Capítulo 59

A las dos y cuarto de la tarde mi amiga Elaine Connelly vino a verme en la galería, donde yo me encontraba sentado ante las últimas páginas de mi historia. Estaba muy pálida y le brillaban los ojos. Creo que había estado llorando.

Yo me limitaba a mirar; a mirar por la ventana en dirección a las colinas que se alzaban al este. Me dolía la muñeca derecha de tanto escribir, pero era un dolor sordo, distante. Me sentía vacío, como si me hubieran arrancado los sentimientos. Era una sensación terrible y maravillosa al mismo tiempo.

Me costó mirar a Elaine a los ojos, pues temía ver miedo y desprecio en ellos, pero no fue así. Estaban tristes y pensativos, pero nada más. No reflejaban odio, desprecio ni incredulidad.

—¿Quieres leer el final de la historia? —pregunté dando una palmada sobre las hojas restantes con la mano dolorida—. Está aquí, pero entenderé perfectamente que no quieras…

—No se trata de lo que quiera =dijo—. Necesito saber cómo acabó todo, aunque supongo que lo ejecutasteis. La Providencia, con mayúsculas, no suele intervenir en la vida de los simples mortales. Pero antes de que coja esas páginas… Paul…

Se detuvo a mitad de la frase, como si no supiera cómo continuar. Esperé. A veces es imposible ayudar a la gente. Otras es mejor no intentarlo.

—Paul, aquí dices que en 1932 tenías dos hijos mayores, no sólo uno. A menos que te hayas casado con Janice cuando tenías doce años y ella once, no se me ocurre…—Nos casamos jóvenes —dije con una sonrisa—. Casi todo el mundo lo hace en las montañas, según decía mi madre, pero no tan jóvenes.

—Entonces ¿cuántos años tienes? Siempre pensé que tendrías poco más de ochenta, como yo, o incluso algunos menos, pero según esto…—El año en que John Coffey recorrió el pasillo de la muerte, tenía cuarenta años —dije—. Nací en 1892. Por lo tanto, si la memoria no me falla, debo de tener ciento cuatro.

Me miró boquiabierta.

Le pasé el resto del manuscrito mientras recordaba el modo en que John me había tocado en su celda. «No estallará», me había dicho, sonriendo ante la sola idea, y no lo había hecho… pero me había pasado algo, algo permanente.

—Lee el resto —dije—. La respuesta está aquí.

—De acuerdo —susurró—. Para serte franca, tengo miedo, pero… De acuerdo. ¿Dónde estarás?

Me levanté, me estiré y oí un crujido en mi columna vertebral. Si de algo estaba seguro era de que ya había pasado demasiado tiempo en la galería.

—En el campo de cróquet. Todavía quiero enseñarte algo, y está en esa dirección.

—¿Es algo… malo?

En su mirada asustada vi a la niña que seguramente había sido cuando los hombres llevaban sombreros de paja en verano y abrigos de mapache en invierno.

—No —respondí con una sonrisa—. Nada malo.

—De acuerdo.

—Cogió las páginas—. Las leeré en mi habitación. Te veré en el campo de cróquet a eso de las… —Calculó mentalmente—. ¿Te parece bien a las cuatro?

—Perfecto —respondí pensando en el entrometido Brad Dolan. Para entonces ya se habría marchado.

Elaine tendió la mano, me apretó el brazo con suavidad y salió de la galería. Permanecí allí un momento, mirando la mesa, asimilando el hecho de que volvía a estar vacía excepto por la bandeja en que Elaine me había traído el desayuno. Los papeles habían desaparecido. Casi no podía creer que hubiera terminado, y como veréis tenía razón, puesto que redacté estas últimas páginas después de escribir la ejecución de Coffey y entregarle el manuscrito a Elaine. Inclusa entonces, en el fondo de mi corazón sabía por qué no había terminado.

Alabama.

Cogí el último trozo de tostada fría de la bandeja y bajé al campo de cróquet. Me senté y contemplé a varios compañeros jugar, enfrascado en mis pensamientos mientras el sol calentaba mis viejos huesos.

