UNO
El hombre de negro huía a través del desierto, y el pistolero iba en pos de él.
El desierto era inmenso, la apoteosis de todos los desiertos, y se extendía bajo el firmamento en todas direcciones, como una eternidad. Blanco, cegador, reseco, desprovisto de cualquier rasgo distintivo salvo por la tenue silueta brumosa de las montañas recortadas en el horizonte y por la hierba del diablo, que producía dulces sueños, pesadillas y muerte. Alguna que otra lápida señalaba el camino, pues el borroso sendero que serpenteaba sobre la gruesa corteza alcalina otrora había sido una carretera. Por allí habían pasado diligencias y bigas. Desde entonces, el mundo se había movido. El mundo se había vaciado.
Al pistolero lo había asaltado un vértigo momentáneo, una sensación de vahído que hizo que el mundo entero fuera algo efímero, un objeto que casi se podía atravesar con la mirada. La sensación se desvaneció y, al igual que el mundo sobre cuyo pellejo caminaba, también él se movió. Atravesó los kilómetros impasiblemente, sin apresurarse ni entretenerse. De su cintura pendía un odre de cuero, como una salchicha inflada. Estaba casi lleno de agua. En el transcurso de muchos años había ido avanzando en el khef hasta alcanzar quizá el quinto nivel. Si hubiera sido un santo varón de los manni ni siquiera habría estado sediento; habría podido observar la deshidratación de su cuerpo con un desapegado interés clínico, enviando el agua a sus resquicios y oscuros huecos internos solo cuando su lógica se lo indicara. Sin embargo no era un manni, ni un discípulo del Jesús Hombre, y de ninguna manera se consideraba santo. En otras palabras, no era más que un simple viajero, y todo lo que podía decir con absoluta certeza era que estaba sediento. Y aun así, no tenía el anhelo especial de beber. De una manera vaga, todo aquello lo complacía. Era lo que la tierra necesitaba, era una tierra sedienta, y en su larga vida él no había hecho más que adaptarse.
Por debajo del odre de agua se hallaban las pistolas, cuyo peso se adaptaba a su mano con toda precisión. Al heredarlas les había agregado una placa porque su padre había sido menos robusto y no tan alto como él. Las dos correas se cruzaban sobre su bajo vientre. Las fundas estaban tan bien engrasadas que ni siquiera aquel sol de justicia podría agrietarlas. Las culatas de los revólveres eran de sándalo, amarillas y de finísima textura. Las fundas iban sujetas a los muslos mediante cordones de cuero sin curtir, y oscilaban un poco con cada paso; habían rozado los téjanos (y adelgazado la tela) en un par de arcos que casi parecían sonrisas. Las vainas de latón de los cartuchos embutidos en las cananas centelleaban y emitían destellos como un heliógrafo bajo el sol. Ahora había menos de ellas. El cuero crujía levemente.
Su camisa, incolora como la lluvia o el polvo, era de cuello abierto, con una tirilla de cuero enlazada con holgura en los ojales perforados a mano. Su sombrero había desaparecido, al igual que el cuerno que alguna vez llevara con él; aquel cuerno había desaparecido años atrás, lo había dejado caer la mano de un amigo moribundo, y los extrañaba a ambos.
Superó la suave pendiente de una duna (aunque allí no había arena; el suelo del desierto era compacto, e incluso los duros vendavales que soplaban al caer la noche levantaban apenas una irritante polvareda, tan áspera como el polvo de fregar) y vio los pisoteados restos de una minúscula fogata en la vertiente umbría, allí donde el sol desaparecía primero. Aquellos pequeños signos, que reafirmaban la posible humanidad del hombre de negro, siempre le habían complacido. Sus labios se extendieron sobre los marcados y descamados restos de la cara, formando una sonrisa desagradable y dolorosa. Se puso en cuclillas.
Había prendido la hierba del diablo, naturalmente. Era la única cosa que podía arder por aquellos parajes. Emitía una luz grasienta y mortecina, y se consumía lentamente. Los moradores de los confines le habían advertido que los diablos vivían incluso en las llamas; aquellos, aunque utilizaban la hierba como combustible, evitaban mirar su luz. Decían que los diablos hipnotizaban y hacían señas, y finalmente atraían al que fijara su vista en la hoguera. Y el siguiente hombre que fuera lo bastante incauto como para mirar el fuego tal vez pudiera verte a ti.
La hierba quemada estaba dispuesta en el ya familiar diseño ideográfico, y se deshizo en una gris carencia de significado bajo la mano del pistolero. Entre las cenizas no había nada más que un fragmento de tocino chamuscado, y lo ingirió con aire pensativo. Siempre era lo mismo. El pistolero llevaba ya dos meses persiguiendo al hombre de negro a través del desierto, a través de aquella interminable desolación de purgatorio, monótona hasta la locura, y aún no había hallado más que los higiénicos y estériles ideogramas de las fogatas del hombre de negro. No había encontrado siquiera una lata, una botella o un odre de agua (el pistolero ya había dejado cuatro tras de sí, que parecían mudas de serpiente). No había encontrado excrementos. Suponía que el hombre de negro los enterraba.
Puede que las fogatas sean un mensaje, escrito en Letras Mayores. No te acerques, compañero. O bien El fin se aproxima. O quizá incluso Ven y atrápame. No le importaba lo que decían o dejaban de decir. No comprendía los mensajes, si de eso se trataban. Lo que le importaba era que aquellas cenizas estaban tan frías como todas las demás. Sabía que estaba más cerca, pero ignoraba por qué lo sabía. Una especie de hechizo, quizá. Tampoco eso le importaba. Continuaría avanzando hasta que algo cambiara, y si nada lo hacía, él continuaría de todas formas. Habrá agua si Dios quiere, como decían los antiguos. Habrá agua si Dios quiere, incluso en el desierto. El pistolero se puso en pie y se frotó las manos.
Ninguna otra pista; el viento, cortante como una cuchilla, habría borrado sin duda las escasas huellas que hubieran podido quedar en la dura corteza. No había ni un signo de dónde podían estar enterrados los desechos o los excrementos. Nada. Solamente aquellas cenizas frías a lo largo de la antigua carretera que se dirigía al sudeste y el implacable telémetro que llevaba en la cabeza. Aunque por supuesto era algo más que eso; la atracción que ejercía el sudeste era más que un simple sentido de la orientación, incluso más que el magnetismo.
Tomó asiento y se permitió un breve sorbo del odre. Pensó en el rápido vértigo que había experimentado por la mañana, esa sensación de haber sido casi arrancado del mundo, y se preguntó qué significaría. ¿Por qué ese mareo le había hecho pensar en el cuerno y en el último de sus viejos amigos, ambos perdidos hacía ya tanto tiempo en la Colina de Jericó? Todavía conservaba las pistolas —las pistolas de su padre—, y seguramente eran más importantes que los cuernos… incluso que los amigos.
¿Lo eran?
La pregunta era extrañamente preocupante, pero como no parecía haber más respuesta que la obvia la hizo a un lado, tal vez para reconsiderarla más tarde. Escrutó el desierto y alzó la vista hacia el sol, que se deslizaba ya por el cuadrante más remoto del cielo el cual, alarmantemente, no era el verdadero oeste. Se incorporó, sacó los guantes, que llevaba sujetos bajo el cinturón, y comenzó a arrancar manojos de hierba del diablo para su propia hoguera y a depositarlos sobre las cenizas que había dejado el hombre de negro. Esta ironía, como el romanticismo que hallaba en la sed, le resultó amargamente atractiva.
No utilizó el eslabón y el pedernal hasta que lo único que quedaba del día fue el fugitivo calor del suelo bajo sus pies y una sardónica línea naranja sobre el monocromo horizonte. Se sentó con la artilla desplegada sobre los muslos, observando pacientemente hacia el sudeste, en dirección a las montañas, no porque albergara la esperanza de divisar la línea de humo, fina y vertical, de una nueva fogata, sino sencillamente porque observar formaba parte de la persecución, algo que poseía cierta amarga satisfacción. «No encontrarás algo si no lo buscas, gusano —habría dicho Cort—. Mantén abiertos esos ojos que los dioses te han dado, ¿quieres?».
Pero no vio nada. Estaba cerca, aunque solo relativamente; no tanto como para distinguir el humo en el crepúsculo o el parpadeo naranja de la fogata.
Frotó el eslabón en el pedernal e hizo saltar chispas sobre la hierba seca y desmenuzada, mientras murmuraba las viejas y poderosas palabras sin sentido: «La oscuridad enciende, ¿quién es mi padre? ¿Me tenderé? ¿Me quedaré? Bendice el campamento, haz que el fuego brille». Era extraña la manera en que ciertas palabras y costumbres de la infancia caían al borde del camino y se dejaban atrás, en tanto que otras se mantenían firmes y te acompañaban durante toda la vida, tornándose más pesadas a medida que pasaba el tiempo.
Se tendió contra el viento, dejando que el ensoñador humo soplara hacia el erial. El viento, salvo por algún movedizo diablo de polvo, permanecía constante.
En lo alto, las estrellas, también constantes, no parpadeaban. Soles y mundos a millones. Vertiginosas constelaciones, fuego helado en todos los tonos primarios. Mientras miraba, el cielo cambió de violeta a ébano. Un meteorito trazó un arco fugaz y espectacular por debajo de la Vieja Madre, y se desvaneció. El fuego dibujaba extrañas sombras a medida que la hierba del diablo iba ardiendo lentamente y se asentaba en nuevos diseños; no ideogramas, sino entramados aleatorios vagamente amenazadores por su propio aplomo pragmático. El pistolero había dispuesto el combustible no de forma intencionada, sino funcional. Le hablaba de blancos y negros. Le hablaba de un hombre que podía componer malas imágenes en extraños cuartos de hotel. La fogata ardía con llamas lentas y constantes, y en su núcleo incandescente danzaban espectros. El pistolero no lo veía. Los dos diseños, arte y habilidad, se fundieron mientras dormía. Gimió la ventisca, una bruja con cáncer en la barriga. De vez en cuando, una perversa corriente descendente hacía que el humo se arremolinara y flotara hacia él, y esporádicas vaharadas llegaban a tocarlo. Estas le producían sueños, del mismo modo en que un pequeño cuerpo extraño es capaz de producir una perla en una ostra. De vez en cuando el pistolero gemía con el viento. Las estrellas permanecían tan indiferentes a esto como lo eran a guerras, crucifixiones y resurrecciones. También eso lo habría complacido.
DOS
Había bajado por la ladera de la última estribación llevando del ronzal a su mula, cuyos ojos estaban ya muertos y abombados a causa del calor. Hacía ya tres semanas que había cruzado la última población y desde entonces solo había visto la desierta ruta de las diligencias y algún que otro grupo de casuchas de tepe arracimadas, donde habitaban los moradores de los confines. Los grupos de viviendas iban degenerando en chozas aisladas, ocupadas la mayoría por locos o leprosos. El pistolero descubrió que prefería la compañía de los locos. Uno de ellos le había entregado una brújula Silva de acero inoxidable, rogándole que se la diera a Jesús Hombre. El pistolero la aceptó solemnemente. Si alguna vez lo veía, le cedería la brújula. No creía que algo así fuera a ocurrir, pero todo era posible. En una ocasión había visto un taheen —un hombre con cabeza de cuervo—, pero la cosa había huido soltando unos graznidos que podrían haber sido palabras. Que incluso podrían haber sido maldiciones.
Cinco días habían transcurrido desde la última choza, y ya empezaba a sospechar que no encontraría ninguna otra cuando llegó a la cima de la última loma erosionada y divisó la forma familiar de un bajo techo de tepe.
El morador, un hombre de sorprendente juventud con una desgreñada mata de pelo de color fresa que le llegaba casi a la cintura, estaba desherbando una diminuta parcela de maíz con celoso abandono. La mula resolló asmáticamente y el morador alzó la vista, centrando al instante los brillantes ojos azules en la figura del pistolero. El morador no parecía estar armado, sin arcos ni bas a la vista del pistolero. Levantó ambas manos en un brusco saludo y se inclinó de nuevo sobre el maíz para formar un caballón en la hilera más cercana a su choza, encorvado, arrojando por encima del hombro la hierba del diablo y alguna que otra planta de maíz atrofiada. Su cabellera ondulaba y flotaba al viento, que en aquellos momentos provenía directamente del desierto, sin que nada lo contuviera.
El pistolero descendió poco a poco por la ladera guiando a la mula, sobre la que se bamboleaban los odres de agua con un ruido de chapoteo. Se detuvo al borde de la pedregosa parcela, tomó un sorbo de uno de los odres, para aumentar la salivación, y escupió al árido suelo.
