Cuando John regresó de las duchas y los temporeros se marcharon, abrí la puerta de su celda, entré y me senté a su lado. Bruto, que se encontraba en la mesa de entrada, alzó la vista y vio que estaba solo con John en la celda, pero no dijo nada. Volvió a concentrarse en los papeles que tenía delante, chupando el extremo del lápiz una y otra vez.
Coffey me miró con sus extraños ojos inyectados en sangre, ausentes, llorosos y sin embargo serenos, como si llorar constantemente no tuviera nada de malo, sobre todo cuando uno estaba acostumbrado a hacerlo. Hasta me dedicó una breve sonrisa. Recuerdo que olía a jabón y que parecía tan limpio y fresco como un bebé después del baño.
—Hola, jefe —dijo, y luego cogió mis manos entre las suyas. Lo hizo con absoluta naturalidad.
—Hola, John.
—Yo tenía un nudo en la garganta e intenté tragarlo—. Supongo que sabes que se acerca la hora. Sólo falta un par de días.
Permaneció en silencio, sin soltarme las manos. Cuando miro hacia atrás, creo que ya había empezado a pasarme algo, pero estaba demasiado pendiente —mental y emocionalmente— de mi trabajo para notarlo.
—¿Querrás algo especial para cenar esa noche, John? Podemos conseguirte cualquier cosa, incluso una cerveza. Sólo tendremos que ponerla en una taza de café.
—Nunca me ha gustado la cerveza.
—¿Entonces algo especial para comer?
Su frente se arrugó debajo de la enorme calva marrón. Luego las líneas se borraron, y sonrió.
—Pastel de carne —dijo.
—Muy bien, pastel de carne con salsa y puré de patatas.
—Sentí un hormigueo, como cuando a uno se le adormece un brazo, sólo que la sensación se extendió por todo mi cuerpo—. ¿Qué más?
—No lo sé, jefe. Cualquier cosa. Tal vez, quingombó, pero me da igual.
—De acuerdo —dije, y pensé que también tomaría tarta de melocotón hecha por la señora Edgecombe—. ¿Y qué me dices de un sacerdote? Alguien que rece contigo. Sirve de consuelo; lo he visto muchas veces. Podría llamar al reverendo Schuster, el hombre que vino a ver a Del…—No quiero un sacerdote dijo John—. Usted ha sido bueno conmigo, jefe. Si quiere, puede rezar una plegaria. Me arrodillaré con usted.
—¿Yo? Pero John, yo no puedo…
Me apretó las manos y el hormigueo aumentó.
—Claro que puede; ¿verdad que sí, jefe?
—Supongo que sí —me oí decir. Mi voz sonaba como un eco—. Supongo que sí.
La sensación era muy intensa, en parte similar a la que había experimentado cuando me curó la infección urinaria, y en parte diferente. Diferente porque esta vez él no sabía lo que hacía. De repente me sentí aterrorizado, ansioso por salir de allí. Veía luces en mi interior, no sólo en la cabeza, sino en todo el cuerpo.
—Usted, el señor Howell y los demás jefes han sido buenos conmigo —dijo John Coffey—. Sé que se preocupan por mí, pero tienen que dejar de hacerlo, porque yo me quiero ir, jefe.
—Intenté hablar, pero no pude. Sin embargo él sí que podía. Lo que dijo a continuación fue la parrafada más larga que le oí desde que lo conocía—: Estoy cansado del dolor que siento y oigo, jefe. Estoy cansado de vagar por las calles, solo como un tordo bajo la lluvia, sin nadie que me acompañe o me diga adónde vamos y por qué. Estoy cansado de ver que las personas son malas unas con otras.
Es como si tuviera trozos de vidrio en la cabeza. Estoy cansado de las veces que intenté ayudar y no lo conseguí. Estoy cansado de la oscuridad y, sobre todo, del dolor. Es demasiado. Si pudiera, acabaría con él, pero no puedo.
«Para —quise decir—. Para y suéltame las manos. Si no lo haces, me ahogaré. O estallaré.»
Me incliné, jadeando. Entre mis rodillas, vi cada grieta del suelo de cemento, cada hendidura, cada grano de mica. Alcé la mirada y vi en las paredes nombres escritos en 1924, 1926, 1931. Aquellos nombres habían sido borrados, y en cierto modo también sus propietarios, pero imagino que es imposible borrarlo todo, al menos en esta copa oscura que es el mundo. Veía una maraña de nombres superpuestos, y era como escuchar a los muertos hablar, cantar y pedir clemencia. Sentí que mis ojos palpitaban en sus órbitas, oí los latidos de mi corazón, el zumbido de mi sangre recorriendo los pasajes de mi cuerpo como una multitud de cartas enviadas a distintos lugares.
Oí el pitido de un tren a los lejos; el de las 3.50 a Pieceford, supongo, aunque no puedo estar seguro porque antes lo había oído. No desde Cold Mountain, porque pasaba a quince kilómetros de la prisión. Era imposible que lo oyera; eso diría cualquiera y eso era lo que yo mismo creía antes del mes de noviembre de 1932. Pero lo cierto es que lo oí.
En algún sitio explotó una bombilla de la luz con el estruendo de una bomba.
—¿Qué me has hecho? —murmuré—. ¿Qué me has hecho, John?
—Lo siento, jefe —respondió con su habitual serenidad—. No me di cuenta. Pero no es nada; se sentirá mejor dentro de poco.
—Me levanté y me dirigí a la puerta de la celda con la sensación de que caminaba en sueños. Cuando llegué allí, Coffey añadió—: Se pregunta por qué las niñas no gritaron cuando estaban en la galería. Es lo único que lo atormenta, ¿verdad?
