Capítulo 50

Alrededor de las once de la mañana le conté todo a Jan. He estado a punto de escribir «a la mañana siguiente», pero fue el mismo día, sin duda el más largo de mi vida. Le conté todo con las mismas palabras que he usado aquí, acabando con la descripción de la muerte de William Wharton, cosido a tiros por Percy.

No. Lo cierto es que acabé hablando de la nube que había salido de la boca de Percy; de los bichos, o lo que quiera que aquello fuese. Era una historia difícil de contar, aun a mi esposa, pero lo hice.

Mientras hablaba ella me sirvió varias tazas de café cargado; las llenaba hasta la mitad, pues al principio me temblaban tanto las manos que de estar llenas no habría podido sostenerlas.

Cuando terminé, los temblores habían pasado y me sentía en condiciones de comer… quizá un huevo o un poco de sopa.

—Lo que nos salvó es que no necesitamos mentir.

—Sólo omitir algunos pequeños detalles —dijo ella con un gesto de asentimiento—. Como que sacasteis de la cárcel a un recluso condenado por asesinato para que curase a una mujer enferma y que luego éste hizo enloquecer a Percy Wetmore… ¿Cómo? ¿Escupiendo en su boca un puré de tumor cerebral?

—No lo sé, Jan —dije—. Sólo sé que si sigues hablando así tendrás que tomarte la sopa tú o dársela al perro.

—Lo siento, pero tengo razón, ¿verdad?

—Sí —respondí—. Pero lo cierto es que no nos castigarán por…

—¿Por qué? Llamarlo fuga no habría sido correcto—. Por nuestra excursión. Ni siquiera Percy puede hablar de ello. Y eso si regresa algún día.

—Si regresa —repitió Jan—. ¿Es probable que lo haga?

Sacudí la cabeza para indicar que no tenía idea, pero la tenía. No creía que fuera a regresar ni en 1932, ni en el 42, ni siquiera en el 52. En eso no me equivocaba. Percy Wetmore permaneció en Briar Ridge hasta que el edificio se quemó en 1944. Diecisiete internos murieron en el incendio, pero Percy no fue uno de ellos. Todavía mudo y ausente —la palabra que mejor lo describe es «catatónico»— fue rescatado por uno de los guardias mucho antes de que el fuego alcanzase al ala donde se alojaba. Lo trasladaron a otra institución, cuyo nombre no recuerdo (tampoco creo que importe), donde murió en 1965. Por lo que sé, la última vez que habló fue para decirnos que ficháramos por él a la salida… a menos que quisiéramos explicar por qué se había marchado antes de la hora.

Lo curioso fue que no tuvimos que dar mayores explicaciones. Percy había enloquecido y había matado a William Wharton. Eso fue lo que dijimos, y no faltamos a la verdad. Cuando Anderson le preguntó a Bruto cómo estaba Percy antes de cometer el asesinato y Bruto respondió con la palabra «silencioso», tuve la terrible tentación de echarme a reír, porque aquello también era verdad. Durante la mayor parte del turno de noche Percy había permanecido, en efecto, silencioso, pues tenía la boca cubierta con un esparadrapo y sólo había conseguido articular murmullos.

Curtis retuvo a Percy hasta las ocho. Wetmore permaneció tan callado como un estanquero indio, aunque mucho más misterioso. Para entonces regresó Hal Moores, con aspecto de estar exhausto pero nuevamente dispuesto a tomar las riendas. Curtis Anderson dejó escapar un suspiro de alivio. El anciano asustado había desaparecido, y fue el alcaide de siempre quien se acercó a Percy, lo cogió de los hombros con sus enormes manos y los sacudió con fuerza.

—¡Hijo! —le gritó a la cara, una cara que comenzaba a ablandarse como la cera—. ¡Hijo! ¿Me oyes? ¡Si me oyes, contesta! Quiero saber qué ha pasado.

Percy no respondió, desde luego. Anderson quería llevarse al alcaide aparte y discutir acerca de cómo iban a manejar el asunto (que desde el punto de vista político, era una patata caliente), pero Moores lo apartó y me llevó hacia el fondo del pasillo. John Coffey estaba tendido en el camastro de cara a la pared, con las piernas colgando cómicamente. Parecía dormido y quizá lo estuviese, aunque, como habíamos tenido ocasión de comprobar, no siempre hacía lo que aparentaba hacer.

