La consecuencia del tiroteo fue como un circo de tres pistas, con el gobernador en una pista, la prisión en otra y el pobre y descerebrado Percy Wetmore en la tercera. ¿Y el maestro de ceremonias? Bueno, los caballeros de la prensa ocuparon ese puesto. En aquel entonces no eran tan maliciosos como ahora —no se lo permitían—, pero incluso en esos tiempos, antes de Geraldo y Mike Wallace, se lucían a gusto cuando encontraban en qué hincar el diente. Eso fue lo que sucedió esa vez, y mientras duró, fue un buen espectáculo.
Pero hasta el mejor de los circos —el que tiene los monstruos más aterradores, los payasos más graciosos y los animales más salvajes— se marcha de la ciudad tarde o temprano. Éste se marchó después de que lo hiciese el comité de investigación, que a pesar de su nombre pomposo y aterrador, resultó ser bastante inofensivo; simple rutina. En otras circunstancias el gobernador habría pedido la cabeza de alguien, pero en esta ocasión no lo hizo. Su sobrino político, pariente directo de su esposa, había enloquecido y matado a un hombre. Gracias a Dios, la víctima era un asesino, pero el hecho de que estuviera durmiendo en el momento de su muerte no parecía muy justo. Si a eso se le sumaba el detalle de que Percy Wetmore seguía tan loco como una cabra, uno podía entender por qué el gobernador quería resolver el asunto lo antes posible.
Nuestro viaje a la casa del alcaide Moores en la furgoneta de Harry Terwilliger nunca salió a la luz. Nunca se supo que habíamos puesto a Percy la camisa de fuerza y luego lo habíamos encerrado en la celda de seguridad, ni que William Wharton estaba completamente drogado cuando Percy le disparó. ¿Por qué iba a saberse? Las autoridades no tenían motivo alguno para pensar que en su cuerpo había algo más que media docena de balas. El forense las retiró, el empresario de pompas fúnebres lo metió en una caja de madera de pino, y aquel fue el final del hombre con el nombre «Billy el Niño» tatuado en el antebrazo izquierdo. Podríamos decir que fue una buena forma de deshacerse de la basura.
El escándalo duró unas dos semanas, durante las cuales no me atreví a dar un solo paso en falso y mucho menos tomarme un día libre para investigar la idea que me había asaltado en la cocina la mañana siguiente a los hechos. Supe con seguridad que el circo se había marchado de la ciudad al llegar a la penitenciaría un día de mediados de noviembre; creo que fue el 12 de ese mes, aunque no podría jurarlo. Ese día encontré sobre mi mesa el papel que tanto temía recibir: la orden de ejecución de John Coffey. No la había firmado Hal Moores sino Curtis Anderson, pero era igualmente legal y, desde luego, tenía que haber pasado por Hal para llegar a mí. Lo imaginé sentado ante su escritorio con el papel en la mano, pensando en su esposa, que para los médicos de Indianola se había convertido en una especie de milagro andante. Ella había recibido una orden de ejecución de manos de esos mismos médicos, pero John Coffey la había destruido. Sin embargo, ahora le llegaba el turno a Coffey de recorrer el pasillo de la muerte, y ¿quién podía evitarlo? ¿Quién de nosotros podía evitarlo?
La ejecución estaba fijada para el 20 de noviembre. Tres días después de recibirla, hice que Jan llamara a la prisión diciendo que estaba enfermo. Después de tomar una taza de café, subí a mi viejo pero fiable Ford y conduje hacia el norte. Janice me había despedido con un beso, deseándome buena suerte, y aunque le di las gracias, aún no sabía en qué consistiría esa suerte, si en encontrar lo que buscaba o en no encontrarlo. Lo único que sabía era que no tenía ganas de cantar mientras conducía. Ese día no.
A las tres de la tarde estaba en la tierra de las colinas. Llegué a los juzgados del condado de Purdom poco antes de que cerraran, eché un vistazo a los archivos y fui a ver al sheriff, que ya había sido informado de que un extraño estaba husmeando por allí. El sheriff Catlett quería saber qué hacía. Cuando se lo expliqué, reflexionó por un instante y me contó algo interesante. Dijo que negaría todo si difundía sus palabras, que por otra parte no eran decisivas, pero algo era algo. Claro que sí. Pensé en ello en el camino a casa y durante la mayor parte de la noche. Os aseguro que esa noche rumié mucho más de lo que dormí.