—Vida para su cosecha.
—Vida para la suya —respondió el morador, incorporándose. Se oyó cómo le crujía la espalda. Estudió al pistolero sin ningún temor. La poca cara visible entre la barba y los cabellos no parecía estar marcada por la putrefacción y sus ojos, aunque un tanto salvajes, parecían cuerdos—. Largos días y gratas noches, forastero.
—Y que veas el doble.
—Improbable —respondió el morador, soltando una breve risita—. Solo tengo maíz y judías —anunció—. El maíz es gratis, pero tendrá que darme algo por las judías. Un hombre viene a traérmelas de vez en cuando. Nunca se queda mucho tiempo. —El morador profirió una breve risa—. Tiene miedo a los espíritus. También teme al hombre pájaro.
—Lo he visto. Al hombre pájaro, quiero decir. Huyó de mí.
—Ea, ha perdido su camino. Afirma estar buscando un lugar llamado Algul Siento, solo que a veces lo llama Cielo Azul o Celo Azul, no puedo asegurarlo. ¿Habéis escuchado nombrarlo?
El pistolero negó con la cabeza.
—Bien, no muerde ni espera, así que pueden jodérselo —dijo.
—¿Vos estáis vivo o muerto?
—Vivo —respondió el pistolero—. Usted habla como los manni.
—Estuve un tiempo con ellos, pero aquella vida no era para mí, demasiado raros, eran, siempre buscando los agujeros del mundo.
Eso es cierto, reflexionó el pistolero. Los manni eran grandes viajeros.
Se miraron en silencio durante unos instantes; luego el morador extendió la mano.
—Me llamo Brown.
El pistolero se la estrechó y le dijo su nombre. Mientras lo hacía, un cuervo descarnado graznó desde el aplastado techo de tepe. El morador lo señaló con un gesto fugaz.
—Ese es Zoltan.
Al escuchar su nombre el cuervo volvió a graznar y alzó el vuelo hacia Brown. Se posó en la cabeza del morador y se aseguró, hundiendo firmemente las garras en la enredada mata de pelo.
—Que te jodan —graznó jovialmente Zoltan—. Que te jodan a ti y al caballo en que viniste.
El pistolero asintió amistosamente.
—Judías, judías, la fruta musical —recitó el cuervo, inspirado—. Cuantas más comes, más resuenas.
—¿Le enseña usted eso?
—Me parece que es lo único que le interesa aprender —explicó Brown—. Una vez traté de enseñarle el padrenuestro. —Sus ojos se desviaron por un instante más allá de la choza, hacia el yermo áspero y sin relieve—. Supongo que este no es un país para padrenuestros. Sois un pistolero, ¿verdad?
—Sí. —Se acuclilló y sacó papel y tabaco. Zoltan se lanzó desde la cabeza de Brown y se posó, aleteando, en el hombro del pistolero.
—Creía que los de vuestra clase ya no existían.
—Entonces debería cambiar de idea, ¿no?
—¿Venís de Mundo Interior?
—Eso fue hace mucho —dijo el pistolero.
—¿Queda algo allí?
A esto el pistolero no respondió, pero su cara dejó entrever que convenía cambiar de tema.
—Vais detrás del otro, supongo…
—Sí. —A continuación formuló la inevitable pregunta—: ¿Cuánto hace que ha pasado por aquí?
Brown se encogió de hombros.
—No lo sé. Aquí el tiempo es extraño. Las distancias y las direcciones también. Más de dos semanas. Menos de dos meses. El hombre de las judías ha venido dos veces desde que lo vi. Diría que unas seis semanas. Es muy probable que me equivoque.
—Cuantas más comes, más resuenas —dijo Zoltan.
—¿Se detuvo aquí?
Brown asintió.
—Se quedó a cenar, igual que hará usted, supongo. Pasamos el rato.
El pistolero se puso en pie y el ave revoloteó de vuelta al techo dando graznidos. Sentía un anhelo peculiar y tembloroso.
—¿De qué habló?
Brown enarcó una ceja.
—No dijo gran cosa. Que si llovía alguna vez, que cuándo llegué aquí, que si había enterrado a mi esposa. Preguntó si ella era del pueblo manni y le dije que sí, ea, porque parecía saberlo de antemano. Yo llevé el peso de la conversación, y no es lo corriente. —Hubo una pausa, y el único sonido fue el de la ventolera—. Es un hechicero, ¿verdad?
—Entre otras cosas.
Brown asintió lentamente.
—Lo sabía. Sacó un conejo de la manga, destripado y listo para la olla. ¿Y usted lo es?
—¿Un hechicero? —rió—. Yo solo soy un hombre.
—Nunca lo atrapará.
—Lo atraparé.
Se miraron el uno al otro y se estableció una súbita corriente de simpatía entre los dos hombres, el morador en su parcela reseca y polvorienta, el pistolero en la dura ladera que descendía gradualmente hacia el desierto. Este último alargó la mano para coger el pedernal.
—Tenga. —Brown sacó una cerilla con cabeza de azufre y la encendió frotándola con una uña sucia de tierra. El pistolero acercó la punta del pitillo a la llamita y aspiró.
—Gracias.
—Querrá usted rellenar los pellejos —apuntó el morador, dándose la vuelta—. La fuente está bajo el alero de atrás. Empezaré a hacer la cena.
El pistolero avanzó cautelosamente entre las hileras de maíz y rodeó la parte de atrás de la vivienda. La fuente manaba al fondo de un pozo excavado a mano y revestido de piedras para impedir que se desmoronaran las paredes de tierra. Mientras descendía por la destartalada escalera, el pistolero calculó que aquellas piedras fácilmente podían representar dos años de trabajo: acarrearlas, arrastrarlas, colocarlas. El agua era clara pero fluía lentamente, y tardó un buen rato en llenar todos los odres. Mientras subía el segundo odre, Zoltan se detuvo en el borde del pozo.
—Que te jodan a ti y al caballo en que viniste —comentó.
Sobresaltado, el pistolero alzó la vista. El pozo tenía unos cinco metros de profundidad: a Brown le resultaría muy fácil arrojarle una piedra, romperle la cabeza y robarle todo lo que poseía. Solo un chiflado o un podrido no lo harían; Brown no era ninguna de las dos cosas. Sin embargo, Brown le gustaba, de modo que desechó la idea y juntó el resto del agua que Dios había enviado. Lo que Dios quisiera era asunto del ka, no suyo.
Cuando cruzó el umbral de la choza y descendió los escalones (la cabaña en sí quedaba bajo el nivel del suelo, a fin de retener y aprovechar el frescor de las noches), Brown estaba removiendo unas mazorcas de maíz sobre las ascuas del pequeño fuego con ayuda de una espátula de madera dura. Había dispuesto dos platos descascarillados en los extremos opuestos de una manta pardusca. El agua para las judías comenzaba a hervir en un caldero suspendido sobre el fuego.
—Le pagaré también el agua.
Brown no levantó la cabeza.
—El agua es un regalo de Dios, como supongo que sabréis. Las judías las trae Pappa Doc.
El pistolero emitió un gruñido que era una risa, se sentó con la espalda apoyada en una pared áspera, cruzó los brazos sobre el pecho y cerró los ojos. Al cabo de un rato le llegó hasta la nariz el olor a maíz tostado. Hubo un golpeteo como de guijarros cuando Brown vació un cucurucho de judías secas en el caldero. Un «tak-tak-tak» esporádico cuando Zoltan se paseaba inquieto por el techo. Estaba cansado; desde el horror que había ocurrido en Tuli, la última aldea, venía haciendo jornadas de dieciséis y hasta dieciocho horas. Y los últimos doce días había ido andando; la mula estaba al límite de sus fuerzas, viviendo solo por costumbre. Una vez conoció a un muchacho llamado Sheemie que tenía una mula. Sheemie ya no existía; ahora ninguno de ellos existía y solo quedaban dos: él y el hombre de negro. Había oído el rumor de otras tierras después de esta, tierras verdes en un lugar llamado Mundo Medio, pero era difícil de creer.
Aquí mismo, las tierras verdes parecían la fantasía de un niño.
«Tak-tak-tak».
Dos semanas, le había dicho Brown, o quizá tantas como seis. No importaba. En Tuli había calendarios, y la gente se acordaba del hombre de negro por el viejo que había curado al pasar. Tan solo un viejo moribundo por culpa de la hierba. Un viejo de treinta y cinco años. Y, si Brown estaba en lo cierto, el hombre de negro había perdido terreno desde entonces. Pero a partir de ahí empezaba el desierto. Y el desierto sería un infierno.
«Tak-tak-tak…».
Préstame tus alas, pájaro. Las desplegaré y planearé sobre las corrientes térmicas.
Se dispuso a dormir.
TRES
Brown lo despertó cinco horas más tarde. Había oscurecido. La única luz era el apagado resplandor cereza de las brasas amontonadas.
—Se ha muerto la mula —dijo Brown—. Ruego me disculpe. La cena está lista. —¿Cómo?
Brown se encogió de hombros.
—Tostada en las brasas y hervida, ¿cómo si no? ¿Tiene manías?
—No, la mula.
—Se ha tendido de lado y ya está. Parecía una mula vieja. —Y, con una nota de disculpa, añadió—: Zoltan se ha comido los ojos.
—Oh. —Como si no le sorprendiera—. Está bien.
Cuando se acomodaron ante la manta que hacía las veces de mesa, Brown volvió a sorprenderle al pronunciar una breve bendición: lluvia, salud, expansión para el espíritu.
—¿Cree en una vida futura? —preguntó el pistolero mientras Brown dejaba en su plato tres mazorcas de maíz calientes.
Brown asintió:
—Creo que es esta.
CUATRO
Las judías eran como balas y el maíz estaba duro. En el exterior, el viento silbaba y gemía incesantemente en torno a los aleros del techo, casi al nivel del suelo. El pistolero comió con ansia, deprisa, y bebió cuatro tazas de agua con la comida. Antes de terminar sonó un tableteo de ametralladora en la puerta. Brown se levantó y dejó entrar a Zoltan. El ave cruzó volando la habitación y se acurrucó pesarosamente en la esquina y masculló:
—Fruta musical.
—¿Alguna vez pensó en comérselo? —preguntó el pistolero.
El morador rió.
—Animal que habla no es tierno —dijo—. Pájaros, bili-brambos, judías humanas. Demasiado duros para comer.
Después de cenar, el pistolero ofreció su tabaco. Brown, el morador, lo aceptó ávidamente.
Ahora, pensó el pistolero. Ahora vendrán las preguntas.
Pero Brown no le preguntó nada. Se limitó a fumar el tabaco que tantos años antes había crecido en Garlan y a contemplar las moribundas ascuas del hogar. Dentro de la choza, la temperatura había descendido de manera perceptible.
—No nos dejes caer en la tentación —dijo de pronto Zoltan, apocalípticamente.
El pistolero se sobresaltó como si le hubieran disparado. De repente se sintió seguro de que todo aquello era una ilusión, de que el hombre de negro había urdido un ensalmo y estaba intentando decirle algo de una manera enloquecedoramente simbólica y oscura.
—¿Ha pasado por Tuli? —inquirió de pronto.
Brown asintió.
—Cuando vine hacia aquí, y otra vez antes para vender maíz y beber un vaso de whisky. Ese año había llovido. Duró quizá unos quince minutos. Pareció como si la tierra se abriera para sorber el agua. Al cabo de una hora estaba tan blanca y reseca como siempre. Pero el maíz… Dios, el maíz. Se lo veía crecer. Pero eso no era lo malo; también se lo oía, como si la lluvia le hubiera dado una boca. No era un sonido agradable. Daba la impresión de suspirar y quejarse al salir hacia la superficie. —Hizo una pausa—. Tenía de sobras, así que me lo llevé y lo vendí. Pappa Doc se ofreció a venderlo por mí, pero me habría estafado. Fui yo.
—¿No le gusta el pueblo?
—No.
—Estuvieron a punto de matarme —dijo el pistolero.
—¿Ah, sí?
—De eso doy fe con mi sello. Y maté a un hombre que había sido tocado por Dios —explicó—. Pero no había sido Dios sino el hombre que sacó el conejo de la manga. El hombre de negro.
—Le tendió una trampa.
—Dice verdad, digo gracias.
Se contemplaron a través de las sombras, y el instante adquirió matices de irrevocabilidad.
Ahora vendrán las preguntas.
