban en él una sensualidad inquieta, una sensación que ni siquiera Allie, la mujer con la que se acostara en Tuli, había sido capaz de sacar a la superficie; la mayor parte de su tiempo con Allie había sido un mero intercambio. Atribuyó su estado de ánimo al cambio brusco y cegador con respecto al desierto, a todos aquellos kilómetros de yerma corteza endurecida. La dulzura de la oscuridad se le antojaba casi decadente.
Volvió al campamento y despellejó el conejo mientras el agua hervía sobre la fogata. Combinado con las últimas verduras enlatadas, el conejo se convirtió en un excelente estofado. Despertó a Jake y contempló cómo comía, cansina pero vorazmente.
—Mañana nos quedaremos aquí —anunció el pistolero.
—Pero ¿y el hombre que está persiguiendo? ¿El… el sacerdote?
—No es ningún sacerdote. Y no te preocupes: ya lo tenemos.
—¿Cómo lo sabe?
El pistolero solo pudo menear la cabeza. Aquella intuición poseía para él una fuerza innegable…, pero no era nada bueno.
Terminada la cena, aclaró las latas en que habían comido (maravillándose ante semejante despilfarro de agua) y, cuando se dio la vuelta, Jake estaba otra vez dormido. El pistolero observó cómo su pecho subía y bajaba. Estaba familiarizado con aquello gracias a Cuthbert, que era de la misma edad que Roland, pero parecía mucho más joven.
El cigarrillo cayó, rodó sobre la hierba, y él lo arrojó al fuego. Se quedó mirando las llamas, de un amarillo claro, tan distinto al color en que ardía la hierba del diablo, y mucho más limpio. Hacía un fresco muy agradable, y se tendió de espaldas al fuego.
Muy lejos, más allá de la hendidura que marcaba el camino de las montañas, oyó el pastoso trueno perpetuo. Se durmió. Y soñó.
DOS
Susan Delgado, su bienamada, estaba muriendo ante sus ojos. La miraba morir, y él tenía dos aldeanos a cada lado, sujetándole los brazos, y un gran dogal de hierro oxidado en torno al cuello. No fue de esa forma como había sucedido —él ni siquiera había estado allí— pero ¿acaso los sueños no tienen su propia lógica?
Ella estaba muriendo. Pudo oler su cabello ardiente, los gritos de árbol Charyou que entonaba la gente. Y pudo distinguir el color de su propia demencia. Susan, la encantadora muchacha de la ventana, la hija del tratante de caballos. ¡Cómo galopaba por la Pendiente, las sombras del caballo y la muchacha combinadas, criatura fabulosa escapada de una vieja historia, algo libre y salvaje! ¡Cómo habían corrido juntos en el maizal! Ahora la gente le arrojaba mazorcas, y sus hojas se encendían incluso antes de que cayeran sobre su cabellera. Árbol Charyou, árbol Charyou, entonaban estos enemigos de la luz y el amor, mientras en alguna parte la bruja reía a carcajadas. El nombre de aquella bruja era Rhea, y Susan se calcinaba entre las llamas, y toda su piel se agrietaba y…
¿Y qué estaba gritando?
—¡El chico! —clamaba ella—. ¡Roland, el chico!
Giró velozmente en redondo, airastrando coìisigo a sus captores. El dogal le desgarró el cuello, y oyó los roncos y estrangulados sonidos que surgían de su propia garganta. El aire estaba impregnado de un nauseabundo olor dulzón a carne quemada.
El chico lo contemplaba todo desde una ventana muy por encima de la pira funeraria, la misma ventana en la que Susan, que le había enseñado a ser un hombre, se sentara una vez a cantar las viejas canciones: «Hey Jude», «Ease on Down the Road» y «Careless Love». Estaba asomado a la ventana como la estatua de un santo de alabastro en una catedral. Sus ojos eran de mármol. Una escarpia atravesaba la frente de Jake.
El pistolero sintió crecer en lo más hondo de su vientre un aullido asfixiante y desgarrador que señalaba el comienzo de su locura.
—Nnnnnnnnnn…
TRES
Roland sofocó un grito cuando sintió que el fuego lo chamuscaba. Se incorporó bruscamente en la oscuridad, todavía envuelto en aquel sueño de Mejis que lo estrangulaba como el dogal que en él había llevado. Al girarse y contorsionarse una de sus manos fue a parar a los moribundos rescoldos de la hoguera. Se la llevó a la cara mientras se desvanecían los últimos jirones del sueño, quedando solamente la cruda imagen de Jake, blanco como el yeso, un santo para los demonios.
—Nnnnnnnnnn…
Empuñando ambas pistolas, escudriñó las misteriosas tinieblas del bosque de sauces. Sus ojos eran troneras enrojecidas por los últimos resplandores del fuego.
—Nnnnnnnnnn…
Jake.
El pistolero se puso en pie y salió de estampida. En el cielo brillaba una amarga luna circular que le permitió seguir las huellas del chico sobre el rocío. Se agachó bajo los primeros sauces, cruzó el arroyuelo con un chapoteo y trepó por la ribera opuesta, resbalando en el barro (e, incluso en aquellas circunstancias, su cuerpo se deleitó con la humedad). Las elásticas ramas de los sauces le abofeteaban la cara. El bosque se hacía cada vez más espeso, impidiéndole ver la luna. Los troncos se erguían como sombras acechantes. La hierba, que allí le llegaba hasta las rodillas, lo acariciaba al pasar, como suplicándole que se detuviera, que disfrutara de la frescura. Que disfrutara de la vida. Ramas muertas y medio podridas buscaban sus espinillas, sus cojones[6]. Se detuvo un instante y alzó la cabeza para olfatear el aire. Un espectro de brisa le ayudó. El chico no olía bien, naturalmente; ninguno de los dos olía bien. Su nariz se ensanchó como la de un simio. Los efluvios de sudor eran tenues, aceitosos, inconfundibles. Se abrió paso por entre un amasijo de hierba, zarzas y ramas secas, y corrió a lo largo de un túnel de sauces y enredaderas. Hilos de musgo le rozaron los hombros, como flojas manos cadavéricas. Unos zarcillos grises y suspirantes se le quedaron adheridos.
Salvó a zarpazos una última barricada de sauces y salió a un calvero desde donde se veían las estrellas y el pico más elevado de la cordillera, que refulgía con blancura de calavera a una altura imposible.
Allí se alzaba un círculo de altas piedras negras que, a la luz de la luna, semejaba una trampa para animales surrealista. En el centro había una gran losa…, un altar. Muy antiguo, surgiendo de la tierra sobre un poderoso brazo de basalto.
El chico estaba de pie ante él y se balanceaba atrás y adelante, temblando. Sus manos, que pendían yertas junto al cuerpo, se estremecían como imbuidas de electricidad estática. El pistolero gritó su nombre, y Jake respondió con un inarticulado gruñido de negación. El rostro del chico, una tenue mancha casi oculta por su hombro izquierdo, parecía a la vez despavorido y exaltado. Y aún hubo más.
