Era mi noche libre. Me senté en la sala de nuestra pequeña casa, fumando, escuchando la radio y contemplando cómo la oscuridad ascendía gradualmente hasta devorar el cielo. La televisión está bien, no tengo nada contra ella, pero no me gusta la forma en que nos separa del mundo, atrapándonos en su pantalla de cristal. En ese sentido, la radio era mucho mejor.
Janice entró, se arrodilló al lado del sillón y cogió mi mano. Durante un rato, ninguno de los dos dijo nada; permanecimos así, escuchando el Kollege of Musical Knowledge de Kay Kaiser y mirando salir las estrellas.
—Lamento haberte llamado cobarde —dijo—. Es lo peor que te he dicho en todos nuestros años de casados.
—¿Peor que cuando me llamaste viejo avaro? pregunté. Ambos reímos, y un par de besos después, habíamos hecho las paces.
Mi Janice era tan hermosa. Todavía sueño con ella. A pesar de lo viejo y cansado que me siento, aún sueño que entra en mi habitación de este lugar solitario y olvidado, donde los pasillos huelen a meados y a col hervida. Sueño que es joven y hermosa, con aquellos pechos firmes que no podía dejar de tocar, y me dice: «Cariño, yo no estaba en el autobús que chocó. Todo fue un error.» Cuando despierto y comprendo que ha sido un sueño, me echo a llorar. Yo, que cuando era joven casi nunca lloraba.
—¿Lo sabe Hall —preguntó por fin.
—¿Que John es inocente? Lo dudo.
—¿Crees que podría hacer algo? ¿Tiene alguna influencia sobre Cribus?
—Ninguna, cariño.
Asintió, como si esperara esa respuesta.
—Entonces no se lo digas. Si no puede hacer nada, no se lo digas.
—No.
Me miró fijamente.
—Y esa noche no podrás fingir que estás enfermo. Ninguno de vosotros puede hacerlo.
—No. Si estamos allí, al menos nos ocuparemos de que todo acabe cuanto antes. Es lo único que podemos hacer. No será como la ejecución de Delacroix.
Por un momento, gracias a Dios muy breve, vi la capucha negra de seda quemada separarse de la cara de Del para dejar al descubierto los globos de gelatina en que se habían convertido sus ojos.
—No tienes otro remedio, ¿verdad? —Llevó mi mano a una de sus suaves mejillas—. Pobre Paul; pobrecillo mío.
No respondí. Nunca en mi vida había tenido tantas ganas de huir. Sentí deseos de coger a Janice, meter cuatro cosas en un bolso y escapar hacia cualquier lugar.
—Pobrecillo mío —repitió y luego añadió—: Habla con él.
—¿Con quién? ¿Con John?
—Sí. Habla con él. Averigua qué quiere.
Reflexioné por un instante y asentí. Jan tenía razón. Siempre la tenía.