UNO
Llevaba todo el día tarareando para sí una canción infantil, una de esas exasperantes melodías que se niegan a desaparecer, que ignoran burlonamente todo intento de la mente consciente por acallarla. La letra decía:
The rain in Spain falls on the plain.
There is joy and also pain
but the rain in Spain falls on the plain.
Time's a sheet, life's a stain,
All the things we know will change
and all those things remain the same,
but be ye ynad or only sane,
the rain in Spain falls on the plain.
We walk in love but fly in chains
And the planes in Spain fall in the rain[5]
Aunque no sabía por qué había un avión en el contexto de la última rima, sí sabía por qué se le habían venido estos versos a la cabeza. Era aquel sueño recurrente de su habitación en un castillo y de su madre, que se la cantaba mientras él yacía solemnemente en una cama diminuta, junto al ventanal de muchos colores. No se los cantaba a la hora de acostarse, porque todos los niños nacidos para la Alta Lengua debían afrontar solos la oscuridad, sino a la hora de la siesta; el pistolero recordaba el denso resplandor gris de lluvia que titilaba en los colores del ventanal, recordaba el frescor de la habitación y la cálida pesadez de las mantas, el amor que sentía por su madre y sus rojos labios, la pegadiza melodía que acompañaba aquellas palabras sin sentido y, sobre todo, su voz.
Una vez más, como un perro que se persigue la cola, volvió a acosarle la insistente canción mientras seguía caminando. Se le había terminado toda el agua y sabía que, probablemente, iba a ser hombre muerto. Nunca había imaginado que las cosas llegarían a tal extremo, y lo lamentaba. Desde el mediodía se miraba los pies, más que el camino ante él. Allí, en el desierto, la hierba del diablo se veía marchita y amarillenta. La compacta corteza se había desmenuzado aquí y allí hasta convertirse en simple gravilla. Las montañas no parecían más cercanas, a pesar de que habían transcurrido ya dieciséis días desde que abandonara la choza del último colono, un joven entre chiflado y cuerdo que vivía al borde del desierto. El pistolero recordaba que era dueño de un pájaro, pero no recordaba qué nombre tenía.
Contempló sus propios pies, que se movían arriba y abajo, sin dejar de escuchar la absurda cancioncilla que se repetía hasta convertirse en una lamentable algarabía y se preguntó cuándo caería por primera vez. No quería caer, aunque no hubiese nadie para verlo. Era una cuestión de orgullo. Un pistolero conoce el orgullo, hueso invisible que hace que la cabeza se mantenga erguida. Lo que no había aprendido de su padre se lo había enseñado Cort a golpes, un verdadero caballero donde los hubiera. Ea, Cort, con el bulbo rojo de su nariz y el rostro lleno de cicatrices.
De pronto se detuvo y alzó la mirada, lo que provocó que la cabeza le diera vueltas, y, por un momento, tuvo la impresión de que su cuerpo flotaba. Las montañas soñaban sobre el remoto horizonte. Pero ante él se destacaba otra cosa, algo mucho más cercano. A no más de ocho kilómetros, quizá. Lo miró con los párpados entornados, pero sus ojos estaban enrojecidos por la arena y el resplandor los cegaba. Meneó la cabeza y echó a andar de nuevo. La canción seguía zumbando una y otra vez. A cosa de una hora más tarde cayó al suelo y se despellejó las manos. Contempló con incredulidad las minúsculas perlas de sangre en su piel descamada. La sangre no parecía más débil; al contrario, parecía silenciosamente segura. Se le antojó casi tan pagada de sí como el desierto. Se sacudió las gotas de la mano, odiándolas ciegamente. ¿Pagada de sí? ¿Por qué no? La sangre no estaba sedienta. La sangre estaba bien servida. Se le ofrecía un sacrificio. Un sacrificio cruento. Lo único que debía hacer la sangre era correr… y correr… y correr.
Observó las salpicaduras que habían caído sobre la parrilla del suelo y vio cómo eran absorbidas a una velocidad asombrosa. ¿Qué te parece eso, sangre? ¿Cómo te sienta?
Oh, Jesús, he perdido el juicio.
Se levantó y se llevó las manos al pecho; la cosa que había visto antes, prácticamente justo delante de él, le arrancó una exclamación de sorpresa, un graznido de cuervo sofocado por el polvo. Era un edificio. No, dos edificios, rodeados por una cerca caída. La madera parecía vieja y casi tan frágil como para ser obra de duendes, era madera a punto de transustanciarse en arena. Una de las construcciones era un establo, la forma era clara e inconfundible. La otra era una casa o una posada. Una estación de paso para las diligencias. La ruinosa casa de arena (pues el viento había ido incrustando granos en las paredes hasta darle el aspecto de un castillo de arena, que el sol hubiera cocido y endurecido durante la marea baja, lo suficientemente como para servir de morada temporal) proyectaba una sombra, y sobre ella había alguien sentado, apoyado contra el edificio. Y el edificio parecía inclinarse bajo la carga de su peso.
Era él, pues. Al fin. El hombre de negro.
El pistolero siguió en pie con las manos sobre el pecho, sin darse cuenta de que estaba en una postura declamatoria, y lo miró, boquiabierto. En lugar de la tremenda excitación aleteante (o, tal vez, temor, o un pasmo reverencial) que esperaba sentir no hubo nada más que oscuros y atávicos remordimientos por el odio furioso que acababa de experimentar, de repente, contra su propia sangre, y la interminable ronda de la canción infantil.
… the rain in Spain…
Avanzó hacia la casa, desenfundando una pistola.
… falls on the plain.
Cubrió los últimos centenares de metros corriendo sin tratar de ocultarse; no había nada tras lo que ocultarse. Su propia sombra menguada competía con él en la carrera. Ignoraba que el agotamiento hubiera convertido su rostro en una mascarilla mortuoria gris y sonriente, no se daba cuenta de nada, salvo de aquella figura en la sombra. No se le ocurrió hasta más tarde que la figura habría podido incluso estar muerta.
Pateó una de las tablas de la deteriorada valla (que se partió en dos sin el menor sonido, casi como disculpándose) y se abalanzó a través del deslumhrado y silencioso patio del establo, empuñando la pistola.
—¡Estás atrapado! ¡Estás atrapado! ¡Las manos arriba, hijo de puta! ¡Estás…!
La figura se removió inquietamente y se puso en pie. El pistolero pensó: ¡Dios mío! ¡Qué consumido está! ¿Qué le ha pasado? Porque el hombre de negro se había encogido más de medio metro y sus cabellos se habían vuelto blancos.
Se detuvo, perplejo, con un zumbido átono en la cabeza. El corazón le palpitaba a un ritmo demencial, y pensó: Voy a morirme aquí mismo…
Aspiró el aire ardiente e inclinó la cabeza unos instantes. Al levantarla de nuevo vio que no era el hombre de negro, sino tan solo un niño de cabello descolorido por el sol, que lo contemplaba con ojos que ni siquiera parecían interesados. El pistolero lo miró fijamente, con expresión vacua, y sacudió la cabeza en un gesto de rechazo. Pero el chico superó su negativa a creer en él; seguía estando ahí, enfundado en unos téjanos azules con un remiendo en la rodilla y una sencilla camisa de burda tela marrón.
El pistolero volvió a sacudir la cabeza y siguió avanzando hacia el establo con la frente inclinada y la pistola todavía en la mano. Aún no podía pensar. Tenía la cabeza llena de puntitos; comenzaba a incubar una terrible jaqueca palpitante.
El interior del establo era oscuro y silencioso, y estallaba de calor. El pistolero miró a su alrededor con enormes ojos incoloros, indecisamente. Giró en redondo como un beodo y en el ruinoso umbral distinguió al chico mirándolo a su vez. Un inmenso escalpelo de dolor se introdujo como una ensoñación en su cabeza, sajándola de sien a sien, dividiendo su cerebro como una naranja. Enfundó la pistola, se tambaleó, extendió las manos como para ahuyentar fantasmas y cayó de bruces.
DOS
Cuando despertó estaba tendido boca arriba y tenía un montón de heno bajo la cabeza. El chico no había podido moverlo de sitio, pero había hecho lo posible para que estuviera más cómodo, y lo había conseguido. Dirigió la vista hacia su propio cuerpo y observó que en su camisa había manchas oscuras de humedad. Se lamió los labios y saboreó el agua. Parpadeó. Sentía la lengua hinchada en la boca.
El chico estaba acuclillado junto a él. Al ver que el pistolero abría los ojos bajó una mano hacia el suelo y le tendió una lata abollada llena de agua. Él la recogió con manos temblorosas y se permitió beber un poco; solo un poco. Cuando hubo tragado ese poco y lo sintió en el estómago, bebió un poco más. A continuación derramó el resto del agua sobre su cara y emitió unos resoplidos de sorpresa. Los labios bien dibujados del muchacho se curvaron en una grave sonrisa.
—¿Quiere comer algo, señor?
—Todavía no —respondió el pistolero. Aún sentía el mareante dolor de cabeza de la insolación. El agua se movía inciertamente en su estómago como si no supiera muy bien hacia dónde ir—. ¿Quién eres tú?
—Mi nombre es John Chambers. Puede llamarme Jake. Tengo una amiga… bueno, una especie de amiga, ella trabaja para nosotros, que suele llamarme Bama, pero usted puede llamarme Jake.
