Al día siguiente, recibí para almorzar al mismo grupo de carceleros que habían comido en casa después de la espantosa ejecución de Delacroix. Sin embargo, esta vez nuestro consejo de guerra tenía un nuevo miembro: mi esposa. Jan me había convencido de que los convocara, pues al principio me sentía reacio a hacerlo. ¿No era suficiente con que lo supiéramos nosotros?
—No piensas con claridad —respondió—, quizá porque todavía estás muy alterado. Los muchachos saben lo peor: que John va a morir por un crimen que no cometió. Se alegrarán de enterarse de la verdad.
Yo no estaba tan seguro, pero confié en su buen juicio. Aunque esperaba un gran alboroto cuando le conté a Bruto, Dean y Harry lo que había averiguado (no podía probarlo, pero estaba seguro), su primera reacción fue un silencio absoluto. Luego, mientras cogía una de las galletas de Janice y comenzaba a untarla con una desproporcionada cantidad de mantequilla, Dean dijo: —¿Crees que John lo vio? ¿Que vio a Wharton dejar a las niñas en el bosque o incluso violarlas?
—Creo que si lo hubiera visto violarlas habría hecho algo para evitarlo —respondí—. Supongo que tal vez lo vio huir, aunque es probable que luego lo haya olvidado.
—Seguro —dijo Dean—. Es un tipo especial, pero le falta inteligencia. Supo que era Wharton cuando el chico sacó el brazo entre los barrotes y lo tocó.
Bruto hizo un gesto de asentimiento.
—Por eso parecía tan sorprendido y… horrorizado. ¿Recordáis cómo abrió los ojos?
Asentí.
—Usó a Percy para matar a Wharton como si fuese una pistola. Lo dijo Janice y no puedo dejar de pensar en ello. ¿Por qué iba a querer matar al salvaje Bill? A Percy, quizá. Después de todo, Percy había aplastado el ratón de Delacroix ante sus propios ojos y luego había quemado al propio Delacroix, y John lo sabía; pero ¿por qué a Wharton? El muchacho nos había tomado el pelo a todos, pero por lo que sé, no le había hecho ningún daño a John. Apenas si había cruzado unas palabras con él durante el tiempo que pasaron en el bloque, y la mayor parte la última noche. ¿Por qué iba a querer matarlo? Procedía del condado de Purdom, y allí los blancos no ven un negro a menos que se lo crucen en la carretera. Entonces, ¿por qué lo hizo? Tiene que haber visto o sentido algo horrible cuando Wharton lo tocó, para que guardara el veneno que había sacado del cuerpo de Melly hasta su regreso al bloque.
—Y estuvo a punto de morir por ello —añadió Bruto.
—Exacto. El caso de las gemelas Detterick era la única explicación posible para lo que hizo.
Me dije que era una idea absurda, demasiada coincidencia; no podía ser cierta. Entonces recordé lo que Curtis Anderson escribió en el informe de entrada de Wharton: que el muchacho era un salvaje y que había vagado por todo el estado antes de que lo cogieran por asesinato. «Había vagado por todo el estado.» Esas palabras me perseguían. Luego recordé cómo intentó estrangular a Dean el día en que llegó al bloque. Eso me hizo pensar en…
—El perro —dijo Dean mientras se acariciaba el cuello, en el sitio donde Wharton había enrollado la cadena. Creo que lo hizo inconscientemente—. En el modo en que le rompió el pescuezo al perro.
—Fui al condado de Purdom a investigar los archivos del caso Wharton, puesto que aquí sólo tenemos un informe de los crímenes que lo llevaron al pasillo de la muerte. En otras palabras, el final de su carrera, y yo quería saber algo sobre el principio.
—¿Estuvo metido en muchos líos? —preguntó Bruto.
—Sí; vandalismo, pequeños hurtos, incendios en granjas e incluso robo de explosivos. Él y un amigo echaron dinamita a un barranco. Empezó pronto, a los diez años, pero lo que yo buscaba no estaba allí. Luego el sheriff se enteró de quién era y qué buscaba, y eso fue una suerte. Le mentí.