Pero Brown, al parecer, no tenía nada que decir. Su cigarrillo era una colilla humeante pero, cuando el pistolero dio unos golpecitos sobre su petaca, Brown movió la cabeza.
Zoltan se agitó con inquietud, pareció estar a punto de hablar, se quedó inmóvil.
—¿Puedo contárselo? —preguntó el pistolero—. No soy un gran conversador, pero…
—A veces el hablar ayuda. Escucharé.
El pistolero buscó palabras para empezar y no halló ninguna.
—Tengo que hacer correr agua —anunció.
Brown asintió.
—Que corra sobre el maíz, por favor.
—Claro.
Subió los escalones y salió a la oscuridad. Las estrellas refulgían sobre su cabeza. El viento soplaba. La orina se arqueó sobre el polvoriento maizal en un tembloroso chorro. El hombre de negro lo había enviado allí. Quizá incluso Brown fuera el mismo hombre de negro. Quizá fuera…
El pistolero desechó estos pensamientos. La única contingencia que no había aprendido a afrontar era la posibilidad de su propia locura. Regresó al interior.
—¿Ha decidido ya si soy un encantamiento o no? —inquirió Brown, divertido.
El pistolero se detuvo en el minúsculo rellano, sobresaltado. Luego bajó pausadamente y se sentó.
—La idea había pasado por mi mente. ¿Lo es?
—En el caso de serlo, no lo sé.
Aquella respuesta no ayudaba demasiado, pero el pistolero decidió dejarla pasar.
—Había empezado a hablarle de Tuli.
—¿Ha crecido?
—Ha muerto —replicó el pistolero—. Yo lo maté. —Estuvo a punto de añadir: Y ahora voy a matarlo, por la única razón de no tener que dormir con un ojo abierto. Pero ¿había llegado a semejante extremo de comportamiento? Y si lo había hecho, ¿por qué preocuparse? ¿Por qué, si se había convertido en lo que deseaba?
—No quiero nada de vos, pistolero —dijo Brown—, excepto seguir estando aquí una vez que se haya marchado. No voy a implorar por mi vida, pero eso no significa que no pretenda continuar durante bastante tiempo más.
El pistolero cerró los ojos. La cabeza le daba vueltas.
—Dígame qué es usted —exigió con la voz ronca.
—Simplemente un hombre. Uno que no le hará daño. Y todavía deseo escucharlo si aún desea hablar.
A esto el pistolero no respondió.
—Supongo que no se sentirá a gusto hasta que yo se lo pregunte —observó Brown—, y lo haré: ¿Quiere hablarme de Tuli?
El pistolero se sorprendió al descubrir que esta vez las palabras sí aparecían. Comenzó a hablar en ráfagas entrecortadas que poco a poco se convirtieron en un fluido relato ligeramente desprovisto de inflexiones. Se sintió extrañamente excitado. Habló hasta bien entrada la noche. Brown no lo interrumpió para nada. Y tampoco el pájaro.
CINCO
Compró la mula en Pricetown, y cuando llegó a Tuli aún estaba fresca. El sol se había puesto una hora antes, pero el pistolero siguió viajando, orientándose primero por el resplandor del pueblo en el firmamento, luego por las notas asombrosamente nítidas de un piano de taberna en el que alguien tocaba «Hey Jude». La carretera iba ensanchándose a medida que convergían en ella otros caminos. Por aquí y por allí se alzaban las luces de chispa, todas muertas.
Los bosques habían desaparecido mucho antes, sustituidos por la monótona planicie: interminables campos desolados invadidos de fleo y matorrales, cabañas, espectrales fincas desiertas vigiladas por tristes y lóbregas mansiones en las que innegablemente vagaban los demonios; míseras chabolas desiertas, cuyos habitantes se habían marchado o bien voluntariamente o bien a la fuerza, y la casucha de algún morador ocasional, delatada únicamente por un punto de luz parpadeante en las tinieblas o por los hoscos y aislados clanes familiares que laboreaban los campos durante el día. El principal cultivo era el maíz pero también había alubias y unas pocas bayas de calalú. De vez en cuando una vaca huesuda lo miraba estúpidamente entre descortezados postes de aliso. Cuatro veces se cruzó con diligencias, dos de ida y dos de vuelta, casi vacías cuando venían por detrás y los adelantaban a él y a la mula, y más llenas cuando regresaban hacia los bosques del norte. De vez en cuando pasaba un granjero con los pies apoyados en el pescante de su biga, evitando cuidadosamente no mirar al hombre de las pistolas.
Era una región horrible. Desde su salida de Pricetown habían caído un par de chubascos, como a regañadientes en ambas ocasiones. Incluso el fleo parecía amarillento y desalentado. Una región para olvidar. No había hallado ninguna huella del hombre de negro. Quizá hubiera tomado una diligencia.
La carretera describía una curva y, tras doblarla, el pistolero chascó la lengua para que se detuviera la mula y contempló Tuli desde lo alto. El pueblo yacía en el fondo de una depresión circular en forma de plato, una gema falsa en un engaste barato. Había unas cuantas luces, casi todas apiñadas junto al lugar de la música. Parecía haber cuatro calles, tres de las cuales cortaban perpendicularmente la ruta de las diligencias, que era también la principal avenida del pueblo. Quizá hubiera un restaurante. Lo dudaba, pero era posible. Chascó la lengua a la mula.
Ahora eran más numerosas las casas que bordeaban la carretera esporádicamente, la mayoría aún deshabitadas. Pasó ante un exiguo cementerio con mohosas y torcidas lápidas de madera, rodeadas y casi cubiertas por la exuberante hierba del diablo. A unos ciento cincuenta metros encontró un deteriorado letrero que rezaba: TULL
La pintura estaba gastada hasta el punto de resultar casi ilegible. Un poco más lejos había otro letrero, pero el pistolero fue incapaz de leer en él nada en absoluto.
Una algarabía de voces medio beodas acompañaba los últimos compases de «Hey Jude». —Naa-naa-naa naa-na-na-na… hey, Jude…— cuando por fin entró en la población. Era un sonido muerto, como el del viento en el hueco de un árbol podrido. Solo el prosaico fragor del piano de taberna le impidió considerar seriamente la posibilidad de que el hombre de negro hubiera conjurado fantasmas para poblar una aldea abandonada. Esta idea le hizo esbozar una sonrisa.
En las calles se cruzó con unas cuantas personas; no muchas, pero unas cuantas. Tres señoras ataviadas con faldas negras e idénticas blusas de cuello amplio pasaron por la acera opuesta, sin mirarlo con abierta curiosidad. Los rostros parecían nadar sobre cuerpos, todo menos invisibles, como enormes y pálidas pelotas con ojos. Un anciano solemne con un sombrero de paja firmemente encasquetado contempló al pistolero desde los peldaños de una tienda de comestibles clausurada. Un sastre larguirucho con un cliente de última hora hizo una pausa en su trabajo para verlo pasar; a fin de observar mejor, alzó la lámpara ante la ventana. El pistolero lo saludó con una inclinación de cabeza. Ni el sastre ni su cliente devolvieron el saludo. Ambos tenían la mirada fija en las bajas pistoleras que reposaban sobre sus caderas. Un adolescente, de unos trece años tal vez, cruzó la calle en la siguiente intersección con una chica que podría ser su mana o su jilly, e hizo una pausa casi imperceptible. Sus pisadas levantaban remolonas nubecillas de polvo. Aquí en el pueblo, algunas de las farolas funcionaban, pero no eran eléctricas; los cristales estaban sucios de petróleo congelado y la mayoría estaban destrozadas. Había una caballeriza, cuya supervivencia dependía seguramente de la línea de diligencias. Tres muchachos agazapados en torno a un anillo de jugar a canicas dibujado en el polvo junto a las abiertas fauces del establo fumaban cigarrillos de hollejos de maíz. Las sombras que proyectaban en el patio eran muy alargadas. Uno tenía la cola de un escorpión bajo la cinta del sombrero. Otro, un hinchado ojo izquierdo abultándole ciegamente de la cuenca.
El pistolero pasó ante ellos sin detenerse, conduciendo su mula, y atisbo hacia el lóbrego interior del establo. Un candil brillaba con luz tenue y una sombra saltaba y se agitaba mientras un anciano enflaquecido con un pantalón de peto trasladaba un montón de heno de fleo al henil con grandes y esforzados golpes de horca.
—¡Ey! —gritó el pistolero.
La horca vaciló y el mozo de cuadra se volvió con expresión colérica.
—¡Ey, usted!
—Aquí tengo una mula.
—Mejor para usted.
El pistolero arrojó una pesada moneda de oro, acordonada de forma irregular hacia la penumbra. El metal resonó sobre los viejos tablones, sucios de paja desmenuzada, y quedó brillando en el suelo.
El mozo de cuadra se acercó, se agachó, la recogió y contempló al pistolero con los párpados entornados. Luego bajó la vista hacia sus cananas y asintió adustamente.
—¿Cuánto tiempo quiere dejarla?
—Una o dos noches. Quizá más.
—No tengo cambio para una moneda de oro.
—Ni yo se lo pido.
—Dinero violento —masculló el mozo.
—¿Cómo dijo?
—Nada. —El mozo de cuadra asió el ronzal de la mula y la condujo al interior.
—¡Almohácela! —gritó el pistolero—. ¡Y atendedme, espero que huela bien cuando vuelva a buscarla!
El viejo no se dio la vuelta. El pistolero se dirigió hacia los muchachos acuclillados ante sus canicas. Los tres habían seguido la conversación con desdeñoso interés.
—Largos días y gratas noches —saludó el pistolero amigablemente.
No hubo respuesta.
—¿Vivís en el pueblo?
No hubo respuesta, a menos que la cola del escorpión emitiera una: pareció asentir.
Uno de los muchachos se quitó de la boca un retorcido hollejo de maíz, cogió una canica de vidrio verde y la lanzó hacia el círculo de tierra. Acertó a la de un contrario, que salió proyectada al exterior. Recogió la bolita de vidrio verde y se dispuso a tirar de nuevo.
—¿Hay algún restaurante en este pueblo? —inquirió el pistolero.
Uno de los chicos, el más joven, levantó la cabeza. Tenía un enorme sabañón junto a la comisura de los labios, pero sus ojos todavía tenían el mismo tamaño, desbordantes de una inocencia que no duraría mucho más en aquel agujero de mierda. Contempló al pistolero con una admiración disimulada que resultaba a la vez conmovedora y alarmante.
—Puede que en el bar de Sheb le hagan una hamburguesa.
—¿Donde el piano?
El muchacho asintió.
—Ea.
Los ojos de sus compañeros de juego se habían vuelto fríos y hostiles. Probablemente pagaría por haber hablado con amabilidad.
El pistolero se tocó el ala del sombrero.
—Muchas gracias. Me alegra comprobar que en este pueblo hay alguien lo suficientemente inteligente como para saber hablar.
Echó a andar, subió a la acera de tablas y se encaminó hacia el bar de Sheb, oyendo a sus espaldas la clara y despectiva voz de otro de los muchachos, poco más que un chillido infantil:
—¡Mascahierba! ¿Cuánto hace que te tiras a tu hermana, Charlie? ¡Eres un mascahierba!
Luego se produjo el sonido de un golpe y un llanto.
Ante la puerta del bar había tres refulgentes lámparas de queroseno, una a cada lado y otra suspendida sobre las mal encajadas puertas de vaivén. El coro de «Hey Jude» había terminado ya, y en el piano tintineaba alguna otra balada antigua. Las voces murmuraban como hilos rotos. El pistolero se detuvo unos instantes bajo el dintel, contemplando el interior. Serrín en el suelo, escupideras junto a las mesas de patas torcidas. Una barra de tablones sostenidos por caballetes de madera. Detrás, un mugriento espejo donde se reflejaba el pianista, sentado en el inevitable taburete. La parte delantera del piano había sido desmontada de tal forma que se veían subir y bajar los martillos de madera a cada pulsación de las teclas. La camarera que atendía la barra era una mujer de cabello pajizo enfundada en un sucio vestido azul. Uno de los tirantes se aguantaba con un imperdible. Al fondo de la sala había seis ciudadanos que bebían y jugaban apáticamente a «Miradme». Otra media docena formaba un grupito disperso alrededor del piano. Cuatro o cinco en la barra. Y un anciano de pelo gris derrumbado sobre una mesa junto a las puertas. El pistolero entró.
Las cabezas se giraron para examinarlo, a él y a sus pistolas. Hubo un momento de casi completo silencio, salvo por el retintín de la música que el pianista seguía interpretando, ajeno a todo. Entonces, la mujer pasó un paño sobre la barra y las cosas volvieron a la normalidad.