El pistolero pasó al interior del círculo y Jake chilló, reculando y levantando los brazos. Su cara se hizo claramente visible. El pistolero distinguió en ella miedo y terror, enfrentados con una mueca de placer casi doloroso.
El pistolero sintió que entraba en contacto con el espíritu del oráculo, el súcubo. Sus ijadas se llenaron de pronto con una luz, una luz que era suave pero también dura. Sintió que la cabeza le daba vueltas y que la lengua se volvía pastosa e insoportablemente sensible, incluso a la saliva que la recubría.
Ni siquiera pensó antes de extraer la mandíbula medio podrida del bolsillo. La guardaba allí desde que la halló en el cubil del Demonio Parlante, en el sótano de la Estación de Paso. No pensó, pero al pistolero no le asustaba actuar por puro instinto. Para él siempre había sido la mejor y más confiable manera de actuar. Levantó ante él la helada sonrisa prehistórica de aquella quijada y alzó rígidamente el otro brazo, extendiendo el índice y el meñique en el viejo signo bifurcado para protegerse del mal de ojo.
La corriente de sensualidad le fue arrebatada enseguida.
Jake chilló de nuevo.
El pistolero se acercó a él y sostuvo la quijada frente a la bélica mirada de Jake.
—Mira esto, Jake… míralo bien.
Un húmedo sonido de agonía. El chico trató de apartar la vista, pero no pudo. Por un momento pareció que iba a lograrlo… al menos con la mente, ya que no podía hacerlo físicamente. Y, de pronto, ambos ojos rodaron hacia atrás hasta ponerse en blanco. Jake se desplomó. Su cuerpo cayó por tierra, desmadejado, con una mano casi tocando la placa de basalto que sostenía el altar. El pistolero hincó una rodilla y lo alzó en vilo. Sorprendentemente, pesaba poco. La larga caminata por el desierto lo había dejado tan deshidratado como una hoja de noviembre.
Roland percibía a su alrededor cómo la entidad que moraba en el círculo de piedras rechinaba con una ira celosa: le habían arrancado su presa. Cuando el pistolero salió del círculo, la sensación de celos frustrados se disipó al instante. Llevó a Jake a cuestas hasta el campamento. Al llegar, la inquieta inconsciencia del chico se había transformado ya en un profundo sueño.
El pistolero se detuvo unos instantes ante los grises restos del fuego. La claridad de la luna sobre el rostro de Jake volvió a recordarle un santo de iglesia, con una pureza de alabastro del todo desconocida. Impulsivamente, estrechó al chico contra su pecho y le plantó un seco beso en la mejilla; comprendió que lo quería. Bien, quizá eso no era del todo correcto. Quizá lo cierto era que lo había amado desde el primer momento que lo vio (como había sucedido con Susan Delgado), y ahora solo se estaba permitiendo a sí mismo reconocer el hecho. Porque así era, en efecto.
Casi le pareció oír las carcajadas del hombre de negro desde algún remoto lugar por encima de ellos.
CUATRO
Jake lo llamaba; así fue cómo despertó. Lo había dejado atado firmemente a uno de los robustos matorrales que crecían en las cercanías, y el chico estaba hambriento y enojado. A juzgar por la altura del sol, debían de ser casi las nueve y media.
—¿Por qué me ha atado? —preguntó Jake, indignado, mientras el pistolero deshacía los nudos de la manta—. ¡No pensaba marcharme!
—Te marchaste —contestó el pistolero, y la expresión que se formó en el rostro de Jake le hizo sonreír—. Tuve que salir a buscarte. Caminabas sonámbulo.
—¿En serio? —Jake lo miró con suspicacia—. Jamás he hecho una cosa así…
De repente el pistolero sacó la mandíbula y la sostuvo ante la cara de Jake. Jake se echó hacia atrás, protegiéndose con los brazos.
—¿Lo ves?
Jake asintió, estupefacto.
—¿Qué sucedió?
—No tenemos tiempo para garlar. Voy a irme un rato. Puede que no vuelva en todo el día, conque escúchame bien, chico. Es importante. Si no he vuelto antes de la puesta de sol…
Una expresión de temor cruzó por la cara de Jake.
—¡Quiere abandonarme!
El pistolero se limitó a mirarlo.
—No —dijo Jake al cabo de unos instantes—. Supongo que si quisiera abandonarme ya lo habría hecho.
—Eso es usar la cabeza. Ahora escúchame, y escúchame bien. Quiero que te quedes aquí hasta que yo esté de vuelta. No te muevas del campamento. Ni aunque te parezca la mejor idea del mundo. Y si te sientes extraño, si notas algo desacostumbrado, coge este hueso y sostenlo en tus manos.
El rostro de Jake reflejó odio y desagrado, además de confusión.
—No podré hacerlo. Es que… No podré.
—Puedes. Y quizá debas hacerlo. Sobre todo, a partir del mediodía. Es muy importante. Puedes sentir náuseas o dolor de cabeza, pero pasará. ¿Comprendes? —Sí.
—¿Y harás lo que digo?
—Sí, pero ¿por qué tiene que irse? —estalló Jake.
—Porque es así.
El pistolero, fascinado, atisbo de nuevo el acero que se ocultaba bajo la superficie del chico, era algo tan enigmático como la historia que le había contado sobre su vida en una ciudad donde los edificios eran tan altos que rascaban literalmente el cielo. El chico no le recordaba tanto a Cuthbert como a su otro gran amigo, Alain. Alain había sido tranquilo, nada propenso a la ruidosa charlatanería de Bert, además de confiable y en absoluto temeroso.
—Muy bien —se conformó Jake.
El pistolero depositó cuidadosamente la quijada junto a los restos de la hoguera, y allí se quedó, sonriendo a través de las hierbas como un fósil erosionado que ha visto la luz del día tras una noche de cinco mil años. Jake evitaba mirarla. Estaba pálido y tenía una expresión desdichada. El pistolero se preguntó si hacer dormir al chico e interrogarlo serviría de algo, pero resolvió que no ganarían gran cosa. Sabía muy bien que el espíritu del círculo de piedras era sin duda un demonio y, muy probablemente, también un oráculo. Un demonio sin rasgos, apenas una especie de anhelo sexual informe con el don de la profecía. Se preguntó brevemente si no sería el alma de Sylvia Pittston, la descomunal mujer cuyos chalaneos religiosos habían conducido al enfrentamiento final en Tuli… pero sabía que no. No podía serlo. Las piedras del círculo eran muy antiguas. Sylvia Pittson era niña comparada con la cosa que tenía su madriguera allí. Esta era muy antigua… y astuta. Pero el pistolero conocía bastante bien las diversas formas de hablar y no creía que el chico se viera en la necesidad de recurrir al óseo talismán. La voz y la mente del oráculo estarían demasiado ocupadas con él mismo. Y el pistolero debía averiguar algunas cosas, a pesar del riesgo…, un riesgo muy alto. Tanto para sí mismo como para Jake, necesitaba saberlas desesperadamente.
