Capítulo 49

Esa noche, cuando llevamos de regreso a John al bloque E, la camilla no fue un lujo sino una necesidad. Dudo mucho que hubiera podido recorrer el túnel por sus propios medios. Se precisa más energía para andar encorvado que para andar recto, y aquel techo era demasiado bajo para un tipo como John Dolan. Temía que se desplomara en el camino. ¿Qué explicación daríamos? Sobre todo teniendo en cuenta que también deberíamos explicar por qué habíamos puesto a Percy la camisa de fuerza y luego lo habíamos encerrado en la celda de seguridad.

Pero gracias a Dios teníamos la camilla. John se tendió en ella como una ballena en la playa y lo empujamos hacia las escaleras que conducían al almacén. Cuando bajó se tambaleó por un instante, pero enseguida se incorporó cuanto le fue posible, respirando ruidosamente. Su cara estaba tan gris que parecía que la hubieran rebozado en harina. Pensé que al mediodía estaría en la enfermería… y eso si no moría antes.

Bruto me miró con expresión sombría, de desesperación, y yo le devolví una mirada idéntica.

—No podemos cargar con él dije—, pero sí ayudarlo. Tú cógelo del brazo derecho, que yo lo cogeré del izquierdo.

—¿Y yo? —preguntó Harry.

—Tú camina detrás. Si ves que va a caer hacia atrás, empújalo hacia adelante.

—Y si no lo consigues, agáchate donde crees que va a caer y amortigua el golpe —terció Bruto.

—Vaya dijo Harry—, deberías haber sido cómico, Bruto. Eres muy gracioso.

—Tengo sentido del humor —reconoció Bruto.

Finalmente conseguimos que John subiera por las escaleras. Mi mayor temor era que se desmayara, pero no lo hizo.

—Ve a comprobar que el almacén esté vacío —le dije a Harry, jadeando.

—¿Y qué digo si no lo está? —preguntó Harry, apretándose contra mi brazo—. ¿Finjo ser un vendedor callejero y vuelvo aquí corriendo?

—No seas idiota —respondió Bruto.

Harry entreabrió la puerta y espió. Me pareció que tardaba horas. Por fin se volvió con expresión casi alegre.

—No hay moros en la costa —dijo—. Todo tranquilo.

—Esperemos que siga así —observó Bruto—. Vamos, Coffey. Ya casi hemos llegado.

John consiguió cruzar el almacén prácticamente solo, pero tuvimos que ayudarlo a bajar los tres peldaños que lo separaban de mi despacho y empujarlo para que franquease la pequeña puerta.

Cuando volvió a incorporarse, respiraba con dificultad y tenía los ojos vidriosos. Entonces advertí con horror que la comisura derecha de su boca se curvaba hacia abajo, confiriéndole el mismo aspecto que tenía Melinda cuando entramos en su habitación.

Dean nos oyó llegar desde la mesa de entrada.

—¡Gracias a Dios! —exclamó—. Creí que nunca regresaríais. Pensé que os habían cogido, o que el alcaide os había disparado o que… —Se detuvo a mitad de la frase, como si viera a John por primera vez—. ¡Demonios! ¿Qué le pasa? Parece a punto de morir.

—No va a morirse, ¿verdad, John? —dijo Bruto al tiempo que dirigía a Dean una mirada airada.

—Claro que no. No quise decir eso —se defendió Dean con una risita nerviosa—. Sólo parece… cansado.

—No importa —dije—. Ayúdanos a llevarlo de vuelta a la celda.

Una vez más, parecíamos colinas alrededor de una montaña, pero en esta ocasión era una montaña que había sufrido la erosión de un millón de años, una montaña triste, a punto de desmoronarse. John Coffey se movía con lentitud y respiraba por la boca como un viejo fumador, pero al menos se movía.

—¿Qué hay de Percy? —pregunté—. ¿Ha armado alboroto?

—Un poco al principio —respondió Dean—. Intentaba gritar a través del esparadrapo. Supongo que maldecía.

—Vaya dijo Bruto—. Suerte que nuestros oídos de niños estaban en otra parte.