Le dije que durante un registro en el bloque habíamos encontrado debajo del colchón de Wharton unas fotos de niñas desnudas, y que quería saber si el muchacho tenía antecedentes como pederasta, puesto que había un par de casos sin resolver en Tennessee. Me cuidé muy bien de no mencionar el asesinato de las gemelas Detterick, y creo que ni siquiera se le cruzó por la cabeza.
—Claro que no —intervino Harry—. ¿Por qué iba a pensar en eso? Después de todo, el caso está cerrado.
—Dije que seguramente me habría equivocado, pues no había ningún crimen de esa clase en el expediente de Wharton. Había muchos delitos, pero ninguno por el estilo. Entonces el sheriff Catlett rió y dijo que no todo lo que había hecho una manzana podrida como Wharton estaba en los archivos, y que de todos modos no importaba, puesto que estaba muerto. »Respondí que investigaba el asunto sólo por curiosidad, y eso lo tranquilizó. Me llevó a su oficina, me ofreció una taza de café y un bollo y me contó que dieciséis meses antes, cuando Wharton acababa de cumplir los dieciocho, un granjero del oeste lo había sorprendido con su hija en el granero. No había sido exactamente una violación; el tipo le dijo a Catlett que «la folló con un dedo». Lo siento, cariño.
—Tranquilo —dijo Janice, aunque estaba pálida.
—¿Cuántos años tenía la chica? —preguntó Bruto.
—Nueve —respondí, y Bruto se sobresaltó—. El hombre habría perseguido a Wharton personalmente, si hubiera tenido hermanos o primos que lo acompañasen, pero no los tenía. De modo que fue a ver a Catlett y dejó claro que sólo quería que le hiciera una advertencia a Wharton.
Nadie quiere que una noticia así se haga pública. Bueno; la cuestión es que el sheriff llevaba tiempo ocupándose de las fechorías de Wharton (lo había metido en el reformatorio cuando el chico tenía quince años) y pensó que ya era suficiente. Reunió a tres agentes y fueron a casa de Wharton. Echaron a la madre, que empezó a gritar y a llorar, y advirtieron a Billy el Niño lo que podía pasarle a un degenerado que se mete con una cría que no sólo no ha tenido su primera menstruación, sino que ni siquiera ha oído hablar de ella. «Fue un buen aviso», me dijo Catlett. Lo dejamos con la cabeza sangrante, un hombro dislocado y el culo morado.
Bruto no pudo evitar reír.
—Una historia típica del condado de Purdom —dijo.
—Tres meses más tarde, Wharton se largó de su casa y empezó la aventura que concluyó con su detención —continué—. Eso fue después de los crímenes que lo trajeron aquí.
—De modo que en una ocasión tuvo algo que ver con una menor —dijo Harry. Se quitó las gafas, les echó el aliento y comenzó a limpiarlas—. Pero una golondrina no hace verano, ¿no es cierto?
—Un hombre no hace algo así sólo una vez —dijo mi esposa, y luego apretó los labios con tanta fuerza que casi desaparecieron de su cara.
A continuación les hablé de mi visita al condado de Trapingus. No había tenido más remedio que ser sincero con Rob McGee. Nunca supe qué le contó a Detterick, pero lo cierto es que cuando el agente se sentó junto a mí en la cantina, parecía diez años más viejo.
—A mediados de mayo, aproximadamente un mes antes de los asesinatos que habían puesto punto final a la corta carrera delictiva de Wharton, Klaus Detterick había pintado el granero y la caseta del perro. Como temía que su hijo pudiese subir al andamio (y además el pequeño tenía que ir al colegio) había contratado a un ayudante. Un muchacho agradable y tranquilo. Había trabajado con él tres días, pero no había dormido en la casa. Detterick no era tan tonto como para pensar que porque fuera agradable y tranquilo, era trigo limpio, sobre todo en aquellos tiempos en que había tanto delincuente suelto por las carreteras. De todos modos, el muchacho no necesitaba alojamiento, pues había alquilado una habitación en el pueblo; en casa de Eva Price. Era cierto que había una tal Eva Price en el pueblo y que alquilaba habitaciones, pero la mujer no había tenido ningún inquilino que encajara con la descripción del ayudante de Detterick; sólo los tipos de costumbre, con traje a cuadros y sombrero, los típicos viajantes. McGee lo sabía porque se había detenido en casa de la señora Price en el camino de regreso de la granja de Detterick. Por eso estaba tan alterado.»