—Miradme —dijo uno de los jugadores del rincón, al tiempo que emparejaba tres corazones con cuatro picas y se quedaba sin naipes en la mano. El de los corazones blasfemó, pagó su apuesta, y comenzaron a repartir la siguiente mano.
El pistolero se acercó a la barra.
—¿Tiene carne? —preguntó.
—Desde luego. —La mujer lo miró a los ojos, y quizá hubiera sido bonita cuando empezó, pero el mundo se había movido desde entonces. Ahora su rostro estaba lleno de bultos, y una lívida cicatriz retorcida le cruzaba la frente. Había aplicado sobre ella una abundante capa de polvos, pero más que disimularla lo que hacía era resaltarla—. Carne de linaje, de buena calidad. Pero es cara.
Carne de linaje, los cojones, pensó el pistolero. Lo que tienes en la despensa proviene de algo con tres ojos, seis patas, o ambas cosas; eso es lo que creo, señora sai.
—Quiero tres hamburguesas y una cerveza, si a bien tiene.
De nuevo aquel sutil cambio de tono. Tres hamburguesas. Las bocas se hacían agua y las lenguas se relamían de gula lentamente. Tres hamburguesas. ¿Alguno de los que estaban allí habría visto comer tres hamburguesas juntas?
—Eso le costará cinco dolas. ¿Tiene dolas?
—¿Dólares?
La mujer asintió, así que probablemente quiso decir dólares. Al menos eso creyó él.
—¿Con la cerveza incluida? —preguntó, sonriendo un poco—. ¿O la cerveza es gratis?
Ella no correspondió la sonrisa.
—Se la daré, pero una vez que haya visto el color de su dinero.
El pistolero puso una pieza de oro sobre la barra y muchas miradas la siguieron.
Tras la barra, a la izquierda del espejo, había un brasero de carbón lleno de rescoldos que humeaban perezosamente sin llama. La mujer desapareció hacia un cuartito que había detrás y regresó con carne picada sobre una hoja de papel. Amasó tres círculos y los colocó sobre las brasas. Emanaban un olor exasperante. El pistolero esperó con imperturbable indiferencia, apenas consciente de las vacilaciones del piano, la demora en la partida de cartas, las miradas de soslayo de los habituales de la barra.
El hombre que iba hacia él estaba ya a mitad de camino cuando el pistolero lo vio reflejado en el espejo. Era un hombre casi completamente calvo, y su mano estaba cerrada sobre el mango de un gigantesco cuchillo de caza, asegurado en su cinturón como una funda.
—Vuelva a sentarse —dijo el pistolero—. Hágase un favor, capullo.
El hombre se detuvo. Su labio superior se contrajo involuntariamente como el de un perro, y hubo un momento de silencio. Luego, el hombre regresó a su mesa y la atmósfera volvió de nuevo a la normalidad.
La cerveza llegó en un enorme vaso agrietado.
—No tengo cambio para el oro —anunció la mujer con aire truculento.
—Tampoco lo esperaba.
Ella asintió con irritación, como si aquella ostentación de riqueza, aunque fuera en su beneficio, le resultara ofensiva. Pero se guardó el oro y, al cabo de unos instantes, le sirvió las hamburguesas en una plancha humeante con los bordes todavía al rojo.
—¿Tiene sal?
Se la sirvió en una pequeña vasija que sacó de debajo de la barra.
—¿Pan?
—No hay pan. —El comprendió que le mentía, pero no quiso insistir. El hombre calvo le miraba con ojos cianóticos, abriendo y cerrando los puños sobre la astillada superficie de la mesa. Las aletas de su nariz se ensanchaban con palpitante regularidad, olfateando el aroma de la carne. Al menos eso era gratis.
El pistolero empezó a comer tranquilamente, casi con languidez, cortando trozos de carne con el borde del tenedor y llevándoselos a la boca mientras trataba de no pensar en el aspecto que debió de haber tenido la vaca de donde procedía. Carne de linaje, había dicho ella. ¡Por supuesto! Y los cerdos podían bailar el commala a la luz de la Luna del Buhonero.
Casi había terminado y se disponía ya a pedir otra cerveza y a liar un cigarrillo, cuando la mano se posó en su hombro.
De pronto el pistolero advirtió que la sala estaba de nuevo en silencio, y saboreó la densa tensión del aire. Volvió la cabeza y descubrió el rostro del hombre que a su llegada estaba durmiendo junto a la puerta. Era un rostro espantoso. El olor de la hierba del diablo era como un miasma pútrido. Los ojos eran abominables, con la feroz e intensa mirada de los ojos que ven pero no ven, vueltos para siempre hacia el interior, hacia el estéril infierno de unos sueños sin control, sueños desencadenados, surgidos de las hediondas ciénagas del inconsciente.
La mujer de la barra profirió un gritito quejumbroso.
Los agrietados labios se torcieron y se separaron, dejando al descubierto unos verdes y musgosos dientes, y el pistolero pensó: Ya ni siquiera la fuma. La masca. Realmente la masca.
E inmediatamente después: Está muerto. Debería haber muerto hace al menos un año.
E inmediatamente después: El hombre de negro hizo esto.
Sus miradas se encontraron: la del pistolero y la del hombre que había bordeado los límites de la locura.
El hombre habló y el pistolero, desconcertado, le oyó interpelarlo en la Alta Lengua de Gilead:
—El oro, por favor, pistolero sai. ¿Una sola pieza? Como un regalo.
La Alta Lengua. Por un instante, su mente se negó a interpretarla. Habían pasado años. —¡Dios!—, siglos, milenios; ya no existía la Alta Lengua, él era el último, el último pistolero. Los demás habían…
Estupefacto, hurgó en el bolsillo de la pechera y extrajo una moneda de oro. La deforme zarpa del hombre se cerró sobre ella, la acarició, la sostuvo en alto para que refulgiera con el grasiento resplandor del queroseno. El oro despedía su propio brillo, orgulloso y civilizado; dorado, rojizo, sangriento…
—Ahhhh… —Un inarticulado ruido de placer. El viejo se tambaleó para dar media vuelta y echó a andar hacia su mesa sosteniendo la moneda a la altura de los ojos, volteándola entre los dedos, arrancándole destellos.
La sala comenzó a vaciarse rápidamente, y las puertas de vaivén oscilaban frenéticamente de un lado a otro. El pianista cerró con un golpe la tapa del instrumento y salió en pos de los demás a grandes zancadas de opereta.
—¡Sheb! —gritó la mujer a sus espaldas, con una extraña mezcla de miedo y astucia en la voz—. ¡Vuelve aquí, Sheb! ¡Maldita sea!
¿El pistolero había escuchado antes ese nombre? Creía que sí, pero no había tiempo ahora para reflexionar sobre eso, como así tampoco para intentar recordarlo.
El viejo, entretanto, llegó a su mesa e hizo girar la moneda sobre la maltratada madera como si se tratara de una peonza, mientras sus ojos muertos en vida le seguían con vacua fascinación. Por segunda vez la hizo girar, y por tercera, y sus párpados se entrecerraron. La cuarta vez apoyó la cabeza en la mesa antes de que la moneda se detuviera.
—Ya está —dijo la enfurecida mujer, suavemente—. Ya me ha dejado sin clientela. ¿Está satisfecho?
—Volverán —respondió el pistolero.
—No, esta noche ya no volverán.
—¿Quién es ese? —hizo un ademán hacia el mascahierba.
—Vaya al diablo. Sai.
—Debo saberlo —intentó explicar el pistolero con paciencia—. Él…
—Le ha hablado de una forma extraña —le interrumpió la mujer—. Nort no había hablado así en toda su vida.
—Estoy buscando a un hombre. Podría conocerlo.
La mujer se lo quedó mirando, apaciguada su ira. Esta fue sustituida por el cálculo y luego por un vivido brillo húmedo que él ya había visto antes. El desvencijado edificio latía pensativamente para sí mismo. A lo lejos, un perro lanzó un ladrido ronco. El pistolero esperaba. Ella vio que lo sabía y el brillo fue reemplazado por la desesperanza, por una muda necesidad inefable.
—Sospecho que ya conoce mi precio —dijo—. Tengo una comezón que suelo quitarme sola, pero ahora no puedo hacerlo.
El la contempló con detenimiento. A oscuras, la cicatriz no se vería. Su cuerpo era bastante enjuto, de modo que el desierto, el esfuerzo y el abatimiento no habían logrado aflojar sus formas. Y en otro tiempo había sido guapa, quizá incluso hermosa. Tampoco tenía demasiada importancia. No la habría tenido aunque los escarabajos de las tumbas hubieran anidado en la árida negrura de su matriz, lodo estaba escrito de antemano. En algún lugar, una mano lo había escrito en el libro del ka.
La mujer se llevó las manos al rostro. Todavía quedaba algo de jugo en ella; el suficiente para llorar.
—¡No me mire! ¡No quiero que me mire con tanta dureza!
—Lo siento —se disculpó el pistolero—. No pretendía mostrarme duro.
—¡Ninguno de ustedes lo pretende! —sollozó.
—Apague las luces y cierre.
Siguió llorando con las manos en la cara. Al pistolero le complació que se cubriera la cara. No por la cicatriz, sino porque aquello le devolvía la juventud, si bien no la doncellez. El imperdible que sujetaba el tirante del vestido brilló a la mortecina luz.
—¿Cree que el viejo pueda robarle algo? Lo echaré si lo intenta.
—No —susurró ella—. Nort no es un ladrón.
—Pues apague las luces.
No apartó las manos del rostro hasta que se halló de espaldas a él y comenzó a apagar los quinqués uno por uno, bajando las mechas y soplando luego para extinguir la llama. Luego tomó la mano del pistolero y la encontró caliente. Lo condujo escaleras arriba. Ninguna luz hubiera ocultado sus actos.
SEIS
Lió un par de cigarrillos en la oscuridad, los encendió y le pasó uno a ella. La habitación conservaba el patético perfume a lilas frescas de ella. El olor del desierto lo cubría y lo desfiguraba. El pistolero se dio cuenta de que temía al desierto que se extendía ante él.
—Se llama Nort —comenzó ella. Su voz no había perdido ninguna aspereza—. Solo Nort. Murió.
El pistolero esperó.
—Fue tocado por Dios.
—Nunca he visto a Dios —contestó el pistolero.
—Ha estado siempre aquí hasta donde alcanza mi memoria. Nort, quiero decir, no Dios. —Se rió en la oscuridad con una risa mellada—. Hubo un tiempo en que tenía un carro de panales. Empezó a beber. Empezó a olfatear la hierba. Luego a filmársela. Los niños comenzaron a seguirlo por todas partes y le azuzaban los perros. Llevaba unos pantalones verdes viejos y apestosos. ¿Me entiendes?
—Sí.
—Empezó a mascarla. Acabó quedándose todo el día sentado ahí, sin comer nada. Quizá imaginaba ser un rey. Y que los niños eran sus bufones y los perros, sus príncipes.
—Sí.
—Murió justo delante de esta casa —prosiguió—. Venía por el entablado, pisando fuerte (sus botas no se gastaban nunca, eran unas botas de mecánico que había encontrado en un campo de trenes), con los niños y los perros detrás de él. Parecía un amasijo de perchas de alambre retorcidas y entrelazadas. En sus ojos se veían todas las luces del infierno, pero venía sonriendo, con una sonrisa como la que tallan los chicos en sus aguaturmas y calabazas al llegar la Siega. Despedía olor a mugre, a podredumbre y a hierba. El jugo le rezumaba por las comisuras de los labios como una sangre verdosa. Creo que tenía intención de entrar para oír tocar el piano a Sheb. Y justo en la puerta se detuvo y ladeó la cabeza. Yo lo estaba mirando y pensé que había oído una diligencia, aunque no se esperaba ninguna. Entonces vomitó un vómito negro y lleno de sangre. El chorro pasó a través de su sonrisa como el agua de letrina por un enrejado. El hedor ya era suficiente para volverla a una loca. Levantó los brazos y vomitó, nada más. Eso fue todo. Se murió con la sonrisa en la cara, sobre su propio vómito.
—Una historia agradable.
—Gracias, sai. Este es un lugar agradable.
La mujer temblaba junto a él. Fuera, el viento mantenía su constante gemido y, en algún sitio remoto, una puerta se abría y se cerraba con violencia, como un sonido oído en un sueño. Por las paredes corrían ratones. En su fuero interno el pistolero pensó que aquel era probablemente el único lugar de la población lo bastante próspero como para albergar ratones. Colocó una mano sobre el vientre de la mujer, y ella se agitó sobresaltada antes de relajarse.