El pistolero se sentó en el suelo e inmediatamente las náuseas fueron más intensas. Se inclinó hacia adelante y perdió una breve lucha con su estómago.
—Hay más —dijo Jake. Cogió la lata y se dirigió al fondo del establo. A los pocos pasos se detuvo y, con incertidumbre, le devolvió la sonrisa al pistolero. El pistolero asintió y, enseguida, agachó la cabeza y la sostuvo entre ambas manos. El chico era bien parecido y fuerte; unos diez u once años de edad. Una sombra le cubría el rostro, cierto, pero el pistolero habría confiado mucho menos en él si el muchacho no hubiese dejado ver su miedo.
Un extraño ruido sordo comenzó a resonar desde el fondo del establo. El pistolero levantó la cabeza alarmado y se llevó las manos a las culatas. El ruido duró quizá unos quince segundos y después cesó. El chico regresó con la lata, de nuevo llena.
El pistolero volvió a beber con parsimonia, y esta vez le sentó algo mejor. El dolor de cabeza empezaba a menguar.
—No sabía qué hacer con usted cuando se cayó —comentó Jake—. Por unos instantes creí que iba a pegarme un tiro.
—Pude haberlo hecho. Te había confundido con otra persona.
—¿Con el sacerdote?
El pistolero le dirigió una mirada penetrante.
—¿Qué sacerdote?
El chico frunció levemente el ceño.
—El sacerdote. Acampó en el patio. Yo estaba en la casa de allá. Puede que sea un almacén. No me gustó, así que me quedé dentro. Vino al anochecer y se marchó al día siguiente. También me habría escondido de usted, pero estaba durmiendo cuando llegó. —Alzó la cabeza con aire hosco, mirando más allá del pistolero—. No me gusta la gente. Me joden.
—¿Qué aspecto tenía?
El chico se encogió de hombros.
—Aspecto de sacerdote. Llevaba ropa negra.
—¿Una caperuza y una sotana?
—¿Qué es una sotana?
—Una túnica. Como un vestido.
El chico asintió:
—Algo así.
El pistolero se inclinó hacia adelante, y el chico vio algo en su rostro que le hizo retroceder un poco.
—¿Cuánto hace? Dilo, por la gloria de tu padre.
—Yo… yo…
—No te haré daño —le aseguró el pistolero, con paciencia.
—No lo sé. No me acuerdo del tiempo. Todos los días son lo mismo.
Por vez primera el pistolero se preguntó conscientemente cómo habría llegado el chico hasta aquel lugar, rodeado por leguas y leguas de reseco y mortífero desierto. Pero decidió no preocuparse por eso, al menos de momento.
—Aproximadamente. ¿Hace mucho?
—No. No mucho. No llevo mucho tiempo aquí.
Sintió que otra vez ardía por dentro. Cogió la lata y bebió con manos que temblaban apenas imperceptiblemente. Volvió a oír un fragmento de la canción de cuna pero, esta vez, en lugar de la cara de su madre vio la cara cortada de Allie, que había sido su jilly en el ahora extinto pueblo de Tuli.
—¿Una semana? ¿Dos? ¿Tres?
El chico lo miró con aire abstraído.
—Sí.
—Sí, ¿qué?
—Una semana. O dos. —Miró a un lado, ruborizándose apenas—. He ido al lavabo tres veces desde entonces. Es la única forma que tengo ahora de medir las cosas. No salí. Él ni siquiera bebía. Pensé que quizá fuese el fantasma de un sacerdote, como en esa película que vi una vez, solo que el Zorro sospechaba que no era un sacerdote, ni tampoco un fantasma. Era un simple banquero que quería las tierras porque en ellas había oro. La señora Shaw me llevó a ver esa película. A Times Square.
Nada de aquello tenía sentido para el pistolero, así que lo dejó pasar.
—Tenía miedo —continuó el chico—. He tenido miedo casi todo el tiempo. —Su rostro vibró como un cristal al borde del agudo definitivo y destructor—. Ni siquiera encendió fuego. Lo único que hizo fue sentarse en el patio. Ni siquiera sé si durmió.
¡Cerca! ¡Por los dioses, nunca había estado tan cerca de él! A pesar de la fuerte deshidratación, se le humedecieron las manos y se le pusieron grasientas.
—Hay un poco de carne seca —señaló el chico.
—Está bien —asintió el pistolero—. Bien.
El chico se levantó para ir a buscarla, y sus rodillas crujieron ligeramente. Erguido, presentaba una hermosa figura. El desierto aún no lo había debilitado. Tenía los brazos delgados pero la piel, aunque bronceada, no estaba seca ni arrugada. Tiene jugo, pensó el pistolero. Aunque si tuviera algo de coraje, habría cogido una de mis pistolas para dispararme ahí mismo, donde caí.
O tal vez al muchacho simplemente no se le había ocurrido.
Bebió otro sorbo de la lata. Con coraje o sin él, no pertenece a este lugar.
Jake regresó con un buen pedazo de cecina sobre lo que parecía un cesto para el pan estropajoso por el sol. La carne era dura, correosa y lo bastante salada como para hacer que al pistolero le ardiera el llagado interior de la boca. Comió y bebió hasta sentirse ahito, y volvió a sosegarse. El chico apenas tomó unos bocados con llamativa delicadeza.
El pistolero lo contemplaba fijamente y el chico le devolvía la mirada.
—¿De dónde vienes, Jake? —inquirió al fin.
—No lo sé. —El chico frunció las cejas—. Lo sabía. Cuando llegué aquí lo sabía, pero ahora se ha vuelto todo borroso, como una pesadilla al despertarte. Tengo muchas pesadillas. La señora Shaw solía decirme que las tengo porque miro demasiadas películas de terror en el canal once.
—¿Qué es un canal? —Se le ocurrió una idea salvaje—. ¿Es como un haz?
—No, es la tele.
—¿Y qué es un «látele»?
—Es… —El chico se palmeó la frente—. Son imágenes.
—¿Te trajo alguien? ¿Fue esta señora Shaw?
—No —contestó el chico—. Me encontré aquí.
—¿Quién es la señora Shaw?
—No lo sé.
—¿Por qué te llamaba Bama?
—No lo recuerdo.
—Lo que dices no tiene sentido —dijo llanamente el pistolero.
De pronto, el chico pareció a punto de echarse a llorar.
—No puedo evitarlo. Me encontré aquí. ¡Si me hubiera preguntado ayer sobre la tele y los canales, apuesto a que habría podido recordarlo! Mañana probablemente ni siquiera sepa que me llamo Jake… a menos que usted me lo diga. ¿Y ya no estará aquí, verdad? Ahora se irá y me moriré de hambre porque se me lo ha comido casi todo. Yo no pedí venir aquí. No me gusta. Me da miedo.
—No te tengas tanta lástima. Confórmate.
—Yo no pedí venir aquí —repitió con un desconcierto desafiante.
El pistolero se llevó a la boca otro pedazo de carne, masticándolo hasta disolver toda la sal antes de engullirlo. El chico se había convertido en parte del asunto, y el pistolero estaba convencido de que decía la verdad: no lo había pedido. Mala suerte. En cuanto a él… él sí que lo había pedido. Pero no que el juego resultara tan sucio. No pidió tener ocasión de apuntar sus revólveres contra el populacho desarmado de Tuli; no pidió disparar contra Allie, contra esa cara tristemente bonita, marcada al final por el secreto que ella había pedido que le revelaran, usando la palabra diecinueve como una llave en una cerradura; no pidió tener que elegir entre la obsesión por el cumplimiento del deber y la amoralidad criminal. No era justo implicar a inocentes desconocidos y hacerles pronunciar frases que no comprendían, sobre un escenario extraño. Por lo menos, pensó, Allie había vivido algo, aunque fuera ilusoriamente. Pero este chico… este chico maldecido por Dios…
—Cuéntame lo que recuerdes —le pidió a Jake.
—Es muy poco. Y ya no parece tener ningún sentido.
—Cuéntamelo. Quizá yo pueda encontrar el sentido.
El chico pensó por dónde comenzar. Lo pensó con mucha concentración.
—Había un lugar… el que había antes de este. Un sitio alto, con muchas habitaciones y un patio desde el que se veían edificios enormes y agua. En medio del agua había una estatua.
—¿Una estatua en el agua?
—Sí. Una dama con una corona y una antorcha. Y… un libro… creo.
—¿No estarás inventándote todo esto?
—Puede ser —admitió el chico, desesperanzado—. Había cosas para viajar por las calles, cosas grandes y cosas pequeñas. Las grandes eran azules y blancas. Las pequeñas eran amarillas. De las amarillas había muchas. Yo iba andando hacia la escuela. Había caminos de cemento junto a las calles. Escaparates para mirar, con estatuas vestidas de ropa. Las estatuas vendían la ropa. Ya sé que parece una locura, pero las estatuas vendían la ropa.
El pistolero meneó la cabeza y examinó el rostro del chico para descubrir sus mentiras. No las había.
—Yo iba andando hacia la escuela —repitió el chico con insistencia—. Y tenía una… —cerró los párpados y los labios se movieron dubitativamente—. Una… cartera… marrón. Llevaba el almuerzo. Y tenía… —Nuevamente la duda, una duda agónica—. Tenía una corbata.
—¿Un pañuelo para el cuello?
