Me sentí bien hasta que llegué a casa. Ya amanecía y se oía el trino de los pájaros. Aparqué el coche, me bajé, y cuando subía los peldaños del porche trasero, me embargó el segundo dolor más profundo que he experimentado en mi vida. Lo que lo desató fue pensar en el temor que John Coffey sentía a la oscuridad. Recordé nuestro primer encuentro, cuando me había pedido que dejase una luz encendida, y las piernas me fallaron. Me senté en un escalón, incliné la cabeza y me eché a llorar. No lloraba por John, sino por todos nosotros.
Janice salió, se sentó a mi lado y me rodeó el cuello con un brazo.
—Hiciste todo lo posible para que no sufriera, ¿verdad?
—Asentí con un gesto—. Y él quería morir.
—Volví a asentir—. Entra en la casa —dijo al tiempo que me ayudaba a levantarme—. Entra y tómate una taza de café.
Lo hice. Pasó la primera mañana, la primera tarde y la primera jornada de trabajo. Nos guste o no, el tiempo lo cura todo. El tiempo se lo lleva todo y al final sólo queda oscuridad. A veces encontramos a otros en esa oscuridad y otras veces los perdemos en ella. Eso es todo cuanto sé, además de que todo esto ocurrió en 1932, cuando la penitenciaría del estado aún estaba en Cold Mountain.
Y también la silla eléctrica, por supuesto.