«Sin embargo, señor Edgecombe —había dicho—, no hay ninguna ley que prohíba dormir en el bosque. Yo mismo lo he hecho en varias ocasiones.» »Aunque el ayudante de Detterick no había dormido en la casa, había comido con la familia un par de veces. Conocía a Howie y a las niñas, Cora y K ate. Tuvo ocasión de oír sus conversaciones, quizá incluso que esperaban con impaciencia la llegada del verano, porque si el tiempo era bueno su madre les permitiría dormir en la galería, donde jugarían a ser esposas de los pioneros que habían cruzado las llanuras en caravanas. »Me lo imagino sentado a la mesa, comiendo pollo asado y pan de centeno casero, escuchando, disimulando su mirada de lobo, asintiendo y sonriendo —mientras hacía planes.
—Esas características no encajan con el salvaje que me describiste cuando ingresó en el bloque —dijo Janice con tono dubitativo—. No coinciden en absoluto.
—Usted no lo vio en el hospital de Indianola, señora —dijo Harry—. Tenía la boca abierta y el culo al aire, dejándose vestir como si fuera un crío. Creímos que estaba dopado o que era idiota, ¿verdad, Dean?
Dean asintió con la cabeza.
—El día que terminó con el granero, un tipo que llevaba la cara cubierta con un pañuelo robó en la estación de mercancías —dije—. Se llevó setenta dólares y un dólar de plata que el agente de carga llevaba como amuleto de la suerte. Cuando capturaron a Wharton, encontraron la moneda en su cuerpo, y Jarvis sólo está a cuarenta y cinco kilómetros de Tefton.
—¿Y crees que ese ladrón… ese salvaje… se detuvo tres días para ayudar a Klaus Detterick a pintar el granero? —dijo mi esposa—. ¿Que comió con ellos y se comportó como un ciudadano normal?
—Lo más aterrador de los tipos como Wharton es que son impredecibles —terció Bruto—. Puede que pensara matar a los Detterick y saquear la casa y luego por cualquier motivo cambiase de opinión. Quizá quisiera aclararse, pero lo más probable es que hubiera puesto el ojo en las niñas y planeara volver en cualquier momento. ¿No lo crees, Paul?
Asentí. Claro que lo creía.
—También está el nombre que el muchacho le dio a Detterick.
—¿Qué nombre? —preguntó Jan.
—Will Bonney.
—¿Bonney? No…—Era el nombre verdadero de Billy el Niño.
—¡Ah! —Sus ojos se abrieron como platos—. ¡Gracias a Dios! Entonces puedes salvar a John Coffey. Lo único que tienes que hacer es enseñarle una foto a Detterick… La foto de su archivo…
Bruto y yo cambiamos una mirada incómoda. Dean parecía animado; pero Harry se miraba fijamente las manos, como si de repente estuviera fascinado por sus uñas.
—¿Qué pasa? —preguntó Janice—. ¿Por qué tenéis esas caras? Sin duda el tal McGee…
—Rob McGee me pareció buena persona y estoy seguro de que es un excelente policía —dije—, pero no tiene ningún poder en el condado de Trapingus. El que tiene poder es el sheriff Cribus, y el día en que reabra el caso Detterick sobre la base de mis hallazgos, nevará en el infierno.
—Pero si Wharton estuvo allí… Si Detterick puede identificarlo y saben que estuvo allí…—El hecho de que estuviera allí en mayo no significa que volviese en junio para matar a las niñas —dijo Bruto con el suave y tranquilo tono que uno usa para comunicarle a alguien la muerte de un familiar—. Por un lado tenemos a un muchacho que ayudó a Detterick a pintar el granero y se marchó. Se sabe que cometió varios crímenes, pero no hay nada contra él durante los tres días que pasó en Tefton. Por otro lado tenemos a un negro, un negro enorme, a quien encontraron sentado a la orilla del río con los cadáveres desnudos de las niñas en los brazos.