—Desde entonces, sólo da patadas a la puerta de vez en cuando —dijo Dean, que parecía tan contento de vernos que más que hablar balbuceaba. Las gafas se le habían deslizado hasta la punta de la nariz, y las empujó hacia atrás. Pasamos junto a la celda de Wharton. El joven delincuente estaba tendido boca arriba, roncando como una tuba. Esta vez tenía los ojos cerrados.

Dean siguió mi mirada y rió.

—Ése no ha causado ningún problema. Desde que cayó en el camastro no se ha movido, como si estuviera muerto. Y el que Percy pateara la puerta de vez en cuando no me molestó en absoluto.

Para ser sincero, me alegró. Si no hubiera hecho ningún ruido, me habría preguntado si se había ahogado con la mordaza que le pusiste. Pero ¿sabéis qué es lo mejor? Este sitio ha estado más tranquilo que un miércoles de ceniza en Nueva Orleans. ¡No ha venido nadie en toda la noche! dijo con voz triunfal, como si se sintiese orgulloso de ello—. ¡Lo hemos conseguido, muchachos!

Eso le recordó el motivo de nuestro plan, y preguntó por Melinda.

—Está bien —respondí. Habíamos llegado a la celda de John, y comenzaba a creer en las palabras de Dean: K¡Lo hemos conseguido, muchachos!»

—¿Fue como… ya sabéis… como con el ratón? —preguntó Dean echando un rápido vistazo a la celda que habían ocupado Delacroix y Cascabel. Luego bajó el tono de voz, como la gente que entra en un iglesia, donde hasta el silencio parece un murmullo—. ¿Fue un…? —Tragó saliva—. Vamos, ya me entendéis, ¿fue un milagro?

Los tres nos miramos, confirmando lo que ya sabíamos.

—La sacó de la tumba —dijo Harry—. Sí; no cabe duda de que fue un milagro.

Bruto abrió los dos cerrojos de la puerta y empujó con suavidad a John.

—Vamos, grandullón. Descansa un poco. Te lo has ganado. Ahora debemos ocuparnos de Percy…—Es un hombre malo —dijo John con voz grave, maquinal.

—Tienes toda la razón, grandullón; es más malo que un brujo —dijo Bruto con voz tranquilizadora—. Pero no te preocupes por él, no dejaremos que se te acerque. Recuéstate y te traeré el café que te prometí. Caliente y cargado. Cuando lo tomes, te sentirás como nuevo.

John se dejó caer pesadamente en el camastro. Supuse que se tendería y se volvería hacia la pared, como de costumbre, pero permaneció sentado, con las manazas entrelazadas entre las rodillas y la cabeza gacha, respirando por la boca. La medalla de san Cristóbal que Melinda le había dado se había salido fuera de la camisa y se balanceaba en el aire. La mujer le había dicho que lo protegería, pero en aquel momento no parecía que nada ni nadie estuviera protegiendo a John Coffey. Cualquiera hubiese dicho que había ocupado el sitio de Melinda en la tumba que Harry había mencionado.

Pero por el momento no podía seguir pensando en John Coffey. Me volví hacia los demás.

—Dean, coge la pistola y la porra de Percy.

—De acuerdo.

—Se encaminó hacia la mesa de entrada, abrió un cajón y sacó la pistola y la porra.

—¿Preparados? —pregunté. Mis hombres (todos buenos hombres; nunca me había sentido tan orgulloso de ellos como aquella noche) asintieron. Harry y Dean parecían nerviosos, pero Bruto seguía tan imperturbable como siempre—. Muy bien. Yo seré quien hable. Cuanto menos digáis vosotros, mejor. Pronto todo habrá acabado… para bien o para mal.

Asintieron de nuevo. Respiré hondo y caminé hacia la celda de seguridad.

Percy levantó la cabeza y entornó los ojos al ver la luz. Estaba sentado en el suelo, lamiendo el esparadrapo con que le había tapado la boca. Se le había despegado en la nuca (quizá a causa del sudor y la brillantina del pelo) y estaba a punto de librarse del resto. En una hora más, habría empezado a chillar pidiendo auxilio.