—El hombre de negro —dijo él.
—No pararás hasta saberlo, ¿verdad? No te basta con joderme y echarte a dormir.
—Tengo que saberlo.
—Muy bien. Te lo diré. —Tomó la mano del pistolero entre las suyas y comenzó a hablar.
SIETE
Llegó al caer la tarde el día que murió Nort, cuando el viento arreciaba, arrastrando tierra suelta y levantando polvaredas ele arena y plantas de maíz desarraigadas. Jubal Kennerly había cerrado con llave la caballeriza y los demás comerciantes del pueblo, muy escasos, habían cerrado las ventanas y asegurado los postigos con tablas. El cielo era del amarillento color del queso rancio y las nubes lo cruzaban con aire huidizo, como si hubieran visto algo horripilante en los desiertos yermos de donde acababan de llegar.
El acicate del pistolero llegó en un destartalado carromato con la plataforma cubierta por una lona ondulante. Mostraba una enorme mueca en el rostro. Le vieron llegar y el viejo Kennerly, tendido ante la ventana con una botella en una mano y la blanda y cálida carne del pecho izquierdo de su segunda hija en la otra, decidió no estar en casa si llamaba a su puerta.
Pero el hombre de negro pasó sin detener el caballo bayo que tiraba del carromato, y el girar de las ruedas alzó nubecillas de polvo prestamente arrebatadas por el viento. Su figura habría podido ser la de un monje o un sacerdote; llevaba una túnica negra moteada de polvo, y una amplia capucha le cubría la cabeza y ocultaba sus facciones, aunque no aquella sonrisa burlona y desagradable. Su túnica ondulaba y aleteaba. Bajo el dobladillo de la prenda, pesadas botas de hebilla con la puntera cuadrada.
Paró delante del bar de Sheb y amarró el caballo, que agachó la cabeza y relinchó hacia el suelo. El hombre desató un faldón de la parte de atrás del carro, sacó una vieja y gastada alforja, se la echó al hombro y entró por las puertas de vaivén.
Alice lo contempló con curiosidad, pero nadie más advirtió su llegada. Todos estaban borrachos como una cuba. Sheb interpretaba himnos metodistas a ritmo sincopado y los grisáceos haraganes que habían acudido temprano para evitar la tempestad y asistir al velatorio de Nort ya estaban roncos de tanto cantar. Sheb, ebrio hasta el límite de la inconsciencia, intoxicado y enervado por la continuidad de su propia existencia, tocaba rápidamente, con frenesí, haciendo volar los dedos como la lanzadera de un telar.
La gente vociferaba y hablaba a gritos, sin imponerse en ningún momento al vendaval pero, a veces, casi desafiándolo. En un rincón, Zachary le había levantado las faldas a Amy Feldon y estaba pintándole amuletos de la Siega en las rodillas. Algunas mujeres más, no muchas, circulaban entre el público. Todos los rostros parecían resplandecer de fervor. Con todo, la mortecina luz de la tormenta, que se filtraba a través de las puertas de vaivén, daba la impresión de burlarse de ellos.
Nort yacía sobre dos mesas juntas en el centro del salón. Las botas configuraban una mística V. Tenía la boca abierta en una sonrisa laxa pero alguien le había cerrado los ojos y colocado balas sobre ellos. También le habían cruzado las manos sobre el pecho y sostenía una ramita de hierba del diablo. El muerto olía a veneno.
El hombre de negro se echó el capuz hacia atrás y anduvo hasta la barra. Alice lo contempló, sintiendo nacer en ella una ansiedad mezclada con la familiar necesidad que ocultaba en su interior. El hombre no ostentaba ningún símbolo religioso, pero aquello, de por sí, no significaba nada.
—Whisky —pidió él. Su voz era suave y agradable—. Whisky del bueno, cariño.
La mujer metió la mano bajo el mostrador y sacó una botella de Star. Habría podido endosarle el matarratas local como si fuese lo mejor que tenía, pero no lo hizo. Le sirvió un vaso mientras el hombre de negro la observaba con sus ojos grandes y luminosos. La penumbra del local no permitía determinar con exactitud de qué color eran. La necesidad se le intensificó. En el salón continuaban la algarabía y los chillidos, sin debilitarse. Sheb, el inútil eunuco, interpretaba un himno sobre los Soldados de Cristo y alguien había persuadido a la tía Mili para que cantase. Su voz, áspera y desafinada, cortó el parloteo como haría un hacha embotada con los sesos de un ternero.
—¡Eh, Allie!
Acudió a la llamada, resentida con el silencio del forastero; resentida con sus ojos de ningún color y con su propia ingle impaciente. Sus necesidades la atemorizaban. Eran caprichosas y no podía dominarlas. Quizá fueran la señal del cambio, que a su vez señalaría el comienzo de la vejez. Y en Tuli la vejez solía ser tan breve y cruda como el crepúsculo en invierno.
Sirvió cerveza hasta que el cuñete estuvo vacío, y entonces espitó otro. En ningún momento se le ocurrió pedirle a Sheb que lo hiciera; la obedecería con su mejor voluntad, como el perro que era, y se aplastaría los dedos con el mazo o lo regaría todo con espuma de cerveza. Mientras ella misma lo hacía los ojos del forastero no se apartaron de ella; podía sentir su mirada.
—Mucha gente —comentó el hombre, cuando ella regresó. No había tocado su bebida, limitándose a hacer rodar el vaso entre las palmas para calentarlo.
—Un velatorio.
—Ya he visto el difunto.
—Son unos borrachos —exclamó ella, con un odio repentino—. Son todos unos borrachos.
—La situación los excita. Está muerto y ellos no.
—Cuando vivía era el blanco de todas las burlas. No está bien que sigan burlándose ahora. Era… —no llegó a completar la frase, incapaz de expresar qué era, o hasta qué punto era obsceno.
—¿Un mascahierba?
—¡Sí! ¿Qué otra cosa le quedaba? —respondió en tono acusador, pero el hombre no bajó la vista y ella sintió que le subía la sangre a la cara—. Lo siento. ¿Es usted un sacerdote? Esto debe parecerle repugnante.
—Ni lo soy, ni me lo parece. —Engulló limpiamente el whisky, sin una mueca—. Uno más, por favor, pero con entusiasmo, como suelen decir en el mundo que hay tras la próxima puerta.
Ella no sabía de qué hablaba y tuvo miedo de preguntar.
—Antes tendré que ver el color de su dinero. Lo siento.
—No hace falta que lo sienta. —Depositó sobre el mostrador una mal acuñada moneda de plata, gruesa por un lado, fina por el otro, y ella le advirtió, como volvería a hacer más tarde:
—No tengo cambio.
El hombre de negro meneó la cabeza restándole importancia al asunto y contempló con aire ausente cómo le volvía a llenar el vaso.
—¿Está de paso por aquí? —inquirió ella.
Permaneció un buen rato sin responder y la mujer ya iba a repetir la pregunta cuando él sacudió la cabeza con impaciencia.
—No hable de banalidades. Está en presencia de la muerte.
Ella retrocedió, dolida y asombrada, y lo primero que pensó fue que el hombre había mentido acerca de su condición sacerdotal para ponerla a prueba.
—Usted le tenía cariño —añadió llanamente—. ¿No es cierto?
—¿A quién? ¿A Nort? —Se echó a reír, afectando enojo para ocultar su confusión—. Me parece que más le vale…
—Tiene el corazón blando y un poco de miedo —prosiguió él—, y el viejo estaba enganchado a la hierba, atisbando por la puerta de atrás del infierno. Y allí está ahora, y ya han cerrado la puerta, y usted cree que no volverán a abrirla hasta que a usted le llegue la hora de pasar por ella, ¿no es eso?
—¿Qué le pasa? ¿Está bebido?
—El señod Nodton está muedto —canturreó el hombre de negro, dándole a sus palabras un tono sardónico—. Tan muerto como cualquiera. Tan muerto como usted, o cualquier otro.
—Váyase de mi casa. —La mujer sintió nacer en su interior una temblorosa aversión, pero su vientre seguía irradiando la misma calidez.
—Está bien —dijo él con suavidad—. Está bien. Espere. Espere un poco.
Tenía los ojos azules. De pronto, ella notó que le invadía una sensación de sosiego, como si hubiera tomado alguna droga.
—Tan muerto como cualquier otro —dijo él—. ¿Lo ve?
Ella asintió torpemente y él se echó a reír con una carcajada fuerte, pura, agradable, que hizo que todas las cabezas se girasen. El hombre de negro dio media vuelta y afrontó las miradas, repentinamente convertido en el centro de la atención por una alquimia inexplicable. La tía Mili vaciló y se detuvo, dejando que un agudo desafinado se desangrara en el aire. Sheb tocó un acorde disonante y se interrumpió. Todos contemplaban al forastero con inquietud. La arena arañaba las paredes del edificio.
El silencio se prolongó sin consumirse. La mujer retenía el aliento en la garganta y, al bajar la vista, descubrió que tenía ambas manos apretadas contra el vientre por debajo de la barra. Todos miraban al desconocido, y él los miraba a todos. Entonces surgió de nuevo la risa, potente, rica, innegable. Pero nadie sintió ganas de reír con él.
—¡Os mostraré un prodigio! —les gritó. Pero ellos se limitaron a seguir mirando, como niños obedientes a quienes se lleva a ver a un mago, a pesar de que ya sean demasiado mayores para creer en él.
El hombre de negro se adelantó y la tía Mili se apartó de su camino. El sonrió ferozmente y le palmeó el abultado abdomen. La mujer emitió un breve cloqueo involuntario, y el hombre de negro echó hacia atrás la cabeza.
—Mejor así, ¿verdad?
La tía Mili cloqueó otra vez; de repente, empezó a sollozar, y huyó ciegamente hacia las puertas. Los demás la vieron partir en silencio. Estaba desencadenándose la tempestad; las sombras se sucedían una a otra, alzándose y cayendo en el blanco ciclorama del firmamento. Cerca del piano, un hombre con una olvidada cerveza en la mano sonrió rasposamente.
El hombre de negro se irguió sobre el cuerpo de Nort y le sonrió. El viento aullaba, gemía, rugía monótonamente. Algún objeto grande chocó contra un costado del edificio y rebotó arrastrado por el vendaval. Uno de los hombres acodados en la barra logró liberarse y salió del salón bamboleándose en grotescas zancadas. Un trueno como la tos de un dios rasgó el cielo.
—¡Muy bien! —El hombre de negro sonreía—. ¡Muy bien, pongamos manos a la obra!
Comenzó a escupir sobre la cara de Nort, apuntando cuidadosamente. La saliva brilló sobre su frente y se deslizó por el pico pelado de su nariz corva.
Bajo la barra, las manos de la mujer trabajaban deprisa.
Sheb soltó una risa boba y se inclinó. Comenzó a toser y expectorar grandes y pegajosos esputos de flema. El hombre de negro rugió con aprobación y le palmeó la espalda. Sheb sonrió, dejando al descubierto un diente de oro.
Unos cuantos se escaparon. Otros se congregaron formando un corro alrededor de Nort. Su rostro y las arrugas de la papada resplandecían de líquido, un líquido precioso en aquella reseca región. Y de pronto la lluvia de saliva se detuvo, como ante una señal. Se escuchó una respiración pesada y jadeante.
El hombre de negro se lanzó repentinamente por encima del muerto, describiendo un salto de carpa en el aire. Fue algo hermoso, como un destello de agua. Cayó sobre las manos, se enderezó al instante, giró en redondo con el mismo impulso del rebote, sonrió y repitió la pirueta. Uno de los espectadores, sin saber lo que hacía, comenzó a aplaudir; de pronto, se echó hacia atrás con los ojos nublados de pavor y, enjugándose los labios con el dorso de la mano, se dirigió hacia la puerta.
La tercera vez que el hombre de negro pasó sobre Nort, este tuvo una convulsión.
De los espectadores brotó un sonido —un gruñido— y otra vez quedaron en silencio. El hombre de negro echó la cabeza hacia atrás y aulló. Al inspirar, su pecho se movió a un ritmo rápido y poco profundo. Comenzó a saltar de un lado a otro con mayor velocidad, arqueándose sobre el cuerpo de Nort como se arquea el agua al ser vertida de un vaso a otro. Lo único que se oía en el salón era el ruido de sus roncos jadeos y el creciente palpitar de la tormenta.
En cierto momento Nort hizo una inspiración honda y seca. Sus manos temblaron y se movieron al azar sobre la mesa. Sheb soltó un chillido y se marchó. Una de las mujeres se fue tras él, con los ojos dilatados y el griñón ondulando.
