Capítulo 57

No había muchos testigos; quizá catorce en total, la mitad de los que habían asistido a la ejecución de Delacroix. Homer Cribus estaba allí, con el culo desbordando la silla, como de costumbre; pero no vi al agente McGee. Al igual que el alcaide Moores, había decidido no asistir a aquella ejecución.

En la primera fila había una pareja de ancianos que al principio no reconocí, aunque había visto su fotografía en todos los periódicos. Cuando nos acercábamos a la plataforma donde se alzaba la Freidora, la mujer exclamó con furia: —¡Espero que mueras lentamente, hijo de puta!

Entonces supe que se trataba de los Detterick, Klaus y Marjorie. No los había reconocido porque no estaba acostumbrado a ver a viejos que apenas superaban la treintena.

John dio un respingo al oír la voz de la mujer y el gruñido de aprobación del sheriff Cribus.

Hank Bitterman, que estaba frente al pequeño grupo de testigos, no le quitaba los ojos de encima a Klaus Detterick. Cumplía mis órdenes, pero lo cierto es que Detterick no hizo el menor movimiento hacia John. De hecho, parecía encontrarse en otro planeta.

Bruto, de pie al lado de la Freidora, me hizo una seña. Enfundó la pistola, y cogió a John de la muñeca y lo escoltó hacia la silla con la misma suavidad con que un muchacho acompaña a su chica a la pista de baile en la primera cita.

—¿Todo bien, John? —preguntó en voz baja.

—Sí, jefe, pero… —Sus ojos se movían de un lado a otro, y por primera vez parecía asustado—.

Aquí hay mucha gente que me odia. Mucha. Puedo sentir su odio y me duele. Me pica como si fueran avispas, y duele.

—Entonces siente lo que sentimos nosotros —respondió Bruto, siempre en voz baja—. Nosotros no te odiamos. ¿Puedes sentirlo?

—Sí, jefe —dijo, pero le temblaba la voz y sus ojos habían comenzado a derramar nuevas lágrimas de tristeza.

—¡Matadlo dos veces, muchachos! —gritó Marjorie Detterick. Su voz desgarrada y estridente fue como una bofetada. John se acercó a mí y gimió—. ¡Matad a ese violador de niños dos veces! ¡Se lo merece!

Klaus, siempre con el aspecto de un hombre que sueña despierto, pasó un brazo por sus hombros, y la mujer se echó a llorar.

Comprobé con horror que Harry Terwilliger también lloraba. Por el momento ninguno de los testigos lo había advertido, puesto que estaba de espaldas, pero lloraba. Pero ¿qué podíamos hacer, aparte de seguir adelante?

Bruto y yo ayudamos a John a volverse. Bruto empujó uno de los hombros del grandullón y éste se sentó. Se cogió a los anchos brazos de roble de la Freidora mientras movía los ojos de un lado a otro y se humedecía los labios con la lengua.

Harry y yo nos arrodillamos. El día anterior habíamos encargado a uno de los presos de confianza que soldara extensiones a las correas de los pies, puesto que los tobillos de John Coffey eran más gruesos que las pantorrillas de los demás condenados. Sin embargo, pasé un momento de ansiedad al pensar que aún así serían pequeñas y que tendríamos que llevar a John de regreso a la celda mientras buscaban a Sam Broderick —el jefe de mantenimiento en aquellos tiempos— para que añadiera un trozo adicional a las correas. Pero después de un último tirón, la abrazadera de mi lado se cerró. John sacudió la pierna y gimió. Le había pellizcado la piel.

—Lo siento, John —murmuré, y miré a Harry. Él había conseguido cerrar la correa con mayor facilidad (la extensión de su lado debía de ser más larga, o bien el tobillo derecho de John era más pequeño), pero miraba el resultado con expresión dubitativa. Enseguida entendí por qué; las abrazaderas nuevas tenían un aspecto grotesco, como si fueran los dientes de un caimán.

—Todo irá bien —dije, en la esperanza de sonar convincente… y de que fuera verdad—. Sécate la cara, Harry.

Me obedeció, y con la manga de la camisa se enjugó las lágrimas de las mejillas y las gotas de sudor que le perlaban la frente. Nos volvimos. Homer Cribus, que había estado hablando en voz alta con el hombre que estaba a su lado (el fiscal, a juzgar por su corbata y su desgastado traje negro) se calló la boca. Ya casi era la hora.