Cuando entramos, tomó impulso con los pies para retroceder, pero enseguida se detuvo, quizá al comprobar que sólo conseguiría empotrarse en un rincón. Era un malvado incapaz de entender nuestro trabajo en el bloque E, pero no era estúpido del todo.

Cogí la pistola y la porra de manos de Dean y las tendí en dirección a Percy.

—¿ Quieres que te las devuelva? —pregunté.

Me miró con recelo, pero al instante asintió con la cabeza.

—Bruto, Harry —dije—, ayudadlo a levantarse.

Mis hombres se inclinaron, lo cogieron por debajo de los brazos y lo levantaron. Me acerqué hasta que quedamos prácticamente nariz con nariz. Olí el sudor acre que lo empapaba, fruto en parte de sus esfuerzos por liberarse de la camisa de fuerza o propinar a la puerta los puntapiés que Dean había oído, y en parte sencillamente por miedo a lo que le haríamos si regresábamos.

«No pasará nada. No son asesinos», debió de pensar Percy. Pero luego, al recordar la Freidora, debió de saber que sí, que en cierto modo éramos asesinos. Yo solo había ejecutado a setenta y siete hombres; más de los que había inmovilizado con la camisa de fuerza, más de los que había matado el sargento York en la Segunda Guerra Mundial. Matar a Percy no habría sido lógico, pero allí sentado, con los brazos a la espalda, intentando quitarse el esparadrapo de la boca, seguramente se dijo que habíamos dejado de actuar con lógica. Además, una persona no suele pensar con lógica cuando está sentada en el suelo de una celda con las paredes acolchadas, más atrapada que una mosca en una telaraña. Lo que significaba que si en aquel momento no conseguía lo que quería de Percy, nunca lo conseguiría.

—Si prometes no ponerte a chillar, te quitaré el esparadrapo —dije—. Quiero hablar contigo, no organizar un concurso de gritos. ¿Qué dices? ¿Te quedarás callado?

Advertí una expresión de alivio en sus ojos. Seguramente debió de pensar que si quería hablar con él, tenía muchas posibilidades de salir de ésa sin un rasguño. Asintió con un gesto.

—Si montas un escándalo, volveré a ponerte el esparadrapo —dije—. ¿Lo has entendido?

Respondió con otro gesto de asentimiento, esta vez con evidente impaciencia.

Tendí el brazo, cogí el extremo suelto del esparadrapo y tiré con fuerza. La cinta se desprendió con un sonido a piel arrancada y Bruto se sobresaltó. Percy gimió de dolor y comenzó a restregarse los labios. Intentó hablar, se dio cuenta de que no podía hacerlo con la mano sobre la boca, y la bajó.

—Sacadme esta camisa —dijo con furia.

—Dentro de un minuto —respondí.

—¡Ahora! ¡Ahora mismo…!

Le di una bofetada en la cara. Lo hice sin pensarlo, aunque en el fondo sabía que podía llegar a ese punto. Incluso la primera vez que hablé acerca de Percy con el alcaide Moores, aquella en que Hal me recomendó que lo pusiera a cargo de la ejecución de Delacroix, sabía que podía llegar a eso. La mano es como un animal que no se ha domesticado del todo; casi siempre se porta bien, pero de vez en cuando se escapa y muerde al primero que se cruza en su camino.

La bofetada sonó como una rama al partirse. Dean soltó una breve exclamación de asombro y Percy me miró escandalizado, con los ojos tan abiertos que parecían a punto de salírsele de las cuencas. Por dos veces abrió la boca y volvió a cerrarla, como si fuese un pez en un acuario.

—Calla y escúchame —dije—. Merecías un castigo por lo que le hiciste a Del y nosotros te lo dimos. Era la única forma de hacerlo. Todos estuvimos de acuerdo, excepto Dean, pero él nos respaldará, porque si no lo hace lo sentirá. ¿No es cierto, Dean?

—Sí —murmuró Dean, más blanco que un papel—. Supongo que sí.