—¿Lo que sucedió en mi casa tuvo algo que ver con lo que ocurrió aquí cuando volvisteis? —preguntó el alcaide en voz baja—. Os cubriré, incluso si pierdo el empleo por ello, pero tengo que saberlo.

Sacudí la cabeza, y cuando hablé, también lo hice en voz baja. En el bloque había aproximadamente una docena de carceleros. Uno de ellos estaba en la celda de Wharton, tomando fotografías del cadáver. Curtis Anderson había vuelto la mirada hacia él y, por el momento, sólo Bruto parecía pendiente de nosotros.

—No, señor. Metimos a John en su celda, como ve, y sacamos a Percy de la celda de seguridad, donde lo habíamos encerrado para evitar problemas. Creí que estaría furioso, pero no fue así. Sólo preguntó por el arma y la porra, y caminó hacia el extremo del pasillo sin pronunciar palabra. Entonces, al llegar a la celda de Wharton, desenfundó el arma y empezó a disparar.

—¿Crees que estar en la celda de seguridad le afectó la cabeza?

—No, señor.

—¿Le pusisteis la camisa de fuerza?

—No, señor. No hubo necesidad.

—¿Se quedó tranquilo? ¿No se resistió?

—No se resistió.

—¿Ni siquiera cuando vio que ibais a encerrarlo allí?

—Así es.

—Sentí la tentación de explayarme sobre ese punto, de atribuirle a Percy una o dos frases de protesta, pero me contuve. Sabía que cuanto más sencilla fuese la historia, más creíble sonaría—. No armó alboroto. Todo lo que hizo fue sentarse en un rincón.

—¿Dijo algo sobre Wharton?

—No, señor.

—¿Y sobre Coffey?

Negué con la cabeza.

—¿Percy tenía problemas con Wharton? —preguntó—. ¿Tenía algo contra él?

—Es probable —dije, bajando aún más la voz—. Percy no miraba por dónde iba, Hal. En una ocasión, Wharton lo cogió, lo atrajo hacia los barrotes de su celda y lo humilló.

—Hice una pausa—.

Digamos que lo manoseó.

—¿Nada más? ¿Eso fue todo?

—Sí, pero a Percy no le sentó nada bien. Wharton dijo que preferiría follarse a Percy a hacerlo con su hermana.

—Mmm… —Moores no dejaba de mirar de soslayo a John Coffey, como si quisiera asegurarse de que era un ser real, de este mundo—. Eso no explica lo que ocurrió, aunque sí por qué escogió a Wharton en lugar de a Coffey o a cualquiera de tus hombres. Hablando de tus hombres, Paul, ¿todos contarán la misma historia?

—Sí, señor —respondí.

Más tarde, mientras tomaba la sopa, dije ajan:

—Y lo harán. Yo me ocuparé de ello.

—Pero mentiste —dijo ella—. Le mentiste a Hal.

Bueno; para eso están las esposas, ¿no es cierto? Siempre buscando pequeñas incongruencias… y encontrándolas.

—Si quieres verlo de ese modo. Sin embargo, no le dije nada de lo que vaya a arrepentirme.

Hal está a salvo. Después de todo, ni siquiera se encontraba allí. Estaba en su casa, atendiendo a su esposa, hasta que Curtis lo llamó.

—¿Os dijo cómo se sentía Melinda?

—En ese momento no tuvo ocasión, pero volvimos a hablar cuando Bruto y yo nos marchábamos. Melly no recuerda gran cosa de lo ocurrido, pero está bien. Levantada y activa, hablando de los setos de flores que plantará el año que viene. Jan me miró comer por unos instantes y luego preguntó: —¿Crees que Hal es consciente de que ha sido un milagro, Paul? ¿Lo sabe?

—Sí. Todos los que estuvimos allí lo sabemos.

—En parte, me habría gustado presenciarlo —dijo—. Pero por otro lado me alegro de no haberlo hecho. Si hubiera sido testigo de la visión de san Pablo en el camino a Damasco, seguramente habría muerto de un ataque al corazón.