—No lo sé. —Los dedos del chico ejecutaron un lento ademán inconsciente ante su cuello, un ademán que el pistolero relacionó con un ahorcamiento—. No sé. Se ha perdido todo. —Desvió la mirada.
—¿Me dejas que te haga dormir? —preguntó el pistolero.
—No tengo sueño.
—Puedo hacer que tengas sueño, y puedo hacer que te acuerdes.
Jake, dudoso, quiso saber:
—¿Cómo lo haría?
—Con esto.
El pistolero extrajo uno de los cartuchos de su canana y le dio vueltas entre los dedos. Era un movimiento diestro, tan fluido como el aceite. El cartucho rodó sin esfuerzo entre el pulgar y el índice, el índice y el medio, el medio y el anular, el anular y el meñique. Se perdió de vista y reapareció; casi como si flotara empezó a viajar en sentido contrario. El cartucho se paseaba entre los dedos del pistolero. Los dedos se movían como lo habían hecho sus propios pies para traerlo hasta aquí. El chico miraba, sustituida su duda inicial por un evidente deleite, más tarde por una especie de trance, y luego por una naciente vacuidad muda. Cerró los ojos. El cartucho siguió danzando de un lado a otro. Jake volvió a abrir los ojos, contempló un rato más la danza límpida y regular por entre los dedos del pistolero, y cerró los ojos de nuevo. El pistolero continuó con el howken, pero los ojos de Jake ya no volvieron a abrirse. El muchacho respiraba pausadamente, con firme calma. ¿También aquello era parte del juego? Sí. Había una cierta belleza, una cierta lógica, como las filigranas que suelen festonear las banquisas de duro hielo azul. Nuevamente le pareció oír a su madre cantando, esta vez no la rima sin sentido sobre la lluvia en España, sino otra más dulce, que llegaba desde una gran distancia mientras se mecía al margen del sueño: Mi hortelanito, mi niñito, mi pequeño, trae las bayas, presto.
No era la primera vez que el pistolero percibía el amargo sabor rasposo de las náuseas del alma. De pronto, el cartucho que sostenía entre los dedos y manipulaba con tal gracia inaudita se le antojó vivo, horripilante como la huella de un monstruo. Lo recogió en la palma y se forzó dolorosamente a cerrarla en un puño. En ese momento, de haber explotado, se habría regocijado ante la destrucción de su talentosa mano, porque su único talento verdadero era el asesinato. En el mundo siempre había existido el asesinato, pero recordárselo no lo reconfortaba; violación y asesinato y prácticas inconfesables, y todo era en nombre del bien, del maldito bien, en nombre del mito, del grial, de la Torre. Ah, en algún lugar la Torre se erguía en el centro de las cosas (así se decía) y sus negros muros se alzaban hacia el firmamento, y el pistolero, con sus oídos purgados por el desierto, oía la débil y dulce voz de su madre: Chussit, chissit, cliassit. Trae bastantes para llenar tu cesto.
Hizo a un lado la canción, la dulzura de la canción, y preguntó:
—¿Dónde estás?
TRES
Jake Chambers —conocido a veces como Bama— baja las escaleras con una cartera. Hay un libro de ciencias naturales, hay una geografía económica, hay una libreta, un lápiz, un almuerzo que la cocinera de su madre, la señora Greta Shaw, le ha preparado en la cocina de cromados y fórmica donde un extractor murmura eternamente y absorbe olores extraños. En la bolsa del almuerzo lleva un bocadillo de jalea con manteca de maní, un bocadillo de salchicha con cebolla y lechuga, y cuatro galletitas Oreo. Sus padres no lo detestan, pero parece que lo tienen bastante olvidado. Han abdicado y lo han puesto al cuidado de la señora Greta Shaw, de-institutrices, de un tutor durante el verano y de la Escuela (que es Privada y Buena, y, sobre todo, Blanca) durante el resto del año. Ninguna de estas personas ha pretendido ser jamás nada que no sean: profesionales, los mejores en sus respectivos campos. Ninguna lo ha acogido en su cálido seno, como suele ocurrir en las novelas románticas históricas que lee la madre, y que Jake a menudo hojea, buscando los trozos «verdes». Novelas histéricas, las llama su padre a veces. «Mira quién habla», dice su madre con infinito desdén tras una puerta cerrada ante la que Jake está escuchando. Su padre trabaja para la Red, y… probablemente… Jake podría reconocerlo en una rueda de identificación.
Jake ignora que odia a todos los profesionales, con excepción de la señora Shaw. La gente siempre lo ha desconcertado. Su madre, delgaducha pero sexy, se acuesta a menudo con amigos enfermizos. A veces su padre dice que la gente de la Red está «esnifando demasiada Coca-Cola». Esta declaración siempre llega acompañada por una mueca poco graciosa y una rápida aspiración sobre la uña del pulgar.
Ahora está en la calle, Jake Chambers está en la calle, ha salido ya al camino. Es pulcro y bien educado, apuesto, sensible. Una vez por semana va a jugar a una bolera llamada Medio Mundo. No tiene amigos, solo conocidos. No se ha parado nunca a pensar en ello pero le duele. No sabe ni comprende que su larga relación con profesionales le ha hecho adoptar muchos de sus rasgos. La señora Greta Shaw (mucho mejor que la mayoría de ellos, y es que a veces hay un premio de consolación) prepara unos bocadillos muy profesionales. Los corta en diagonal y les quita la corteza, de manera que cuando él se los come a la hora del descanso da la impresión de hallarse en una fiesta con una copa en la otra mano, en vez de una novela deportiva o una de vaqueros de Clay Blaisdell, sacadas de la biblioteca escolar. Su padre gana mucho dinero porque es un maestro en «la matanza», es decir, que sabe programar en su Red un espectáculo más fuerte que el programado por la Red rival. Su padre fuma cuatro paquetes de cigarrillos al día. Su padre no tose pero exhibe una dura sonrisa, y no rechaza algún ocasional toque de la vieja y querida Coca-Cola.
Calle abajo. Su madre le deja dinero para el taxi, pero siempre que no llueve él prefiere ir andando, balanceando la cartera (y en ocasiones la bolsa de bolos, aunque por lo general la deja en su casillero); es un niño muy norteamericano, con pelo rubio y ojos azules. Las chicas ya han empezado afijarse en él (con la aprobación de sus madres), y él no las esquiva con espantadiza arrogancia infantil. Les habla con inconsciente profesionalidad y las deja desconcertadas. Le gusta la geografía y jugar a bolos por la tarde. Su padre posee acciones de una empresa que fabrica máquinas para enderezar automáticamente los bolos, pero la bolera Medio Mundo que Jake suele frecuentar no utiliza la marca de su padre. Jake cree que no ha pensado en ello, pero lo ha hecho.
Caminando calle abajo pasa por la tienda de modas Bloomie's, donde algunos maniquíes llevan abrigos de pieles o trajes eduar-dianos de seis botones, y algunos nada en absoluto; algunos están «desnudos». Estos modelos —estos maniquíes— son perfectamente profesionales, y él odia todo profesionalismo. Todavía es demasiado joven para haber aprendido a odiarse a sí mismo pero en él ya está la semilla, plantada en la amarga hendidura de su corazón.
Llega a la esquina y se detiene con la cartera a su lado. La corriente del tráfico ruge ante él: chirriantes autobuses azules y blancos, taxis amarillos, Volkswagens, un camión grande. No es más que un niño, pero nada corriente, y por el rabillo del ojo alcanza a ver al hombre que lo mata. Es el hombre de negro, y no distingue la cara, sino solamente la ondulante túnica, las manos extendidas y la mueca dura, profesional. Cae a la calzada con los brazos abiertos, sin soltar la cartera que contiene el almuerzo suinamente profesional de la se fiora Greta Shaw. Una fugaz mirada a través del parabrisas polarizado le muestra el rostro horrorizado de un hombre de negocios con sombrero azul oscuro en cuya cinta destaca una pequeña y vistosa pluma. En alguna parte, una radio está tocando rock and roll. Una anciana chilla en la acera de enfrente; va tocada con un sombrero negro con redecilla. No hay nada de vistoso en esa redecilla negra, es como un velo de luto. Lo único que hace Jake es sorprenderse, aparte de seguir teniendo la misma sensación de desconcierto precipitado de siempre. ¿Así es como acaba todo? ¿Antes de poder mejorar sus lanzamientos en la bolera? Va a caer en mitad de la calle y contempla una grieta tapada con asfalto, a unos cinco centímetros de sus ojos. Su mano ha soltado la cartera. Está preguntándose si se habrá despellejado las rodillas cuando el automóvil del hombre de negocios con el sombrero azul y la pluma vistosa le pasa por encima. Es un gran Cadillac azul de 1976, con neumáticos Firestone. Es casi exactamente del mismo color que el sombrero del conductor. El coche le quiebra la espalda a Jake, le aplasta el estómago y le hace brotar por la boca un chorro de sangre a presión. El chico vuelve la cabeza y ve las luces de freno del Cadillac y el humo que despiden las ruedas traseras, ahora bloqueadas. El automóvil ha pasado también sobre la cartera y ha dejado sobre ella una extensa huella negra. Vuelve la cabeza hacia el otro lado y ve un Ford grande de color gris que se detiene a escasos centímetros de su cuerpo con un chirrido de frenos. Un tipo negro que empujaba un carrito para la venta ambulante de dulces y refrescos corre hacia él. Por la nariz, los oídos, los ojos y el recto de Jake fluye sangre. Tiene los genitales destrozados. Con cierta irritación, se pregunta si se habrá despellejado mucho las rodillas. El hombre del Cadillac corre hacia él, balbuceando. En algún lugar, una voz terrible y serena, la voz de la fatalidad, dice: «Soy un sacerdote. Déjenme pasar. El acto de contrición…».