El pistolero sacó la petaca y hurgó en el interior, apartando las secas hebras de tabaco hasta encontrar un minúsculo objeto envuelto en un pedazo de papel blanco. Lo tomó con unos dedos que muy pronto desaparecerían y miró hacia el cielo con aire ausente. Enseguida, lo desenvolvió y sopesó el contenido en la palma: una pildora blanca diminuta, con los bordes desgastados por el roce.
Jake la miró con curiosidad.
—¿Qué es eso?
El pistolero emitió una breve risa.
—Cort solía contarnos que los Dioses Antiguos mearon sobre el desierto y crearon así la mescalina.
Jake pareció aún más desconcertado.
—Es una droga —añadió el pistolero—. Pero no hace dormir. Al contrario, te hace estar despierto del todo durante un tiempo.
—Como el LSD —replicó el chico de inmediato. Pero al instante puso cara de intrigado.
—¿Qué es eso?
—No lo sé —contestó Jake—. Me ha salido sin pensar. Creo que es algo de… Ya sabe, de antes.
El pistolero asintió con la cabeza, pero tenía sus dudas. Nunca había oído que a la mescalina se la llamara LSD, ni siquiera en los viejos libros de Marten.
—¿Le hará daño? —quiso saber Jake.
—Nunca me lo ha hecho —respondió el pistolero, consciente de que eludía la pregunta.
—No me gusta.
—No te preocupes.
El pistolero se acuclilló ante el odre del agua, tomó un sorbo y se trago la pildora. Como siempre, sintió una reacción inmediata en la boca; le pareció que se inundaba de saliva. Se acomodó ante las cenizas del fuego.
—¿Cuándo le hará efecto? —preguntó Jake.
—Tarda un poco. No hables más.
Así pues, Jake se quedó callado y contempló al pistolero con abierta suspicacia mientras este procedía a iniciar con plena calma el ritual de limpiar los revólveres.
Finalmente, los guardó de nuevo en las fundas y se volvió hacia el chico.
—La camisa, Jake. Quítate la camisa y dámela.
Jake, de mala gana, se quitó la descolorida camisa por encima de la cabeza, dejando ver el flaco montón de costillas, y se la entregó a Roland.
El pistolero sacó una aguja que llevaba ensartada en la costura lateral de los téjanos, e hilo de un hueco vacío de la canana. Comenzó a zurcir un largo desgarrón en una de las mangas de la camisa del chico. Cuando terminó y le devolvió la prenda, empezó a experimentar los efectos de la mesca: una opresión en el estómago y la sensación de que le daban una vuelta de rosca a todos los músculos de su cuerpo.
—Tengo que irme —anunció, poniéndose en pie—. Es hora.
El chico se incorporó a medias, con una sombra de aprensión en el rostro, y volvió a sentarse.
—Vaya con cuidado —le rogó—. Por favor.
—Acuérdate de la quijada —le recomendó el pistolero. Luego, al pasar junto a Jake, le posó una mano en la cabeza y revolvió sus cabellos de color maíz. El gesto le sorprendió a él mismo, y le hizo soltar una breve risotada. Jake lo contempló con una sonrisa turbada hasta que desapareció en el bosque de sauces.
CINCO
El pistolero se encaminó directamente hacia el círculo de piedras y se detuvo una sola vez para tomar un sorbo de agua fresca del manantial. Descubrió su propio reflejo en un remanso bordeado de musgo y nenúfares, y lo miró durante unos instantes, tan fascinado como Narciso. Su mente empezaba a reaccionar. En apariencia se incrementaban las connotaciones de cada idea y de cada fragmento de información sensorial y esto hacía que el curso de sus pensamientos fuera más lento. Las cosas empezaban a adquirir un peso y una densidad invisibles hasta entonces. Tras una pausa, se puso en pie y contempló la enredada maraña de los sauces. Los dorados rayos de luz diurna caían oblicuamente y, antes de seguir avanzando, el pistolero estudió durante unos instantes el movedizo juego de las motas de polvo y los minúsculos objetos que flotaban bajo el sol.
A menudo la droga le había sentado mal: su ego era demasiado fuerte (o quizá demasiado simple) como para complacerse en el hecho de ser eclipsado y vuelto del revés, convertido en blanco de más sensibles emociones como las que ahora le cosquilleaban (y por momentos le enloquecían), al igual que los bigotes de un gato. Pero, esta vez, se sentía bastante tranquilo. Menos mal.
Salió al claro y anduvo hacia el círculo. Se detuvo ante él y dio rienda suelta a su imaginación. Sí, empezaba a subirle con más fuerza, más deprisa. La hierba le aullaba verdor; tuvo la impresión de que, si se agachaba y se frotaba las manos con ella, se levantaría con palmas y dedos teñidos de pintura verde. Se resistió al impulso juguetón de querer experimentarlo.
Pero faltaba la voz del oráculo. La excitación, sexual, o lo que fuera.
Se acercó al altar y se detuvo un momento al lado. Era ya casi imposible pensar coherentemente. Le causaban extrañeza los dientes dentro de la boca, como si fueran diminutas lápidas clavadas en una tierra húmeda y rosada. El mundo contenía demasiada luz. Se encaramó al altar y se tendió de espaldas. Su cabeza estaba convirtiéndose en una espesura infestada de extrañas plantas mentales que nunca antes había visto ni intuido siquiera, como una selva de sauces crecidos en torno a un manantial de mescalina. El cielo era agua y el pistolero estaba suspendido sobre ella. Esta idea le provocó un vértigo que parecía lejano y sin importancia.
Un verso de un antiguo poema le vino a la memoria. No una canción de cuna, esta vez no; a su madre le daban miedo las drogas y el tener que utilizarlas (al igual que le daba miedo Cort y el hecho de que lo utilizaran como ojeador de adolescentes); el verso procedía de los manni, al norte del desierto, donde uno de sus clanes seguía viviendo entre máquinas que raramente funcionaban…, y que a veces, cuando lo hacían, se comían a los hombres. Las palabras se repetían una y otra vez, recordándole (con la inconexión típica de la mescalina) la nieve que caía de forma mística y un tanto fantástica, en el interior de un globo que había poseído en la infancia:
Más allá del alcance de la humana experiencia
una gota de infierno, un toque de demencia…
Las copas de los árboles que se erguían sobre el altar encerraban caras. Las contempló con fascinación abstraída. Aquí había un dragón, verde y serpenteante. Allá, una ninfa del bosque con los brazos-ramas abiertos en un gesto de llamada. Ahí, una calavera viva que exudaba limo. Caras. Caras.
La hierba del calvero se agitó de pronto y se dobló.
Ya vengo.
Ya vengo.