Alrededor de las tres menos cuarto los celadores del turno de tres a once comenzaron a llegar al aparcamiento, mientras los del turno de siete a tres se marchaban. Casi todos iban en grupos, excepto Brad Dolan, que caminaba solo. Aquello me alegró; era probable que el mundo no estuviera tan enfermo como pensaba. Uno de sus libros de chistes asomaba por el bolsillo trasero del pantalón. El camino al aparcamiento cruza el campo de cróquet, de modo que me vio, pero no me saludó ni hizo una mueca de desprecio. Mejor para mí. Subió al viejo Chevrolet con la pegatina que rezaba: HE VISTO A DIOS Y ES UN CAPULLO. Luego se marchó adondequiera que va cuando no está aquí, dejando una nube de gasolina barata a su paso.

A las cuatro, Elaine se unió a mí, tal como había prometido. Por el aspecto de sus ojos, era evidente que había vuelto a llorar. Me estrechó con fuerza entre sus brazos.

—Pobre John Coffey —murmuró—. Y pobre Paul Edgecombe.

Me pareció oír a Janice decir: «Pobre Paul. Pobrecillo mío.»

Elaine volvió a llorar y la abracé bajo el sol de la tarde. Nuestras sombras parecían danzar, quizá en el falso salón de baile del programa de radio que solíamos escuchar en los viejos tiempos.

Por fin recuperó la compostura y se apartó de mí. Sacó un pañuelo de papel del bolsillo del vestido y se secó los ojos.

—¿Qué pasó con la mujer del alcaide, Paul? ¿Qué pasó con Melly?

—Fue considerada el milagro del siglo, al menos por los médicos del hospital de Indianola —respondí. La cogí del brazo y comenzamos a andar hacia el camino que salía del aparcamiento y conducía al bosque. Hacia el seto que separaba Georgia Pines del mundo de los jóvenes—. Murió de un ataque al corazón diez u once años más tarde; creo que en el 43. Hal murió de apoplejía cerca del día del ataque a Pearl Harbor o incluso el mismo día; de modo que ella lo sobrevivió dos años.

Vaya ironía, ¿verdad?

—¿Y Janice?

—Aún no estoy preparado para llegar a ese punto —dije—. Te lo contaré en otra ocasión.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo —contesté, aunque nunca cumplí mi promesa.

Tres meses después de nuestra caminata al bosque (la habría cogido de la mano si no hubiera temido lastimar sus dedos deformes e hinchados), Elaine Connelly murió tranquilamente en la cama de un ataque al corazón. El celador que la encontró dijo que parecía serena, como si la muerte hubiera llegado de repente y sin dolor. Espero que fuera cierto. Quería mucho a Elaine y la echo de menos. A ella, a Janice, a Bruto… a todos.

Cuando llegamos al segundo seto del camino, el que estaba al lado del muro, me detuve delante de un cobertizo de planchas de pino, con el desvencijado techo y las ventanas entarimadas moteadas de sombras. Me dirigí hacia él, pero Elaine retrocedió asustada.

—No pasa nada —dije—. De veras. Ven.

La puerta no tenía pestillo —lo había tenido en otros tiempos, pero lo habían arrancado—, de modo que para mantenerla cerrada usaba un trozo de cartón doblado. Lo saqué y empujé la puerta, dejándola abierta para que entrase luz.

—¿Paul? ¿Qué…? ¡Oh! ¡Oh! —El segundo «oh» fue casi un grito.

Había una mesa en un lado y sobre ella una linterna y una bolsa de papel de embalar. En el suelo sucio había una caja de cigarros que le había comprado al tipo que venía a rellenar las máquinas de refrescos y dulces. Se la encargué especialmente, y puesto que su compañía también vende tabaco, no le resultó difícil conseguirla. Le ofrecí pagársela (esas cajas eran valiosas cuando trabajaba en Cold Mountain), pero el tipo se rió de mí.

Por encima del borde de la caja, había un par de ojitos brillantes como gotas de aceite.

—Cascabel —dije en voz baja—. Ven aquí. Ven aquí, muchacho, que te presentaré a una señora.

Me agaché (no fue fácil pero lo conseguí) y tendí la mano. Al principio no creí que fuera capaz de saltar por encima de la caja, pero lo hizo. Cayó de lado, recuperó el equilibrio y vino a mi encuentro. Cojeaba ligeramente de una pata; la lesión que le había producido Percy se había agravado con la edad. Era viejo, muy viejo. Excepto en la parte superior de la cabeza y en la punta de la cola, su pelo se había vuelto completamente gris.

Saltó a la palma de mi mano. Lo levanté y estiró el cuello, olfateando mi aliento con las orejas amusgadas y una expresión de ansiedad en los diminutos ojos oscuros. Se lo enseñé a Elaine, que lo miró boquiabierta, con ojos desorbitados.