—No —repliqué al tiempo que inclinaba el bol para coger la última cucharada—, seguramente le habrías preparado una sopa. Está deliciosa, cariño.

—Me alegro —dijo, aunque en realidad no estaba pensando en la sopa ni en la conversión de san Pablo en el camino a Damasco. Miraba por la ventana en dirección a las colinas, con la barbilla apoyada en una mano y los ojos tan brumosos como esas mismas colinas en una mañana que presagia calor. «Mañanas de verano como aquella en que encontraron a las gemelas Detterick», pensé sin venir a cuento. Me pregunté por qué las niñas no habían gritado. El asesino les había hecho daño, puesto que había sangre en el porche y en los escalones; de modo que ¿por qué no gritaron?

—Crees que quien verdaderamente mató a ese hombre fue John Coffey, ¿no es cierto, Paul? —preguntó Janice, volviéndose por fin hacia mí—. No crees que haya sido un accidente ni nada por el estilo. Piensas que usó a Percy Wetmore como si fuese un arma.

—Sí.

—¿Por qué?

—No lo sé.

—Cuéntame otra vez qué pasó cuando sacasteis a John Coffey del bloque, ¿quieres? Sólo esa parte.

Lo hice. Le conté que el brazo esquelético que salió entre los barrotes y cogió el bíceps de John me recordó a una serpiente —a una de esas víboras de agua que tanto nos asustaban cuando éramos pequeños y nadábamos en el río— y que Coffey había dicho, casi en un murmullo, que Wharton era malo.

—¿Y qué contestó Wharton? —Mi mujer volvía a mirar por la ventana, pero me escuchaba con atención.

—«Tienes razón negro, más malo de lo que crees.»

—¿Eso es todo?

—Sí. Entonces tuve la sensación de que iba a pasar algo, pero no fue así. Bruto apartó la mano de Wharton y le dijo que se acostara. El muchacho obedeció. Al principio estaba de pie y dijo algo así como que los negros debían tener su propia silla eléctrica. Eso fue todo. Luego seguimos con nuestros asuntos.

John Coffey dijo que era malo.

—Sí. Y dijo lo mismo acerca de Percy. No recuerdo exactamente cuándo, pero lo dijo.

—Sin embargo, Wharton no le hizo nada a John Coffey, ¿verdad? Nada comparable a lo que le hizo a Percy.

—No. Tal como estaban las celdas, la de Wharton cerca de la mesa de entrada y la de Coffey en el otro extremo apenas si se veían.

—Cuéntame otra vez cómo reaccionó Coffey cuando Wharton lo tocó.

Janice, esto no nos lleva a ninguna parte.

—Puede que no y puede que sí. Cuéntamelo otra vez.

Suspiré.

—Supongo que podría decirse que parecía horrorizado. Dio un respingo, como harías tú si estuvieses en la playa y yo te arrojase agua helada en la espalda. O como si le hubieran dado una bofetada.

—Claro —dijo Jan—. El hecho de que lo cogieran por sorpresa lo asustó, hizo que despertase por un instante.

—Sí —dije, pero enseguida me corregí—: No.

—¿En qué quedamos? ¿Sí o no?

—No, no parecía asustado. Se comportaba como el día en que me pidió que entrara en su celda para curarme la infección o cuando quiso que le entregara el ratón. Era como si estuviese sorprendido, pero no porque lo hubieran tocado… al menos, no exactamente. ¡Cielos, Jan! No lo sé.

—De acuerdo, dejémoslo —dijo ella—. No puedo entender por qué lo hizo; eso es todo. No se trata de un hombre violento por naturaleza, lo que nos conduce a otra cuestión: Paul, ¿cómo vas a ejecutarlo si estás en lo cierto con respecto a las niñas? ¿Cómo vas a llevarlo a la silla eléctrica si lo hizo otra persona?

Di un salto en la silla, golpeé el bol con el codo y lo arrojé al suelo, donde se rompió.

Acababa de tener una idea. En ese momento, era más una intuición que una conclusión lógica, pero no parecía descabellada.

—¿Paul? —preguntó Janice, alarmada—. ¿Qué ocurre?

—No lo sé —respondí—. No lo sé con seguridad, pero si puedo voy a averiguarlo.