Algo se agitaba en su interior. Hasta qué punto he llegado, se dijo. De acostarme con Susan en la dulce hierba de la Pendiente, a esto.
Ella se tendió sobre él, un cuerpo hecho de viento, un seno de repentinas fragancias de jazmín, rosa y madreselva.
—Di tu profecía —dijo—. Dime lo que necesito saber. —Tenía un metálico sabor de boca.
Un suspiro. Un débil sonido de llanto. Los genitales del pistolero estaban duros y tensos. Por encima, más allá de las caras de los árboles, veía las montañas. Duras, brutales, llenas de dientes.
El cuerpo se movió sobre el suyo, se enfrentó con él. El pistolero sintió que contraía los puños. Ella le había enviado una visión de Susan. Era Susan la que yacía sobre él, la adorable Susan Delgado, esperándole en una cabaña abandonada de la Pendiente, con la cabellera extendida sobre los hombros y la espalda. Volvió la cabeza, pero el rostro de Susan le siguió.
Jazmín, rosa, madreselva, heno seco… Los aromas del amor. Amame.
—Di tu profecía —repitió—. Di la verdad.
Por favor, sollozó el oráculo. No seas frío. Aquí hace siempre tanto frío…
Manos deslizándose sobre su carne, palpando, inflamando su pasión. Tirando de él. Atrayéndole. Una fragante hendidura negra. Húmeda y cálida…
No. Seca. Fría. Estéril.
Apiádate de mí, pistolero. ¡Ah, por favor, ruego tu favor! ¡Apiádate!
—¿Te habrías apiadado tú del chico?
¿Qué chico? No conozco a ningún chico. No es un chico lo que necesito. Oh, por favor.
»Jazmín, rosa, madreselva. Heno seco, con su leve perfume a trébol de verano. Ungüento vertido de antiguas urnas. Una fiesta para la carne.
—Luego —dijo él—. Si me dices algo útil.
Ahora. Por favor. Ahora.
Desenrolló su mente hacia ella, la antítesis de la emoción. El cuerpo que se apoyaba sobre el suyo quedó paralizado y fue como si aullara. Hubo un breve y feroz tironeo entre sus sienes; la cuerda, gris y fibrosa, era su propia mente. Durante un momento prolongado no se oyó más sonido que el apagado siseo de su respiración y la ligera brisa que hacía girar, guiñar y contraerse las verdosas caras de los árboles. No cantaba ningún pájaro.
Ella aflojó su presa. De nuevo hubo un ruido de sollozos. Tendría que ser rápido, o ella se iría. Quedarse representaría una atenuación, tal vez incluso lo que ella entendía por muerte. Ya empezaba a notar cómo se retiraba, dispuesta a alejarse del círculo de piedras. Un viento rizó la hierba en torturados escarceos.
—Profecía —ordenó, y luego una palabra aún más ominosa—: Verdad.
Un suspiro sollozante y cansado. El pistolero casi le habría concedido la piedad que suplicaba, pero… estaba Jake. De haber tardado un poco más la noche anterior, habría encontrado a Jake muerto o enloquecido.
Quédate dormido.
—No.
Semidormido, entonces.
Lo que ella pedía era peligroso, pero probablemente necesario. El pistolero alzó la vista hacia las caras en el follaje. Allá en lo alto se representaba una obra de teatro para distraerle. Surgieron y cayeron mundos ante sus ojos. Se construyeron imperios sobre resplandecientes arenas donde maquinarias eternas se afanaban en abstractos frenesíes electrónicos. Los imperios decayeron, se hundieron y volvieron a alzarse. Ruedas que habían girado como un líquido silencioso disminuyeron su velocidad, comenzaron a rechinar, se pararon. La arena obstruyó las alcantarillas de acero de unas calles concéntricas bajo oscuros firmamentos cuajados de estrellas, como lechos de frías gemas. Y a través de todo ello soplaba un moribundo viento de cambio, impregnado del olor a cinamomo de los últimos días de octubre. El pistolero miró mientras el mundo se movía.
Y se quedó semidormido.
Tres. Tal es el número de tu destino.
—¿Tres?
Sí. El tres es místico. Tres se yerguen ante el corazón de tu búsqueda. Luego vendrá otro número, pero por ahora el número es tres.
—¿Qué tres?
«Vemos en parte, y así es cómo se nubla el espejo de la profecía».
—Dime lo que puedas.
El primero es joven, de oscura cabellera. Está al borde del robo y el asesinato. Un demonio lo ha poseído. El nombre del demonio es HEROÍNA.
—¿Qué demonio es ese? No he oído su nombre, ni siquiera en las lecciones de mi tutor.
«Vemos en parte, y así es cómo se nubla el espejo de la profecía». Existen otros mundos, pistolero, y otros demonios. Son aguas profundas. Ten cuidado con las puertas. Ten cuidado con las rosas y las puertas ignotas.
—¿El segundo?
Esta viene sobre ruedas. No veo más.
—¿El tercero?
La muerte… pero no para ti.
—¿Y el hombre de negro? ¿Dónde está?
Cerca. Pronto hablarás con él.
—¿De qué hablaremos?
De la Torre.
—¿Y el chico? ¿Jake?
…
—¡Háblame del chico!
El chico es tu puerta al hombre de negro. El hombre de negro es tu puerta a los tres. Los tres son tu camino a la Torre Oscura.
—¿Cómo? ¿Cómo puede ser eso? ¿Por qué ha de ser así?
«Vemos en parte, y así es cómo se nubla…».
—Dios te maldiga.
Ningún dios me ha maldecido.
—No seas condescendiente conmigo, Cosa.
…
—¿Cómo debo llamarte, entonces? ¿Ramera estelar? ¿Puta de los vientos?
Los hay que viven del amor que llega a los antiguos lugares…, aun en estos tristes y abominables tiempos. Los hay, pistolero, que viven de sangre. Incluso, tengo entendido, de la sangre de chicos jóvenes.
—¿No hay modo de que se salve?
Sí.
—¿Cómo?
Desiste, pistolero. Levanta tu campamento y pon rumbo al noroeste. En el noroeste todavía hay lugar para los hombres que viven de sus balas.
—He jurado por las pistolas de mi padre y por la traición de Marten.
Marten ya no existe. El hombre de negro se ha comido su alma. Tú ya lo sabes.
—Estoy bajo juramento.
Entonces, maldito seas.
—Haz de mí lo que te plazca, perra.
SEIS
Ansiedad.
La sombra se lanzó sobre él y lo cubrió. Éxtasis repentino, roto únicamente por una galaxia de dolor, tan débil y brillante como viejas estrellas enrojecidas por el colapso. En el momento culminante de su acoplamiento se le aparecieron caras que no habían sido invitadas: Sylvia Pittston, Alice, la mujer de Tuli, Susan y una docena más.
