Alabama bajo la lluvia, 1956.
Nuestra tercera nieta, una niña maravillosa llamada Tessa, se graduaba en la Universidad de Florida y fuimos a verla en autocar. Yo tenía sesenta y cuatro años, pero aún era un joven imberbe.
Jan, con cincuenta y nueve, estaba tan hermosa como siempre, al menos para mí. Íbamos sentados en el último asiento y ella protestaba porque no había comprado una cámara fotográfica nueva para inmortalizar el gran acontecimiento. Le dije que tendríamos un día libre y que si quería podría comprar la cámara, pues estábamos en condiciones de permitírnoslo. Además, pensé que protestaba sólo porque el libro que había llevado, una novela de Perry Mason, le resultaba aburrido. A partir de ese momento tengo un blanco en la memoria, como si se tratase de una película expuesta a la luz. ¿Recordáis el accidente? Supongo que algunos de los que lean esto lo harán, pero la mayoría no.
Sin embargo, en su momento ocupó los titulares de todos los periódicos del país. Estábamos en las afueras de Birmingham, bajo la lluvia, y mientras Janice se lamentaba por no haber comprado una cámara, uno de los neumáticos sufrió un pinchazo. El autocar comenzó a hacer eses sobre la carretera húmeda y chocó contra un camión que transportaba fertilizantes. El camión, que marchaba a ochenta kilómetros por hora, empujó al autocar contra un puente, aplastándolo y partiéndolo en dos. Los dos segmentos brillantes, empapados por la lluvia, giraron en direcciones opuestas, y la parte del depósito de gasolina estalló, enviando una bola de fuego hacia el cielo gris.
Un momento antes Janice se quejaba de su vieja Kodak, y al instante siguiente me encontré tendido bajo la lluvia mirando un par de pantis azules que habían saltado de una maleta. Tenían la palabra «Miércoles» bordada en hilo negro. Había maletas abiertas por todas partes y cuerpos… y partes de cuerpos. En el autocar viajaban setenta y tres personas, y sólo cuatro sobrevivieron al accidente. Yo fui una de ellas; la única que no sufrió heridas graves.
Me levanté y caminé con paso vacilante entre las maletas abiertas y los cuerpos destrozados, gritando el nombre de mi esposa. Recuerdo que pateé un despertador y que vi a un chico de unos trece años muerto sobre una alfombra de cristales, con la cara desfigurada. Sentí la lluvia en el rostro; sólo dejé de sentirla cuando pasé por debajo del puente. Al salir por el otro lado seguía allí, martillándome las mejillas y la frente. Entonces vi a Jan, tendida al lado de la cabina destrozada del camión. La reconocí por el vestido rojo, el segundo de sus favoritos. El primero lo reservaba para la fiesta de graduación.
Aún no estaba muerta. A menudo pienso que habría sido mejor —para mí, no para ella— que hubiera muerto en el acto. Me habría permitido dejarla marchar antes, con más naturalidad, aunque tal vez me engañe al pensar eso. Lo único que sé es que nunca dejé que se marchase del todo.
Estaba temblando. Había perdido un zapato y —movía el pie espasmódicamente. Tenía los ojos abiertos, pero en blanco; el izquierdo lleno de sangre. Cuando me arrodillé a su lado, bajo la lluvia que olía a humo, sólo pude pensar que aquellos espasmos significaban que estaba siendo electrocutada. La estaban electrocutando y yo debía apagar el interruptor antes de que fuera demasiado tarde.
—¡Socorro! —grité—. ¡Que alguien me ayude!
Pero nadie vino en mi ayuda; nadie se acercó. Llovía a mares —una lluvia fuerte, que me aplastaba el pelo contra el cráneo—, y cogí ajan en brazos. Sus ojos ausentes me miraron con lejana intensidad y la sangre comenzó a brotar de su nuca aplastada. Junto a su mano temblorosa había un trozo de metal con las letras del nombre del autocar. Más allá, descansaban los restos de un ejecutivo de traje marrón.