Ve la túnica negra y experimenta un súbito horror. Es él, el hombre de negro. Con sus últimas fuerzas consigue apartar la cara. En algún lugar, se oye por la radio una canción del grupo de rock Kiss. Ve su propia mano que se arrastra sobre el asfalto, pequeña, blanca, bien formada. Nunca se ha mordido las uñas.
Jake muere mirándose la mano.
CUATRO
El pistolero permaneció sentado en absorta reflexión. Estaba cansado y le dolía todo el cuerpo, y los pensamientos le llegaban con lentitud exasperante. Frente a él, el sorprendente muchachito dormía con las manos cruzadas sobre el regazo y seguía respirando pausadamente. Había narrado su historia sin grandes muestras de emoción, si bien hacia el final le había temblado la voz, al llegar a la parte del «sacerdote» y al «acto de contrición». Naturalmente, no le había hablado al pistolero acerca de su familia y de su perpleja sensación de dicotomía, pero eso se había filtrado entre lo demás; por lo menos, se había filtrado lo suficiente como para reconocer su presencia. El hecho de que nunca hubiera existido una ciudad como la descrita por el chico (a menos que se tratase de la mítica ciudad de Lud) no era la parte más inquietante de la narración, pero resultaba perturbador. Todo era perturbador. El pistolero temía las posibles implicaciones.
—¿Jake?
—¿Ehh?
—¿Quieres acordarte de todo esto cuando despiertes o prefieres olvidarlo?
—Olvidarlo —respondió el chico de inmediato—. Cuando me salió sangre por la boca le sentí el gusto a mi propia mierda.
—De acuerdo. Vas a dormir, ¿entendido? Vas a dormir de verdad. Adelante, échate.
Jake se tendió, pequeño, pacífico, inofensivo. El pistolero no creía que fuese inofensivo. De él emanaba una sensación letal, y el hedor de la predestinación. Al pistolero no le gustaba esta sensación, pero le gustaba el chico. Le gustaba mucho.
—¿Jake?
—Shhh. Estoy durmiendo. Quiero dormir.
—Sí. Y cuando despiertes no recordarás nada de esto.
—Bien.
El pistolero lo contempló brevemente y pensó en su propia niñez; por lo general, le parecía como vivida por otra persona —una persona que hubiera saltado a través de una fabulosa lente temporal para convertirse en alguien distinto—, pero en aquellos momentos se le antojaba dolorosamente próxima. En el establo de la Estación de Paso hacía mucho calor, y bebió cautelosamente un poco más de agua. Se levantó, anduvo hacia el fondo del edificio y se detuvo a mirar en uno de los pesebres para las caballerías. En un rincón había un pequeño montón de heno blanco y una manta doblada pulcramente, pero no olía a caballo. En aquel establo no olía a nada. El sol había consumido todos los olores sin dejar nada tras de sí. El aire era absolutamente neutro.
Al fondo del establo había un cuartito oscuro con una máquina de acero inoxidable en el centro, indemne al orín y a la podredumbre. Tenía todo el aspecto de una mantequera. A su izquierda sobresalía un tubo niquelado que tei minaba justo encima de un sumidero en el suelo. El pistolero había visto bombas parecidas en otros lugares secos, pero nunca una tan grande. Era incapaz de imaginar a qué profundidad debieron de perforar (desaparecidos desde hacía mucho) hasta llegar al agua, eternamente sucia y oculta bajo la superfìcie del desierto.
¿Por qué 110 habían desmontado la bomba cuando abandonaron la Estación de Paso?
Por los demonios, tal vez.
Se estremeció súbitamente, con una brusca contracción de la espalda. Por unos instantes se le puso la carne de gallina. Se acercó a los mandos y pulsó el botón de puesta en marcha. La máquina comenzó a zumbar. Al cabo de quizá medio minuto, un chorro de agua clara y fresca brotó del tubo y se escurrió por el sumidero, para ser aspirada de nuevo. Manaron tal vez unos quince litros antes de que la bomba se desconectara por sí sola con un clic final. Era un objeto tan ajeno a aquel tiempo y lugar como el verdadero amor, pero tan concreto como el Juicio, recuerdo mudo de una época en la que el mundo aún no se había movido. Probablemente funcionaba con una pila atómica, pues no había electricidad en mil kilómetros a la redonda y unas pilas secas se habrían descargado mucho antes. Había sido construida por una compañía llamada North Central Positronics. Al pistolero no le gustó.
Volvió a sentarse junto al chico, que ahora apoyaba el rostro en una mano. Un chico simpático. El pistolero bebió algo más de agua y cruzó las piernas, sentándose a la manera india. El chico, al igual que aquel morador del borde del desierto dueño de un pájaro (Zoltan, recordó abruptamente el pistolero, el cuervo se llamaba Zoltan), había perdido el sentido del tiempo, pero parecía incuestionable el hecho de que se hallaba cada vez más cerca del hombre de negro. El pistolero se preguntaba, y no por primera vez, si quizá el hombre de negro le permitía ganar terreno deliberadamente, por alguna razón. Acaso el pistolero estuviera siguiendo su juego. Trató de imaginar cómo sería la confrontación, pero no lo consiguió.
Hacía mucho calor, pero ya no se sentía mareado. La canción infantil le vino de nuevo a la imaginación, pero esta vez no le recordó a su madre, sino a Cort; Cort, con el rostro cosido por las cicatrices de pedradas, balazos y golpes de instrumentos contundentes. Las cicatrices de la guerra y de la instrucción en el arte de la guerra. Se preguntó si Cort habría tenido alguna vez un amor equiparable a aquellas monumentales cicatrices. Lo dudaba. Pensó en Susan, en su madre, y también en Marten, hechicero incompleto.
El pistolero no era hombre que se regodeara rememorando el pasado; tan solo un impreciso concepto del futuro y de su propia constitución emocional evitaban que fuera un individuo sin imaginación, un lerdo. Por consiguiente, el curso de sus pensamientos en aquellos momentos no dejaba de resultarle un tanto sorprendente. Cada nombre que le venía a la mente conjuraba otros: Cuthbert, Alain, el viejo Jonas con su voz temblorosa, y otra vez Susan, la encantadora muchacha de la ventana. Esa clase de pensamientos siempre terminaba en Susan y en la extensa llanura conocida como la Pendiente, y en los pescadores arrojando sus redes en las bahías al borde del Mar Limpio.
El pianista de Tuli (también muerto; todos habían muerto en Tuli, y por su mano) había conocido aquellos lugares, aunque él y el pistolero solo habían hablado de ellos una vez. A Sheb le gustaban las viejas melodías; en cierta oportunidad las había tocado en una taberna llamada El Descanso de los Viajeros, y el pistolero comenzó a canturrear una en voz baja:
Amor, oh amor, oh descuidado amor.
Mira lo que el descuidado amor ha hecho.
El pistolero se rió, divertido. Soy el último de aquel mundo verde y de cálidos matices. Y, a pesar de toda su nostalgia, no se compadecía de sí mismo. El mundo se había movido despiadadamente pero sus piernas eran todavía fuertes. Y el hombre de negro estaba cada vez más cerca. El pistolero se echó una cabezada.
CINCO
Ya casi había oscurecido cuando se despertó, y el chico no estaba allí.
El pistolero se incorporó y oyó crujir sus articulaciones, y se dirigió a la puerta del establo. En la penumbra del porche de la posada danzaba una pequeña llama. Anduvo hacia ella arrastrando su sombra, larga y negra, bajo la luz ocre del crepúsculo.
Jake estaba sentado junto a un quinqué.
—El queroseno estaba en un bidón —explicó—, pero no me he atrevido a encenderlo dentro de la casa. Está todo tan seco…
—Has hecho muy bien.
El pistolero tomó asiento a su lado. Sus posaderas levantaron una nube de polvo de muchos años, a la que no prestó ninguna atención. Con cierta maravilla, se preguntó cómo era posible que el porche no se derrumbara bajo el peso de ambos. La llamita del quinqué sombreaba el rostro del chico con tonalidades delicadas. El pistolero sacó la petaca y lió un cigarrillo.
—Tenemos que garlar —declaró...
Jake asintió, sonriendo apenas por el uso de la palabra.
—Supongo que ya has comprendido que estoy persiguiendo al hombre que viste aquí.
—¿Va a matarlo?
—No lo sé. Va a tener que explicarme algo. Quizá tenga que obligarlo a que me lleve a cierto lugar.
—¿A qué lugar?
—A una torre —respondió el pistolero. Sostuvo la punta del cigarrillo sobre el tubo del quinqué y aspiró; el humo se dispersó en la naciente brisa nocturna. Jake lo contempló. Su rostro no reflejaba miedo ni curiosidad, ni, desde luego, entusiasmo alguno—. Mañana seguiré mi camino —prosiguió el pistolero—. Tendrás que venir conmigo. ¿Cuánta carne de esa queda todavía?