—Y tú sentirás haber nacido —continué—. Nos ocuparemos de que todo el mundo se entere del modo en que saboteaste la ejecución de Delacroix…

—¿Sabotear?

—Y de cómo estuviste a punto de dejar morir a Dean. Diremos más que suficiente para que te despidan de cualquier trabajo que tu tío te consiga.

Percy sacudía la cabeza con furia. No nos creía, no podía creernos. La marca de mi mano resaltaba roja en su pálida mejilla.

—Y si haces algo —proseguí—, haremos que te aticen hasta dejarte medio muerto. No tendremos que hacerlo personalmente. Nosotros también tenemos contactos, Percy, ¿o eres tan tonto que no lo sabes? No están en la capital del estado, pero saben cómo… legislar ciertos asuntos. Son personas que tienen a su hermano, a su padre o a un amigo aquí, y se alegrarán de poder cortarle la nariz o la polla a un comemierda como tú. Lo harán sólo para que una persona a la que aprecian disfrute de tres horas más de patio a la semana.

Percy había dejado de sacudir la cabeza y me miraba fijamente. Tenía los ojos llenos de lágrimas, que no acababan de caer. Creo que eran lágrimas de rabia e impotencia, aunque quizá fuesen imaginaciones mías.

—Muy bien. Ahora mira la parte positiva de la cuestión, Percy. Los labios te dolerán durante unos días, pero aparte de eso no has sufrido ninguna herida excepto en tu orgullo… y nadie tiene por qué enterarse de esto. No se lo contaremos a nadie, ¿verdad, muchachos?

Todos asintieron con la cabeza.

—Claro que no —dijo Bruto—. Los asuntos del pasillo de la muerte quedan en el pasillo de la muerte. Siempre ha sido así.

—Tú te marcharás a Briar Ridge y hasta entonces te dejaremos en paz —afirmé—. ¿Quieres dejar las cosas así, Percy, o prefieres enfrentarte a nosotros?

Siguió un silencio interminable, durante el cual Percy reflexionó. Casi podía ver las ruedecillas girar en su cabeza mientras ensayaba y desechaba las respuestas posibles. Supongo que al final un hecho fundamental cobró magnitud frente a sus especulaciones: le habíamos quitado el esparadrapo de la boca, pero seguía con la camisa de fuerza puesta y seguramente debía de estar muerto de ganas de mear.

—Bien. El asunto está zanjado, pero ahora quitadme esta camisa. Casi no siento los hombros.

Bruto dio un paso al frente, me apartó y cogió la cara de Percy con una de sus manazas, clavando los dedos en la mejilla derecha y haciendo un hoyuelo en la izquierda con el pulgar.

—Un momento —dijo—, primero me oirás. Paul es el gran jefe, y por eso tiene que cuidar los modales.

—Intenté recordar si había cuidado los modales con Percy, y no me pareció que fuera así.

Sin embargo, supuse que era mejor mantener la boca cerrada. Percy parecía aterrorizado, y no quería estropear el efecto—. La gente no siempre entiende que cuidar los modales no equivale a ser estúpido, y por eso quiero aclararte algo. A mí no me preocupan los modales; sencillamente digo lo que pienso. De modo que escúchame: si rompes tu palabra, seguramente tendremos que salir pitando. Pero más tarde o más temprano te encontraremos, aunque tengamos que irnos hasta Rusia.

Te encontraremos y te joderemos, no sólo por el culo, sino por todos los agujeros de tu cuerpo. Te golpearemos hasta que desees estar muerto y luego te echaremos vinagre sobre las heridas. ¿Has entendido?

Percy asintió. Con los dedos de Bruto clavados en las mejillas, su rostro parecía tan chupado como el del viejo Tuu–Tuu.

Bruto lo soltó y retrocedió. Le hice una seña a Harry, que se colocó detrás de Percy y comenzó a desabrocharle la camisa.

—Recuérdalo, Percy —dijo Harry—. Recuérdalo y no remuevas la mierda del pasado.