—¡Socorro!— volví a gritar. Me volví hacia el puente, y allí vi a John Coffey de pie entre las sombras. Él mismo era una sombra, enorme, con los brazos largos y la cabeza calva—. ¡John! —grité—. ¡John, por favor ayúdame! ¡Ayuda a Janice!
La lluvia me entró en los ojos, parpadeé y John desapareció. Vi las sombras que había confundido con Coffey… pero eran algo más que sombras. Estoy seguro. Él estaba allí. Quizá fuese un fantasma, pero estaba allí. La lluvia caía sobre su cara, mezclándose con el torrente incesante de sus lágrimas.
Jan murió en mis brazos, bajo la lluvia y al lado del camión de fertilizantes con color a gasolina quemada. No recuperó la conciencia ni por un instante; sus ojos siguieron empañados y sus labios no se movieron para pronunciar una última declaración de amor. Me apretó las manos por un segundo y murió. Recordé a Melinda Moores por primera vez en muchos años. Melinda sentada en la cama cuando todos los médicos del Hospital General de Indianola pensaban que iba a morir; Melinda Moores con aspecto fresco y descansado mirando a John Coffey con ojos brillantes, llenos de curiosidad; Melinda diciendo: «He soñado contigo. Los dos vagábamos en la oscuridad y nos encontrábamos.»
Apoyé la cabeza aplastada de mi esposa sobre el pavimento húmedo de la carretera, me levanté (fue fácil, sólo tenía un corte en la mano izquierda) y, volviéndome hacia las sombras del puente, grité: —¡John! ¡John Coffey! ¿Dónde estás, grandullón?
Caminé hacia las sombras, pateando a un lado un oso de peluche manchado de sangre, un par de gafas con montura metálica y un cristal roto, una mano amputada con un anillo de granate en el meñique.
—Salvaste a la esposa de Hal, ¿por qué no a la mía? ¿Por qué no a Janice? ¿Por qué no a mi Janice?
No hubo respuesta; sólo el olor a gasolina quemada y cuerpos chamuscados, sólo la lluvia que caía sin cesar desde el cielo gris y tamborileaba en el cemento, mientras mi esposa yacía muerta en la carretera. No hubo respuesta entonces, y tampoco la hay ahora. Sin embargo, en 1932 John Coffey no sólo salvó a Melinda Moores y al ratón de Delacroix, aquel que podía hacer trucos con el carrete y parecía buscar a Del mucho antes de que éste apareciera… mucho antes de que el propio John Coffey apareciera.
John también me salvó a mí, y años más tarde, bajo la lluvia de Alabama, mientras buscaba a un hombre que no estaba allí, entre las sombras de un puente, las maletas desperdigadas y los muertos, aprendí algo terrible: en ocasiones no hay diferencia entre la salvación y el castigo eterno.
Ignoro cuál de las dos cosas intuí cuando el 18 de noviembre de 1932 me senté al lado de John en su camastro. Esa fuerza extraña salió de él y llegó a mí a través del contacto de nuestras manos unidas, como rara vez pueden conseguirlo el amor, la esperanza y las buenas intenciones.
Fue una sensación que comenzó con un hormigueo y se convirtió en una marea poderosa, en una fuerza que superaba todo lo que había experimentado hasta el momento. Desde aquel día, nunca tuve una gripe, ni siquiera un dolor de garganta. No volví a tener una infección urinaria; ni siquiera una herida infectada en un dedo. He tenido resfriados, pero muy pocos, cada seis o siete años; y aunque dicen que aquellos que nunca se resfrían los pillan con mayor fuerza, no ha sido mi caso.
Una vez, al principio de aquel horrible 1956, tuve un cálculo renal. Creo que ya he hablado de ello.