—Sacudió la cabeza—. Paul tiene razón, Janice. Puede que a McGee lo haya asaltado la duda, pero él no cuenta. Cribus es el único que podría reabrir el caso, y no querrá estropear lo que considera un final feliz. Pensará que no fue uno de los suyos sino un negro. Estupendo. Vendrá a Cold Mountain, se comerá un bistec con una cerveza, y luego irá a ver cómo fríen a su asesino.
Janice lo escuchó con expresión de horror y se volvió hacia mí.
—Pero McGee está de acuerdo contigo, ¿verdad, Paul? Lo noté en tu cara. El agente McGee sabe que ha arrestado al hombre equivocado. ¿No se enfrentará con el sheriff?
—Lo único que puede conseguir enfrentándose con él es que lo despidan —respondí—. Creo que en el fondo sabe que el culpable fue Wharton, pero se dirá a sí mismo que si mantiene la boca cerrada y sigue el juego hasta que Cribus se retire o se muera, podrá ocupar su puesto. Entonces las cosas serán diferentes. Supongo que eso es lo que se dirá para poder dormir. Y en algo no se diferencia mucho de Cribus; pensará: «Al fin y al cabo, sólo es un negro. No es como si fueran a electrocutar a un blanco.»—Entonces tendrás que actuar tú —dijo Janice, y el corazón me dio un vuelco al oír su tono decidido y seguro—. Ve y diles lo que has descubierto.
—¿Y cómo explicaremos que lo hemos descubierto, Jan? —preguntó Bruto con la misma voz serena—. ¿Les contaremos que mientras sacábamos a John de la prisión para que hiciera un milagro con la esposa del alcaide, Wharton le tocó un brazo?
—No, claro que no, pero… —Advirtió que pisaba terreno inseguro y cambió de rumbo—. Mentid —dijo. Miró a Bruto con expresión desafiante y luego se volvió hacia mí. Su mirada era tan ardiente que podría haber hecho un agujero en un periódico.
—Mentir —repetí—. ¿Mentir sobre qué?
—Sobre lo que te llevó primero al condado de Purdom y luego al de Trapingus. Ve a ver al viejo gordinflón del sheriff Cribus y dile que Wharton te dijo que había matado a las gemelas Detterick.
Que lo confesó todo.
—Dirigió su mirada ardiente a Bruto—. Tú podrías respaldar su versión, Bruto. Dirás que estabas presente en el momento de la confesión. Es más; podéis decir que Percy también lo oyó y que por eso lo mató. Le disparó porque no podía dejar de pensar en lo que Wharton le había hecho a esas niñas. Eso lo trastornó. ¿Qué pasa?, ¿qué pasa, por el amor de Dios?
No éramos sólo Bruto y yo; Harry y Dean también la miraban con horror.
—No informamos de eso en ningún momento, señora dijo Harry, como si le hablara a un niño—. Lo primero que nos preguntarán es por qué no lo hicimos. Se supone que debemos informar de todo lo que digan los presos sobre sus crímenes. Los suyos o los de cualquier otro.
—De todos modos no le habríamos creído, Jan —terció Bruto—. Un hombre como Wharton es capaz de mentir sobre cualquier cosa. Los crímenes que cometió, los delincuentes que conocía, las mujeres con quienes se había acostado, los tantos que marcó en los partidos de fútbol del colegio, incluso el estado del tiempo.
—Pero… pero… —Jan parecía angustiada. Le pasé un brazo por los hombros, pero se apartó—. ¡Pero estuvo allí! ¡Pintó ese maldito granero! ¡Comió con ellos!—Razón de más para que se enorgulleciera del crimen —dijo Bruto—. Después de todo, ¿qué mal podía hacerle? Sólo se puede freír a un tipo una vez.
—A ver si os he entendido: todos los que estamos sentados alrededor de esta mesa sabemos que John Coffey no sólo no cometió el crimen sino que intentaba salvar a las niñas. El agente McGee no está al corriente de todo, por supuesto, pero aun así está bastante seguro de que el hombre condenado a morir por esos asesinatos no los cometió. Y sin embargo… sin embargo… no podéis conseguir una apelación. Ni siquiera podéis conseguir que se reabra el caso.
—Exactamente —dijo Dean mientras limpiaba las gafas con furia—. Así son las cosas.