La escena —tres matones vestidos de uniforme azul— debía de ser aterradora para Percy, pero aun así me sentía inquieto. Guardaría silencio durante unos días o una semana, mientras sopesaba los pros y los contras de distintas acciones, pero más tarde o más temprano dos factores se aliarían en nuestra contra: su confianza en sus contactos y su incapacidad para olvidar una situación en que se había visto como perdedor. Entonces hablaría. Quizá hubiéramos ayudado a salvar la vida de Melly Moores, y no habría cambiado eso por todo el oro del mundo, pero al final se descubriría el pastel y nos echarían. Aparte de matarlo, no podíamos hacer nada para garantizar que Percy respetara su parte del trato, sobre todo una vez que estuviera lejos de nosotros y empezase a rumiar sobre lo sucedido.

Miré a Bruto con el rabillo del ojo y supe que él también lo sabía. El hijo de la señora Howell no tenía un pelo de tonto; nunca lo había tenido. Se encogió de hombros; un gesto breve y fugaz, pero expresivo. Fue como si dijera: «¿Qué más da, Paul? Hicimos lo que debíamos, y lo hicimos lo mejor posible.»

Sí; los resultados no eran malos.

Harry soltó el último corchete de la camisa de fuerza y Percy la arrojó a sus pies con una mueca de disgusto y rabia, aunque no se atrevió a mirarnos a los ojos.

—Devolvedme la porra y la pistola —dijo, y esta vez se las di. Enfundó la pistola y metió la porra en su estuche.

—Percy, si piensas un poco…—Claro, es lo que voy a hacer. Voy a pensar en esto a conciencia, y empezaré ahora, de camino a casa. Uno de vosotros puede fichar por mí cuando sea la hora.

—Al llegar a la puerta de la celda de seguridad, se volvió para mirarnos con una mezcla de furia, vergüenza y desprecio; una combinación peligrosa para el secreto que estúpidamente esperábamos guardar—. Al menos que prefiráis explicar por qué me he marchado antes de hora.

Abandonó la celda y caminó a grandes zancadas por el pasillo, olvidando por qué aquel corredor era tan ancho. Ya había cometido ese error antes y se había salvado, pero esta vez no lo conseguiría.

Salí detrás de él, pensando en la forma de calmarlo. No quería que se marchara en aquel estado; sudoroso, desaliñado, con la marca roja de mi mano todavía en la mejilla. Los demás me siguieron.

Todo ocurrió deprisa, en menos de un minuto. Sin embargo lo recuerdo muy bien porque se lo conté a Janice al llegar a casa, y eso hizo que se fijase en mi mente. Lo demás —el encuentro al amanecer con Curtis Anderson, la encuesta, la conferencia de prensa que organizó Hal Moores (que para entonces estaba de regreso) y el comité de investigación de la capital del estado— se ha vuelto borroso con los años, como tantas otras cosas. Pero recuerdo perfectamente lo que sucedió en el pasillo.

Percy caminaba por la derecha del pasillo con la cabeza gacha, y debo decir en su favor que un prisionero normal nunca habría podido alcanzarlo. Pero Coffey no era un prisionero normal, sino un gigante con brazos de gigante.

Vi salir sus largos brazos negros entre los barrotes y grité: —¡Cuidado, Percy! ¡Cuidado!

Percy hizo un amago de volverse mientras cogía la porra con la mano izquierda. Pero las manazas negras lo cogieron y lo atrajeron hacia la puerta de la celda de Coffey, aplastándole la cara contra los barrotes.

Gimió y se volvió hacia el negro, con la porra en alto. John se encontraba en una posición vulnerable; con la cara apretada entre dos barrotes como si quisiera asomar la cabeza. Habría sido imposible, desde luego, pero esa era la impresión que daba. Movió la mano derecha, encontró la cerviz de Percy y tiró de su cabeza con mayor fuerza. Percy dejó caer la porra contra la sien de John, que comenzó a sangrar, pero el negro no hizo el menor caso. Apretó la boca contra la de Percy y oí una especie de suspiro, como si exhalara el aire largamente contenido. Percy se retorcía como un pez, intentando soltarse, pero no lo consiguió. La mano de John le sostenía el cuello con firmeza, inmovilizándolo. Sus caras parecieron fundirse, como las de unos amantes que se besaran apasionadamente entre los barrotes.