—Solo un puñado.
—¿Y maíz?
—Un poco.
El pistolero asintió.
—¿Sabes si hay algún sótano?
—Sí. —Jake lo miró. Sus pupilas se habían dilatado hasta parecer inmensas y frágiles—. Hay que tirar de una anilla en el suelo, pero no he bajado nunca. Tenía miedo de que la escala se rompiera y no pudiera volver a subir. Y huele muy mal. Es el único sitio de por aquí que tiene algún olor.
—Nos levantaremos temprano y veremos si hay algo que valga la pena llevarse. Y luego nos esfumaremos.
—Muy bien. —El chico hizo una pausa y añadió—: Me alegro de no haberlo matado mientras dormía. Tenía una horca, y pensé en hacerlo. Pero no lo hice, y ahora ya no me dará miedo irme a dormir.
—¿De qué tenías miedo?
El chico lo miró ominosamente.
—De los fantasmas. De que él volviera.
—El hombre de negro —dijo el pistolero. No era una pregunta.
—Sí. ¿Es malo?
—Depende de cómo lo mires —contestó el pistolero con aire ausente. Se levantó y arrojó la colilla hacia el desierto—. Me voy a dormir.
El muchacho lo miró con timidez.
—¿Puedo dormir en el establo con usted?
—Claro.
El pistolero se detuvo en los escalones y alzó la vista, y el chico fue con él. Allá estaban la Vieja Estrella y la Vieja Madre. El pistolero tuvo la sensación de que, si cerraba los ojos, podría oír el croar de las primeras ranas de la primavera, oler el verde y casi estival aroma del césped de los patios tras la primera siega (y oír tal vez el indolente chasquido de las bolas de madera cuando las damas del Ala Este, ataviadas únicamente con un camisón, jugaban a Puntos en el atardecer que se deslizaba apaciblemente hacia la oscuridad). Casi podía ver a Cuthbert y Jamie surgiendo por una abertura entre los setos, llamándolo para que fuera a jugar con ellos…
Pensar tanto en el pasado no era propio de él.
Se dio la vuelta y recogió el quinqué.
—Vámonos a dormir —ordenó.
Marcharon juntos hacia el establo.
SEIS
A la mañana siguiente exploró el sótano.
Jake estaba en lo cierto: era un lugar maloliente. Desprendía un hedor húmedo y cenagoso que al pistolero, acostumbrado como estaba al antiséptico aire del desierto y el establo, le hizo sentir náuseas. Olía a coles, a nabos y a patatas con ojos rasgados y ciegos, consumidos por una eterna podredumbre. La escala, empero, parecía bastante sólida, y comenzó a descender.
El suelo era de tierra, y con la cabeza casi rozaba las vigas del techo. Allí abajo aún vivían arañas, arañas desagradablemente grandes, de cuerpo gris y moteado. Varias de ellas eran mutis, y hacía mucho tiempo que no hilaban de verdad. Algunas tenían ojos en el extremo de las largas antenas y otras, hasta dieciséis patas, o incluso más.
El pistolero miró a su alrededor esperando que sus ojos se adaptaran a la penumbra.
—¿Está bien? —le gritó Jake, nervioso.
—Sí. —Enfocó la vista hacia un rincón—. Hay latas. Espera.
Avanzó cautelosamente hacia el rincón, agachando la cabeza. Había una caja muy vieja con un lado desprendido. Las latas contenían verduras: judías verdes, alubias… y tres latas de carne en conserva.
Cargó con todas las que pudo y regresó hacia la escala. Trepó hasta la mitad y se las entregó a Jake, que se arrodilló para recogerlas. Acto seguido, volvió a por más.
Fue en el tercer viaje cuando oyó un gruñido quejumbroso que surgía de los cimientos.
Se giró, miró y se sintió invadido por una especie de terror distraído, una sensación lánguida y, al mismo tiempo, repelente.
Gruesos bloques de arenisca constituían los cimientos y, sin duda, habían estado regularmente dispuestos cuando la Estación de Paso era nueva pero, a la sazón, componían todo tipo de ángulos zigzagueantes y temblorosos, haciendo que la pared pareciese cubierta de extraños jeroglíficos ondulantes. Por la juntura de dos de aquellas recónditas grietas fluía un chorro de arena, como si desde el otro lado alguna cosa con una baboseante y agónica intensidad, estuviera excavando una salida.
El plañido subía y bajaba de tono y se volvía cada vez más fuerte hasta llenar todo el sótano con sus ecos; un sonido abstracto de lacerante dolor y terrible esfuerzo.
—¡Suba! —chilló Jake—. ¡Oh, Jesús! Señor, ¡suba enseguida!
—Vete —dijo el pistolero serenamente—. Espera afuera. Si no subo para cuando hayas contado hasta doscientos… no, hasta trescientos, lárgate de aquí.
—¡Suba! —aulló de nuevo Jake.
El pistolero no contestó. Desenfundó con su mano derecha.
Para entonces se había formado ya un agujero en la pared, un agujero del tamaño de una moneda. A través del telón de su propio terror oyó el rumor de las pisadas de Jake, que huía a la carrera. El chorro de arena se detuvo. El gemido cesó y fue sustituido por el ruido de una respiración rítmica y fatigosa.
—¿Quién eres? —preguntó el pistolero.
No hubo respuesta.
Y en la Alta Lengua, con la voz imbuida del trueno de la autoridad, Roland volvió a preguntar:
—¿Quién eres, demonio? Habla si quieres. Mi tiempo es breve; mi paciencia lo es más aún.
—Despacio —respondió una voz grumosa y arrastrada desde el interior de la pared. El pistolero sintió que su terror de pesadilla se hacía más profundo y casi sólido. Era la voz de Alice, la mujer con la que había vivido en el pueblo de Tuli. Pero Alice estaba muerta; él mismo la había visto caer con un agujero de bala entre los ojos. Honduras insondables parecieron nadar ante sus ojos, descendiendo vertiginosamente—. Pasa despacio por los Drawers, pistolero. Ten cuidado con el taheen. Mientras tú viajas con el chico, el hombre de negro viaja con tu alma en el bolsillo.
—¿Qué quieres decir? ¡Habla!
Pero la respiración había cesado.
El pistolero permaneció unos instantes paralizado hasta que, de pronto, una de las enormes arañas le cayó sobre el brazo y trepó frenéticamente hacia su hombro. Se la sacudió de encima con un gruñido involuntario y se puso en movimiento. No hubiera querido hacerlo, pero la costumbre era estricta e inviolable. Los muertos entre los muertos, como decía el antiguo proverbio; solamente un cadáver puede pronunciar verdaderas profecías. Se acercó al agujero y lo golpeó con el puño. La arenisca se deshizo fácilmente en los bordes, y, tensando apenas los músculos, el pistolero pudo introducir la mano a través de la pared.
Y tocó algo sólido, algo con protuberancias irregulares y desgastadas. Lo sacó. Era una quijada, corroída en un extremo. Tenía los dientes torcidos.
—Muy bien —dijo en voz baja. Se embutió bruscamente el hueso en el bolsillo de atrás y regresó hacia la escala, transportando con dificultad las últimas latas. Al salir dejó la trampilla abierta; así entraría la luz del sol y mataría las arañas mutis.
Jake estaba en medio del patio del establo, encogido de miedo sobre el agrietado suelo pedregoso. Al ver al pistolero soltó un grito, retrocedió uno o dos pasos y, enseguida, echó a correr hacia él, sollozando.
—Creí que lo había atrapado, que lo había atrapado, creí…
—No lo ha hecho. Nada me ha atrapado.
Atrajo al chico hacia sí, y sintió en el pecho el cálido contacto de su cara, y, en las costillas, el de sus manos secas. Sintió el alocado latir del corazón del chico. Más tarde pensó que fue entonces cuando empezó a quererlo; cosa, por supuesto, que el hombre de negro debía de tener prevista desde un principio. ¿Acaso había mejor trampa que la trampa del amor?
—¿Era un demonio? —Su voz sonó ahogada.
—Sí. Un Demonio Parlante. Ya no hemos de volver allí nunca más. Vamos.
Entraron en el establo y el pistolero se hizo una bolsa improvisada con la manta bajo la que había dormido. La manta le daba calor y le picaba, pero no había otra cosa. Una vez acabó fue a la bomba a llenar los odres.
—Coge uno de los odres —dijo el pistolero—. Cárgatelo sobre los hombros, ¿ves?
—Sí. —El chico lo miró con cara de adoración y levantó uno de los pellejos.
—¿Pesa demasiado?
—No. Está bien.
—Dime la verdad ahora. Si te da una insolación, no podré cargar contigo.
—No me dará una insolación. Estaré bien.
El pistolero asintió.
—Vamos hacia las montañas, ¿verdad?
—Sí.
Se enfrentaron de nuevo con aquel sol aplastante. Jake, cuya cabeza llegaba justo a la altura de los codos del pistolero, iba a la derecha y algo adelantado, con las correas de cuero crudo de los extremos del odre colgando casi hasta las espinillas. El pistolero se había cruzado otros dos pellejos sobre los hombros; llevaba el hato de comida bajo la axila y lo sujetaba contra el cuerpo con el brazo izquierdo. En la mano derecha llevaba la bolsa, la petaca y el resto de su artilla.