El hombre de negro saltó una vez más, y otra, y una tercera. Ahora, todo el cuerpo de Nort vibraba, temblaba, se agitaba y se contorsionaba, como un muñeco inanimado que escondiera un monstruoso mecanismo en su interior. El fétido olor a podredumbre, a excrementos y a moho se alzó en sofocantes oleadas. Llegó un momento en que sus ojos se abrieron.
Alice sintió que sus pies torpes e insensibles la arrastraban hacia atrás. Chocó contra el espejo, haciéndolo temblar, y un pánico ciego se apoderó de ella. Salió disparada como un novillo.
—Aquí tiene el prodigio —gritó el hombre de negro a sus espaldas, jadeando—. Lo he hecho para usted. Ahora podrá dormir tranquila. Porque ni siquiera esto es irreversible. Aunque sea… tan… jodidamente… ¡divertido! —Y se echó a reír de nuevo. El sonido se apagó mientras ella corría escaleras arriba, y no se detuvo hasta haberle puesto el cerrojo a la puerta que comunicaba con las tres habitaciones de encima del bar.
Entonces, detrás de la puerta, empezó a reír nerviosamente y a sacudir las caderas de un lado a otro. El sonido se convirtió en un fúnebre plañido que se confundía con el viento. Siguió oyendo el ruido que había hecho Nort al volver a la vida; ruido de puños que golpean ciegamente la tapa de un ataúd. ¿Qué clase de pensamientos, se preguntó, saldrían de su cerebro reanimado? ¿Qué había visto mientras estuvo muerto? ¿Cuánto recordaría? ¿Lo revelaría? ¿Estaban los secretos de la tumba esperándola en la planta baja? Lo más terrible de estas preguntas, reconoció, era que indudablemente quería formularlas.
Abajo, Nort salió con aire ausente a la tormenta, para arrancar un poco de hierba. El hombre de negro, ahora el único cliente del bar, quizá lo haya visto salir, quizá sin perder la sonrisa.
Cuando, ya anochecido, la mujer se obligó a sí misma a bajar de nuevo, con un quinqué en una mano y un pesado leño en la otra, el hombre de negro ya se había ido, llevándose su carromato. Pero Nort estaba allí, sentado a la mesa más cercana a la puerta como si nunca la hubiera dejado. Seguía oliendo a hierba, pero no tan intensamente como ella hubiera podido suponer.
Al oírla bajar levantó la vista y le sonrió dubitativamente.
—Hola, Allie.
—Hola, Nort. —Dejó el leño y empezó a encender las lámparas, sin volverle la espalda.
—He sido tocado por Dios —dijo él al rato—. Ya no volveré a morir. Me lo ha dicho él. Me lo ha prometido.
—Qué suerte, Nort. —La astilla que utilizaba para encender los quinqués resbaló de entre sus dedos temblorosos y se agachó a recogerla.
—Me gustaría dejar de mascar hierba —dijo Nort—. Ya no la disfruto como antes. No me parece bien que un hombre tocado por Dios siga mascando hierba.
—Entonces ¿por qué no la dejas?
En medio de su exasperación, se sorprendió a sí misma mirando a Nort de nuevo como un hombre, más que como un milagro infernal. Lo que vio fue un individuo apesadumbrado, drogado solo a medias, con aspecto avergonzado, y desdichado. Era imposible seguir teniéndole miedo.
—Tiemblo —respondió él—. Y la quiero. No puedo parar. Allie, tú siempre has sido buena conmigo… —Comenzó a sollozar—. Ni siquiera puedo aguantarme los meados. ¿Qué soy? ¿Qué soy?
Alice se acercó a la mesa y se quedo allí, vacilante.
—Habría podido hacer que ya no la quisiera —se lamentó entre lágrimas—. Si ha podido resucitarme, también habría podido hacer eso por mí. No me quejo… No quiero quejarme… —Miró en torno con inquietud y susurró—: Podría hacerme caer muerto si me quejo.
—Quizá sea una broma. Parecía tener gran sentido del humor.
Nort extrajo la bolsa que guardaba bajo la camisa y cogió un puñado de hierba. Irreflexivamente, la mujer la hizo caer de un manotazo y al instante, horrorizada, retiró la mano.
—No puedo evitarlo, Allie, no puedo… —Se abalanzó torpemente hacia la bolsa. Ella habría podido detenerlo, pero no lo intentó. Siguió encendiendo las lámparas, cansada ya aunque la noche apenas acababa de empezar. Pero aquella noche el único cliente que acudió fue el viejo Kennedy, que no se había enterado de nada. La presencia de Nort no pareció sorprenderle. Quizá alguien le hubiese contado lo sucedido. Pidió cerveza, preguntó dónde estaba Sheb y manoseó un poco a la dueña.
Al rato, Nort llegó junto a ella y le entregó un pedazo de papel plegado, con una temblorosa mano que no tenía derecho a estar viva.
—Dejó esto para ti —explicó—. Casi lo olvido. De haberlo olvidado, él habría vuelto y me habría matado, seguro.
El papel era valioso, un artículo muy valorado, pero no le gustó tenerlo en sus manos. Se sentía pesado, sucio. Tenía escrita una sola palabra:
Allie
—¿Cómo supo mi nombre? —le preguntó a Nort. Este solo negó con la cabeza.
Lo desplegó y leyó lo siguiente:
Quieres aprender sobre la Muerte. Le dejé a Nort una palabra. Esa palabra es DIECINUEVE. Si se la dices, su mente se abrirá. Te contará lo que se extiende más allá, te dirá lo que vio.
La palabra es DIECINUEVE
El saberlo te volverá loca.
Peno tarde o temprano se lo dirás.
No podrás resistirlo.
¡Que tengas un buen día! B
Walter o'Dím
PD: La palabra es DIECINUEVE.
Intentarás olvidarla pero tarde o temprano escapará de tu boca como un vómito.
DIECINUEVE.
Oh, por Dios, ella sabía que lo haría. Ya la sentía temblando en sus labios. «Diecinueve —le diría—, escucha Nort: diecinueve». Y los secretos de la Muerte y de la tierra del más allá se revelarían para ella.
Tarde o temprano se la dirás.
Al día siguiente las cosas fueron casi normales, si bien ninguno de los niños siguió a Nort por la calle. Al otro día, se reanudaron las burlas. La vida volvió a seguir su curso. Los chiquillos recogieron el maíz desarraigado y, una semana después de la resurrección de Nort, lo quemaron en mitad de la calle. El fuego ardió con viveza durante algún tiempo y la mayoría de los asiduos del bar salió o se tambaleó hasta la puerta para contemplarlo. Tenían un aspecto primitivo. Sus caras parecían flotar entre las llamas y el helado resplandor del cielo. Allie los miró y sintió una punzada de pasajera desesperación por la tristeza del mundo. Las cosas se habían desunido. Ya no existía ningún pegamento en el centro. En alguna parte algo se tambaleaba, y cuando cayera, todo terminaría. Nunca había visto el océano, y nunca lo vería.
—Si tuviera agallas —murmuró—. Si tuviera agallas, agallas, agallas…
Nort alzó la cabeza al oír su voz y le dirigió una vacua sonrisa desde el infierno. Allie no tenía agallas. Solo un bar y una cicatriz. Y una palabra. Se esforzaba por escapar de sus labios cerrados. ¿Y si se acercaba a él a pesar del hedor? ¿Y si pronunciaba la palabra junto al bulbo ceroso que tenía por oreja? Sus ojos cambiarían. Se convertirían sus ojos en los del hombre de la túnica. Y entonces Nort contaría lo que había visto en la Tierra de la Muerte, lo que yacía más allá de la tierra y los gusanos.
Nunca le diré esa palabra.
Pero el hombre que había devuelto la vida a Nort y dejado la nota para ella —el que había dejado una palabra como una pistola que algún día ella pudiera apretarse contra la sien— lo sabía bien.
Diecinueve desvelaría el secreto.
Diecinueve era el secreto.
Se descubrió a sí misma escribiendo la palabra en un charco de la barra —19— y luego borrándola, cuando notó que Nort la estaba observando.
La fogata se consumió rápidamente y los clientes volvieron al interior. Allie comenzó a anestesiarse con whisky Star y, hacia medianoche, estaba completamente borracha.
OCHO
La mujer dio fin a su relato y, viendo que él no hacía ningún comentario, creyó que la historia lo había adormecido. Empezaba ya a dormitar, a su vez, cuando el pistolero preguntó:
—¿Eso es todo?
—Sí. Eso es todo. Ya es muy tarde.
—Hum. —Estaba liando otro cigarrillo.
—No vayas a echarme briznas de tabaco en la cama —dijo ella, más bruscamente de lo que pretendía.
—No.
Silencio de nuevo. La punta del cigarrillo refulgía intermitentemente.
—Te irás por la mañana —comentó ella con voz apagada.
—Debería irme. Creo que me dejó preparada una trampa. Así como te dejó otra a ti.
—¿De verdad crees que ese número podría…?
—Si aprecias tu cordura, jamás intentes decirle esa palabra a Nort —dijo el pistolero—. Quítatela de la cabeza. Si puedes, convéncete de que luego del dieciocho viene el veinte. Que la mitad de treinta y ocho es diecisiete. El hombre que firmó como Walter o'Dim puede ser muchas cosas, pero no es un mentiroso.
—Es que…
—Cuando la necesidad sea muy fuerte, ven aquí y hunde la cabeza entre las sábanas, y repítelo una y otra vez. Grita, si tienes que hacerlo, hasta que la necesidad pase.
—Llegará un momento en que no pasará.
El pistolero no respondió porque sabía que era cierto. La trampa poseía una horrible perfección. Cuando alguien te decía que irías al infierno si pensabas en la imagen de tu madre desnuda (en una ocasión, cuando el pistolero era muy joven le habían dicho eso mismo), inevitablemente lo hacías. ¿Y por qué? Porque no querías imaginar a tu madre desnuda. Porque no querías ir al infierno. Porque si te daban un cuchillo y una mano para empuñarlo, la mente terminaba comiéndose a sí misma. Y no porque quisiera hacerlo, sino porque no quería.
Tarde o temprano, Allie llamaría a Nort para decirle la palabra.
—No te vayas —dijo ella.
—Ya veremos.
El pistolero se volvió de espaldas, pero ella ya estaba tranquila. Se quedaría, al menos por un tiempo. La mujer se adormeció.
Cuando estaba al borde del sueño, Allie pensó de nuevo en la forma en que Nort se había dirigido al pistolero, en su extraña manera de hablar. En ningún otro momento, ni antes ni después, había visto al pistolero expresar alguna emoción. Incluso haciendo el amor había permanecido silencioso; apenas hacia el final, su respiración se volvió más áspera y luego se detuvo durante uno o dos segundos. Aquel hombre era como algo salido de un cuento de hadas o de un mito: una criatura fabulosa y peligrosa. ¿Concedería deseos? Pensó que la respuesta era sí, que ya le había concedido uno. Él se quedaría por un tiempo. Aquel deseo bastaba para una perra sin suerte llena de cicatrices como ella. Y mañana habría tiempo para pensar en otro deseo, o en un tercero. Se durmió.
NUEVE
Por la mañana Allie preparó sémola de maíz y el pistolero la comió sin ningún comentario. Se llevaba las cucharadas a la boca sin pensar en la mujer, sin verla apenas. Sabía que debía partir. A cada minuto que él permanecía sentado allí, el hombre de negro se encontraba un poco más lejos; a aquellas alturas ya habría cruzado los arroyos[4] y llegado al desierto. Avanzaba en dirección sudeste, y el pistolero sabía por qué.
—¿Tienes un mapa? —preguntó, levantando la cabeza.
—¿Del pueblo? —Ella se echó a reír—. No es lo bastante grande para que haga falta un mapa.
—No. De lo que hay al sudeste de aquí.
La sonrisa de la mujer se desvaneció.
—El desierto. Solamente el desierto. Pensaba que te quedarías un tiempo.
—¿Qué hay al otro lado del desierto?
—¿Cómo quieres que lo sepa? Nadie lo cruza. Desde que estoy aquí, no lo ha intentado nadie. —Se enjugó las manos, cogió un par de agarradores y vació la olla de agua que tenía al fuego en el fregadero, con un chapoteo humeante—. Las nubes corren en aquella dirección. Es como si algo las absorbiera.
El pistolero se levantó.
—¿Adonde vas? —La mujer percibió el chirriante temor que impregnaba su voz, y se detestó por ello.