Percy soltó un grito —fue un sonido amortiguado, como si aún llevara el esparadrapo en la bocae hizo otro esfuerzo por apartarse. Por un instante sus labios se separaron un poco y vi la marea negra que salía de la boca de John Coffey y entraba en la de Percy Wetmore. Lo que no penetraba por los labios lo hacía por las fosas nasales. Entonces la manaza negra dio un tirón y volvió a apretar la boca de Percy contra la de John.

La mano izquierda de Percy se abrió y su adorada porra cayó al suelo de linóleo verde.

Nunca volvería a recogerla.

Corrí en su ayuda, o al menos creo haberlo hecho, porque mis movimientos parecían lentos y cansados. Cogí la pistola, pero la correa seguía cruzada sobre la nudosa empuñadura de nogal y no conseguí desenfundar al primer intento. El suelo pareció sacudirse, como había sucedido en la bonita casa estilo Cape Cod del alcaide. No puedo asegurar que el suelo temblara, pero sé a ciencia cierta que la bombilla que había sobre nuestras cabezas explotó. La lluvia de cristales sobresaltó a Harry, que gritó asustado.

Por fin conseguí soltar la correa de seguridad de la cartuchera de la 38, pero antes de que pudiera desenfundar, John arrojó a Percy al suelo y regresó al interior de la celda con una mueca de asco en la cara, como si hubiera comido algo desagradable.

—¿Qué ha hecho? —gritó Bruto—. ¿Qué ha hecho, Paul?

—Creo que le ha pasado lo que le sacó a Melly —respondí.

Percy se puso de pie y se apoyó contra los barrotes de la antigua celda de Delacroix. Tenía los ojos muy abiertos y en blanco, como un par de ceros. Me acerqué con cautela, esperando que empezara a toser y a ahogarse como John cuando había acabado con Melinda, pero no lo hizo.

Permaneció inmóvil.

Chasqueé los dedos frente a sus ojos.

—¡Percy! ¡Eh, Percy! ¡Despierta!

Nada. Bruto se unió a mí y tendió las manos frente a la cara de Percy.

—No creo que dé resultado —dije.

Bruto no me hizo caso y aplaudió con fuerza por dos veces delante de la nariz de Percy. Y dio resultado… o al menos eso pareció. Movió los párpados y recuperó el sentido, aunque se lo veía aturdido, como alguien que acaba de sufrir un golpe en la cabeza y lucha por volver en sí.

Ahora, después de tantos años, creo que ni siquiera nos vio, pero entonces me pareció que sí, que se recuperaba.

Percy se separó de los barrotes y se tambaleó. Bruto lo sostuvo.

—Tranquilo, muchacho. ¿Te encuentras bien?

Percy no respondió. Pasó junto a Bruto y siguió en dirección a la mesa de entrada. Más que tambalearse, parecía un barco que escora hacia el puerto.

Bruto tendió un brazo y yo se lo bajé.

—Déjalo —dije. ¿Habría dicho lo mismo si hubiera sabido lo que iba a ocurrir? Desde aquel otoño de 1932 me he hecho esa pregunta miles de veces, y nunca he encontrado respuesta.

Percy dio una docena de pasos, se detuvo y agachó la cabeza. Estaba al lado de la celda de Wharton, que seguía roncando como una tuba. De hecho, durmió todo el rato. Ahora que lo pienso, también la muerte lo sorprendió mientras dormía, lo que significa que fue mucho más afortunado que la mayoría de los presos que acabaron en el bloque. Más afortunado de lo que merecía, sin duda.

Antes de que nos diéramos cuenta de lo que iba a suceder, Percy desenfundó la pistola, se acercó a los barrotes de la celda de Wharton, y disparó seis tiros al muchacho dormido. Apretó el gatillo una y otra vez, con toda la rapidez posible. ¡Bang, bang, bang, bang, bang, bang! El ruido fue ensordecedor. A la mañana siguiente, cuando le conté la historia a Janice, el zumbido que sentía en los oídos apenas me permitía oír mi propia voz.