Finalmente, al cabo de una eternidad, la apartó de sí. Estaba de nuevo en sus cabales, exhausto y asqueado. ¡No! ¡No es suficiente! Yo…
—Déjame estar —replicó el pistolero. Se incorporó y estuvo a punto de caerse del altar antes de recobrar el equilibrio. Ella lo palpó tentativamente
(madreselva, jazmín, dulce esencia de rosas),
y él la empujó con violencia y cayó de rodillas.
Se levantó, tambaleante, y avanzó como un beodo hacia el límite exterior del círculo. Al cruzarlo, se sintió aligerado de un gran peso y aspiró una honda bocanada de aire, casi un estremecimiento o un sollozo. ¿Había averiguado lo suficiente como para justificar esta sensación de deshonra? Lo ignoraba. Supuso que lo sabría cuando llegara el momento. Mientras se alejaba percibió que aquella presencia, ante las rejas de su prisión, lo contemplaba apartarse de ella. Irató de imaginar cuántos años habrían de pasar antes de que algún otro atravesara el desierto y la encontrara allí, hambrienta y solitaria, y durante unos instantes se sintió empequeñecido por las posibilidades del tiempo.
SIETE
—¡Está usted enfermo!
Jake se incorporó velozmente cuando el pistolero surgió de entre los últimos árboles y avanzó hacia el campamento arrastrando los pies. Había estado acurrucado junto a los restos de la pequeña fogata con la quijada sobre las rodillas, royendo desconsoladamente los huesos del conejo. Al ver al pistolero corrió hacia él con un aspecto tan preocupado que le hizo sentir a Roland todo el peso de su inminente traición; una traición que, lo presentía, quizá no fuera sino la primera de otras muchas.
—No —respondió—. Enfermo, no. Solamente cansado. Estoy hecho polvo. —Señaló la quijada con aire ausente—. Ya puedes tirar eso.
Jake la arrojó rápida y violentamente, y luego se frotó las palmas sobre la camisa. El pistolero se sentó —casi se desplomó—, agobiado por el dolor que sentía en todas las articulaciones y por la desagradable bajada de la mescalina, que, como siempre, le dejaba la mente confusa y entorpecida.
También su entrepierna palpitaba con un dolor sordo. Lió un cigarrillo con minuciosa lentitud, incapaz de pensar en nada. Jake miraba. El pistolero sintió el repentino impulso de hablarle dan-dinh luego de contarle lo que había averiguado pero, al instante, rechazó esta idea con horror. Se preguntó si una parte de él —la mente o el alma— no estaría desintegrándose. ¿Abrir la mente y el corazón ante el pedido de un niño? La idea era una locura.
—Esta noche dormiremos aquí —anunció—. Mañana subiremos. Dentro de un rato saldré a ver si puedo cazar algo para la cena. Tenemos que recuperar fuerzas. Ahora me dormiré. ¿De acuerdo?
—Claro. Arréglese.
—No te entiendo.
—Que puede hacer lo que quiera.
—Ah. —El pistolero asintió con la cabeza y se tendió en el suelo. Me arreglaré, pensó. Me arreglaré.
Cuando despertó, las sombras eran alargadas en el pequeño claro herboso.
—Enciende el fuego —le dijo a Jake, echándole el eslabón y pedernal—. ¿Sabes usar esto?
—Sí, creo que sí.
El pistolero se dirigió hacia el bosque de sauces y entonces, al escuchar la voz del niño, se detuvo. Se detuvo de improviso.
—La oscuridad enciende, ¿quién es mi padre? —susurraba Jake, y hasta Roland llegó el claro chic-chic-chic del pedernal; sonaba como el canto de un pequeño pájaro mecánico—. ¿Me tenderé? ¿Me quedaré? Bendice el campamento, haz que el fuego brille.
Las aprendió de mí, pensó el pistolero, sin sorprenderse demasiado al descubrir que se le había erizado la piel y estaba a punto de sacudirse como un perro mojado. Las aprendió de mí, palabras que ni siquiera recuerdo haber pronunciado …ya pesar de todo, ¿lo traicionaré? Ah, Roland, ¿cortarías una hebra auténtica en este triste mundo deshilacliado? ¿Existe algo que lo justifique?
Solo son palabras.
Sí, pero de las antiguas. De las buenas.
—¿Roland? —llamó el chico—. ¿Se encuentra bien?
—Ea —gruñó él, mientras el aroma del humo le hacía picar débilmente la nariz—. Has logrado hacer fuego.
—Sí —respondió simplemente el chico, y Roland no necesitó darse vuelta para saber que Jake estaba sonriendo.
El pistolero giró a la izquierda, bordeando el bosque de sauces. Halló un lugar donde el terreno se abría en suave pendiente, cubierto de espesa hierba, y se ocultó silenciosamente entre las sombras. Hasta allí le llegaron, débil pero claramente, los chasquidos de la fogata que Jake había encendido. El sonido lo hizo sonreír.
Permaneció en pie, sin moverse, durante diez, quince, veinte minutos. Aparecieron tres conejos, y una vez que comenzaron a silflay,[7] el pistolero desenfundó. Abatió a los dos más rollizos, los despellejó y destripó, y regresó con ellos al campamento. Jake tenía la fogata en marcha y ya humeaba el agua sobre ella.
El pistolero aprobó con un gesto de cabeza.
—Buen trabajo.
Jake se sonrojó satisfecho y, sin decir nada, le devolvió el eslabón y el pedernal.
Mientras se cocía el guiso, el pistolero aprovechó la última claridad para volver una vez más al bosque de sauces. Junto al primer remanso comenzó a machetear las duras enredaderas que crecían en la cenagosa orilla del arroyo. Después, cuando del fuego no quedaran más que ascuas y Jake estuviera durmiendo, las trenzaría para convertirlas en una cuerda que tal vez más adelante pudiera servirles de algo. Pero la intuición le decía que la escalada no sería particularmente difícil. Podía sentir al ka trabajando sobre la superficie de las cosas y ni siquiera le causaba extrañeza.
Al acarrearlas hacia el lugar donde Jake le estaba esperando, las enredaderas sangraron savia verde sobre sus manos.
Se levantaron con el sol y recogieron sus enseres en media hora. El pistolero tenía la esperanza de cazar otro conejo en la pradera a la que acudían a alimentarse, pero el tiempo apremiaba y no se presentó ninguno. El hatillo donde llevaban la comida que les quedaba era ya tan pequeño y ligero que Jake podía transportarlo sin dificultad. El chico se había endurecido; se notaba a primera vista.
El pistolero cargó con el agua, recién obtenida de uno de los manantiales, y se enrolló en torno al vientre las tres cuerdas que había fabricado. Esquivaron ampliamente el círculo de piedras (el pistolero temía que los miedos del chico despertaran de nuevo, pero al pasar sobre el lugar, por una cresta rocosa, Jake apenas le dedicó una mirada de soslayo y, enseguida, desvió su atención hacia un pájaro que se cernía en las alturas). Al poco rato los árboles dejaron de ser tan altos y exuberantes. Los troncos eran retorcidos, y las raíces parecían batallar con la tierra en una torturada persecución de humedad.