—No puede ser —dijo volviendo la mirada hacia mí—. ¡No puede ser! —¡Mira y luego dime si no!

Saqué un carrete de la bolsa de papel. Lo había pintado yo mismo, aunque no con lápices de cera sino con rotuladores, un invento con el que ni siquiera soñábamos en 1932. Era tan colorido como el de Delacroix, o quizá más. «Messieurs et mesdames —pensé—. Beinvenue au cirque du mousie!»

Volví a agacharme y Cascabel saltó de mi mano. Era viejo, pero seguía tan obsesivo como siempre. En cuanto sacaba el carrete de la bolsa, no tenía ojos para otra cosa. Lo hice rodar por el suelo irregular y astillado del cobertizo y de inmediato corrió tras él. Ya no corría como antes, pero ¿por qué tenía que ser rápido o seguro? Como ya he dicho, era muy viejo. El Matusalén de los ratones. Debía de tener al menos sesenta y cuatro años.

Llegó junto al carrete, que rebotó contra la pared. Lo rodeó y luego se tendió de lado. Elaine dio un paso al frente, pero la detuve. Al cabo de un instante Cascabel volvió a incorporarse y despacio, muy despacio, empujó el carrete hacia mí con el hocico. Cuando llegó (lo había encontrado tendido en los escalones de la cocina en aquella posición, como si viniera de muy lejos y estuviera exhausto) todavía era capaz de guiar el carrete con las patas, como solía hacer en los tiempos del pasillo de la muerte. Sin embargo, ya no podía hacerlo, pues sus patas traseras no aguantaban su peso. No obstante, su hocico seguía tan ágil como siempre; sólo tenía que desplazarse de un extremo al otro del carrete para seguir su curso. Cuando llegó hasta mí, lo levanté con una mano (pesaba menos que una pluma) y recogí el carrete con la otra. Sus ojitos oscuros no se apartaban de él.

—No vuelvas a hacerlo, Paul —dijo Elaine con voz desgarrada—. No soporto mirarlo.

Comprendí cómo debía sentirse, pero en mi opinión se equivocaba. A Cascabel le encantaba perseguir el carrete. Habían pasado muchos años, pero seguía gustándole. Ojalá todos fuéramos tan afortunados con nuestras pasiones.

—También tengo caramelos de menta en la bolsa —dije—. Todavía le gustan. Si le enseño uno, no deja de olfatearlo, pero su estómago ya no está en condiciones de digerirlos. En su lugar, le doy tostadas.

Me agaché, partí un trozo de la tostada que había cogido en la galería y la dejé en el suelo.

Cascabel lo olfateó, lo cogió y empezó a comer, con la cola enrollada entre las patas. Cuando terminó, miró hacia arriba con aire expectante.

—Algunos viejos nos sorprenden con su apetito —dije a Elaine, y le entregué la tostada—. Haz la prueba.

Elaine partió otro trozo de tostada y lo arrojó al suelo. Cascabel se acercó, olfateó, miró a Elaine… y volvió a comer.

—¿Lo ves? —dije—. Sabe que no eres uno de los guardias temporeros.

—¿De dónde ha salido, Paul?

—No tengo ni idea. Un día salí a dar mi caminata matutina y lo vi en los escalones de la cocina. Supe quién era de inmediato, pero cogí un carrete de lavandería para asegurarme. Y le traje la caja de cigarros, forrada con la tela más suave que pude encontrar. Creo que es igual que nosotros, Elaine; la mayor parte del tiempo le duele algo. Sin embargo, todavía no ha perdido la ilusión de vivir. Aún disfruta con el carrete y con la compañía de un viejo amigo. Durante más de sesenta años guardé la historia de John Coffey en mi corazón, y ahora la he contado. Se me metió en la cabeza la idea de que Cascabel había regresado por eso. Para indicarme que debía darme prisa antes de que se me acabara el tiempo, porque, al igual que él, me dirijo hacia allí.

—¿Hacia dónde?

—Lo sabes perfectamente —respondí, y por un momento contemplamos a Cascabel en silencio.

Luego, sin razón aparente, volví a arrojar el carrete aunque Elaine me había pedido que no lo hiciera. Quizá porque verlo perseguir el carrete era como espiar la versión lenta y cuidadosa del sexo entre dos ancianos. Es probable que los jóvenes no queráis verlos —sobre todo si estáis convencidos de que en vuestro caso se hará una excepción—, pero ellos aún quieren practicarlo.