Al día siguiente me levanté cuando el sol apenas se vislumbraba en el este y me dirigí al condado de Trapingus. Evité a Homer Cribus, esa gran mole de mierda, y en su lugar hablé con el agente Rob McGee. McGee no quería oír lo que le decía; de hecho, se negó tan rotundamente a escucharme que pensé que me daría un puñetazo en la boca para hacerme callar. Pero finalmente accedió a hacerle un par de preguntas a Klaus Detterick. Creo que lo hizo sobre todo para asegurarse de que no lo hiciera yo.
—Sólo tiene treinta y nueve años, pero parece un viejo —dijo McGee—, y lo último que necesita es que un carcelero listillo se ponga a hurgar en sus heridas justo cuando empiezan a cicatrizar.
Quédese en el pueblo. No se le ocurra acercarse a la granja de los Detterick, pero quiero que esté localizable cuando termine de hablar con Klaus. Si se pone nervioso, cómase un trozo de pastel en la cantina; así se quedará pegado al asiento.
Comí dos trozos en lugar de uno, y McGee tenía razón. Era lo bastante pesado para dejarme pegado al asiento.
Cuando el agente entró en la cantina y se sentó a mi lado en la barra, intenté leer sus pensamientos, pero no lo conseguí.
—¿Y bien? —pregunté.
—Acompáñeme a mi casa, hablaremos allí —dijo—. Este lugar está demasiado concurrido para mi gusto.
Mantuvimos nuestra conversación en el porche de la casa de Rob McGee. Los dos estábamos muertos de frío, pero la señora McGee no permitía fumar dentro de la casa. En ese sentido, se había adelantado a su tiempo. McGee hablaba con el tono de alguien a quien no le gusta en absoluto lo que tiene que decir.
—Eso no prueba nada y usted lo sabe, ¿verdad? —dijo poco antes de que concluyera nuestra conversación. Hablaba con tono beligerante y movía con agresividad el cigarro que él mismo había liado, pero tenía el rostro descompuesto. Ambos sabíamos que las pruebas que se presentan en un juicio no son las únicas válidas. Pensé que por primera vez en su vida el agente McGee habría preferido ser tan imbécil como su jefe.
—Lo sé —respondí.
—Y si cree que podrá conseguir una apelación basándose en este detalle, no se haga ilusiones.
John Coffey es negro, y en el condado de Trapingus no solemos dar una segunda oportunidad a los negros.
—También lo sé.
—¿Qué va a hacer entonces?
Arrojé la colilla a la calle, por encima de la verja, y me puse de pie. Me esperaba un largo y frío viaje de regreso a casa, y cuanto antes me largase, antes llegaría.
—Ojalá lo supiera, agente McGee —respondí—, pero no lo sé. Lo único que sé es que comerme la segunda ración de pastel ha sido un error.
—Le diré una cosa, listillo —dijo, siempre con tono beligerante—. Creo que no debería haber abierto la caja de Pandora.
—No fui yo quien la abrió —repuse, y me marché.
Llegué a casa muy tarde —después de medianoche—, pero mi esposa me aguardaba levantada.
Aunque esperaba que lo hiciera, me alegró verla, sentir sus brazos en mi cuello y su cuerpo firme y hermoso contra el mío.
—Hola, forastero —dijo, y me acarició la entrepierna—. Por lo visto, todo sigue bien aquí abajo.
Nuestro amigo está en plena forma.
—Sí, señora —respondí y la cogí en brazos.
La llevé al dormitorio e hicimos el amor. Fue un encuentro dulce como el azúcar, o como la miel de un panal, y cuando llegué al clímax, a esa maravillosa sensación de entrega y abandono, pensé en los ojos eternamente húmedos de John Coffey y en las palabras de Melinda Moores:
«Pensé que los dos vagábamos en la oscuridad.»
Todavía encima de mi esposa, con las piernas entrelazadas a las de ella y sus brazos alrededor de mi cuello, me eché a llorar.
—¡Paul! —exclamó, alarmada. Creo que en los años que llevábamos de casados no me había visto llorar más de dos o tres veces. Nunca había sido un hombre de lágrima fácil—. ¿Qué pasa, Paul?
—Sé todo lo que hay que saber —dije entre sollozos—. Si quieres que sea sincero contigo, creo que sé demasiado. Se supone que debo electrocutar a John Coffey en menos de una semana, pero fue William Wharton quien mató a las gemelas Detterick. Fue el Salvaje Bill.