—Es todo muy antiguo —observó el chico, melancólicamente, cuando se detuvieron para tomarse un descanso—. ¿No hay nada joven en este mundo?
El pistolero sonrió y le propinó un codazo.
—Tú eres joven —dijo.
Jake respondió con una sonrisa apagada.
—¿Será dura la ascensión? El pistolero lo miró con curiosidad. —Las montañas son altas. ¿No crees que la ascensión será dura?
Jake le devolvió la mirada con ojos nublados, desconcertado.
—No.
Reanudaron la marcha.
OCHO
El sol llegó a su cénit, pareció detenerse allí más brevemente de lo que jamás lo había hecho durante la travesía del desierto y, enseguida, comenzó a descender, devolviéndoles sus sombras. Afloramientos rocosos surgían de la ascendente superficie como los brazos de otros tantos sillones gigantescos enterrados bajo el suelo. La hierba raleante estaba cada vez más amarilla y agostada. Finalmente, su camino les llevó ante una profunda hendidura y tuvieron que escalar una corta cresta de roca desnuda para rodearla y proseguir la ascensión. Allí, el antiguo granito se había quebrado por una serie de líneas que eran como escalones y, como ambos habían intuido, la subida les resultó fácil. Ya en lo alto se detuvieron en una escarpa de poco más de un metro de ancho y volvieron la vista atrás, hacia el desierto, que parecía envolver las tierras altas como una inmensa zarpa amarillenta. Más lejos, hacia el horizonte, refulgía con un destello blanco que deslumhraba la vista y se perdía en borrosas oleadas de aire caliente. El pistolero se sintió vagamente asombrado al comprender que aquel desierto había estado a punto de acabar con su vida. Desde donde se hallaban, en aquel nuevo frescor, el desierto parecía sin duda imponente, pero no letal.
Prosiguieron el ascenso trepando sobre grandes peñascos desprendidos y gateando por planos inclinados de roca incrustada de brillantes puntitos de cuarzo y mica. La piedra resultaba agradablemente cálida al tacto, pero el aire era cada vez más frío. Al caer la tarde, el pistolero oyó un distante fragor de truenos; el ascendente perfil de las montañas, no obstante, les impedía divisar la lluvia en la otra vertiente.
Cuando las sombras comenzaron a adquirir un tono violeta, acamparon en la superficie de un prominente saliente de roca. El pistolero aseguró la manta por arriba y por abajo, improvisando una especie de cabaña colgadiza. Sentados a la entrada, contemplaron cómo el firmamento extendía su manto sobre el mundo. Jake balanceaba los pies al borde del precipicio. El pistolero lió su cigarrillo vespertino y miró al chico con expresión un tanto humorística.
—No te muevas mucho cuando duermas —le aconsejó—, o puedes despertarte en el infierno.
—No tema —contestó Jake con toda seriedad—. Mi madre dice… —Se interrumpió.
—¿Qué dice tu madre?
—Que duermo como un muerto —concluyó Jake. Se volvió hacia el pistolero, quien advirtió que los labios del chico temblaban, en un esfuerzo por contener las lágrimas. Es solo un niño, pensó, y el dolor lo abrumó, como cuando un exceso de agua fría provoca a veces una punzada helada en la frente. Solo un niño. ¿Por qué? Tonta pregunta. Cuando, de pequeño, lastimado en el cuerpo o en el espíritu, le hacía esta pregunta a Cort, aquella antigua máquina de combate, llena de cicatrices, cuya misión consistía en enseñar a los hijos de los pistoleros los fundamentos de aquello que debían conocer, Cort solía responder: El porqué es una pregunta torcida, y no se puede enderezar… ¡No pienses en el porqué y levántate, gusarapo! ¡Arriba! ¡El día es joven!
—¿Por qué estoy aquí? —inquirió Jake—. ¿Por qué he olvidado todo lo de antes?
—Porque el hombre de negro te ha arrojado aquí —contestó el pistolero—. Y por la Torre. La Torre se encuentra en una especie de… nexo de poder. En el tiempo.
—¡No lo entiendo!
—Yo tampoco —admitió el pistolero—. Pero ha ocurrido algo. En mi propio tiempo. «El mundo se ha movido», decimos a veces… Lo hemos dicho siempre. Pero ahora se mueve más deprisa. Algo le ha ocurrido al tiempo. Se está difuminando.
Permanecieron sentados en silencio. Una brisa, leve pero cortante, les rozó las piernas. En algún lugar no muy lejano se filtraba por una grieta de la roca produciendo un susurro hueco.
—¿De dónde es usted? —quiso saber Jake.
—De un lugar que ya no existe. ¿Conoces la Biblia?
—Jesús y Moisés. Claro.
El pistolero sonrió.
—Eso es. Mi tierra tenía un nombre bíblico: se llamaba Nuevo Canaán. La tierra que manaba leche y miel. Dicen que en el Canaán de la Biblia las uvas eran tan enormes que la gente debía transportarlas en trineos de carga. Nosotros no las teníamos tan grandes, pero era un país fértil.
—He oído hablar de Ulises —apuntó Jake, vacilante—. ¿Estaba también en la Biblia?
—Quizá —contestó el pistolero—. Nunca la he estudiado y no puedo asegurarlo.
—Pero los otros…, sus amigos…
—No hay otros —dijo el pistolero—. Soy el último.
Comenzó a distinguirse una luna minúscula y gastada, y proyectaba su hendida mirada sobre el amasijo de rocas donde estaban sentados.
—¿Era bonito? Su país…, su tierra.
—Era hermoso —asintió el pistolero con aire ausente—. Había campos y bosques y ríos y brumas por la mañana. Pero eso sería meramente bonito. Mi madre solía decir esto…, y también que la única belleza verdadera es el orden, el amor y la luz.
Jake emitió un gruñido evasivo.
