La noche de la ejecución de John Coffey no hubo tormenta. Hacía frío, como correspondía a aquellas latitudes en esa época del año, y un millón de estrellas derramaban luz sobre los campos arados, donde la escarcha brillaba en los postes de las vallas y destellaba como diamantes sobre los esqueletos secos de las mazorcas de julio.
Brutus Howell estaría al frente: le pondría el casquete a John y cuando llegase la hora ordenaría a Van Hay que le diera al interruptor.
A las 11.20 horas de la noche del 20 de noviembre, Dean, Harry y yo nos dirigimos a la única celda ocupada, donde John Coffey estaba sentado en el camastro, con las manos entrelazadas entre las rodillas y una pequeña mancha de salsa en el cuello de la camisa azul. Nos miró a través de los barrotes, al parecer mucho más sereno que nosotros. Yo tenía las manos heladas y me latían las sienes. Una cosa era saber que deseaba irse, lo cual nos facilitaba el trabajo, y otra que íbamos a electrocutarlo por un crimen que no había cometido.
Había visto por última vez a Hal Moores aquella tarde a las siete. Estaba en su despacho, abotonándose el abrigo. Tenía la cara pálida y las manos le temblaban tanto que apenas podía con los botones. Le habría apartado la mano para terminar con la tarea, como suele hacerse con los niños pequeños. Curiosamente, el fin de semana anterior, cuando Janice y yo fuimos de visita a su casa, Melinda tenía mejor aspecto que su marido la noche de la ejecución.
—No me quedaré a presenciar la ejecución —dijo—. Curtis lo hará en mi lugar y sé que Coffey estará en buenas manos contigo y con Brutus.
—Sí, señor. Lo haremos lo mejor posible —respondí—. ¿Se sabe algo de Percy?
Lo que en realidad quería saber era si había recuperado la cordura. ¿Y si le contaba a alguien, probablemente a un médico, que le habíamos puesto la camisa de fuerza y lo habíamos encerrado en la celda de seguridad como a un vulgar preso (un capugante, en sus propios términos)? ¿Le creerían?
Pero según Hal, Percy seguía igual. No hablaba ni parecía estar en este mundo. Seguía en Indianola —«esperando un diagnóstico», dijo Hal aparentemente extrañado por la expresión—, pero si no mejoraba, pronto lo trasladarían.
—¿Cómo está Coffey? —preguntó cuando por fin consiguió abrocharse el último botón.
—Estará bien, alcaide Moores.
Hizo un gesto de asentimiento y se dirigió hacia la puerta con aspecto cansado y enfermizo.
—¿Cómo es posible que tanto mal y tanto bien convivan en el mismo hombre? ¿Cómo es posible que el mismo hombre que salvó a mi esposa haya matado a esas niñas? ¿Lo entiendes?
Respondí que no, que los caminos del Señor eran inescrutables, que había bondad y maldad en todos nosotros, sin que supiéramos por qué, etcétera, etcétera. Casi todo lo que dije lo había aprendido en la iglesia. Hal asentía todo el tiempo, pero parecía alterado. Podía permitirse el lujo de asentir, ¿no es cierto? Sí; y también de parecer alterado. Su cara reflejaba una profunda tristeza, pero en esta ocasión no lloraba. Tenía una esposa esperándolo en casa, una compañera que ahora se encontraba bien. Estaba viva gracias a John Coffey, y el hombre que había firmado su orden de ejecución podía marcharse para volver a su lado. No tenía que presenciar la escena que tendría lugar a continuación. Aquella noche podría dormir en los cálidos brazos de su esposa, mientras John Coffey descansaba en el sótano del hospital del condado, enfriándose a medida que las horas, mudas y solitarias, avanzaban hacia el amanecer. Se me pasaría pronto, pero lo cierto es que en aquel momento sentí odio. Auténtico odio hacia Hal.
Más tarde entraba en la celda, seguido de Dean y Harry, ambos pálidos y alicaídos.
—¿Estás listo, John?
El grandullón asintió.
—Supongo que sí, jefe.
—Muy bien, entonces. Pero antes de que salgamos tengo que decirte algo.
—Diga lo que quiera, jefe.
John Coffey, como representante de la ley…
Lo dije todo de un tirón, y cuando acabé, Harry Terwilliger dio un paso al frente y tendió la mano. Por un instante, John pareció sorprendido, luego sonrió y se la estrechó. A continuación, Dean, más pálido que nunca, le ofreció la suya.