Cruzaron el portón opuesto de la Estación de Paso y encontraron otra vez los surcos borrosos de la ruta de las diligencias. Llevaban unos quince minutos caminando cuando Jake volvió la cabeza y agitó la mano hacia los dos edificios, que parecían acurrucarse en la titánica inmensidad del desierto.
—¡Adiós! —gritó Jake—. ¡Adiós! —Luego se giró hacia el pistolero, con aspecto preocupado—. Siento que algo está observándonos.
—Algo o alguien —corrigió el pistolero.
—¿Había alguien oculto allí? ¿Estuvo todo el tiempo escondido?
—No lo sé. No lo creo.
—¿Deberíamos regresar? ¿Volver y…?
—No. Hemos terminado con ese lugar.
—Perfecto —dijo Jake fervorosamente.
Siguieron andando. La ruta de las diligencias superó un repecho de arena petrificada y, cuando el pistolero volvió la vista atrás, la Estación de Paso había desaparecido. Una vez más, lo único que existía era el desierto.
SIETE
Hacía ya tres días que habían salido de la Estación de Paso y las montañas parecían engañosamente cercanas. Podían ver la extensión del desierto hasta el pie de las colinas, las primeras laderas peladas, el lecho de roca que perforaba la piel de la tierra en hosco triunfalismo erosionado. Más arriba, la tierra volvía a ser casi horizontal por un breve trecho y, por primera vez en meses o años, el pistolero pudo divisar algo verde; era un verde vivo y auténtico. Hierba y abetos enanos, quizá incluso sauces, alimentados por un arroyo de nieve que fluía desde lo más alto. Más allá, la roca se enseñoreaba de nuevo, alzándose con esplendor ciclópeo y caótico hacia las deslumbrantes cumbres nevadas. A la izquierda, una enorme quebrada mostraba el camino hacia lejanos oteros, mesetas y precipicios, no tan grandes y de piedra arenisca erosionada. La garganta quedaba eclipsada casi permanentemente por una membrana gris de chubascos. Por la noche, Jake, escasos minutos antes de que el sueño lo venciera, contemplaba fascinado el esgrima brillante de los lejanos relámpagos, blancos y violáceos, en la sobrecogedora limpidez del aire nocturno.
El chico se portaba bien. Era duro y, además, daba la impresión de combatir la fatiga con una tranquila y profesional reserva de voluntad que el pistolero sabía apreciar plenamente. No hablaba mucho y no hacía preguntas, ni siquiera acerca de la quijada, que el pistolero volteaba una y otra vez entre las manos mientras fumaba su cigarrillo vespertino. Tenía la sensación de que el chico se sentía muy halagado —quizá incluso exaltado— en su compañía, y aquello le inquietaba. Alguien había interpuesto al chico en su camino. —Mientras tú viajas con el chico, el hombre de negro viaja con tu alma en el bolsillo—. Y el que Jake no entorpeciera el avance solamente servía para abrir paso a otras posibilidades más siniestras.
A intervalos regulares seguían encontrando las huellas simétricas de las hogueras del hombre de negro, y al pistolero le parecía que estas marcas estaban mucho más frescas que antes. La tercera noche el pistolero tuvo la certeza de ver la chispa lejana de otra fogata en algún punto de los primeros contrafuertes. Esto no le agradó tanto como había creído alguna vez. Uno de los refranes de Cort se le vino a la memoria: Cuídate del hombre que finge cojera.
Casi a las dos de la tarde del cuarto día desde su salida de la Estación de Paso, Jake se tambaleó y estuvo a punto de caer.
—Ven aquí y siéntate —dijo el pistolero.
—No, estoy bien.
—Siéntate.
El chico se sentó, obediente. El pistolero se puso en cuclillas a su lado, de modo que Jake quedara a la sombra.
—Bebe.
—No toca beber hasta…
—Bebe.
El chico bebió tres sorbos. El pistolero humedeció un extremo de la manta, ya un tanto desteñida, y pasó el tejido mojado sobre la frente y las muñecas del chico, resecas por la fiebre.
—A partir de ahora todos los días a esta hora nos tomaremos un descanso. Quince minutos. ¿Quieres dormir?
—No. —El chico lo contempló con expresión avergonzada. El pistolero le devolvió la mirada sin inmutarse y, con aire abstraído, extrajo uno de los cartuchos de su cinturón y comenzó a darle vueltas entre los dedos para ejecutar el truco del howken. El chico lo miraba fascinado.
—Muy hábil —comentó.
El pistolero asintió.
—¡Ea! —Hizo una pausa—. Cuando yo tenía tu edad, vivía en una ciudad amurallada. ¿Te lo había dicho?
El chico negó con la cabeza, soñoliento.
—Pues así era. Y había un hombre malvado…
—¿El sacerdote?
—Bien, para serte sincero, a veces me lo he preguntado —contestó el pistolero—. Ahora creo que si ellos fueron dos, debieron haber sido hermanos. Quizá incluso gemelos. Pero ¿los vi juntos alguna vez? No, nunca lo hice. Este hombre malvado… este Marten… era un mago… como Merlin. ¿Te hablaron alguna vez de Merlin allí donde vivías, Jake?
—Merlin y Arturo y los caballeros de la Tabla Redonda —dijo Jake, como en sueños.
El pistolero sintió que una sacudida le recorría el cuerpo.
—Sí —prosiguió—. Arthur Eld, dices verdad, digo gracias. Entonces yo era muy joven…
Pero el chico, todavía sentado y con las manos pulcramente dobladas sobre su regazo, ya se había dormido.
—¿Jake?
—¡Ea!
El sonido de esta palabra, al surgir de la boca del chico, le causó fuerte impresión, pero el pistolero no dejó que su voz lo delatara.
—Cuando haga chascar los dedos, despertarás. Te sentirás fresco y descansado. ¿Me has entendido?
—Sí.
—Pues ahora échate.
El pistolero sacó la bolsita con papel y tabaco y lió un cigarrillo. Le faltaba algo. Lo buscó, a su manera diligente y minuciosa, y no tardó en encontrarlo. Lo que faltaba era aquella exasperante sensación de prisa, el temor a quedarse atrás en cualquier momento, a que el rastro se desvaneciera y solo le restara un trozo de hilo roto en las manos. Todo eso había desaparecido y, poco a poco, el pistolero iba sintiéndose más seguro de que el hombre de negro deseaba que lo atrapara. Cuídate del hombre que finge cojera.
¿Qué ocurriría luego?
La pregunta era demasiado vaga para suscitarle interés. Cuthbert sí que la habría hallado interesante, de interés vital (probablemente como una broma), pero Cuthbert ya no estaba, al igual que el Cuerno de los Deschain, y el pistolero solo podía seguir adelante de la manera que él sabía.
Mientras fumaba contempló al chico, y sus pensamientos volvieron a Cuthbert, que siempre reía —riendo se había encaminado a la muerte—, a Cort, que no reía nunca, y a Marten, que sonreía a veces con una sonrisa fina y silenciosa, de cierto brillo inquietante… como un ojo que se entreabre en la penumbra y deja ver la sangre. También existía el halcón, por supuesto. El halcón se llamaba David, como el muchacho de la honda en la antigua leyenda. David, estaba seguro, no conocía otra cosa que la necesidad de matar, desgarrar y sembrar el terror. Como el mismo pistolero. David no era ningún aficionado, siempre jugaba en el centro de la pista.
Excepto, quizá, al final.
El pistolero se sintió como si su estómago ascendiera dolorosamente a la altura del corazón, pero no alteró el rostro. Observó cómo el humo de su cigarrillo se elevaba en el cálido aire del desierto hasta difuminarse, y recobró el hilo de sus pensamientos.
OCHO
El firmamento era blanco, perfectamente blanco. El olor a lluvia impregnaba el aire, y el aroma de los setos vivos y del césped era dulce e intenso. La primavera, lo que algunos llamaban Tierra Nueva, estaba en su apogeo.
David, posado sobre el brazo de Cuthbert, era como una pequeña máquina de destrucción de brillantes ojos dorados que lo fulminaban todo con la mirada. La tira de cuero crudo que sujetaba sus pihuelas quedaba enlazada descuidadamente en el brazo de Cuthbert.
Cort —la figura silenciosa con pantalones de cuero remendados y camisa de algodón verde ceñida con un viejo y ancho cinturón de infantería— se mantenía de pie, algo separado de los dos muchachos. El verde de su camisa se fundía con los setos y con el ondulante césped de los Patios Posteriores, donde las damas aún no habían comenzado el juego de Puntos.
—Prepárate —le susurró Roland a Cuthbert.
—Estamos preparados —respondió Cuthbert, lleno de confianza—. ¿No es verdad, Davey?
Hablaban en la baja lengua, el idioma compartido por marmitones y escuderos; aún estaba muy lejano el día en que les sería permitido utilizar su propia lengua en presencia de otros.
—Es un hermoso día para la caza. ¿No hueles a lluvia? Es…
Cort alzó bruscamente la jaula que sostenía en sus manos y dejó que se abriera uno de sus lados. El pichón salió de inmediato y se remontó hacia el cielo con raudo y palpitante aleteo. Cuthbert tiró del lazo pero actuó demasiado lentamente, fue una torpe parodia; el halcón ya había iniciado el vuelo. Tras una breve crispadura de alas recobró el equilibrio, se lanzó hacia arriba, rápido como una bala, y ganó altura sobre el pichón.