Cascabel corrió otra vez detrás del carrete, obviamente dolorido, pero (al menos para mí) disfrutando como siempre de su obsesión.

—Ventanas de cristal esmerilado —murmuró Elaine mientras lo miraba.

Ventanas de cristal esmerilado —repetí—. Los adultos pagan cinco centavos y los niños entran gratis.

John Coffey tocó el ratón del mismo modo que te tocó a ti. No se limitó a curar tu enfermedad, también te hizo… cómo decirlo, ¿resistente?

—Es una palabra tan buena como cualquiera.

—Resistente a las cosas que hacen que nos desmoronemos como los árboles con termitas. Lo que hizo contigo, lo hizo con él… con Cascabel… el día que lo cogió entre sus manos.

—Así es. Creo que el poder de John obró el milagro, pero el efecto está desvaneciéndose. Las termitas han conseguido atravesar nuestra corteza. Necesitaron algo más de tiempo, pero llegaron.

Es probable que me queden algunos años, pues supongo que los hombres vivimos más que los ratones, pero la hora de Cascabel está muy cerca.

El animalito llegó junto al carrete, lo rodeó cojeando, cayó de lado respirando agitadamente (sus jadeos parecían olas bajo la piel grisácea), se levantó otra vez y empujó el carrete con el hocico. Su piel era gris, su paso inseguro, pero las gotas de aceite de sus ojos conservaban todo su esplendor.

—Crees que quería que escribieras tu historia —dijo—, ¿verdad, Paul?

—No creo que sea Cascabel —respondí—, sino la fuerza que…

—¡Vaya, Paulie! ¡Y Elaine Connelly! —exclamó una voz detrás de mí. Era una voz cargada de una especie de horror satírico—. ¡Ver para creer! ¿Qué demonios estáis haciendo aquí?

Me volví y no me sorprendió ver a Brad Dolan en el vano de la puerta. Sonreía como quien cree haber engañado a otra persona. ¿Cuántos kilómetros habría conducido al terminar su turno?

Es probable que sólo llegase a la taberna y se tomara un par de cervezas antes de regresar.

—Márchese —dijo Elaine con frialdad—. Márchese ahora mismo.

—No me diga que me marche, vieja zorra —dijo él sin dejar de sonreír—. Tal vez pueda decírmelo en la colina, pero no aquí abajo. Se supone que no tienen que estar aquí. Han roto las normas. ¿Es tu nidito de amor, Paulie? ¿Es eso lo que haces aquí? Eres el playboy del asilo…—Abrió desorbitadamente los ojos al ver al otro ocupante del cobertizo—. ¡Mierda!

No me volví. No necesitaba mirar para saber qué había allí. Por otra parte, era como si el pasado acabara de plegarse sobre el presente, formando una imagen terrible, tridimensional. El hombre de la puerta ya no era Brad Dolan sino Percy Wetmore. Al cabo de un instante entraría corriendo y aplastaría a Cascabel (que ya no tenía posibilidades de escapar) de un pisotón. Y esta vez John Coffey no estaría allí para rescatar al ratón de la muerte, como tampoco estaba allí el día en que lo necesité, en Alabama.

Me puse de pie, en esta ocasión sin que las articulaciones ni los músculos me dolieran, y me acerqué a Dolan.

—Déjalo en paz. Déjalo en paz, Percy o…

—¿Por qué me llamas Percy? —preguntó al tiempo que me empujaba con tanta fuerza que a punto estuve de caer. Elaine me sostuvo, aunque debió de suponer un gran esfuerzo para ella—. No es la primera vez que lo haces. Y deja de cagarte en los pantalones, pues no pienso tocarlo. No necesito hacerlo. Ese ratón está muerto.

Me volví, creyendo que Cascabel sólo se había tendido de lado para recuperar el aliento, como hacía a menudo. Estaba de lado, es cierto, pero el movimiento regular de su respiración se había detenido. Intenté convencerme de que aún lo veía, pero entonces Elaine se echó a llorar. Se agachó con evidente dolor y recogió el ratón que yo había visto por primera vez en el pasillo de la muerte, acercándose a la mesa de entrada sin el menor indicio de miedo, como un hombre que visita a sus amigos. Cascabel permaneció inmóvil en las manos de Elaine. Tenía los ojos cerrados y estaba muerto.

