Dos días después, el 18, Bill Dodge, Hank Bitterman y otro guardia —no recuerdo quién, seguramente uno de los temporeros— llevaron a John Coffey a las duchas del bloque D, mientras nosotros ensayábamos la ejecución. No permitimos que Tuu–Tuu ocupara su lugar; aunque nadie habló del asunto, todos sabíamos que habría sido una obscenidad.
Lo hice yo.
John Coffey —dijo Bruto con voz temblorosa mientras yo estaba sentado en la Freidora—, ha sido condenado a morir en la silla eléctrica, según la sentencia dictada por sus conciudadanos… ¿Conciudadanos de Coffey? Parecía un chiste. Por lo que yo sabía, parecía de otro planeta.
Luego recordé lo que John había dicho al ver la silla desde los peldaños que conducían a mi oficina: «Siguen ahí. Los oigo gritar.»
—Sacadme de aquí —dije con voz ronca—. Quitadme las correas y dejadme salir.
Lo hicieron, pero por un momento quedé paralizado, como si la Freidora no quisiera dejarme marchar.
Cuando regresábamos al bloque, Bruto me habló en voz baja, para que no pudieran oírlo Dean y Harry, que estaban detrás de nosotros, guardando las últimas sillas.
—He hecho muchas cosas en la vida de las que no me siento orgulloso, pero por primera vez creo que corro el riesgo de ir al infierno.
Lo miré para asegurarme de que no bromeaba, y me pareció que no lo hacía.
—¿Qué quieres decir?
—Que vamos a matar a un elegido de Dios —respondió—. A alguien que nunca hizo daño a nadie. ¿Qué podré decir en mi favor cuando me encuentre con el Creador y me pida explicación, qué le diré? ¿Que era mi trabajo, mi obligación?