Volví la mirada hacia él. Veía cada venita roja de sus ojos, cada poro de su cara… y sentía su dolor, el dolor que absorbía de los demás como una esponja absorbe el agua. También podía ver la oscuridad que había mencionado. Se extendía por los confines del mundo, y en ese momento sentí por él una mezcla de pena y enorme alivio. Sí; no cabía duda de que íbamos a cometer una injusticia… y sin embargo, le haríamos un favor.
—Lo vi cuando aquel muchacho me tocó —dijo John—. Entonces supe que era él quien lo había hecho. Aquel día lo vi; lo vi arrojar a las niñas al suelo y huir, pero…—Pero lo olvidaste —dije.
—Sí, jefe. Lo olvidé hasta que él me tocó.
—¿Por qué no gritaron, John? Les hizo suficiente daño para hacerlas sangrar, y sus padres estaban dentro de la casa, así que ¿por qué no gritaron?
John me miró con expresión atormentada.
—Le dijo a una: «Si haces ruido, mataré a tu hermana», y luego le dijo lo mismo a la otra. ¿Lo ve?
—Sí —murmuré. Lo veía. Veía la galería de los Detterick en la oscuridad y a Wharton inclinado sobre las gemelas como un demonio. Una de ellas comenzó a gritar, Wharton la golpeó y a la niña empezó a sangrarle la nariz. Ese era el origen de la mayor parte de la sangre que encontraron.
—Se valió de su amor para matarlas —dijo John—. El amor que cada niña sentía por la otra. ¿Lo entiende?
Incapaz de hablar, asentí con un gesto.
Coffey sonrió. Las lágrimas volvían a correr por sus mejillas, pero sonrió.
—Lo mismo todos los días dijo—, en todas partes del mundo.
—Se tendió en el camastro y se volvió hacia la pared.
Salí al pasillo, cerré la puerta de la celda y me dirigí hacia la mesa de entrada. Aún me sentía como si estuviera soñando. Advertí que podía oír los pensamientos de Bruto, quien se preguntaba cómo se escribía la palabra «recibir». Pensaba: «¿Con be o con uve?» Luego alzó la vista y sonrió, pero al instante la sonrisa se le borró de los labios.
—¿Te encuentras bien, Paul?
—Sí —respondí, y a continuación le conté lo que me había dicho John. No todo, desde luego, y mucho menos lo que me había hecho al tocarme (eso nunca se lo he contado a nadie, ni siquiera a Janice; Elaine Connelly será la primera en saberlo, si decide leer hasta la última página de lo que he escrito). Me limité a repetir lo que me había dicho John sobre su deseo de marcharse. Bruto pareció aliviado, pero intuí (¿oí?) que se preguntaba si no me lo habría inventado para tranquilizarlo. Luego sentí que decidía creerme, sencillamente porque eso le facilitaría las cosas cuando llegara el momento de la ejecución.
—¿Sufres una recaída de la infección, Paul? —preguntó—. Estás rojo.
—No, me encuentro bien —respondí. Era mentira, pero estaba seguro de que John tenía razón y me recuperaría muy pronto. El hormigueo comenzaba a disiparse.
—De todos modos, creo que no te vendría mal entrar en el despacho y tenderte a descansar un poco.
Tenderme era lo último que deseaba en aquel momento; la idea me pareció tan ridícula que estuve a punto de echarme a reír. Me sentía con fuerza suficiente para construir una casa, colocarle el tejado, excavar un pequeño jardín en la parte trasera y cultivarlo. Todo antes de la cena.
«Lo mismo todos los días —pensé—. Todos los días, en todas partes del mundo. La misma oscuridad en todo el mundo.»
—Voy a pasar por la administración —dije—. A comprobar algunos datos.
—De acuerdo.
Abrí la puerta y me volví.
—Lo has escrito bien —lije—. «Recibir» va con be.
Salí y no necesité mirar atrás para saber que Bruto me observaba boquiabierto.
Me mantuve activo el resto del turno; incapaz de permanecer sentado más de cinco minutos seguidos. Cuando regresé de la administración, me paseé de un extremo al otro del patio de ejercicios; supongo que los guardias de las torres de vigilancia debieron pensar que me había vuelto loco. Poco antes de acabar la jornada, comencé a tranquilizarme y el rumor de los pensamientos en mi cabeza —algo similar al ruido del viento entre las hojas— se acalló considerablemente.
Sin embargo, mientras volvía a casa, aquella extraña sensación me asaltó de nuevo con toda su fuerza. Aparqué el Ford a un lado de la carretera y corrí unos setecientos metros, con la cabeza gacha, agitando los brazos. El aire que entraba y salía por mi boca estaba tan caliente como un objeto que se lleva mucho tiempo debajo del sobaco. Por fin volví a la normalidad. Corrí la mitad del trayecto hasta el coche y caminé la otra mitad; mi aliento formaba nubecillas de vapor en el aire helado. Ya en casa, le conté a Janice que John Coffey me había dicho que estaba preparado y que quería morir. Ella asintió con expresión de alivio, pero ¿de verdad se sentía aliviada? No podía asegurarlo. Seis horas antes, o tal vez tres, lo habría sabido, pero para entonces me resultaba imposible. Y era una suerte. John no dejaba de decir que estaba cansado, y ahora entendía por qué.
Su don habría agotado a cualquiera, habría hecho que deseara desesperadamente paz y silencio.
Cuando Janice me preguntó por qué estaba tan agitado y sudoroso, le respondí que había detenido el coche en el camino a casa y había corrido durante un rato. Como creo haber dicho (he escrito demasiadas páginas para cerciorarme), no acostumbraba a mentirle, pero no le expliqué el motivo. Y lo cierto es que ella tampoco me lo preguntó.