Bruto había amarrado una de las muñecas de John y Dean la otra. Por encima del hombro de este último vi al médico, discreto como siempre, de pie al lado de la pared y con el maletín negro entre los pies. Supongo que en la actualidad los médicos están prácticamente a cargo de las ejecuciones, sobre todo las que se hacen con inyecciones letales, pero en aquel entonces si uno los necesitaba tenía que forzarlos a acercarse. Quizá en aquellos tiempos tuvieran una idea más clara de cuál era la verdadera misión de un médico y de que participar en una ejecución era una forma de romper la promesa que había hecho al recibir su diploma; la promesa de no hacer daño a nadie.

Dean hizo una señal a Bruto, que volvió la cabeza, echó un vistazo al teléfono que nunca sonaría para salvar a alguien como John Coffey, y gritó: —¡Descarga uno!

Se oyó el típico zumbido, como cuando se enciende una nevera, y las luces se volvieron más brillantes. Nuestras sombras se hicieron más evidentes, unas figuras negras que ascendían por las paredes y parecían revolotear como buitres sobre y: la silla. John respiró hondo. Sus nudillos estaban blancos.

—¿Ya le duele? —preguntó Marjorie Detterick por encima del hombro de su marido—. ¡Espero que sí! ¡Espero que le hagan mucho daño! —Su esposo la abrazó. Al hombre le sangraba la nariz, pues vi un hilo rojo caer sobre su estrecho bigote. Cuando el mes de marzo siguiente leí en un periódico que había muerto de un ataque de apoplejía, no me asombró en absoluto.

Bruto se interpuso en el campo de visión de John y le tocó un hombro mientras hablaba. Eso estaba en contra de las reglas, pero el único que lo sabía era Curtis Anderson, a quien no pareció preocuparle. Era evidente que sólo deseaba terminar cuanto antes con su trabajo y lo deseaba desesperadamente. Después de lo de Pearl Harbor se alistó en el ejército, pero nunca llegó a cruzar el mar. Murió en el fuerte Bragg, en un accidente de camiones.

John se relajó al sentir los dedos de Bruto en su hombro. Creo que no entendió mucho de lo que Bruto decía, pero el contacto de su mano lo tranquilizó. Bruto, que murió de un ataque al corazón veinticinco años después (según dijo su esposa, ocurrió mientras miraba la televisión y comía un 'bocadillo de atún), era un buen hombre. Y mi amigo. Quizá el mejor de todos nosotros.

No le costaba entender cómo era posible que un hombre deseara morir y al mismo tiempo estuviese aterrorizado por la partida.

John Coffey, ha sido condenado a morir en la silla eléctrica, según una sentencia dictada por un jurado de sus conciudadanos y ratificada por un juez del estado. Que Dios proteja al pueblo de este estado. ¿Tiene algo que decir antes de que se lleve a cabo la sentencia?

John volvió a humedecerse los labios y luego habló con claridad. Cuatro palabras en total:

—Lamento lo que soy.

—¡Tienes razones para hacerlo! —gritó la madre de las gemelas—. ¡Monstruo! Tienes muchas jodidas razones para lamentarlo.

Los ojos de John se posaron en mí y en ellos no vi resignación ni esperanza de ir al cielo ni paz. Cómo me gustaría poder decir lo contrario. Pero lo cierto es que lo que vi fue angustia, perplejidad, incomprensión. Eran los ojos de un animal atrapado y asustado. Recordé lo que había dicho acerca de la forma en que Wharton había conseguido llevarse a las niñas sin que éstas gritaran: «Se valió de su amor para matarlas. Pasa lo mismo todos los días, en todo el mundo.»

Bruto descolgó la capucha nueva del gancho que había en el respaldo de la silla, pero en cuanto John la vio y comprendió lo que era sus ojos se llenaron de horror. Me miró y esta vez vi enormes gotas de sudor en la curva de su calva. Parecían tan grandes como huevos.

—Por favor, jefe. No me pongan eso en la cara —murmuró—. No me dejen a oscuras, por favor.

Tengo miedo a la oscuridad.