—A la caballeriza. Si hay alguien que lo sepa, será el mozo de cuadra. —Le puso las manos sobre los hombros. Eran manos ásperas, pero también cálidas—. Y he de pensar en mi mula. Si me quedo, alguien tendrá que cuidar de ella. Para cuando me marche.
Pero todavía no. Alzó la vista hacia él.
—No te fíes de ese Kennedy. Si no sabe algo, se lo inventa.
—Gracias, Allie.
Cuando el pistolero se hubo marchado ella se volvió hacia el fregadero, sintiendo en las mejillas un ardiente fluir de lágrimas de agradecimiento. ¿Cuándo fue la última vez que alguien le diera las gracias? ¿Alguien que le importara?
DIEZ
Kennerly era un viejo desdentado y desagradable, un sátiro que había enterrado dos esposas y estaba cargado de hijas. Dos de ellas, a medio crecer, espiaban al pistolero desde la polvorienta penumbra del establo. Una niña pequeña, todavía un bebé, babeaba felizmente en el suelo de tierra. Una muchacha ya desarrollada, rubia, sucia, sensual, lo contemplaba con especulativa curiosidad mientras accionaba la rechinante bomba de agua situada junto al edificio. Atrajo la atención del pistolero, pellizcándose los pezones con los dedos y dedicándole un pestañeo; luego continuó bombeando.
El mozo de cuadra salió a recibirle a mitad de camino entre la puerta de su establecimiento y la calle. Su actitud oscilaba entre la hostilidad y un pusilánime servilismo.
—Está bien atendida, no se preocupe —dijo, y antes de que el pistolero pudiera responder, Kennerly se volvió hacia su hija con el puño en alto, un gallo huesudo y desesperado con forma de hombre—. ¡Adentro, Soobie! ¡Ya te estás metiendo adentro, maldición!
Soobie comenzó a arrastrar el cubo lleno hacia la choza adyacente al establo.
—Se refiere a mi mula —observó el pistolero.
—Sí, sai. Hacía tiempo que no veía una mula, en especial una de buen linaje como la suya: dos ojos, cuatro patas… —Frunció el rostro de manera alarmante, en una expresión que podía ser tanto de dolor extremo como de jocosa alegría. El pistolero asumió esta última posibilidad, aunque él mismo tuviera muy poco o nada de sentido del humor—. Tiempo atrás solía haber muías salvajes —continuó Kennerly—, pero el mundo se ha movido. Ahora apenas se ven unos pocos bueyes mutis, los caballos de la diligencia y… ¡Soobie! ¡Que te daré una tunda, por Dios!
—No muerdo —comentó apaciblemente el pistolero.
Kennerly se encogió de hombros y esbozó una sonrisa. El pistolero pudo distinguir el asesinato en sus ojos, con bastante claridad, y aunque no le temía, le puso una marca, como quien deja un marcapágina en un libro que pudiera contener valiosas instrucciones.
—No es por usted. Dioses, no es por usted. —Torció la sonrisa—. La chica es torpe de por sí. Lleva un diablo en el cuerpo. Es una salvaje. —Sus ojos se oscurecieron—. Se acercan los Últimos Tiempos, señor. Ya sabe lo que dice el Libro. Los hijos no obedecerán a sus padres y una plaga descenderá sobre las multitudes. Basta con que escuche a la predicadora para saberlo.
El pistolero asintió y luego señaló hacia el sudeste.
—¿Qué hay por allí?
Kennerly volvió a sonreír, mostrando las encías y unos pocos dientes amarillentos.
—Moradores. Hierba. Desierto. ¿Qué otra cosa? —Cloqueó con regocijo, y sus ojos escrutaron fríamente al pistolero.
—¿Cómo es de grande el desierto?
—Es grande. —Kennerly se esforzaba por mostrarse serio—. Puede que tenga mil ruedas. Puede que dos mil. No lo sé, señor. Allá solo hay hierba del diablo y, quizá, demonios. Escuché decir que hay círculos parlantes al otro lado, pero probablemente sea mentira. Por ahí se fue el otro tipo, el que curó a Nort cuando estaba enfermo.
—¿Enfermo? He oído decir que estaba muerto.
Kennerly seguía sonriendo.
—Bueno, bueno. Puede ser. Pero ya somos grandecitos, ¿verdad?
—Aunque usted cree en los demonios.
Kennerly puso cara de ofendido.
—Eso es muy diferente. La predicadora dice…
Comenzó a garlar. El pistolero se quitó el sombrero y se enjugó el sudor de la frente. El sol ardía implacable. Kennerly parecía no advertirlo. Kennerly tenía mucho para decir, y nada tenía sentido. En la menguada sombra de la caballeriza, la niñita se embadurnaba el rostro de tierra con toda seriedad.
Finalmente el pistolero perdió la paciencia e interrumpió al hombre en mitad de una frase.
—¿Sabe qué hay más allá del desierto?
Kennerly se encogió de hombros.
—Quizá haya quien lo sepa. Hace cincuenta años la diligencia cruzaba una parte. Eso decía mi padre. Solía decir que había montañas. Otros dicen que hay un océano…, un océano verde lleno de monstruos. Y hay quien dice que ahí se acaba el mundo. Que solo hay unas luces capaces de cegar a los hombres y el rostro de Dios con la boca abierta, dispuesto a devorarlos.
—Basura —dijo secamente el pistolero.
—Desde luego —asintió rápidamente Kennerly. Se encogió de nuevo, lleno de odio y de temor, y deseoso de agradar.
—Ocúpese de que mi mula esté bien atendida. —Le echó otra moneda, que Kennerly atrapó al vuelo. Al pistolero le recordó la forma en que un perro atrapa una pelota.
—No se preocupe. ¿Se quedará unos días?
—No lo sé, pero es posible. Habrá agua…
—¡…Si Dios quiere, sí! —Kennerly rió sin humor, mientras sus ojos mostraban que prefería ver al pistolero muerto a sus pies—. Esa Allie sabe ser agradable cuando quiere, ¿eh? —Formó un círculo con el puño izquierdo y empezó a meter y sacar en él un dedo de la mano derecha.
—¿Ha dicho algo? —preguntó el pistolero con aire ausente.
En los ojos de Kennerly amaneció un terror súbito, como dos lunas gemelas que se alzaran sobre el horizonte. Escondió las manos tras la espalda como un niño travieso al que descubren con el frasco de la mermelada.
—No, sai, ni una palabra. Y si la he dicho, lo siento. —Por el rabillo del ojo vio a Soobie asomada a una ventana, y se volvió bruscamente hacia ella—. ¡Ahora sí que te daré una tunda, cara de puta! ¡Por Dios! ¡Voy a…!
El pistolero se alejó, sabiendo que Kennerly se había vuelto a mirarle y que podía girar en redondo y sorprender al mozo de cuadra con alguna emoción auténtica reflejada en el rostro. Lo dejó estar. Hacía calor, y sabía qué emoción sería aquella: tan solo odio. Lo único seguro acerca del desierto era su enorme extensión. Y aún no estaba todo dicho en el pueblo. Todavía no.
ONCE
Estaban en la cama cuando Sheb abrió la puerta de un puntapié y entró con el cuchillo.
Habían pasado cuatro días en un brumoso abrir y cerrar de ojos. Comía. Dormía. Se acostaba con Allie. Descubrió que sabía tocar el violin, y le hizo tocar para él. Ella se sentaba junto a la ventana a la lechosa claridad del alba; era solo un perfil e interpretaba con vacilación algo que habría podido ser bueno si lo hubiera practicado más. El cariño que el pistolero sentía por ella iba en aumento (aunque de forma extraña, distraída) y a veces pensaba que quizá fuera esa la trampa que el hombre de negro le había tendido. De vez en cuando salía a dar una vuelta. Apenas pensaba en nada.
No oyó subir al pequeño pianista; sus reflejos se habían entorpecido. Tampoco esto parecía tener ninguna importancia, aunque en otro momento y lugar le hubiera producido una gran inquietud.
Allie estaba desnuda, con la sábana bajo el pecho, y se disponían a hacer el amor.
—Por favor —estaba diciendo ella—, hazlo como antes, quiero que hagas lo de antes, quiero…
La puerta se abrió con estrépito y el pianista emprendió una carrera ridicula y patituerta hacia la luz. Allie no chilló, aunque Sheb blandía un cuchillo de trinchar de veinticinco centímetros. Sheb iba emitiendo un ruido, un balbuceo inarticulado. Sonaba como un hombre que estuviera ahogándose en un cubo de cieno. De su boca brotaban gotitas de saliva. Bajó el cuchillo con ambas manos y el pistolero le cogió las muñecas y se las retorció. El cuchillo salió despedido. Sheb profirió un grito agudo y rechinante, como un gozne oxidado. Sus manos, rotas ambas muñecas, se agitaron como las de una marioneta. El viento arañaba la ventana. En la pared, el espejo de Allie reflejaba una habitación vagamente nublada y distorsionada.
—¡Era mía! —sollozó—. ¡Antes era mía! ¡Mía!
Allie lo miró y salió de la cama. Se cubrió con una bata, y el pistolero sintió una momentánea identificación con aquel hombre que debía de verse cercano al final de lo que otrora había sido. No era más que un hombrecillo. Repentinamente, el pistolero supo dónde lo había visto antes, dónde lo había conocido.
—Fue por ti —se lamentó Sheb, aún llorando—. Fue solamente por ti, Allie. Primero por ti y todo por ti. Yo… ah, oh Dios, santo Dios… —Las palabras se disolvieron en un paroxismo ininteligible y, finalmente, en lágrimas. El pianista oscilaba hacia delante y hacia atrás sosteniendo las muñecas rotas contra el abdomen.
—Shhh. Shhh. Déjame ver. —Allie se arrodilló a su lado—. Rotas. Pero, Sheb, bobo. ¿Ahora cómo harás para ganarte la vida? ¿No sabías que nunca has sido fuerte? —Le ayudó a ponerse en pie. Sheb trató de llevarse las manos a la cara pero estas no le obedecieron, y sollozó abiertamente—. Vamos a la mesa y déjame ver qué puedo hacer.
Lo condujo hasta la mesa y le entablilló las muñecas con unos maderos rectos de la caja de la leña. El lloraba débilmente y sin voluntad.
—Mejis —dijo el pistolero, y el pequeño pianista miró alrededor, con los ojos dilatados. El pistolero asintió, más amistosamente ahora que Sheb ya no intentaba clavarle un cuchillo—. Mejis —repitió—, junto al Mar Limpio.
—¿Qué hay con eso?
—Estabas allí, ¿no es cierto? Hace mucho y mucho, como solían decir.
—¿Y qué si fuera yo? A usted no lo recuerdo.
—Pero recuerdas a la muchacha, ¿no? ¿La muchacha llamada Susan? ¿Y la noche de la Siega? —Su voz se elevó—. ¿Estuviste allí durante la hoguera?
Los labios del hombrecillo temblaron. Estaban cubiertos de saliva. Sus ojos decían que sabía la verdad: estaba más cerca de morir ahora que cuando llegó precipitadamente, cuchillo en mano.
—Largo de aquí —dijo el pistolero.
La comprensión brilló en los ojos de Sheb.
—¡Pero usted apenas era un chico! ¡Uno de los tres chicos! Ustedes habían venido para contar el ganado, y Eldred Jonas estaba allí, el Cazador del Ataúd, y…
—Lárgate mientras aun puedas hacerlo —dijo el pistolero, y Sheb se fue, con las muñecas rotas tendidas ante sí.
Ella regresó a la cama.
—¿Qué fue eso?
—No importa —respondió él.
—De acuerdo. ¿Por dónde íbamos?
—Por ninguna parte —dijo él. Se dio vuelta, alejándose de la mujer.
Allie habló con paciencia:
—Ya sabías cómo estaban las cosas entre él y yo. Hizo lo que pudo, que no fue mucho, y yo tomé lo que pude, porque tenía que hacerlo. No se puede hacer nada. ¿Qué más quieres hacer? —Le palpó el hombro—. En cualquier caso, me alegro de que seas tan fuerte.
—Ahora no —dijo él.
—¿Quién era ella? —Y luego, contestando su propia pregunta—: Una muchacha a quien amaste.
—Ya basta, Allie.
—Puedo hacerte fuerte…
—No —la interrumpió—. No puedes hacerlo.
DOCE
A la noche siguiente la taberna permaneció cerrada: era el día que en Tuli equivalía al Sabbath. El pistolero acudió a la minúscula iglesia de paredes alabeadas que se alzaba junto al cementerio, mientras Allie limpiaba las mesas con un poderoso desinfectante y enjuagaba los tubos de vidrio de los quinqués con agua jabonosa.