—Merecías algo mejor, Johnny —dijo con voz ronca—. Lo siento.
—Estaré bien —respondió John—. Esta es la parte más difícil; pero dentro de poco estaré bien.
—Se puso de pie, y la cruz de san Cristóbal que le había regalado Melly se le salió de la camisa.
John, tengo que quitarte eso —dije—. Si quieres puedo ponértela después de… pero ahora tengo que quitártela.
La medalla era de plata, y si estaba en contacto con su cuerpo cuando Van Day le diera al interruptor, podía fundirse con su piel o quizá galvanizarse, dejándole en el pecho una especie de fotografía chamuscada. Lo había visto antes. De hecho, lo había visto casi todo en mis años de carcelero en el pasillo de la muerte. Más de lo que me convenía; lo supe en ese momento.
John se quitó la cadena y me la entregó. Me la metí en el bolsillo y le pedí que saliera de la celda. No había necesidad de revisarle la cabeza para asegurarnos de que el contacto quedaría firme y la inducción sería buena; su calva era tan lisa como la palma de mi mano.
—¿Sabe, jefe? dijo—. Esta tarde me quedé dormido y tuve un sueño. Soñé con el ratón de Del.
—¿De veras, John? —Me coloqué a su izquierda y Harry a su derecha. Dean nos siguió y los cuatro comenzamos a recorrer el pasillo de la muerte. Fue la última vez que lo recorrí con un prisionero.
—Sí —dijo—. Soñé que iba a aquel sitio del que habló el jefe Howell, a Ratilandia. Había muchos niños, ¡y cómo se reían de sus trucos! —Él mismo rió al recordarlo, pero enseguida volvió a ponerse serio—. Soñé que las dos niñas rubias estaban allí y también reían. Las abracé y no había sangre en su pelo; estaban bien. Todos miramos a Cascabel perseguir el carrete… ¡Cómo reíamos!
Nos partíamos de risa.
—Vaya —dije mientras pensaba que no podía continuar con aquello, que era incapaz de hacerlo.
Temí que en cualquier momento me pondría a gritar o a llorar o mi corazón estallaría de pena y sería el final.
Entramos en mi despacho. John miró alrededor y luego se arrodilló sin que nadie se lo pidiera. Detrás de él, Harry me miró con expresión de angustia. Dean estaba blanco como el papel.
Me arrodillé al lado de John y pensé en lo irónica que era la situación: después de ayudar a tantos prisioneros en su último viaje, ahora era yo quien necesitaba ayuda. Al menos eso me parecía.
—¿Qué le pediremos a Dios, jefe? —preguntó.
—Valor —respondí sin detenerme a pensarlo. Cerré los ojos y dije—: Dios Todopoderoso, ayúdanos a terminar lo que hemos empezado. Por favor, da la bienvenida en el cielo a este hombre, John Coffey (suena parecido a café, pero no se escribe igual) y concédele la paz. Ayúdanos a despedirlo como merece y no permitas que nada salga mal. Amén.
—Abrí los ojos y miré a Dean y a Harry. Ambos tenían mejor aspecto, aunque dudo que fuera por mi oración. Quizá les hubiera hecho bien tener unos instantes para recuperar el aliento.
Empecé a incorporarme y John me cogió del brazo. Me dirigió una mirada tímida y esperanzada a la vez.
—Recuerdo una plegaria que alguien me enseñó cuando era pequeño —dijo—. O eso creo. ¿Puedo decirla?
—Adelante —respondió Dean—. Tenemos mucho tiempo.
John cerró los ojos y frunció el entrecejo en una mueca de concentración. Esperaba oír una versión confusa del padrenuestro o quizá «Ángel de la Guardia, dulce compañía…», pero no; lo que escuché a continuación fue algo que nunca había oído antes y que nunca volvería a oír. Con las manos juntas delante de los ojos cerrados, John Coffey dijo:
—Niño Jesús, tierno y bondadoso, ruega por este niño huérfano. Sé mi fuerza, sé mi amigo hasta la hora de mi muerte, Amén.
—Abrió los ojos, comenzó a levantarse y luego me miró atentamente.
Me enjugué los ojos con el antebrazo. Mientras lo escuchaba, había pensado en Del, que al final también había querido rezar otra oración: «Dios te salve María, llena eres de gracia… Ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte, Amén.»
—Lo siento, John.
—No lo sienta, jefe —dijo. Me dio un pequeño apretón en el brazo y sonrió. Y luego, tal como temía, tuvo que ayudarme a ponerme de pie.