Janice agachó la cabeza con aire pensativo. Bruto empezó a decir algo, pero lo atajé levantando una mano. No creía que Janice pudiera pensar en una forma de librar a John de la muerte, pero tampoco era imposible. Mi mujer era una mujer muy lista y decidida, una combinación que puede transformar montañas en valles.
—Muy bien —dijo por fin—. Entonces tendréis que liberarlo vosotros.
—¿Cómo? —Harry la miró atónito… y también asustado.
—Podéis hacerlo. Ya lo hicisteis una vez, ¿no es cierto? Eso quiere decir que podéis volver a hacerlo, sólo que en esta ocasión no lo llevaréis de regreso a la cárcel.
—¿Y usted le explicará a mis hijos por qué han enviado a prisión a su padre, señora Edgecombe? —preguntó Dean—. Acusado de ayudar a escapar a un asesino.
—No habrá nada de eso, Dean. Urdiremos un plan para que parezca una fuga auténtica.
—Asegúrese de que sea un plan que pueda llevar a cabo un tipo que ni siquiera sabe atarse los cordones de los zapatos —intervino Harry—. Tendrán que creérselo.
Janice lo miró con expresión dubitativa.
—No funcionaría —dijo Bruto—. Aunque se nos ocurriera un plan, no funcionaría.
—¿Por qué no? —Jan parecía a punto de llorar—. ¿Por qué demonios no funcionaría?
—Porque es un gigante de dos metros que apenas tiene cerebro para comer solo —dije—. ¿Cuánto tiempo tardarían en volver a capturarlo? ¿Dos horas?, ¿seis?
—Antes de esto había pasado inadvertido —dijo Jan, mientras se limpiaba una lágrima con el dorso de la mano.
En eso tenía razón. Yo había escrito a algunos amigos y parientes del sur preguntándoles si habían leído algo en los periódicos sobre un hombre de las características de John Coffey. Nada en absoluto. Janice había hecho lo mismo. Sólo creían haberlo visto en la ciudad de Muscle Shoals, en Alabama. En 1929 un tornado había derribado una iglesia durante un ensayo del coro, y un gigante negro había rescatado a dos hombres de los escombros. Los dos parecían muertos para los testigos, pero al final nadie había resultado herido de gravedad. Uno de los presentes dijo que había sido un milagro. El negro, un trabajador temporero a quien el pastor había contratado por un día, desapareció en el alboroto.
—Es verdad —dijo Bruto—, pero debemos recordar que eso fue antes de que lo condenaran por la violación y el asesinato de las niñas.
Janice no respondió. Guardó silencio durante al menos un minuto y luego hizo algo que me sorprendió tanto como mi súbito ataque de llanto la había sorprendido a ella. Tendió el brazo y tiró todo lo que había sobre la mesa: platos, vasos, tazas, cubiertos, la fuente de la col, la jarra de naranjada, el plato con el jamón, la leche, la botella de té helado. Todo fue a parar al suelo.
—¡Mierda! —exclamó Dean, apartándose de la mesa con tanto ímpetu que estuvo a punto de caer de espaldas.
Janice no le hizo el menor caso. Nos miraba a Bruto y a mí; sobre todo a mí.
—¿Pensáis matarlo, cobardes? —pregunto—. ¿Vais a matar al hombre que salvó la vida de Melinda Moores e intentó salvar la de las niñas? Bueno; al fin y al cabo, sólo habrá un negro menos en el mundo, ¿no es cierto? Podréis consolaros con esa idea. Un negro menos.
—Se puso de pie, miró la silla y le dio una patada. La silla rebotó contra la pared y cayó encima de la naranjada.
La cogí de la muñeca, pero se soltó—. No me toques —dijo—. Dentro de una semana serás un asesino igual que Wharton, así que no me toques.
Salió al porche trasero, se cubrió la cara con el delantal y se echó a llorar. Los cuatro hombres nos miramos. Al cabo de unos instantes, me levanté y empecé a limpiar. Bruto me echó una mano; luego se unieron Harry y Dean. Cuando la cocina recuperó su aspecto normal, los muchachos se marcharon. Ninguno dijo una sola palabra. En realidad, no había nada que decir.