La luz del crepúsculo era extrañamente violácea y, vista desde la carretera, la iglesia con el interior iluminado casi parecía un horno incandescente.
—Yo no voy —le había anunciado escuetamente Allie—. La religión de la mujer que predica es veneno. Que vayan los respetables.
El pistolero se detuvo en el vestíbulo, oculto en la sombra, y atisbo el interior. No había bancos y los fieles de la congregación permanecían de pie (vio a Kennerly y su prole; a Castner, propietario de la escuálida mercería-emporio del pueblo y a su encorsetada esposa; vio a unos cuantos habituales del bar; a algunas «aldeanas» que no había visto nunca y, para su sorpresa, a Sheb), entonando todos a cappella un himno discordante. Contempló con curiosidad a la enorme mujer que ocupaba el pùlpito. Allie le había dicho: «Vive sola y apenas ve a nadie. Sale únicamente los domingos, para esparcir los fuegos del infierno. Se llama Sylvia Pittston. Está loca, pero los tiene aojados a todos. A ellos les gusta. Es lo que les cuadra».
El tamaño de la mujer era indescriptible. Pechos como terraplenes. Una inmensa columna por cuello, rematada por una cara que era una luna blanca donde parpadeaban unos ojos tan grandes y oscuros que sugerían lagunas sin fondo. La cabellera era de un hermoso color castaño y la llevaba recogida en un amasijo lunático y fortuito, sujeto por un alfiler lo bastante grande como para ser un espetón para la carne. Iba ataviada con un vestido que parecía hecho de arpillera. Los brazos que sostenían el himnario eran troncos. Su tez, cremosa, sin mácula, encantadora. El pistolero calculó que debía de pesar más de ciento cincuenta kilos. De repente se despertó en él un ansia indominable de poseerla, una lascivia que le hizo temblar; giró la cabeza y desvió la mirada.
Nos reuniremos junto al río,
el hermoso, el hermoso
rííííío.
Nos reuniremos junto al río
que fluye por el Reino del Señor.
La última nota del último coro se desvaneció en el aire y hubo unos instantes de carraspeos y arrastrar de pies.
La mujer esperaba. Cuando de nuevo se tranquilizaron, alzó las manos sobre ellos como en una bendición. Fue un ademán evocador.
—Mis queridos hermanitos y hermanitas en Cristo.
Fue una frase inquietante. Por un instante, en el pistolero se entremezclaron sentimientos de nostalgia y de miedo, junto con una perturbadora sensación de déjà vu. Pensó: Esto lo he soñado. O he estado aquí antes. Y si lo hice, ¿cuándo? No en Mejis. No, no allí. Desechó tales pensamientos. Los asistentes —unos veinticinco, en total— guardaban el más profundo silencio. Todos los ojos se habían clavado en la predicadora.
—El tema de nuestra meditación de esta noche es el del Intruso. —Su voz era dulce y melodiosa, la voz con que hablaría una soprano bien preparada.
Un ligero estremecimiento recorrió a los asistentes.
—Tengo la sensación —prosiguió Sylvia Pittston con aire reflexivo—, tengo la sensación de haber conocido personalmente a todos los personajes del Buen Libro. En los últimos cinco años he dejado inservibles cinco ejemplares de tanto leerlos y, antes, muchísimos más. Adoro la narración y adoro a los personajes que en ella aparecen. He entrado en el foso de los leones del brazo de Daniel. Estaba con David cuando Betsabé, que se bañaba en el estanque, lo tentó. He estado en el horno flamígero con Shadrach, Meschach y Abednego. Maté a dos mil con Sansón cuando blandió la quijada, y fui deslumbrada junto con san Pablo en el camino de Damasco. Lloré con María en el Gòlgota.
La audiencia suspiró suavemente.
—Los he conocido y los he amado. Solo hay uno… —levantó un dedo y prosiguió—: solamente hay un actor al que no conozco, en el mayor de todos los dramas.
»Solamente uno se mantiene al margen con el rostro en las tinieblas.
»Solamente uno hace que mi cuerpo tiemble y mi espíritu desfallezca.
»Le temo.
»No sé lo que piensa y le temo.
»Temo al Intruso.
Otro suspiro. Una de las mujeres se había llevado una mano a la boca, como para contener un grito, y se mecía, y se mecía.
—El Intruso que se presentó a Eva como una serpiente en su vientre, sonriendo y retorciéndose. El Intruso que caminaba entre los hijos de Israel mientras Moisés se hallaba en la cima del monte, el que los impulsó a construir un ídolo de oro y a adorarlo con obscenidades y fornicación.
Gemidos, gestos de asentimiento.
—¡El Intruso!
»Estaba en el balcón con Jezabel cuando el Rey Ajaz caía aullando hacia su muerte, y él y ella sonrieron cuando los perros acudieron a lamer su sangre. ¡Oh, hermanitos y hermanitas! ¡Precaveos del Intruso!
—Sí, ¡oh, Jesús! —Era el primer hombre que el pistolero había visto al llegar a la población, el del sombrero de paja.
—Siempre ha estado ahí, hermanos y hermanas. Pero no conozco sus pensamientos. Y vosotros tampoco los conocéis. ¿Quién podría comprender la espantosa oscuridad que allí se arremolina, el monumental orgullo, la titánica blasfemia, el impío regocijo? ¡Y su locura! ¡La balbuciente y ciclópea locura que camina, se arrastra y da origen a las más horribles necesidades y deseos de los hombres!
—¡Oh, Jesús Salvador!
—Fue él quien llevó a Nuestro Señor a lo alto de la montaña… —Sí…
—Fue él quien lo tentó y le mostró el mundo entero, y todos los placeres del mundo… —Sííí…
—Es él quien volverá cuando el mundo llegue a los Últimos Tiempos…, y están llegando, hermanos y hermanas. ¿No lo advertís? —Sííí…
La congregación, meciéndose y sollozando, se convirtió en un mar; la mujer parecía señalar a cada individuo, a ninguno de ellos.
—Él es el Anticristo, un Rey Carmesí de ojos sangrientos que vendrá para conducir a los hombres a las ardientes entrañas de la perdición y al sangriento fin de la perversidad, cuando la estrella Wormword luzca refulgente en el cielo, cuando la hiél devore los órganos de los niños, cuando las matrices de las mujeres den a luz monstruosidades, cuando las obras de los hombres se conviertan en sangre…
—Ahhh…
—Oh, Dios…
—Grrrrrrr…
Una mujer se desplomó al suelo, agitando inconteniblemente las piernas. Uno de sus zapatos salió despedido.
—El es quien se esconde tras todos los placeres carnales… quien creó las máquinas que llevan a LaMerk estampado… ¡Él! ¡El Intruso!
LaMerk, pensó el pistolero. O quizá haya dicho La Marca. La expresión le sonaba de algún lado, aunque no pudiera precisar de dónde. No obstante la guardó en su espaciosa memoria.
—¡Sí, Señor! —seguían gritando.
Un hombre cayó de rodillas, sujetándose la cabeza y mugiendo.
—Cuando tomáis una bebida, ¿quién sostiene la botella?
—¡El Intruso!
—Cuando os sentáis a una mesa de faro o de «Miradme», ¿quién reparte las cartas?
—¡El Intruso!
—Cuando os agitáis en la carne de otro cuerpo, cuando vosotros mismos os ensuciáis, ¿a quién estáis vendiendo vuestra alma?
—In…
—tru…
—Oh, Jesús… Oh…
—… so…
—Agg… Agg… Agg…
—¿Y quién es él? —gritaba, pero permanecía interiormente serena; el pistolero podía percibir su calma, su maestría, su control, su dominio. De pronto supo, con absoluta certidumbre y lleno de terror, que el hombre que se hacía llamar Walter había dejado un demonio dentro de ella. Estaba poseída. Y, a través de su temor, volvió a sentir que surgía el ardiente desasosiego del deseo sexual. Pensó que era similar a la palabra que el hombre de negro había dejado en la mente de Allie, como una trampa preparada.
El hombre que se sujetaba la cabeza se derrumbó y avanzó a trompicones.
—¡Estoy condenado! —aulló, con el rostro tan desfigurado y contraído como si hubiera serpientes retorciéndose bajo su piel—. ¡Me he entregado a fornicaciones! ¡Me he entregado al juego! ¡Me he entregado a la hierba! ¡Me he entregado al pecado! ¡Me he…! —Pero su voz se elevó hacia el cielo en un horrible gemido histérico e inarticulado, y volvió a apretarse la cabeza como si se tratara de un melón excesivamente maduro que pudiera estallar en cualquier momento.
Los asistentes guardaron silencio como ante una señal y se quedaron inmóviles en semieróticas posturas de éxtasis.
Sylvia Pittston extendió una mano hacia el hombre y la posó en su cabeza. Los gemidos fueron cesando mientras los dedos de la mujer, blancos y fuertes, inmaculados y suaves, se hundían entre sus cabellos. Finalmente, alzó la vista hacia ella y la contempló con expresión inane.
—¿Quién te acompañó en el pecado? —inquirió ella. Sus ojos, tan profundos, tan suaves y tan fríos como para ahogarse en ellos, se clavaron en los del hombre.
—El… El Intruso.
—¿Y cómo se llama?
—Se llama Señor Gran Satán. —Un susurro crudo y supurante.
—¿Renunciarás a él?
Anhelante:
—¡Sí! ¡Sí! ¡Oh, Jesús, Salvador mío!
Ella le acunó la cabeza; él la contempló con la vacua y brillante mirada del fanático.
—Si ahora entrara por esa puerta —prosiguió, blandiendo un dedo hacia las sombras del vestíbulo, hacia donde se hallaba el pistolero—, ¿renunciarías a él en su propia cara?
—¡Por el nombre de mi madre!
—¿Crees en el eterno amor de Jesús?
El hombre comenzó a llorar.
—¡Joder si creo…!
—Él te perdona lo que has dicho, Jonson.
—Alabado sea Dios —respondió Jonson, sin dejar de llorar.
—Sé que te perdona, como sé también que expulsará de sus palacios a los impenitentes y los arrojará al lugar de ardientes tinieblas, más allá del fin de Mundo Final.
—¡Alabado sea Dios! —La congregación, extenuada, adoptó un tono solemne.
—Como sé también —añadió la mujer— que este Intruso, este Satán, este Señor de las Moscas y de las Serpientes será derribado y aplastado… ¿Lo aplastarás tú si lo ves, Jonson?
—¡Sí, y alabado sea Dios! —sollozó Jonson—. ¡Con ambos pies!
—¿Lo aplastaréis vosotros si lo veis, hermanos y hermanas?
—Sííí… —Saciados.
—¿Si lo vierais mañana, pavoneándose por la Calle Mayor?
—Alabado sea Dios…
El pistolero, perturbado, abandonó su lugar en la iglesia y regresó a la población. El aire transportaba un vivido olor a desierto. Ya casi había llegado la hora de ponerse en marcha.
Casi.
TRECE
De nuevo en la cama.
—No te recibirá —le advirtió Allie. Parecía atemorizada—. Nunca recibe a nadie. Solamente sale los domingos por la tarde, para matarlos de miedo a todos.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí?
—Unos doce años. O puede que solo dos. El tiempo es extraño, lo sabes. No hablemos más de ella.
—¿De dónde vino? ¿Por dónde?
—No lo sé. —Mentira.
—¿Allie?
—¡No lo sé!
—¿Allie?
—¡Está bien! ¡Está bien! ¡Vino de los moradores! ¡Del desierto!
—Lo suponía. —Se relajó un poco. Es decir, del sudeste. A lo largo del camino que él estaba siguiendo. El que a veces podía ver en el cielo, al anochecer. Y supuso que la predicadora había venido de mucho más lejos que los moradores o el propio desierto. ¿Cómo había viajado tanto? ¿Sobre alguna antigua máquina que todavía funcionara? Algo como un tren, por ejemplo—. ¿Dónde vive?
La voz de la mujer se hizo más grave.
—Si te lo digo, ¿haremos el amor?
—Igual lo haremos. Pero quiero saberlo.
Ella suspiró. Fue un sonido antiguo y amarillento, como el de volver las páginas de un libro viejo.
—Tiene una casa en la loma que hay detrás de la iglesia. Una choza, mejor. Es donde vivía el… el verdadero ministro, hasta que se fue. ¿Te basta con eso? ¿Estás satisfecho?
—No. Todavía no. —Se inclinó sobre ella.