El pistolero siguió fumando y pensando en cómo había sido su mundo: las noches en el inmenso salón central, centenares de figuras ricamente ataviadas moviéndose al compás del vals, lento y constante, o al de la pol-kam, más ligera y rápida. Llevaba a Aileen Ritter del brazo, la que sus padres habían elegido para él, con ojos más brillantes que las más preciosas gemas; el resplandor encerrado en las luces de chispa acristaladas arrancaba reflejos de los cabellos recién peinados de las damas y también de los de sus enamorados, un tanto cínicos. El salón era amplísimo, una isla de luz cuya edad era incalculable, al igual que la de todo el Lugar Central, compuesto por casi un centenar de castillos de piedra. Imposible saber cuántos años habían pasado desde la última vez que Roland lo viera, y, al partir por última vez, sintió un profundo dolor, al darle la espalda y dar comienzo a la primera etapa de su búsqueda del hombre de negro. Ya entonces los muros estaban derruidos, crecían hierbajos en los patios, los murciélagos moraban en las vigas del salón central y las galerías resonaban con los suaves susurros y revoloteos de las golondrinas. Los prados donde Cort les enseñaba a usar el arco y el revólver y el arte de la cetrería habían sido invadidos por el heno, el fleo y las vides silvestres. En la enorme cocina llena de ecos, donde Hax gobernara otrora sobre una aromática y humeante corte, había establecido su nido una grotesca colonia de mutantes lentos, que lo escudriñaban desde la piadosa oscuridad de las despensas y las sombrías columnas. El cálido vapor, impregnado de penetrante aroma a ternera y a cerdo asado, se había transmutado en la viscosa humedad del musgo, y crecían setas blancas en algunos rincones donde ni siquiera los Mutis Lentos osaban acampar. El abierto escotillón del subsótano, de maciza madera de roble, era el que dejaba escapar la fragancia más conmovedora, un olor que parecía simbolizar con tajante finalidad todas las desagradables realidades de la corrupción y la decadencia: el áspero y picante olor del vino que se ha convertido en vinagre. No tuvo que esforzarse mucho para volver el rostro hacia el sur y dejarlo todo atrás… pero le había dolido en el alma.
—¿Hubo una guerra? —preguntó Jake.
—Mejor aún —respondió el pistolero, arrojando la colilla humeante—. Hubo una revolución. Ganamos todas las batallas y perdimos la guerra. Nadie ganó la guerra, salvo quizá los rapiñadores. Allí debía de haber botín para muchos años.
—Me hubiera gustado vivir allí —comentó Jake pensativamente.
—¿Lo dices en serio?
—Sí.
—Hora de dormir, Jake.
El chico, apenas una sombra confusa, se volvió sobre el costado y se acurrucó bajo la manta. El pistolero montó guardia a su lado durante una hora, tal vez, sopesando sus largas y sobrias reflexiones. Tal meditación era una cosa nueva para él, nueva e incluso agradable de un modo melancólico, pero absolutamente desprovista de todo valor práctico: no había otra solución para el problema de Jake que la sugerida por el Oráculo, y esta era sencillamente imposible. Quizá la situación tuviera ribetes de tragedia, pero el pistolero no se percataba de ello, sino solamente de la predestinación que había existido siempre. Finalmente, se impuso su natural carácter y se quedó profundamente dormido, sin soñar.
NUEVE
La ascensión se volvió aún más dura al día siguiente, cuando siguieron avanzando hacia la angosta V del paso entre las montañas. El pistolero se movía lentamente, sin sentir prisa alguna. La seca piedra que pisaban no conservaba ninguna huella del hombre de negro, pero el pistolero sabía que había pasado por allí antes que ellos. Y no solo por las veces en que Jake y él habían podido observarlo, minúsculo como un insecto, desde los contrafuertes de la cordillera sino porque su aroma estaba estampado en todas las corrientes de aire frío que soplaban desde lo alto. Era un olor sardónico y aceitoso, tan amargo para su olfato como los efluvios de la hierba del diablo.
Los cabellos de Jake habían crecido mucho, y se rizaban ligeramente en la base de su atezado cuello. Trepaba sin descanso, moviéndose con gran seguridad, y no daba muestras de acrofobia cuando cruzaban alguna grieta o escalaban empinadas paredes. En dos ocasiones había tomado la delantera para salvar algún obstáculo que el pistolero no habría podido superar por sí solo. En ambos casos, Jake aseguró una de las cuerdas y se la arrojó al pistolero para que pudiera subir a pulso.
A la mañana siguiente tuvieron que avanzar a través de un frío y húmedo jirón de nube que ocultaba las pedregosas laderas que habían dejado atrás. En algunas de las hendiduras más profundas de la piedra comenzaron a aparecer placas de nieve dura y granulosa. Refulgía como el cuarzo, y su textura era tan seca como la de la arena. Por la tarde descubrieron la huella de una única pisada en uno de estos retazos de nieve. Jake la contempló unos instantes con fascinación horrorizada y alzó la vista, temeroso, como si creyera que el hombre de negro podía materializarse de un momento a otro sobre su propia pisada. El pistolero le dio un golpecito en el hombro y señaló hacia adelante con el dedo.
—Vamos. Se está haciendo tarde.
Después, a la última claridad del día, acamparon en una amplia y plana repisa al este y al norte de la hendidura que se introducía en el corazón de las montañas. El aire era helado, el aliento se les condensaba, y el húmedo sonido del trueno en el rojizo resplandor del ocaso tenía algo de surrealista y levemente lunático.
El pistolero supuso que el chico querría interrogarle, pero no hubo preguntas por parte de Jake. El chico cayó dormido casi al instante. El pistolero siguió el ejemplo y soñó de nuevo con Jake como un santo de alabastro con una escarpia clavada en la frente. Despertó con un jadeo, percibiendo en sus pulmones el tenue aire frío de las alturas. Jake seguía durmiendo junto a él, pero su sueño no era tranquilo: se agitaba y farfullaba para sí sonidos inarticulados, luchando contra sus propios fantasmas. El pistolero volvió a tenderse, lleno de inquietud, y se durmió de nuevo.
DIEZ
Una semana después de que Jake descubriera la pisada divisaron el rostro del hombre de negro durante un instante fugaz. En aquel momento, el pistolero sintió que casi era capaz de comprender las grávidas implicaciones de la propia Torre, pues fue un momento que pareció dilatarse eternamente.
Continuaron hacia el sudeste hasta llegar a un punto situado quizá en la mitad de la cordillera ciclópea, y, justo cuando parecía que, por primera vez, la marcha iba a volverse verdaderamente difícil (sobre sus cabezas, como asomándose hacia ellos, las repisas heladas y las agujas de roca aullantes le hicieron sentir al pistolero un desagradable vértigo invertido), comenzaron a descender de nuevo por una ladera del angosto paso. Un anguloso sendero zigzagueante los condujo al fondo de un cañón, donde un arroyo bordeado de hielo hervía precipitadamente con furia pujante, desde tierras aún más altas.
Aquella tarde, el chico se detuvo y volvió la vista hacia el pistolero, que se había detenido a lavarse la cara en la corriente.
—Lo huelo —anunció Jake.
—También yo.
Ante ellos, la montaña levantaba su última defensa: una insuperable fachada vertical de granito, que se perdía en la nubosa infinitud. El pistolero temía que en cualquier momento una revuelta del arroyo fuese a dejarlos en una gran catarata y frente a la inescalable tersura de la roca, en un callejón sin salida. Pero el aire poseía allí esa curiosa cualidad amplificadora que es corriente en los lugares elevados, y aún tuvieron que proseguir la marcha otro día para llegar a la gran pared de granito.
El pistolero empezó a sentir de nuevo el temible impulso de la premonición, la sensación de que por fin lo tenía todo a su alcance. Ya le había sucedido antes —muchas veces—, y todavía tuvo que luchar consigo mismo para no echarse a correr.