Cort se acercó a los muchachos con aire indiferente y proyectó su enorme y nudoso puño contra el oído de Cuthbert. El adolescente cayó sin el menor quejido, aunque contrajo los labios sobre las encías. De su oreja manó un lento hilillo de sangre que salpicó el verde intenso de la hierba.
—Has sido lento, gusano —le acusó.
Cuthbert se levantó con esfuerzo.
—Imploro tu perdón, Cort. Es que…
Cort le golpeó de nuevo, y de nuevo cayó Cuthbert por tierra. Esta vez la sangre fluyó con mayor abundancia.
—Habla en la Alta Lengua —le ordenó con voz suave. Era una voz sin inflexiones, con una leve ronquera de beodo—. Pronuncia tu acto de contrición en el lenguaje de la civilización, por la que han muerto hombres mucho mejores de lo que tú llegarás a ser nunca, gusano.
Cuthbert se incorporó por segunda vez. Sus ojos refulgían con el brillo de las lágrimas, pero sus labios apretados componían una nítida línea de odio, que no temblaba en absoluto.
—Estoy afligido —dijo Cuthbert, con voz tensa y sin aliento—. He olvidado el rostro de mi padre, cuyas pistolas espero llevar algún día.
—Eso es, mocoso —asintió Cort—. Reflexionarás sobre lo que has hecho mal, y el hambre afinará tus reflexiones. No cenarás. No desayunarás.
—¡Mirad! —gritó Roland, señalando hacia lo alto.
El halcón se había remontado por encima del aleteante pichón. Por unos instantes planeó en el blanco aire primaveral, extendidas e inmóviles las cortas y musculosas alas; de repente, las recogió y cayó como una piedra. Los dos cuerpos se confundieron y por un momento a Roland le pareció ver sangre en el aire… aunque quizá fueran únicamente imaginaciones. El halcón emitió un breve chirrido de triunfo. El pichón cayó al suelo batiendo las alas con impotencia y Roland corrió hacia la víctima, dejando atrás a Cort y al castigado Cuthbert.
La rapaz había aterrizado junto a su presa y, complacida, le desgarraba el rollizo pecho blanco. Unas cuantas plumas cayeron planeando lentamente.
—¡David! —gritó el joven, mientras arrojaba al halcón un pedazo de carne de conejo extraído de su bolsa. El ave lo atrapó al vuelo y lo engulló con una sacudida hacia arriba del lomo y la garganta, y Roland trató de enlazar sus pihuelas.
El halcón se revolvió casi despistadamente y desgarró la piel del brazo de Roland, dejándole un largo colgajo. Al instante, regresó a su comida.
Con un gruñido, Roland enlazó de nuevo la pihuela y esta vez detuvo el afilado pico del ave con un guantelete de cuero. Tras darle un segundo pedazo de carne encapuchó al animal. David se posó dócilmente en su muñeca.
Roland se irguió lleno de orgullo, con el halcón posado en su brazo.
—¿Puedes decirme qué es esto? —inquirió Cort, señalando la goteante herida en el antebrazo de Roland. El muchacho se preparó a recibir el golpe y contrajo la garganta para no proferir ningún grito, pero esta vez no hubo golpe.
—Me ha atacado —explicó Roland.
—Lo has cabreado —afirmó Cort—. El halcón no te teme, muchacho, y nunca te temerá. El halcón es el pistolero de Dios.
Roland se limitó a mirar a Cort, sin decir nada. No era un muchacho imaginativo, y si Cort pretendía que dedujera una lección de sus palabras, no dio en el blanco; Roland era lo bastante pragmático como para suponer que tal vez aquella fuera una de las contadísimas frases sin sentido que le había oído alguna vez a Cort.
Cuthbert llegó junto a ellos y le sacó la lengua a Cort, sintiéndose a salvo en su lado ciego. Roland no sonrió, pero le hizo una inclinación de cabeza.
—Ya podéis iros —dijo Cort, mientras se hacía cargo del halcón. A continuación, volviéndose hacia Cuthbert, añadió—: Pero recuerda tu reflexión, gusano. Y tu ayuno. Esta noche y mañana por la mañana.
—Sí —respondió Cuthbert, con solemne formalidad—. Gracias por este día tan instructivo.
—Vas aprendiendo —admitió Cort—. Pero tu lengua tiene la mala costumbre de asomarse por tu estúpida boca cuando tu instructor te vuelve la espalda. Quizá llegue el día en que tú y ella aprendáis cuáles son vuestros respectivos lugares—. Y golpeó a Cuthbert de nuevo, esta vez entre los ojos y lo bastante fuerte como para que Roland oyera un ruido sordo como el que produce el mazo cuando un pinche de cocina espita una barrica de cerveza. Cuthbert cayó desplomado de espaldas sobre la hierba, con ojos nublados, aturdido. Cuando pudo ver normalmente otra vez, miró fogosamente a Cort revelando todo su odio, y era un aguijón tan brillante como la sangre del palomo en el centro de cada uno de sus ojos. Cuthbert sacudió la cabeza y separó los labios en una pavorosa sonrisa que Roland no había visto jamás.
—Entonces hay esperanza para ti —dijo Cort—. Cuando te creas preparado, ven a por mí, gusano.
—¿Cómo lo has sabido? —preguntó Cuthbert, con los dientes apretados.
Cort se volvió hacia Roland tan velozmente que este estuvo a punto de retroceder y caerse, y entonces hubieran yacido ambos sobre la hierba, decorando el césped nuevo con su sangre.
—Lo he visto reflejado en los ojos de este gusano —explicó—. No lo olvides, Cuthbert Allgood. Esta es la última lección de hoy.
Cuthbert asintió de nuevo, volviendo a mostrar la terrible sonrisa de antes, y dijo:
—Estoy afligido. He olvidado el rostro…
—Corta el rollo —le interrumpió Cort, desinteresándose del asunto. Se volvió hacia Roland—. Iros ya, los dos. Si tengo que seguir viendo vuestras estúpidas caras de gusano durante más tiempo, acabaré vomitando y me perderé una buena comida.
—Vamos —dijo Roland.
Cuthbert sacudió la cabeza para despejarse y se puso en pie. Cort ya había comenzado a descender por la ladera con zancadas patituertas. Una figura poderosa y en cierto modo prehistórica. Al ir encorvado, inclinaba la cabeza y su coronilla afeitada y curtida se erguía oblicuamente.
—He de matar a ese hijo de puta —declaró Cuthbert, todavía sonriendo. En su frente comenzaba a formarse un gran chichón, feo y amoratado.
—No será ninguno de los dos quien lo haga —replicó Roland, empezando a sonreír a su vez—. Podemos ir a cenar a la cocina del oeste. El cocinero nos dará algo.
—Se lo dirá a Cort.
—No es amigo de Cort —objetó Roland. Luego, encogiéndose de hombros, añadió—: ¿Y qué si se lo dice?
Cuthbert le devolvió la sonrisa.
—Claro. Muy bien. Siempre he deseado saber cómo se ve el mundo cuando a uno le han retorcido la cabeza hacia atrás y de arriba abajo.
Echaron a andar sobre el verde césped, el uno junto al otro, proyectando sus sombras bajo la hermosa luz prima: veral.
NUEVE
El jefe de la cocina del oeste se llamaba Hax. Se trataba de un hombre enorme, de color del petróleo crudo, enfundado en blancas prendas manchadas de comida. Una cuarta parte de sus antepasados eran negros, una cuarta parte amarillos, una cuarta parte de las Islas del Sur, ya casi olvidadas (el mundo se había movido), y una cuarta parte de solo Dios sabía dónde. Se movía por las tres humeantes salas de altos techos como un tractor en primera, calzado con inmensas babuchas de califa. Era uno de esos adultos, bastante escasos, que se comunican bien con los niños y que los quieren a todos con imparcialidad; no de una manera empalagosa, sino de un modo práctico que a veces puede conllevar un achuchón, al igual que un importante acuerdo comercial puede conllevar a un apretón de manos. Quería incluso a los muchachos que habían iniciado el camino de las pistolas, aunque eran distintos a los demás niños —no siempre efusivos y un tanto peligrosos, no a la manera de los adultos, sino más bien como si fuesen niños corrientes un poco chiflados—, y Bert no era el primer pupilo de Cort al que había dado de comer a escondidas. En aquellos momentos Hax se hallaba ante una enorme y azarosa cocina eléctrica, que era uno de los seis electrodomésticos aún en funcionamiento de todo el país. Aquellos eran sus dominios y se quedó a contemplar cómo ambos muchachos engullían los pedazos de carne con salsa que les había servido. Por detrás, por delante y por todas partes pinches de cocina, sollastres y un sinfín de subalternos iban de un lado a otro en aquel ambiente húmedo y espumante, haciendo resonar sartenes, removiendo estofados y afanándose como esclavos con las patatas y las verduras de las regiones inferiores. En la penumbra de una gran despensa auxiliar una mujer de la limpieza, de cara pastosa y miserable y cabellos recogidos con un harapo, salpicaba el suelo de agua con una bayeta.
Uno de los marmitones corrió hacia el cocinero, seguido por un hombre de la Guardia.
—Este hombre quiere verte, Hax.