Dolan esbozó una sonrisa desagradable, mostrando unos dientes que ningún dentista había visto jamás.

—¡Ay! —exclamó—. ¿Acabamos de perder a la mascota de la familia? Quizá deberíamos organizar un funeral con flores de papel y…

—¡Cierre el pico! —gritó Elaine con tanta fuerza que Dolan retrocedió un paso y la sonrisa desapareció de su rostro—. ¡Márchese de aquí o no trabajará un día más en la residencia! ¡Ni una hora más! ¡Se lo juro!

—No conseguirás ni un mendrugo de pan en la cola de un albergue —dije, aunque en voz tan baja que creo que ninguno de los dos me oyó.

No podía separar los ojos de Cascabel, tendido en la palma de Elaine como si fuera la alfombra de piel de oso más pequeña del mundo.

Brad iba a volver a insultarla, a decirle que todo era un farol. En algo tenía razón; a los residentes de Georgia Pines no les estaba permitido alejarse tanto del edificio; hasta yo lo sabía.

Sin embargo, el celador no dijo nada. En el fondo era un cobarde, igual que Percy, y sabía que era probable que Elaine no mintiese acerca de su nieto. Además ya había satisfecho su curiosidad, saciado su sed de saber. Y después de todo, el misterio no era gran cosa. Un viejo tenía un ratón en el cobertizo y el animal se había muerto de un ataque al corazón corriendo detrás de un carrete.

—No sé qué os pasa —dijo—. Os comportáis como si fuera un perro o algo por el estilo.

—¡Fuera! —exclamó Elaine—. ¡Lárguese, ignorante! El poco cerebro que tiene es sucio y retorcido.

Dolan se ruborizó y las numerosas cicatrices de sus antiguos granos de adolescente adquirieron un tono rojo oscuro.

—Me iré —dijo—, pero cuando mañana vuelvas a este lugar, Paulie, encontrarás un candado en la puerta. Los residentes tienen prohibido venir aquí, diga lo que diga esta vieja bruja. ¡Mira el suelo! Las tablas están levantadas y podridas. Si te cayeras, tus esqueléticas piernas se romperían como una rama seca. De modo que coged ese ratón, si queréis, y marchaos de aquí. ¡El nido de amor queda clausurado!

Se volvió y salió del cobertizo a grandes zancadas, como un hombre que cree haber ganado al menos una partida. Esperé a que se alejara y cogí con suavidad a Cascabel de las manos de Elaine. Mis ojos se posaron en la bolsa de caramelos de menta y ése fue el detonante: las lágrimas comenzaron a correr por mis mejillas. No sé por qué, pero últimamente lloro con facilidad.

—¿Me ayudarás a enterrar a un viejo amigo? —pregunté a Elaine cuando dejamos de oír los pasos de Brad Dolan.

—Sí, Paul.

—Rodeó mi cintura con un brazo y apoyó la cabeza sobre mi hombro. Luego acarició el costado inmóvil de Cascabel con un dedo viejo y deforme—. Lo haré encantada.

De modo que tomamos una pala prestada del jardín y enterramos la mascota de Del mientras las sombras de la tarde se alargaban entre los árboles. Luego volvimos a cenar y a vivir lo que nos quedaba de vida.

Entonces me sorprendí pensando en Del. Del arrodillado sobre la alfombra verde de mi oficina, con las manos juntas y su coronilla calva brillando a la luz de la lámpara. Del, que me había pedido que cuidara de Cascabel y me asegurara de que el hombre malo no volviese a hacerle daño. Pero más tarde o más temprano el hombre malo nos hace daño a todos, ¿no es cierto?

—¿Paul? —dijo Elaine con voz cansada y amable. Supongo que cavar un foso y depositar en él a un ratón muerto era demasiado para un par de viejos como nosotros—. ¿Te encuentras bien?

Le había pasado un brazo por la cintura, y le di un breve apretón.

—Estoy bien.

—Mira —dijo—. Será una hermosa puesta de sol. ¿Quieres que nos quedemos a mirarla?

—De acuerdo —respondí y nos quedamos un buen rato en el jardín, tomados de la cintura, primero mirando los brillantes colores del cielo y luego viendo cómo se desvanecían igual que cenizas.

«Sainte Marie, Mére de Dieu, priez pour nous, pauvres pécheurs, maintenant et á l'heure de notre mort.»

Amén.