—¡Espere!
El chico se había detenido bruscamente. Estaban ante un pronunciado recodo de la corriente, que burbujeaba y espumeaba con gran energía en torno al erosionado saliente de un gigantesco peñón de arenisca. Aquella mañana habían permanecido todo el rato a la sombra de las montañas, porque el cañón se estrechaba gradualmente.
Jake se estremecía con gran violencia y estaba pálido.
—¿Qué te ocurre?
—Volvamos atrás —susurró Jake—. Volvamos atrás ahora mismo.
La expresión del pistolero era pétrea.
—Por favor.
El chico tenía la cara contraída, y la barbilla le temblaba de mal contenida desesperación. A través de la pesada manta de piedra se seguían oyendo truenos, tan constantes como el motor de una máquina. Incluso la tira de cielo que alcanzaban a ver había asumido un gris gótico y turbulento sobre sus cabezas, donde las corrientes frías y calientes chocaban y guerreaban.
—¡Por favor, por favor!
El chico levantó un puño, como si fuera a golpear el pecho del pistolero.
—No.
La expresión del muchacho aceptó la revelación.
—Me matará. La primera vez me mató él, y ahora me matará usted. Y creo que lo sabe.
El pistolero sintió la mentira en sus labios. La pronunció:
—No te pasará nada. —Y otra mentira todavía mayor—: Cuidaré de ti.
El rostro de Jake se volvió ceniciento y ya no dijo nada más. Extendió la mano a regañadientes, y ambos doblaron el recodo del arroyo. Se encontraron cara a cara con la pared final y con el hombre de negro.
Estaba de pie, apenas a seis metros por encima de ellos, justo a la derecha de la cascada que, con un rugido, se abalanzaba por un enorme boquete irregular desde la roca. Un viento invisible daba tirones a su túnica encapuchada, y la hacía ondear. Una de sus manos sostenía un cayado. La otra se alzaba hacia ellos en un burlón gesto de bienvenida. Parecía un profeta y, bajo el precipitado firmamento, erguido en una repisa de roca, un profeta condenatorio; su voz era la voz de Jeremías.
—¡Pistolero! ¡Qué bien das cumplimiento a las antiguas profecías! ¡Buenos días, y buenos días, y buenos días! —Lanzó una carcajada que resonó prolongadamente sobre el mugido de la catarata.
Sin un solo pensamiento, el pistolero había desenfundado ya los revólveres. El chico reculó hacia la derecha y se refugió tras él, una sombra diminuta.
Roland disparó tres veces antes de recobrar el dominio de sus manos traicioneras, y los ecos cantaron con notas de bronce entre las rocosas paredes que los rodeaban, imponiéndose al viento y al agua.
Esquirlas de granito saltaron sobre la cabeza del hombre de negro; luego, a la izquierda de su caperuza; por tercera vez, a su derecha. Había fallado claramente los tres disparos.
El hombre de negro volvió a reír, con una carcajada plena y espontánea que pareció desafiar los menguantes ecos de las detonaciones.
—¿Matarías tan fácilmente todas tus respuestas, pistolero?
—Baja —replicó el pistolero—. Te ruego que lo hagas, y respondas varias preguntas.
Otra vez la poderosa y despectiva carcajada.
—No son tus balas lo que temo, Roland. Es tu idea de las respuestas lo que me asusta.
—Baja.
—Mejor hablemos al otro lado —dijo el hombre de negro—. En el otro lado tendremos consejo y una extensa garla. —Sus ojos se posaron fugazmente en Jake, y añadió—: Tú y yo solos.
Jake se encogió con un breve gritito plañidero. El hombre de negro giró sobre sus talones, agitando la túnica en el aire grisáceo como un ala de murciélago, y desapareció por la hendidura en las rocas, de la que el agua brotaba con toda potencia. El pistolero ejercitó su sombría voluntad y no disparó sus armas contra él. ¿Matarías tan fácilmente todas tus respuestas, pistolero?
Solo quedaron los sonidos del viento y del agua, que habían estado un millar de años en aquel lugar desolado. Pero el hombre de negro le había hablado desde allí. Después de aquellos doce años, Roland lo había visto de cerca y conversado con él. Y el hombre de negro se había reído.
En el otro lado tendremos consejo y una extensa garla.
El chico alzó sus ojos hacia él, estremeciéndose de pies a cabeza. Por unos instantes el pistolero pudo ver la cara de Allie, la chica de Tuli, superpuesta sobre el rostro de Jake, con la cicatriz resaltando sobre su frente como una muda acusación, y sintió un crudo desprecio hacia ambos (hasta mucho más tarde no cayó en la cuenta de que la cicatriz que Alice tenía en la frente y la escarpia que en sueños había visto clavada en la frente de Jake estaban situadas en el mismo lugar).
Jake pareció intuir el curso de sus pensamientos, y un gemido ahogado brotó de su garganta. Pero fue muy breve; de inmediato apretó los labios y le puso fin. Tenía todas las cualidades para ser un magnífico hombre, quizá incluso un pistolero por propio derecho si se le daba tiempo.
Tú y yo solos.
El pistolero sintió una intensa sed profana en algún profundo foso de su cuerpo, una sed que ningún trago de agua o vino podía saciar. Los mundos temblaron, casi al alcance de sus dedos, y cierto instinto le hizo luchar por no dejarse corromper; pero su mente, más fría, albergaba el conocimiento de que esta lucha era en vano y de que siempre lo sería. Al final solo quedaba el ka.
Era mediodía. Alzó la mirada, dejando que la nubosa e inquieta claridad del cielo brillara por última vez sobre el sol, tan vulnerable, de su buena conciencia. Nadie paga las traiciones con plata, pensó. El precio de toda traición hay que satisfacerlo con carne.
—Sigúeme o quédate —dijo el pistolero.
El chico respondió con una sonrisa agria, carente de humor; la mueca de su padre, aunque no lo supiera.
—Estaré a salvo si me quedo —dijo—. Aquí solo en las montañas. Alguien vendrá y me salvará. Me traerá tarta y emparedados. Y café en un termo, también. ¿Eso es lo que quiere decir?
—Sigúeme o quédate —repitió el pistolero, sintiendo que algo ocurría dentro de su mente, como si se le desconectara. Aquel fue el momento en que la pequeña silueta que tenía delante dejó de ser Jake y se convirtió meramente en el chico, una impersonalidad susceptible de que la movieran o utilizaran.
Algo aulló en la ventosa soledad; tanto el chico como él lo oyeron.
El pistolero se puso en marcha y, al cabo de un instante, el chico lo siguió. Juntos escalaron las caóticas rocas que bordeaban la acerada y fría catarata, y se detuvieron donde el hombre de negro se había detenido antes que ellos. Y juntos penetraron por donde él había desaparecido. La tiniebla los engulló.