—Muy bien. —Hax saludó al Guardia con una ligera inclinación de cabeza, y este le saludó a su vez—. Vosotros dos —añadió, volviéndose hacia los muchachos—. Decidle a Maggie que os dé un pedazo de tarta. Y luego, os largáis. No me metáis en problemas.
Más tarde, ambos recordarían esa frase: No me metáis en problemas.
Asintieron los dos y fueron en busca de Maggie, que les entregó sendos platos con generosas raciones de tarta… cautelosamente, como si fueran perros salvajes que pudieran morderle la mano.
—Vamos a comérnosla a las escaleras —propuso Cuthbert.
—De acuerdo.
Tomaron asiento tras una grandiosa balaustrada de piedra, donde no podían ser vistos desde la cocina, y devoraron la tarta ayudándose con los dedos. Apenas habían transcurrido unos instantes cuando vieron unas sombras proyectadas sobre la pared curva frente a la amplia escalinata. Roland asió del brazo a Cuthbert.
—Vámonos —dijo—. Viene alguien.
Cuthbert alzó la mirada, con la cara manchada de confitura y una expresión sorprendida.
Pero las sombras se detuvieron, quedando ellos fuera de su alcance. Eran Hax y el hombre de la Guardia. Los muchachos permanecieron donde estaban; si se movían, en aquel momento, podía ser que les oyeran.
—… el hombre bueno —estaba diciendo el Guardia.
—¿Farson?
—Dentro de dos semanas —asintió el Guardia—. O puede que tres. Tienes que venir con nosotros. Llegará una remesa de los depósitos de mercancías… —Un fragoroso estrépito de cacharros y una andanada de imprecaciones contra el descuidado pinche que los había hecho caer sofocaron el resto de la frase, pero los dos muchachos aún alcanzaron a oír las últimas palabras del Guardia—… carne envenenada.
—Será arriesgado.
—No preguntes qué puede hacer por ti el hombre bueno… —comenzó el Guardia.
—… sino qué puedes hacer tú por él —concluyó Hax. Luego, con un suspiro, añadió—: Soldado, no preguntes.
—Ya sabes lo que eso podría significar —observó el Guardia con calma.
—Ea. Y también sé cuáles son las responsabilidades que tengo para con él; no hace falta que me des lecciones. Lo quiero tanto como tú. Y si me lo pidiera, lo seguiría hasta el mar; eso haría.
—De acuerdo. La carne vendrá marcada para conservación a corto plazo en tus neveras. Pero tendrás que ser rápido. No lo olvides.
—¿Hay niños en Taunton? —preguntó el cocinero. En realidad, no era una pregunta.
—Hay niños en todas partes —respondió el Guardia suavemente—. Es por los niños que nos preocupamos; por lo que él se preocupa.
—Carne envenenada. Una manera muy extraña de preocuparse por los niños. —Hax emitió un pesado y sibilante suspiro—. ¿Se revolcarán por el suelo sujetándose el vientre y llamando a sus mamás? Supongo que sí.
—Será como si se quedaran dormidos —respondió el Guardia, pero su voz sonó demasiado razonable llena de confianza.
—Naturalmente —asintió Hax, y se echó a reír.
—Tú mismo lo has dicho: «Soldado, no preguntes». ¿Acaso te gusta ver a los niños bajo el dominio de las armas cuando podrían estar bajo las manos de él, listos para comenzar a construir un nuevo mundo?
Hax no contestó.
—Dentro de veinte minutos entro de servicio —prosiguió el Guardia, con voz de nuevo serena—. Dame un pedazo de carne asada y pellizcaré a una de tus chicas para que se ría un ratito. Cuando me vaya…
—Mi carne no te dará calambres en el estómago, Robeson.
—Me parece… —Pero las sombras se alejaron y sus voces se perdieron.
Habría podido matarlos, pensó Roland, inmóvil y fascinado. Habría podido matarlos a los dos con mi cuchillo, rajarles la garganta como si fueran cerdos. Se miró las manos, sucias de salsa y confitura, y del polvo de las lecciones del día.
—Roland.
Se volvió hacia Cuthbert. Se miraron durante unos momentos en la fragante semipenumbra, y Roland paladeó un sabor de cálida desesperación. Lo que en aquellos momentos experimentaba habría podido ser una especie de muerte, algo tan brutal y definitivo como la muerte del pichón en el blanco firmamento sobre el campo de juegos. ¿Hax?, se preguntó, estupefacto. ¿Hax, que aquella vez me puso un emplasto en lapierna? ¿Hax? Y entonces su mente se cerró de pronto y excluyó tales pensamientos.
Lo que veía en el alegre e inteligente rostro de Cuthbert no era nada, nada en absoluto. Los ojos de Cuthbert reflejaban la evidencia de la perdición de Hax. En los ojos de Cuthbert, ya se había consumado. Hax les dio de comer y ellos se dirigieron a las escaleras y entonces Hax había cometido un error al llevar al Guardia llamado Robeson hacia la esquina equivocada de la cocina para sostener su traicionero tete-a-tete. El ka había actuado como ka solía hacerlo, tan repentinamente como una piedra rodando por una colina. Eso era todo.
Los ojos de Cuthbert eran los ojos de un pistolero.
DIEZ
El padre de Roland acababa de regresar de las tierras altas y parecía hallarse fuera de lugar entre los cortinajes y los perifollos de chifón del salón principal, al que al muchacho se le permitía acceder desde muy poco antes, como reconocimiento por su aprendizaje.
Steven Deschain iba vestido con téjanos negros y una camisa de faena de color azul. Llevaba la capa sucia y polvorienta, y desgarrada en un punto hasta el forro. Colgaba descuidadamente de uno de sus hombros, sin consideración alguna hacia la forma en que contrastaba con la elegancia de la habitación. El hombre estaba terriblemente delgado y al bajar la vista hacia su hijo dio la impresión de que el poblado mostacho le lastraba la cabeza. Las cartucheras cruzadas sobre sus caderas pendían en el ángulo exacto que convenía a sus manos; a la lánguida luz de aquel interior, las cachas de madera de sándalo parecían apagadas y soñolientas.
—El cocinero jefe —repitió su padre suavemente—. ¡Imagínate! Los rieles que volaron en las tierras altas, al término de la vía. El ganado muerto en Hendrickson. Y tal vez incluso… ¡Imagínate! ¡Imagínate!
Estudió a su hijo con mayor detenimiento.
—Te remuerde la conciencia.
—Como el halcón —dijo Roland—: remuerde. —Se echó a reír, más por la sorprendente conveniencia de la metáfora que porque hallara algo de jocoso en la situación.
Su padre sonrió.
—Sí —añadió Roland—. Supongo que… me remuerde la conciencia.
—Cuthbert estaba contigo —observó su padre—. A estas horas, ya se lo habrá contado a su padre. —Sí.
—Os dio de comer a los dos, aunque Cort…
—Sí.
—¿Y Cuthbert? ¿Crees que él también tiene remordimientos?
—No lo sé. —La idea carecía de importancia. No le interesaba comparar sus sentimientos con los de otras personas.
—¿Es porque tienes la sensación de haber causado la muerte de un hombre?
De mala gana, Roland se encogió de hombros, repentinamente insatisfecho con este interrogatorio sobre sus motivos.
—Pero me lo has dicho. ¿Por qué?
El joven abrió mucho los ojos.
—¿Cómo no iba a decírtelo? La traición es…
Su padre le interrumpió con un imperioso ademán.
—Si lo has hecho por un motivo tan mezquino como una idea sacada de un libro de texto, ha sido algo indigno. Preferiría ver a todo Taunton envenenado.
—¡No es por eso! —Las palabras surgieron de él con violencia—. Quería verlo muerto. ¡A los dos! ¡Embusteros! ¡Negros embusteros! ¡Serpientes! Ellos…
—Adelante.
—Me han hecho daño —concluyó, desafiante—. Me han hecho algo. Han hecho que algo cambiara. Por eso quería matarlos. Quería matarlos allí mismo.
Su padre asintió.
—Eso es crudo, Roland, pero no indigno. Ni moral tampoco. De hecho… —Miró a su hijo—. Es posible que la moral siempre esté fuera de tu alcance. No eres vivo como Cuthbert o el chico de Vannay. Eso te hará formidable.
El muchacho, antes impaciente, se sintió a la vez halagado e inquieto.
—Y Hax…
—Oh, lo colgaremos.
El chico asintió.
—Quiero verlo.
El viejo Deschain echó la cabeza atrás y se rió a carcajadas.
—No tan formidable como creía… o quizá igual de estúpido. —Cerró bruscamente la boca. Una mano se alzó como un relámpago y aferró dolorosamente el brazo del muchacho. Roland hizo una mueca, pero no se arredró. Su padre lo escrutó con fijeza y el muchacho sostuvo su mirada, aunque le resultó más difícil que ponerle la caperuza al halcón.
—Muy bien —dijo al fin, y giró bruscamente para irse.
—¿Padre?
—¿Qué?
—¿Sabes de quién estaban hablando? ¿Sabes quién es el hombre bueno?
Su padre volvió la cabeza y lo miró con expresión especulativa.
—Sí. Creo que sí.
—Si lo atrapas —prosiguió Roland, a su manera lenta y meditabunda—, no habrá que… estirarle el cuello a nadie más, como al cocinero.