Bruto, con la capucha todavía en la mano, estaba paralizado; me miró y enarcó las cejas. Sus ojos decían que la decisión estaba en mis manos, que haría lo que yo ordenara. Intenté pensar con la mayor rapidez y claridad posibles, cosa que resultaba extraordinariamente difícil con la cabeza latiéndome del modo que lo hacía. La capucha no formaba parte de la ley sino de la tradición. En realidad, se utilizaba para evitar a los testigos una visión desagradable. De repente, supe que esta vez no quería ahorrarles sufrimientos. Después de todo, John no había hecho nada malo en toda su vida para merecer aquello. Ellos no lo sabían, pero nosotros sí, y decidí conceder al grandullón su último deseo. Además, era probable que Marjorie Detterick me enviara una nota de agradecimiento.

—Muy bien, John —susurré.

Bruto volvió a colgar la capucha en en gancho del respaldo. Detrás de nosotros, Homer Cribus gritó indignado: —¡Eh, muchacho! Ponle la máscara. ¿Crees que queremos ver cómo le estallan los ojos?

—Silencio, señor —dije sin volverme—. Esto es una ejecución y usted no está a cargo de ella.

—Como tampoco estuviste a cargo de su detención, jodida bola de sebo —murmuró Harry.

Harry murió en 1982, con casi ochenta años. Era un viejo. No tanto como yo, por supuesto, pero pocos llegan a esa edad. Fue cáncer de intestinos.

Bruto se inclinó y metió la esponja circular en un cubo. Hundió un dedo en ella y se lo chupó, aunque no había necesidad de hacerlo, pues la esponja estaba chorreando. La colocó dentro del casquete y puso éste sobre la cabeza de John. Advertí que Bruto estaba demasiado pálido, como si fuera a desmayarse de un momento a otro. Recordé que había dicho que por primera vez corría el riesgo de ir al infierno, porque iba a matar a un elegido de Dios. Sentí una súbita y aterradora necesidad de vomitar; conseguí controlarla, pero con gran esfuerzo. El agua de la esponja se deslizaba por la cara de John.

Dean Stanton ajustó la correa sobre el pecho de Coffey —para hacerlo tuvo que estirarla al máximo— y me la pasó a mí. La noche del viaje nos habíamos tomado muchas molestias para proteger a Dean pensando en sus hijos, sin saber que sólo le quedaban cuatro meses de vida.

Después de la ejecución solicitó y consiguió un traslado al bloque C, donde un prisionero lo apuñaló con la broca de un taladro y derramó su sangre sobre el sucio suelo de madera. Nunca supe por qué; creo que nadie lo supo.

Cuando evoco aquellos días, la Freidora me parece una perversión, una locura letal. Somos frágiles como el cristal, incluso en las mejores circunstancias. ¿Matarnos los unos a los otros con gas o electricidad, con premeditación y sangre fría? Es una locura. Un horror.

Bruto comprobó la correa y se apartó. Yo esperaba que hablase, pero cuando cruzó las manos a la espalda y se puso en posición de firmes, supe que no lo haría. Quizá se sintiera incapaz de articular palabra. Yo tampoco me sentía capaz, pero cuando miré los ojos aterrorizados y llorosos de John, comprendí que debía hacerlo, aunque con ello me condenara al infierno.

Descarga dos —dije con una voz pastosa y ahogada que ni yo mismo reconocí.

El casquete vibró. Ocho dedos largos y dos gruesos pulgares se levantaron del extremo de los anchos brazos de roble y se extendieron en diez direcciones distintas. Las enormes rodillas se movieron como pistones,. pero las correas de los tobillos resistieron. Sobre nuestras cabezas, se fundieron tres bombillas. ¡Pum! ¡Pum ¡Pum! Marjorie Detterick gritó y se desmayó en brazos de su marido. Murió en Memphis, dieciocho años después. Harry me envió la nota necrológica. Fue en un accidente de tranvía.

John se inclinó contra la correa que le cruzaba el pecho. Por un instante me miró fijamente.

Estaba consciente, de modo que lo último que vio cuando lo arrojamos de este mundo fueron mis ojos. Luego cayó sobre el respaldo, el casquete se deslizó hacia un lado de su cabeza, dejando escapar un hilo de humo, una especie de bruma negra sin embargo, todo fue bastante rápido. Dudo que no haya sufrido, como afirman los defensores de la silla eléctrica (aunque ni el más valiente de ellos lo ha comprobado personalmente); pero fue rápido. Sus manos volvían a estar laxas, y las medias lunas blanco azuladas de sus uñas adquirieron un tono morado mientras una nubecilla de humo ascendía sus mejillas aún húmedas a causa del agua salada de la esponja… y de las lágrimas.

Las últimas lágrimas de John Coffey.