Los cuatro corrimos hacia él. El primero en llegar fue Dean. No sé cómo, porque estaba detrás de mí y de Bruto cuando Coffey cogió a Percy, pero lo hizo. Tomó a Percy de la muñeca, dispuesto a luchar para quitarle el arma, pero no tuvo necesidad de hacerlo. Percy soltó la pistola, que cayó al suelo. Sus ojos se deslizaron sobre nosotros como si fueran patines y nosotros hielo. Se oyó una especie de silbido y percibimos el olor a amoniaco de la meada de Percy. Siguió un sonido más fuerte y un olor aún peor, mientras se cagaba en los pantalones. Miraba fijamente el fondo del pasillo. Tuve la impresión de que esos ojos no volverían a ver nada en el mundo real. Al comienzo de esta historia, escribí que Percy Wetmore estaba en Briar Ridge cuando un par de meses más tarde Bruto encontró el carrete de Cascabel. No mentí, pero lo cierto es que nunca ocupó una oficina con ventilador ni tuvo ocasión de dar órdenes a los locos. Sin embargo, supongo que habrá conseguido una habitación individual. Al fin y al cabo, tenía contactos.

Wharton estaba tendido de lado con la espalda contra la pared de la celda. En aquel momento no vi más que la sangre en las sábanas y el suelo de cemento, pero el forense dijo que Percy había disparado con la puntería de un tirador de circo. Recordé la historia de Dean sobre el día en que Percy había arrojado la porra al ratón, fallando por los pelos, y no me sorprendió. Esta vez el blanco estaba mucho más cerca y no se movía. Un tiro en la ingle, otro en el vientre, uno en el pecho y tres en la cabeza.

Bruto tosía y agitaba los brazos en medio de la nube de pólvora. Yo también tosía, aunque ni siquiera era consciente de ello.

—Fin de trayecto —dijo Bruto con voz tranquila, aunque el brillo de pánico en sus ojos era inconfundible.

Miré a John Coffey y lo vi sentado en el extremo del camastro. Otra vez estaba con las manos entrelazadas entre las rodillas, pero tenía la cabeza erguida y ya no parecía enfermo. Me miró, inclinó brevemente la cabeza y, tal como había ocurrido el día en que le tendí la mano, me sorprendí devolviendo el gesto.

—¿Qué vamos a hacer? —balbuceó Harry—. ¡Por todos los santos, Paul! ¿Qué vamos a hacer?

—No podemos hacer nada —intervino Bruto con el mismo tono sereno de voz—. Estamos perdidos, ¿verdad, Paul?

Mi mente había comenzado a trabajar deprisa. Miré a Harry y a Dean, que tenían los ojos clavados en mí, como un par de niños asustados. Miré a Percy, que permanecía inmóvil con las manos y la mandíbula laxas, y por fin miré a mi querido amigo, Brutus Howell.

—Todo saldrá bien —dije.

Percy empezó a toser. Se agachó, con las manos sobre las rodillas, y la tos se convirtió en arcadas. Su cara enrojeció. Abrí la boca, dispuesto a decir a los demás que se apartaran, pero no tuve ocasión. Percy emitió un sonido que era una mezcla de resuello y el croar de una rana, abrió la boca y escupió una nube negra, tan densa que por un instante no pudimos ver su cara.

—Dios nos proteja —dijo Harry con voz temblorosa.

Entonces la nube se volvió blanca, como el sol de enero sobre la nieve, y un segundo después se desvaneció. Percy se incorporó despacio y miró el pasillo con expresión ausente.

—No hemos visto nada, ¿verdad, Paul?

—Yo no. ¿Y tú, Harry?

—Yo tampoco.

—¿Dean?

—¿Si he visto qué? —Se quitó las gafas y comenzó a limpiarlas. Le temblaban tanto las manos que creí que las dejaría caer a los costados del cuerpo, pero no lo hizo.

—Eso está bien —dije—. Muy bien. Ahora escuchad a vuestro jefe, muchachos, y entendedme a la primera. Es una historia muy sencilla, así que no la compliquemos.