Y aunque supongo que después de todo lo que he dicho os sorprenderá saberlo, una parte de mí se alegró de sentir dolor. Fue la única molestia importante que experimenté después de mi infección urinaria, veinticuatro años antes. Las enfermedades que se han llevado a mis amigos y a los seres queridos de mi generación —apoplejía, cáncer, ataques cardíacos, trastornos hepáticos o de la sangre— nunca me han alcanzado, me han esquivado como un conductor esquiva a un ciervo o un mapache en la carretera. El único accidente grave que sufrí sólo me causó un rasguño en la mano.
En 1932, John Coffey me inoculó vida; podríamos decir que me electrocutó con vida.
Naturalmente, moriré (por supuesto que sí; si tenía alguna esperanza de ser inmortal, la perdí tras la muerte de Cascabel), pero habré deseado la muerte mucho antes de que acuda en mi busca. La verdad, es que ya la deseo; sobre todo después de la muerte de Elaine Connelly. ¿Necesito jurároslo?
Mientras hojeo estas páginas con mis manos temblorosas y manchadas, me pregunto si tienen algún significado, como las de los libros edificantes y ennoblecedores. Recuerdo los sermones de mi infancia, las resonantes afirmaciones de Adorado sea Jesús, el Señor es Todopoderoso, y el modo en que los predicadores solían decir que el ojo de Dios estaba en el gorrión, que Él cuidaba y protegía incluso a la más pequeña de sus criaturas. Cuando pienso en Cascabel y en las astillas de madera que encontramos en la viga, creo que es verdad. Sin embargo, ese mismo Dios sacrificó a John Coffey, que sólo quiso hacer el bien, con la misma crueldad que los profetas del Antiguo Testamento sacrificaban ovejas indefensas… como Abraham habría sacrificado a su propio hijo si se lo hubieran pedido. Pienso en John diciendo que Wharton había matado a las gemelas Detterick valiéndose del amor que había entre ellas, que pasaba lo mismo todos los días, en todas partes del mundo. Si ocurre así es porque Dios permite que ocurra, y cuando le decimos «no te entiendo», Él responde «no me importa».
Pienso en Cascabel, que murió mientras le daba la espalda y concentraba toda mi atención en un hombre malo cuyo sentimiento más noble era una especie de curiosidad vengativa. Pienso en Janice, sacudiéndose inconsciente en sus últimos instantes mientras yo me arrodillaba a su lado bajo la lluvia.
—Para —intenté decir a John aquel día en la celda—. Suéltame las manos. Si no lo haces me ahogaré. O explotaré.
—No explotará —respondió, oyendo mis pensamientos y sonriendo ante la idea. Y lo peor es que tenía razón. No lo hice.
Al menos tengo una enfermedad de viejos: sufro de insomnio. Por las noches, tendido en la cama, escucho los sonidos desagradables y desesperados de hombres y mujeres que se hunden cada vez más en la vejez. En ocasiones oigo un timbre de llamada, o el ruido de unas pisadas en el pasillo, o la tele de la señora Javits dando las últimas noticias. Permanezco tendido, y si la luna se asoma por mi ventana, la contemplo. Pienso en Bruto, en Dean y a veces en William Wharton diciendo: «Tienes razón, negro. Soy más malo de lo que crees», o en Delacroix gritando: «Mire, señor Edgecombe! He enseñado un truco nuevo a Cascabel.» Pienso en Elaine en la puerta de la galería, diciéndole a Brad Dolan que me deje en paz. A veces me duermo y veo el puente bajo la lluvia y a John Coffey entre las sombras. En mis sueños, nunca es una ilusión óptica; el grandullón está allí de verdad, mirándome. Permanezco tendido y espero. Pienso en Janice, en el modo en que la perdí, en el modo en que se desvaneció entre mis brazos bajo la lluvia, y espero. A todos nos llega el final; sé que no hay excepciones. Sin embargo, Dios mío, a veces el pasillo de la muerte parece tan largo…